AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Un Saludo al Padre [Libre]
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Un Saludo al Padre [Libre]
No hacía mucho que su barco había arribado al puerto de Le Havre.
Francia era para él un lugar por completo nuevo. En medio de Europa, era tan distinto a América como él pensaría que sería un viaje del Cielo al Infierno. Aunque quizás el ejemplo estuviese mal puesto, ya que aún no había nada que pudiese decirle que aquel país era un infierno, mucho menos aquella hermosa ciudad.
Porque, si, debía reconocerlo. París era una ciudad hermosa. Más allá de lo orgulloso que se sintiese Jérôme de ella y de como él mismo le quitaba importancia, no había forma de negar (sin mentir descaradamente) que era un lugar bellísimo.
Quizás las personas no fuesen de las más amables del mundo, pero eran detalles. Al parecer a muchas les complicaba su marcado acento americano y prefería pasar de él. Claro, todos tenían atareadas vidas personales, así que no sería adecuado de su parte molestarles. Por supuesto.
Los días siempre habían sido para él. Las noches las compartía con su compañero, pero los días, el gusto de disfrutar de la calidez del sol le pertenecía por completo. Así que, en pos de eso, y dado que el sol se había dignado a salir por fin (en la semana que llevaban en París las nubes se habían mantenido firmes en su posición cubriendo el azul del cielo), había decidido dar un paseo por la ciudad.
Con su sombrero bien puesto y sus botas americanas destacando en su atuendo, comenzó a recorrer, poco pendiente de las miradas de extrañeza que dejaba a su alrededor. Pasó por el mercado, la plaza y de pronto un edificio llamó su atención.
No sabría bien decir cual fue la razón que le forzó a entrar allí, y a pesar que hace mucho tiempo que había abandonado el consolador abrazo de la religión, aún así ese lugar le daba cierto aire de paz. Se sentó en una banca mirando hacia el frente, observando la infraestructura de allí, para acabar fijando sus ojos en el cristo del fondo, soltando un suspiro desde el fondo del estómago mientras se quitaba el sombrero y lo ponía sobre sus piernas.
- Hola, Padre - susurró cerrando sus ojos y comenzando a charlar mentalmente con su fallecido padre, en una oración muy personal, luego de cuatro años de total ausencia de pensamientos hacia su familia.
Quien diría que vendría a encontrar su espíritu en medio de París.
Francia era para él un lugar por completo nuevo. En medio de Europa, era tan distinto a América como él pensaría que sería un viaje del Cielo al Infierno. Aunque quizás el ejemplo estuviese mal puesto, ya que aún no había nada que pudiese decirle que aquel país era un infierno, mucho menos aquella hermosa ciudad.
Porque, si, debía reconocerlo. París era una ciudad hermosa. Más allá de lo orgulloso que se sintiese Jérôme de ella y de como él mismo le quitaba importancia, no había forma de negar (sin mentir descaradamente) que era un lugar bellísimo.
Quizás las personas no fuesen de las más amables del mundo, pero eran detalles. Al parecer a muchas les complicaba su marcado acento americano y prefería pasar de él. Claro, todos tenían atareadas vidas personales, así que no sería adecuado de su parte molestarles. Por supuesto.
Los días siempre habían sido para él. Las noches las compartía con su compañero, pero los días, el gusto de disfrutar de la calidez del sol le pertenecía por completo. Así que, en pos de eso, y dado que el sol se había dignado a salir por fin (en la semana que llevaban en París las nubes se habían mantenido firmes en su posición cubriendo el azul del cielo), había decidido dar un paseo por la ciudad.
Con su sombrero bien puesto y sus botas americanas destacando en su atuendo, comenzó a recorrer, poco pendiente de las miradas de extrañeza que dejaba a su alrededor. Pasó por el mercado, la plaza y de pronto un edificio llamó su atención.
No sabría bien decir cual fue la razón que le forzó a entrar allí, y a pesar que hace mucho tiempo que había abandonado el consolador abrazo de la religión, aún así ese lugar le daba cierto aire de paz. Se sentó en una banca mirando hacia el frente, observando la infraestructura de allí, para acabar fijando sus ojos en el cristo del fondo, soltando un suspiro desde el fondo del estómago mientras se quitaba el sombrero y lo ponía sobre sus piernas.
- Hola, Padre - susurró cerrando sus ojos y comenzando a charlar mentalmente con su fallecido padre, en una oración muy personal, luego de cuatro años de total ausencia de pensamientos hacia su familia.
Quien diría que vendría a encontrar su espíritu en medio de París.
Alfred Brooks- Mensajes : 56
Fecha de inscripción : 13/10/2010
Re: Un Saludo al Padre [Libre]
Arrinconada y en silencio mirando en ruinas la catedral dónde alguna vez fue un sitio religioso y ahora se encuentra casi en ruinas, preguntándose en si hace bien en estar en aquél lugar mira con profundidad el desgaste de los alrededores, en un tiempo hubiese cobrado vida propia colorida, presuntuosa para los fieles eclesiásticos, ofreciendo servicios regulares con audiencia palpable. Todo esto lo ibserva callada con los ojos clavados sobre un poste casi tocando el suelo, pronto un hombre entra sin previo aviso sentándose no lejos.
Annette está acostumbrada a estar rodeada de humanos pero éste en específico posee algo sumamente distinto, una esencia que en su vida había absorbido, es sumamente peculiar e intrigante, arruga el ceño curiosa dirigiéndose hasta el hombre de manera misteriosa y no insultante. Sabiendo que probablemente no le interese, es más no debe interesale el porqué de aquello se dispone nuevamente a mirar a su alrededor pero le es imposible con ese olor, fuerte, no desagradable y escucha un corazón bastante distinto, nada parecido a lo anterior, intentando distraerse comienza a jugar con el faldón del vestido tan aparatoso, sabe a ciencia cierta que él no tardará en mirarle.
Aún así, manteniéndose a raya, le parece sumamente estrepitoso el hecho en ese latir tan desmesurado, poco acentuado y peculiarmente extraño, concentrándose en racionalizarlo con alguna melodía se asemeja a un tambor fuerte, lleno de vida, circulando perfecto en las andanzas diarias, algo que cambiaría con gusto Annette sin pensarlo.
No piensa en molestar, por el contrario, poniéndose en pie, sabiendo que si permanece en ese sitio se sentirá aún peor, hace una mueca poniéndose en pie tirando su bolso que estaba a lado, haciendo claro un gran escándalos reproduciendo eco lo suficiente para distraer a cualquiera.
-Disculpádme le pido, soy bastante distraída- musita sin levantar la mirada siquiera, se diposne a alzar sus pertenencias que son pocas, un par de guantes, su sombrero, y algunas monedas que han sido las culpables del ruido, dibujando una leve sonrisa asiente al hombre antes de agacharse a buscar la moneda faltante.
Annette está acostumbrada a estar rodeada de humanos pero éste en específico posee algo sumamente distinto, una esencia que en su vida había absorbido, es sumamente peculiar e intrigante, arruga el ceño curiosa dirigiéndose hasta el hombre de manera misteriosa y no insultante. Sabiendo que probablemente no le interese, es más no debe interesale el porqué de aquello se dispone nuevamente a mirar a su alrededor pero le es imposible con ese olor, fuerte, no desagradable y escucha un corazón bastante distinto, nada parecido a lo anterior, intentando distraerse comienza a jugar con el faldón del vestido tan aparatoso, sabe a ciencia cierta que él no tardará en mirarle.
Aún así, manteniéndose a raya, le parece sumamente estrepitoso el hecho en ese latir tan desmesurado, poco acentuado y peculiarmente extraño, concentrándose en racionalizarlo con alguna melodía se asemeja a un tambor fuerte, lleno de vida, circulando perfecto en las andanzas diarias, algo que cambiaría con gusto Annette sin pensarlo.
No piensa en molestar, por el contrario, poniéndose en pie, sabiendo que si permanece en ese sitio se sentirá aún peor, hace una mueca poniéndose en pie tirando su bolso que estaba a lado, haciendo claro un gran escándalos reproduciendo eco lo suficiente para distraer a cualquiera.
-Disculpádme le pido, soy bastante distraída- musita sin levantar la mirada siquiera, se diposne a alzar sus pertenencias que son pocas, un par de guantes, su sombrero, y algunas monedas que han sido las culpables del ruido, dibujando una leve sonrisa asiente al hombre antes de agacharse a buscar la moneda faltante.
Annette Pavlovna- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 312
Fecha de inscripción : 18/09/2010
Re: Un Saludo al Padre [Libre]
Era extraño como el tiempo siempre parecía parecerle mucho más rápido cuando estaba dentro de un lugar sagrado. Quizás esa Catedral Católica no era exactamente lo mismo que la Iglesia de su padre, pero aún así podía sentir la presencia de Dios muy viva allí.
A su alrededor no habían pocas personas, lo cual le indicaba que la gente de ese país, tal como le decía su madre, eran fieles siervas del Sagrado Corazón representado, según ellos, en el Vaticano.
A pesar de que su padre era pastor (o quizás por eso mismo), Alfred no se consideraba extremadamente religioso. Era un gran creyente, creía mucho, pero él no consideraba que rezar tres veces al día, dar una moneda a los pobres y saber todas los salmos fuesen a salvar su alma el día del Juicio Final.
Tampoco creía que el no tener una sepultura condenase tu alma, y en el fondo tampoco quería creer que los seres sobrenaturales como él habían perdido la entrada al Paraíso.
Era creyente, pero no era un fanático religioso. De serlo probablemente hace mucho tiempo que debería haberse dado un tiro con una bala de plata. Al menos eso decía Jérôme que era lo único que podía matar a los de su especie. Aunque él lo dudaba. Si le cortaban la cabeza no creía poder seguir vivo, por muy hombrelobo que fuese.
Había terminado de hablar con su padre, había rezado por sus hermanas y por su madre, y staba pidiendo que fuese solo una estúpida leyenda lo de que los vampiros perdían sus almas con la maldición cuando un ruido estruendoso le hizo despegar su mirada del Cristo en la cruz, girándose hacia una dama que había tirado su bolso esparciendo todo su contenido.
En dos segundos estaba agachado a su lado ayudándole a guardar todo, para luego levantarse con la última moneda en la mano, tendiéndosela mientras cogía su sombrero que había dejado sobre el banco.
- Oh, no se preocupe, señorita - habló con aquel típico acento americano, sonriéndole de lado - Cualquiera puede tener un accidente, hasta alguien tan bonita como usted, ¿tiene todas sus cosas? - le preguntó mientras observaba el suelo haber si había algo más, aunque sus ojos volvieron a enfocarse en la dama, específicamente en sus labios bonitos.
Ella tenía un aroma que le era familiar. Le recordaba a su compañero, pero no del todo. Solo era un ligero dejo... aquel olor que tenía cuando regresaba de sus noches de cacería. Sus cejas se alzaron un poco cuando comprendió - Olor a Sangre bebida- por lo que no le fue difícil comprenderlao. Esa mujer parecía ser una vampireza, pero naturalmente no demostró su conocimiento.
Sabía que los vampiros y los lucanos al parecer no se llevaban bien, eso es lo que Jéròme le había comentado, y él no tenía ningún deseo de comenzar una pelea. Mucho menos en un lugar santo como ese.
A su alrededor no habían pocas personas, lo cual le indicaba que la gente de ese país, tal como le decía su madre, eran fieles siervas del Sagrado Corazón representado, según ellos, en el Vaticano.
A pesar de que su padre era pastor (o quizás por eso mismo), Alfred no se consideraba extremadamente religioso. Era un gran creyente, creía mucho, pero él no consideraba que rezar tres veces al día, dar una moneda a los pobres y saber todas los salmos fuesen a salvar su alma el día del Juicio Final.
Tampoco creía que el no tener una sepultura condenase tu alma, y en el fondo tampoco quería creer que los seres sobrenaturales como él habían perdido la entrada al Paraíso.
Era creyente, pero no era un fanático religioso. De serlo probablemente hace mucho tiempo que debería haberse dado un tiro con una bala de plata. Al menos eso decía Jérôme que era lo único que podía matar a los de su especie. Aunque él lo dudaba. Si le cortaban la cabeza no creía poder seguir vivo, por muy hombrelobo que fuese.
Había terminado de hablar con su padre, había rezado por sus hermanas y por su madre, y staba pidiendo que fuese solo una estúpida leyenda lo de que los vampiros perdían sus almas con la maldición cuando un ruido estruendoso le hizo despegar su mirada del Cristo en la cruz, girándose hacia una dama que había tirado su bolso esparciendo todo su contenido.
En dos segundos estaba agachado a su lado ayudándole a guardar todo, para luego levantarse con la última moneda en la mano, tendiéndosela mientras cogía su sombrero que había dejado sobre el banco.
- Oh, no se preocupe, señorita - habló con aquel típico acento americano, sonriéndole de lado - Cualquiera puede tener un accidente, hasta alguien tan bonita como usted, ¿tiene todas sus cosas? - le preguntó mientras observaba el suelo haber si había algo más, aunque sus ojos volvieron a enfocarse en la dama, específicamente en sus labios bonitos.
Ella tenía un aroma que le era familiar. Le recordaba a su compañero, pero no del todo. Solo era un ligero dejo... aquel olor que tenía cuando regresaba de sus noches de cacería. Sus cejas se alzaron un poco cuando comprendió - Olor a Sangre bebida- por lo que no le fue difícil comprenderlao. Esa mujer parecía ser una vampireza, pero naturalmente no demostró su conocimiento.
Sabía que los vampiros y los lucanos al parecer no se llevaban bien, eso es lo que Jéròme le había comentado, y él no tenía ningún deseo de comenzar una pelea. Mucho menos en un lugar santo como ese.
Alfred Brooks- Mensajes : 56
Fecha de inscripción : 13/10/2010
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