Desigual (Iophel De-Celle)

La mañana amaneció nublada.  Unos primerizos y tímidos rayos de sol se colaron a través de las polvorientas cortinas que cubrían la ventana de la habitación de Iophiel. Se giró en el la cama y entreabrió los ojos, desperezándose cuan larga era. Se tomó unos segundos para contemplar aquel cielo a través de los cristales y sonrió para sus adentros. Tras eso se incorporó, poniéndose de pie. Para ser una jovencita de tan solo quince años, era alta y espigada, con un cuerpo que parecía frágil a primera vista, pero que había soportado mucho más de lo que una persona pudiera imaginar.
Se cercioró de la hora gracias a un viejo reloj de bolsillo que descansaba sobre una austera mesilla junto a la mesa y se sorprendió lo temprano que era. Todavía tenía tiempo de sobras, así que se aseó y lavó con paños húmedos y se vistió con su largo vestido negro de sirvienta. Frente a un viejo tocador trenzó su pelo, recogiéndolo en un moño y salió de a habitación tratando de hacer el menor ruido posible. Madame Deveraux todavía dormía a aquellas horas, así que salió de la casa junto con unos francos en el bolsillo y se encaminó al mercado de la plaza.

Compró fruta fresca para el desayuno, así como varias piezas de pescado, ya que sabía por la señora de la casa que hoy esperaba una importante visita. Paseó un poco por entre los puestos de mercado, saludando a aquellas caras que más conocía y que, por ende, la conocían a ella y no la miraban como si fuera una enferma contagiosa. Esas pequeñas sonrisas familiares le gustaban y le alegraban los malos momentos, del mismo modo que le agradaban los paseos, aunque las calles no olían precisamente bien, y el cielo cada vez se ennegrecía más, hasta el punto de que gruesos goterones empezaron a descargarse sobre la ciudad.  Trato de cubrirse la cabeza con un desgastado periódico y corrió de nuevo hasta la casa, donde dejó unas huellas de agua por los botines que se apresuró a limpiar. Ivette era una mujer que veneraba la limpieza y el orden, sobre todo en su casa, y estaba segura de que se ganaría un gran escarmiento si dejaba el rastro de los botines hasta la cocina.
Una vez el suelo quedó tan limpio como al principio, preparó un té caliente junto con unos dulces que la señora gustaba de desayunar. Preparó un pequeño jarrón con unas cuantas flores que recogió del jardín trasero y las colocó con cariño y esmero mientras en sus labios se dibujaba una dulce melodía.
El reloj de cuco del salón resonó en la casa justo cuando Iophiel subía las enmoquetadas escaleras al piso de arriba. Sus pasos quedaban ahogados por una moqueta algo desteñida por el paso del tiempo. Llamó tres veces, ni una más, a la puerta de su señora con suavidad pero firmeza hasta que escucho su voz.
-Puedes pasar, Iophiel..- asió el pomo para abrir la puerta y entró con cuidado de no derramar gota alguna de la taza. Una vez dentro dejo la bandeja sobre la mesa, a tientas, puesto que la oscuridad reinaba en la estancia. Por suerte ya se conocía su habitación de sobras (al principio siempre tropezaba con la alfombra, o con la mecedora). Descorrió las pesadas cortinas, dejando que la débil luz del sol bañase la estancia. Madame Deveraux dejo escapar un ligero gruñido. - No me gusta la lluvia..
-Lo sé, señora. Pero mire el lado positivo... el agua le vendrá bien a los rosales. Últimamente estaban marchitándose -trató de infundirle alegría con su voz mientras le señalaba una pequeña rosa del jarrón, mucho más pequeña que una rosa normal. Eso pareció arrancar una sonrisa del rostro de la mujer, quien agarró la taza entre sus manos y aspiró el aroma del té que comenzaba a inundar la habitación. -Prepárame un baño, Iophiel. Busca una vestimenta adecuada para recibir a la visita de hoy y encárgate de preparar una buena mesa.
-Claro, señora. Como guste. -Se apresuró a entrar en el baño y calentó algo de agua para llenar la bañera.  Una vez Ivette se encerró en el baño, revisó su arcón y decidió un atuendo de color oscuro. Sabía de sobras que con un dia tan apagado como aquel, Ivette no querría ponerse colores vivos que no fueran acorde al momento.  Una vez salió del baño le ayudó a secarse y a vestirse con el corsé y las enaguas. Peinó su pelo rubio que empezaba a blanquearse ligeramente y maquilló su rostro con esmero y dedicación. -Con su permiso, señora, bajaré a preparar la comida.- Esperó a ver si Madame Deveraux le daba alguna orden más pero al no obtener respuesta de sus fruncidos labios, agarró la bandeja del desayuno y se retiró a las cocinas, donde empezó a cocinar un plato típico de su ciudad. Por suerte, a la señora le había gustado cuando había estado en Nueva Orleans y le permitía cocinarlo cuando recibían visitas, ya que era exótico y de buen gusto para casi todos.

Las horas pasaban con lentitud mientras el gumbo se cocía a fuego lento. Preparó la mesa del comedor, donde entraba algo más de luz natural. Preparó un centro de mesa con flores frescas y húmedas del jardín y sacó una vajilla de porcelana ricamente decorada con pinturas azules. Se esmeró en preparar todo con cariño y volvió a la cocina de vez en cuando para remover la marmita de gumbo. Las horas pasaban con lentitud, sin embargo Ivette había bajado al salón donde se había enfrascado en una lectura, recostada en su butaca y le iba dando charla eventualmente a Iophiel, quien estaba entusiasmada con sus tareas. -No es un buen día para los negocios, querida... - rezongaba de vez en cuando con una voz un tanto ronca para la edad mientras sus ojos grises escrutaban las gotas que resbalaban por los cristales. Iophiel sonrió levemente, pensando con cariño cuánto quería a esa mujer que la había rescatado, en parte, de la peor época de su vida. Le debía todo, y la amaba desde lo más profundo de su ser, motivo por el cual trataba de alegrarla en esos días tristes.

Alguien llamó a la puerta, sobresaltando a la muchacha justo cuando apagaba el fuego de la cocina. Se sacó el delantal y se lavó las manos a prisa para acercarse a la puerta y abrir. Esperaba encontrarse con un hombre mayor, dedicado a los negocios, por eso se sorprendió al ver una muchacha que no debía tener muchos más años que ella. La miró unos segundos e inclinó la cabeza a modo de reverencia. -¿Es... la señorita Delteria? Puede pasar, por favor.. Madame Deveraux la está esperando... - abrió más la puerta para dejarla pasar. -¿Me permite su paraguas y su abrigo, señorita? - le tendió las manos para ayudarla a deshacerse de la prenda.

Ivette Deveraux: