Hazâr afsâna

El clima es aterrador. En mi vida me imaginé que un sitio podía ser tan frío. Está bien, Estambul no es el lugar más cálido del mundo, pero aquí estamos en otoño y la crudeza de las heladas no para de sorprenderme. Hay días en los que ni puedo salir al jardín a dar un paseo por temor a morir de frío, a pesar de los cientos de abrigos que podría colocarme sobre el cuerpo. Es increíble la fuerza de voluntad de los rusos, ¡no soportaría haber nacido aquí! Quizá por eso es que me decidí a escribir un diario, porque me siento una extraña en mi propio hogar. Y no es por Fyodor, al cual amo más que a nada en éste mundo, sino al resto de los que aquí viven; siento hostilidad por parte de todos, quizá porque adoran demasiado a su jefe como para aceptar mis órdenes. Creo que los empleados y las personas conocidas de marido, creyeron que él sería un eterno soltero, y aquí llegué yo, casi sin previo aviso, a trastocarles la vida, a modificarles las rutinas, a cambiarles los hábitos.

Aprendí a ser una buena señora de la casa, al fin de cuentas, para eso me criaron. Recuerdo cómo en la residencia de mi padre, todos los trabajadores tomaban sus órdenes o las de sus esposas –incluida mi madre- con completa devoción; en cambio, aquí, si bien no me desobedecen, percibo sus miradas, y me da la sensación que les encantaría que desaparezca del mapa. Lo más ridículo de esto es que soy amable con ellos, los trato con respeto y no exijo. Mis gustos no son exóticos, no pido nada extravagante. A las pocas fiestas que hemos ido, he sido testigo de la crueldad con que las mujeres rusas tratan a sus dependientes, y los empleados de ésta casa deberían estar agradecidos con el trato conferido.

Suelo tener pensamientos negros, en los que despido a todos y contrato mi propio séquito de trabajadores fieles, pero sé que Fyodor no me permitiría algo semejante. Conozco mi papel, mis permisos y mis limitaciones. A él, se le nota el aprecio que tiene por su personal, y sería incapaz de plantearle un capricho de tamaña envergadura. En ocasiones, siento que debo madurar y que ellos ven en mí a quien hará sufrir a su querido amo, quien lo manejará y usará como a una mascota, que lo exprimirá. Y nada hay más alejado de la realidad, a pesar de que no tengo ni una herencia que compartirle. Mi padre me repudió, y cada vestido, cada joya, cada lujo que me doy, es todo de la fortuna de mi esposo. Admito que la situación me incomoda más de lo que debería, al fin de cuentas, para eso nos casamos. Pero me duele no tener nada que aportarle a nuestro matrimonio.

Ha llegado la hora de preparar la cena. ¡Detesto tener que pensar un menú para cada comida, cada día de mi vida!