Pedido especial [Prv. Imar]

Las botas gruesas emitían un sonido devastador sobre los adoquines de las oscuras calles de París. Él era un cazador, por lo que nunca llevaba esos zapatos tan bonitos que llevaban los hombres de clase alta. En su lugar, llevaba botas de piel recia con refuerzos de metal en la punta y el talón, los cuales servían para, si bien no matar a un ser sobrenatural, al menos romperle dos o tres huesos.

Llevaba la camisa azul oscura sucia de hollín, así como la cara y las manos. Había quemado una casa en la otra punta de la ciudad en la que moraban algunos brujos que se dedicaban a las artes oscuras. Del mismo modo que perdonaba las vidas de todos aquellos que se lo merecían, era implacable con aquellos que no respetaban en nada a los demás, y aquella familia tenía un gran historial de niños secuestrados. Castiel apenas podía recordar lo que habían hecho con ellos sin tener ganas de vomitar.

Había estado bebiendo en la taberna que había destrozado meses atrás con Jules. No sabía por qué iba ahí, ya que no era la mejor taberna de la ciudad —ni de lejos—, y tampoco tenían buen alcohol. Tal vez iba allí por los recuerdos. Esos recuerdos que atenazaban su corazón y convertían su mente en su peor enemiga. Sabía mil y una formas de matar toda clase de criaturas y seres sobrenaturales. Había sido entrenado para la Inquisición, y había sido más listo que ellos al final de su entrenamiento. Pero no lograba vencer a su estúpida mente, más que cuando la embotaba con alcohol.

Los pasos eran inciertos. El alcohol había hecho mella en él, y el tabernero, asustado, lo había invitado a una botella entera y le había dicho educadamente que se marchara de su establecimiento. Castiel no habló. Ni siquiera lo miró. Abrió la botella y empezó a andorretear sin rumbo fijo por las calles de aquella inmensa ciudad. Se sentía culpable por no estar en plenas condiciones, pero aquello tenía fácil solución: dio otro trago. Ya llevaba casi media botella. Continuaba andando a solas, pendiente de todo y de nada en verdad. Dejó más de cien francos, que había encontrado en la casa de aquellos hijos del averno, en el sombrero de un mendigo dormido. Aun así, le sobraba una buena cantidad de dinero que no sabía en qué podía gastar aquella noche.

Las calles eran cada vez más estrechas y oscuras, el sitio perfecto para una emboscada. Pero no, él no pensó en ello. Siguió andando y bebiendo, sin prestar atención a su alrededor. Una puerta se abrió entonces. De ella, salieron dos señoritas con un hombre. Los tres eran apuestos, aunque no dirigieron la mirada a aquel vagabundo que portaba una botella de licor barato por mitad de la ciudad y que olía a humo y sudor. Castiel se encogió de hombros, dio tres buenos tragos, sintiendo como el alcohol quemaba su tráquea, y entró.

El lugar era bonito. Mucha decoración de oro y terciopelo, gente bien “vestida”, si a aquello se le podía llamar vestido, y un olor extraño a incienso. Sándalo, tal vez. Se daba tumbos de un lado para otro. Sus grandes ojos azules destacaban en mitad de su cara llena de suciedad. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que tenía el pantalón roto, pero le daba igual. Se tapó la pierna con la gabardina y se la abrochó. Esta habría ofrecido al cazador una imagen mucho más elegante si no estuviera tan sucia como el resto de su indumentaria, pero no le dio importancia.

Fue en ese momento cuando una mujer de forma extravagante se acercó a él, acompañada por dos apuestos hombres de gesto hosco. Castiel bebió un trago mientras los observaba acercarse, sin ser consciente de que en aquel momento era el centro de atención, sucio y con ese olor que desprendía que, si bien no era un mal olor, pues simplemente era humo, sí que contrastaba negativamente con el lugar y sus invitados.

—Señor, mucho me temo que tendrá que abandonar el establecimiento. Este no es sitio para vagabundos.

—Quiero el joven más apuesto que tenga. Ahora.

De su bolsillo sacó una bolsa llena de francos. Había en ella el total de doscientos, por lo que pesaba como un muerto. Castiel sonrió y bebió otro largo trago de aquella asquerosidad de licor, aunque a él le sabía a la gloriosa última copa que tomó con Jules, por lo que, sorbo a sorbo, iba pareciéndole más exquisita. Eso o que estaba más ciego que un topo a medio día en mitad de un secarral.

La mujer dijo algo más, adulándolo y disculpándose, pero Castiel no atendió a ninguna de las palabras que iba diciéndole. En su lugar, se deleitaba con los adornos de las paredes, que casi todo eran tapices o pinturas de personas teniendo sexo. Un sitio depravado para gente depravada. O loca, como él.

Entró en la habitación que la mujer le indicó y se quitó la gabardina. La dejó caer al suelo, y esta cayó a plomo a causa de las armas que escondían su veintena de bolsillos. Buscó un lugar donde sentarse, evitando la cama, y encontró una silla forrada de terciopelo rojo, del doble de tamaño que él. Castiel no era un hombre corpulento o grande, pero era apuesto, de cuerpo flexible y rápido, y musculatura marcada y definida, pero no poderosa. Se desabrochó un par de botones, gesto que hizo que sus manos negras mancharan la camisa aún más si esto era posible, y cruzó las piernas, mirando hacia la puerta. Tomó un último trago, esperando a su acompañante.

Imar nunca fue de tener trabajo forzados desde que tiene uso de razón, sus hermanos pensaban que tenia complejo de grandeza y que deseaba ser rico cuando lo único que deseaba era verse siempre bien pero ganar dinero sin tener que luchar mucho. Eso le fue un poco complicado en algunos años de su vida, en los cuales se tuvo que someterse hacer todo tipo de trabajo honrado y no fue hasta lo quince años que descubrió su verdadera vocación en la vida. El señor Holmes con su hermana melliza lo hicieron descubrir que por algo de sexo, puede ganar una cantidad de dinero, pero sobre todo sacar un poco de placer de su trabajo lo cual hacia todo mas perfecto para el.

Eso dos hermanos que estaban por medio de los treinta años de edad cuando este tenia quince, le comenzaron a mostrar le mundo del sexo y le hicieron ver todas las posibilidades del sexo tanto con un hombre como una mujer descubriendo asi su bisexualidad. Recordar esas cosas le hacia sonreír a la verdad, ya que el mismo señor Holmes cuando se fue su hermana a los Estados Unidos lo trajo a París para ser un prostituto en su casa mientras este se masturbaba a escondida y este era follado por los clientes.

Ya luego cuando muerte el señor Holmes, este debe buscar un lugar donde vivir o tendría que irse a su casa y luego de caminar por las calles por varias noches este se topa con el burdel. Donde comienza a trabajar de inmediato, dando a conocerlos trucos que ha cosechado de sus aventuras y travesuras.

Cuando eres un hombre que da servicios sexuales todo el mundo parece conocerte y sino ha estado contigo alguien que ya se acostó contigo te da la fama, sea buena o mala al final todo saben en que es lo que trabajas. Por suerte Imar nunca ha tenido miedo a los que las personas pueden decir de el porque sabe lo que es y lo hace con orgullo ya que mientras muchas personas tienen un trabajo para solo tener algo de dinero para comer, este se da el lujo de hacer algo placentero que le da mas dinero muchas veces de lo que un trabajo forzado puede darle en semanas. Al pensar en ello se recuerda un poco de sus familiares que están en Italia trabajando duro como siempre, pero esto ni se imaginan lo que esta haciendo para ganarse la vida en las calles parisinas.

La noche cayo en el burdel y ahora este estaba en el lugar esperando la llega de un cliente nuevo que se fije en el o de alguien que ha venido varias veces, pero vuelve por un poco mas de Imar. Sea lo que sea estaba mas que listo para trabajar, siempre lo estaba a decir verdad.

Se acerco una de las encargadas para donde el, para decirle que tenia un nuevo cliente al cual tener que atender y bueno este no lo pensó dos veces para irse a ver que clase de hombre lo estaba esperando en una de las habitaciones. Este solo tenia un pantalón blanco encima de el, dejando su torso desnudo y no tenia calzado en los pies porque de esa manera estaba mas que listo para la acción.

Al entrar en la habitación ve que es un hombre borracho, pero este no pude decirle que no porque ha pagado ya así que debe hacer lo suyo.- Buenas caballero, soy Imar y soy el encargado de complacerte.- Expreso mientras cierra la puerta, para luego comenzar a dar paso hacia el.

Castiel esperaba como si estuviera esperando la muerte sentado en aquella silla enorme forrada de terciopelo. La tocaba con suavidad con la yema de sus dedos hasta que se dio cuenta de que una de sus dagas estaba casi completamente fuera de su bota. Se cayó de boca cuando se agachó para envainarla de nuevo, víctima de un mareo incontrolable causado por el alcohol. Se levantó. No sangraba, claro. Después de haberse roto la nariz más de veinte veces, ya no sangraba. Volvió a sentarse justo en el momento en el que apareció él.

Era un hombre de buen ver… qué demonios, era una belleza. Mandíbula pronunciada, cuerpo bien definido y aire misterioso y altivo. Era un joven realmente apuesto, más corpulento que Castiel y más alto, pero su musculatura parecía tener el único fin de agradar a la vista. El cazador escuchó sus palabras, pero no dijo nada. Imar. Le gustaba ese nombre. No parecía un nombre altivo o de nobleza, pero la pose del muchacho podría haberse confundido con la de un rey. Tal vez lo era. El rey de sus sueños.

Sacudió la cabeza, negándose a sí mismo semejante patraña, y se acercó a él tambaleándose. Tocó con suavidad su piel, como si fuera la más preciada de las telas. Movía sus dedos con suavidad, pero no lo miraba a los ojos. Eran demasiado verdes… ¿o eran azules?, demasiado misteriosos… demasiado hermosos. No, no se merecía a aquel joven. ¿Cuánto había pagado por él? No lo sabía, pero seguro que no era suficiente. Miró sus labios. Eran carnosos y apetecibles.

No se lo pensó mucho, besó aquellos labios con rabia y lo abrazó con fuerza. Si aquel chico estaba allí para complacerlo, era eso lo que iba a hacer. Lo besaba con ferocidad, como si aquel beso pudiera devorar todo lo bueno que hubiera en él y absorberlo para olvidar todo lo malo que había dentro de su interior. Seguía mareado, así que lo tumbó en la cama de un empujón y montó a horcajadas sobre él, aumentando la intensidad de sus besos y abrazándolo con fuerza y necesidad. Su mente embotada no paraba de repetir que aquello no estaba bien, pero el alcohol destrozaba cualquier intento de apartar al joven. Le daba igual hacerle daño con aquella feroz pasión.

Sin embargo, algo dentro de él volvió. Esa mínima luz que aún quedaba en su corazón. Vio a Jules, a Vaughn, a su madre y a su padre. Vio todo lo que fue y lo que podía haber sido. Vio a su madrastra maltratándolo y echándolo prácticamente de la casa que le pertenecía por derecho. No. No podía hacer daño a aquel joven solo porque le apeteciera una noche de olvido. No. No quería ser peor que aquellos que lo habían abandonado. Los odiaba y amaba a partes iguales, y el joven no tenía ningún motivo para pagar por todos los platos rotos.

—Lo siento, Imar —dijo, apartándose. Se sentó en el borde de la cama, liberándolo de su presa. Su camisa estaba rota, no se había dado cuenta de aquel hecho hasta ese momento. La pequeña herida que tenía en la pierna no había parado de sangrar levemente, por lo que manchó las sábanas y al joven que tenía debajo. Castiel miró la sangre sin ápice de sentimientos —. Mucho me temo que no he sido el caballero que soy contigo. Entendería que quieras irte en este momento. Quédate el dinero, no es problema para mí —lo miró ahora a los ojos, intentando parecer todo lo sobrio que podía en ese momento, que no era mucho —. Pero si te quedas, solo quiero que me abraces toda la noche. ¿Es mucho pedir?

Su mano acogió la del muchacho, como si sostuviera un juguete de cristal precioso y frágil. Las miró. Contrastaban de forma preciosa. La suya estaba negra, sucia, cubierta de hollín, sangre, alcohol y supiera Dios qué más. La de Imar era blanca, impoluta, elegante, fina… pureza y destrozo. Bueno y malo. Una lágrima se derramó por su mejilla mientras miraba las manos entrelazadas, esperando por si el muchacho prefería deshacer aquel lazo y marcharse o si ofrecería el calor de su cuerpo aquella noche.