AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Trashed & Scattered {Oleg Borodin}
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Trashed & Scattered {Oleg Borodin}
Una cosa tenía que quedar muy clara: tal vez Miklós hubiera sido el único de los dos con talento para forzar la cerradura del despacho del profesor de nombre impronunciable de la joven que lo había arrastrado hasta allí con más que erótico resultado, pero la idea no había sido suya, y eso lo eximía de toda responsabilidad al respecto, en su modesta opinión. No es como si nadie se la hubiera preguntado, pero, en su defensa, debía decirse que tenía la boca muy ocupada en los labios de la joven rubia, delicada y virginal solamente en apariencia, mientras la sentaba en la mesa de madera pulida y llena de trastos a los que no prestó la más mínima atención. No, el desastrado húngaro, que llevaba puesta ropa tan vieja y agujereada que la visión de su cuerpo desnudo resultaba aún más agradable de lo habitual (¡eh, a las pruebas se remitía...!), tenía la cabeza de arriba apagada por completo, y no le apetecía lo más mínimo detenerse con razonamientos fuera de lo carnal, ni siquiera si la situación llegara a invitarlo a ello. Para su enorme fortuna, se había ido a enredar con la mujer más obscena de todas las que frecuentaban aquel elitista centro de conocimiento en el que él solamente había podido entrar cuando estaba más o menos vacío y nadie podía echarlo a la calle por desharrapado, así que solamente debía ocuparse de darle placer, algo en lo que, por supuesto, sobresalía. Así pues, olvidándose de dónde estaba durante unos gloriosos minutos en los que ella, literalmente, se convirtió en su perra, el húngaro fue capaz de frenar el torrente de pensamientos que siempre solía tener tras esa cabeza tan dura que tenía, y durante ese tiempo todo fue bien. ¿Qué digo bien? ¡Más que bien! La mujer se retorcía bajo él y sus caricias ásperas y furiosas presa del éxtasis, con lo cual el placer del húngaro se mezcló con su satisfacción, y se le borraron todos los problemas del pensamiento con celeridad absoluta; el problema vino cuando ambos terminaron, él se separó y, vestido de nuevo, todo lo que había tratado de olvidar lo atacó.
¡Bam! Pareció que sufría una explosión en el cráneo mientras los recuerdos lo invadían, resistiéndose al fútil intento de Miklós de controlarlos o de drenar su origen: un pasado que no volvería, pese a lo mucho que él deseaba que fuera así. Dada la rapidez con la que se había vuelto a cubrir de telas y harapos, eso le dio tiempo de sobra para perderse en sus propios pensamientos, de forma que cuando ella le habló (¿tal vez para despedirse?) él solamente se encogió de hombros y le deseó una buena vida. No tenía ni la más mínima intención de volver a verla, pero lo cierto era que tampoco parecía muy dispuesto a irse del despacho que aún olía a sexo y en el que ella permanecía porque ¿a lo mejor no se había marchado? Vaya, qué desafortunado; ella se había molestado y él puso los ojos en blanco, ignorándola deliberadamente pese a unos gritos que subían de volumen para dirigirse a la estantería del dueño del cubículo, al parecer muy versado en letras, como los libros que tenía demostraban. Miklós prefirió, probablemente un error por su parte (pero, a aquellas alturas, qué más daba uno más que uno menos), acariciar el lomo de las publicaciones mientras ella le arrojaba objetos del despacho, de hecho aquellos que ambos habían tirado en un arrebato de pasión del que no quedaban ya ni los restos, salvo entre las piernas de ella. Solamente entonces se giró, con parsimonia, y la escuchó pedirle ayuda para robar una prueba que había hecho y que seguramente hubiera reprobado; con los ojos en blanco, de nuevo, Miklós negó, y esta vez sí que habló, aunque no para satisfacerla, precisamente. – “¡Ven! Voy a enseñarte el castigo que tengo reservado a la gran prostituta, la que está sentada sobre aguas caudalosas y con la que adulteraron los poderosos de la tierra, mientras sus habitantes se emborrachaban con el vino de su lujuria.” ¿No te suena? Apocalipsis, como este de aquí. – espetó, y con rapidez, cogió una Biblia primorosamente editada, en piel de la mejor calidad, para lanzársela a la muchacha, que soltó un chillido, la esquivó y se marchó, dejando la puerta abierta para quien, sin duda, debía de ser el dueño del despacho, a juzgar por la mirada que le echó al húngaro.
Cualquier otro en esa situación se habría achantado, pero seguía tratándose de Miklós Laborc DeGrasso, y la principal ventaja que tenía su apatía sentimental extrema era, probablemente, que le daba absolutamente igual hasta, casi con toda seguridad, haberse ganado a un enemigo con su comportamiento desvergonzado, del cual, por cierto, no se avergonzaba lo más mínimo. Para hacerlo tendría que sentir remordimientos...
¡Bam! Pareció que sufría una explosión en el cráneo mientras los recuerdos lo invadían, resistiéndose al fútil intento de Miklós de controlarlos o de drenar su origen: un pasado que no volvería, pese a lo mucho que él deseaba que fuera así. Dada la rapidez con la que se había vuelto a cubrir de telas y harapos, eso le dio tiempo de sobra para perderse en sus propios pensamientos, de forma que cuando ella le habló (¿tal vez para despedirse?) él solamente se encogió de hombros y le deseó una buena vida. No tenía ni la más mínima intención de volver a verla, pero lo cierto era que tampoco parecía muy dispuesto a irse del despacho que aún olía a sexo y en el que ella permanecía porque ¿a lo mejor no se había marchado? Vaya, qué desafortunado; ella se había molestado y él puso los ojos en blanco, ignorándola deliberadamente pese a unos gritos que subían de volumen para dirigirse a la estantería del dueño del cubículo, al parecer muy versado en letras, como los libros que tenía demostraban. Miklós prefirió, probablemente un error por su parte (pero, a aquellas alturas, qué más daba uno más que uno menos), acariciar el lomo de las publicaciones mientras ella le arrojaba objetos del despacho, de hecho aquellos que ambos habían tirado en un arrebato de pasión del que no quedaban ya ni los restos, salvo entre las piernas de ella. Solamente entonces se giró, con parsimonia, y la escuchó pedirle ayuda para robar una prueba que había hecho y que seguramente hubiera reprobado; con los ojos en blanco, de nuevo, Miklós negó, y esta vez sí que habló, aunque no para satisfacerla, precisamente. – “¡Ven! Voy a enseñarte el castigo que tengo reservado a la gran prostituta, la que está sentada sobre aguas caudalosas y con la que adulteraron los poderosos de la tierra, mientras sus habitantes se emborrachaban con el vino de su lujuria.” ¿No te suena? Apocalipsis, como este de aquí. – espetó, y con rapidez, cogió una Biblia primorosamente editada, en piel de la mejor calidad, para lanzársela a la muchacha, que soltó un chillido, la esquivó y se marchó, dejando la puerta abierta para quien, sin duda, debía de ser el dueño del despacho, a juzgar por la mirada que le echó al húngaro.
Cualquier otro en esa situación se habría achantado, pero seguía tratándose de Miklós Laborc DeGrasso, y la principal ventaja que tenía su apatía sentimental extrema era, probablemente, que le daba absolutamente igual hasta, casi con toda seguridad, haberse ganado a un enemigo con su comportamiento desvergonzado, del cual, por cierto, no se avergonzaba lo más mínimo. Para hacerlo tendría que sentir remordimientos...
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Re: Trashed & Scattered {Oleg Borodin}
Las cosas habían cambiado de pronto en su vida, y Oleg, en ese enorme, incansable ego suyo, era incapaz de aceptar que, no sólo ahora su existencia debía mutar y adaptarse (era bestia de costumbres), sino que todo aquello lo tenía distraído. Esa mañana un alumno suyo tuvo que recordarle sobre el examen programado. Seguramente ese muchacho, al que Oleg le daba exactamente lo mismo, se había grajeado el odio de todos por sus comentarios.
Más tarde, ese mismo día, había olvidado una junta con otros profesores. Un colega suyo tuvo que ir a buscarlo. Por suerte Bonnet no estaba invitado, y se evitó sus burlas. Pensó que sería porque era una junta para los catedráticos de asignaturas verdaderas y no esa burla que el otro enseñaba.
Y finalmente, cuando llegó a casa tras la accidentada jornada, se dio cuenta que había olvidado un importante libro que estaba analizando y del que había prometido un artículo para una importante publicación intelectual de su natal Rusia.
En resumen, tenía la cabeza quién sabe dónde y estos descuidos lograron ponerlo de malas, aunque como era siempre, se desquitaba con el mundo, porque Oleg Borodin era perfecto y quien dijera lo contrario sería devorado por un irbis, tan poco común en Francia, que volvía todo el asuntos mucho más simbólico.
Siendo viernes, podía regresar al colegio por su libro, o esperar hasta el lunes; pero tiempo era una cosa con la que no contaba en ese momento y de ese modo, fue a la universidad, cuyos pasillos estaban casi vacíos por la hora. Cuando dobló la esquina para acceder a su despacho, una de sus alumnas lo pasó de largo, parecía molesta o triste, o ambas, pero se fue tan rápido que no le dio tiempo de averiguar más. Además que no le interesaba. Se detuvo, eso sí, la miró alejarse y cuando reanudó la marcha, se percató de la puerta abierta de su despacho, que hacía las veces de santuario personal. No tanto como su casa, porque estaba a la vista de todos. Apresuró la marcha, sin llegar a correr y cuando se plantó en el umbral de la puerta, vio a ese zarrapastroso hombre.
El hedor que desprendía era todavía más poderoso que el aroma a sexo que estaba impregnado en toda la habitación. Oleg, siendo Oleg, dibujó una cara de asco sin disimulo y lo miró con desdén. Sumó dos más dos y sonrió, entonces era de aquí de donde venía su alumna. Vaya, creía que tendría mejores gustos, aunque entendía el encanto de «chico malo» del otro. Un gato, como él.
—¿Algo que se le haya perdido caballero? ¿O a qué debo su presencia en mi oficina? —Cuestionó arqueando tanto la ceja derecha que dolía sólo verlo. Habló con esa atildada y acartonada educación que parecía tan real y tan falsa a partes iguales, que sonaba casi imposible. Terminó por ingresar y ver el desastre. Algunas de sus pertenencias en el suelo, libros de lado a lado, y aquel sujeto, como una anomalía más a su vida, que había cambiado y él no quería que cambiara.
Se agachó para recoger un sextante que había estado descansando en su escritorio, donde no quería enterarse que habían hecho. Lo sostuvo y lo pesó con la mano. Era una antigüedad valiosa, aunque no demasiado, de ser lo contrario, la tendría en casa.
—¿Entonces? —Dejó el instrumento de medición sobre el escritorio y lo miró con asco—, si va a robar algo, no creo que mis pertenencias sean de su interés. Dinero no tengo aquí, ni joyas, y dudo que estos libros tan avanzados puedan si quiera gustarle. Ya ni decir que los entienda —arrogante, así era. No le importaba la obvia amenaza que significaba el otro. Sabía defenderse, o eso le gustaba creer. Desdeñó por sobre el hombro y aguardó con pose altiva.
Oleg Borodin- Cambiante Clase Alta
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Localización : París
Re: Trashed & Scattered {Oleg Borodin}
Su indiferencia era casi total, eso era bien sabido por todos los que se relacionaban con él más tarde o más temprano, pero no absolutamente: ahí se encontraba el quid de la cuestión, el asunto que más traía de cabeza al húngaro, quien sabía que existía un pequeño margen de error tan bien que había permitido que lo obsesionara sin remedio. Sí, en efecto: Miklós se desvivía por explotar el pequeño resquicio por el que su indiferencia sacaba a la luz sensaciones de verdad, no el pálido reflejo de lo que otrora había sentido con intensidad; ello lo conducía al abismo de la Locura, pero ¿acaso no lo hacía también su maldita manía por autodestruirse...? Seguía tratándose de Laborc, un hombre que abusaba de todo aquello que podía matarlo como si quisiera morirse, cosa que repetía por activa y por pasiva que no era en absoluto cierta, y tal vez llevara razón, pero sus actos solían hablar de otra realidad bien diferente, y la situación que estaba viviendo no era una excepción. Mientras que cualquier otro, seguramente con dos dedos de frente, se habría largado de la vista del dueño del despacho, Miklós captó el tono desdeñoso antes incluso que la mirada de desprecio que le dedicó por sus ropajes raídos, y algo en él se rebeló con amargura, obligándolo a sacar todo el orgullo Rákóczi que llevaba dentro, y que no era en absoluto desdeñable. Así, estirado y digno como el otro, lleno de una hipocresía que no podía resultar ni normal (y Miklós, engañoso y mentiroso por naturaleza, oficio y beneficio, de eso sabía muchísimo), el dueño del despacho lo encaró, y no contento con ello, tuvo el descaro de insultar su inteligencia, sin siquiera conocerlo. Con expresión de absoluta sorpresa dibujada en sus rasgos de pómulos altos y ojos fríos, demasiado azules para transmitir nada que fuera medianamente cálido, Miklós negó con la cabeza, con un deje, incluso, de perdonavidas.
– Pensaba que el estúpido era yo, ¿no era así como, acaso, quería hacerme usted quedar? Y sin embargo quien pregunta obviedades es un recién llegado cuyos sentidos captan a la perfección qué es lo que estaba haciendo aquí. Extraño, y hasta cierto punto patético. – opinó, a sabiendas de que al otro le daba igual lo que se le pasaba por dentro de esa cabeza tan dura suya, pero es que a Miklós le importaba aún menos lo que pensara semejante arrogante que tenía enfrente (ruso, a juzgar por el acento). Ni siquiera se esforzó en borrar la tonada húngara que solía bañar sus palabras y dotarlas de un aire exótico; perezoso, y con la vista centrada en el otro, su atención se encontraba clavada en lo importante: demostrarle que se equivocaba. Bien podía permitirse el lujo de recordarle que él, oriundo de bien lejos de Francia, ya era capaz de hacer el esfuerzo mental de hablar francés sin despeinarse; tal vez así comenzaría a darse cuenta de que Miklós no era un cualquiera, y mucho menos un vulgar ladronzuelo. – Por supuesto, tiene razón. Nada de lo que hay en este despacho supera los cien años de antigüedad, y su valor únicamente sería tal para aquellos que ignoren el precio en el mercado de baratijas como estas. – se sentó en la mesa, en la que hasta hacía un momento había estado su compañera (y la alumna del hombre, por cierto: eso que tenían en común, aparte de todo lo de ser cambiantes y tal), y sostuvo entre los dedos una moneda, que hizo bailar entre sus falanges con cierta indiferencia, pero menos de la normal. – Pero, claro, qué voy a saber yo. Cómo voy a saber que esta pátina es falsa, añadida posteriormente a una moneda moderna, o que ese libro que tiene usted delante empieza con un Quosquem tandem abutere, Catilina, patientia nostra. No es como si Cicerón estuviera al alcance de un desharrapado como yo, ¿cierto? – afirmó, sonriendo con descaro, y mirándolo con firmeza.
Por supuesto que entendía que su aspecto no sugiriera que era inteligente, pero ¡era un felino, por todos los demonios! ¿Es que eso no le había enseñado que desconfiar era la única manera de sobrevivir...? Y, aún más importante, ¿es que acaso Miklós tenía que terminar convertido en el profesor de un profesor, nada menos!
– Pensaba que el estúpido era yo, ¿no era así como, acaso, quería hacerme usted quedar? Y sin embargo quien pregunta obviedades es un recién llegado cuyos sentidos captan a la perfección qué es lo que estaba haciendo aquí. Extraño, y hasta cierto punto patético. – opinó, a sabiendas de que al otro le daba igual lo que se le pasaba por dentro de esa cabeza tan dura suya, pero es que a Miklós le importaba aún menos lo que pensara semejante arrogante que tenía enfrente (ruso, a juzgar por el acento). Ni siquiera se esforzó en borrar la tonada húngara que solía bañar sus palabras y dotarlas de un aire exótico; perezoso, y con la vista centrada en el otro, su atención se encontraba clavada en lo importante: demostrarle que se equivocaba. Bien podía permitirse el lujo de recordarle que él, oriundo de bien lejos de Francia, ya era capaz de hacer el esfuerzo mental de hablar francés sin despeinarse; tal vez así comenzaría a darse cuenta de que Miklós no era un cualquiera, y mucho menos un vulgar ladronzuelo. – Por supuesto, tiene razón. Nada de lo que hay en este despacho supera los cien años de antigüedad, y su valor únicamente sería tal para aquellos que ignoren el precio en el mercado de baratijas como estas. – se sentó en la mesa, en la que hasta hacía un momento había estado su compañera (y la alumna del hombre, por cierto: eso que tenían en común, aparte de todo lo de ser cambiantes y tal), y sostuvo entre los dedos una moneda, que hizo bailar entre sus falanges con cierta indiferencia, pero menos de la normal. – Pero, claro, qué voy a saber yo. Cómo voy a saber que esta pátina es falsa, añadida posteriormente a una moneda moderna, o que ese libro que tiene usted delante empieza con un Quosquem tandem abutere, Catilina, patientia nostra. No es como si Cicerón estuviera al alcance de un desharrapado como yo, ¿cierto? – afirmó, sonriendo con descaro, y mirándolo con firmeza.
Por supuesto que entendía que su aspecto no sugiriera que era inteligente, pero ¡era un felino, por todos los demonios! ¿Es que eso no le había enseñado que desconfiar era la única manera de sobrevivir...? Y, aún más importante, ¿es que acaso Miklós tenía que terminar convertido en el profesor de un profesor, nada menos!
Invitado- Invitado
Re: Trashed & Scattered {Oleg Borodin}
Nada en el extraño le gustó, pero, ¿qué gustaba a Oleg, en todo caso? Había algo inquietante, quizá la manera en cómo veía al mundo, casi con hastío, de tal modo que le recordó su propia mirada. Era diferente, desde luego, este hombre poseía algo mucho más salvaje, algo que no había intentado domar como Oleg mismo había hecho con los felinos que habitaban en su interior; era como si cada uno hubiera tomado su habilidad cambiante de formas distintas. Esto, claro, eran meras suposiciones, aunque Oleg era buen observador, ya fuera por su habilidad o por su trabajo, pero ese don siempre se le había dado bien, y por ello podía atacar con más sutileza y más saña.
No dijo nada ante la obvia provocación, y sólo avanzó, se acercó al desconocido más de lo que era prudente, y posó los nudillos de su puño cerrado sobre la superficie del escritorio, mismo que ahora era asiento del intruso. Dio un par de golpes, como si estuviera pensando cómo proceder, y distrajo la mirada a la superficie lustrosa del mueble. Claro que sintió unas ganas tremendas de sacar a patadas al sujeto una vez que se puso a insultar sus pertenencias, pero no lo hizo, eran cosas sin valor, nada ahí perteneció a los Borodin desde que se tiene memoria, o vino de Rusia hace siglos, aún así, siendo su oficina una especie de extensión suya, caló hondo; no obstante, lo dicho, había dominado los impulsos hace tiempo, para bien o para mal.
Movió los ojos con rapidez para ver la pátina y el libro, y luego, finalmente, posar los ojos insondables en el desconocido. Debajo de la peste a sexo, podía notar el aroma de una bestia felina. Le sonrió, una sonrisa de lado como un corte apenas perceptible.
—Dígame, caballero —habló dotando sus palabras de una formalidad falsa, de tal modo que sonó así, totalmente artificial y esa fue la intención—, ¿de dónde ha salido? Sé lo que hacía aquí, sólo no quería hacerlo tan obvio, no conozco sus pudores, aunque algo me dice que no hay tales. ¿Cómo es que un hombre de… discúlpeme si suena brusco, su apariencia, sabe algo de Cicerón o de lo que es o no es una baratija? Podría estar montando la farsa del siglo, y yo no enterarme. —Se irguió, era alto, pero el otro también así que supo que esa ventaja que casi siempre tenía (la de imponerse a través de su estatura), no la tendría esta vez. Dijo aquello con cierta ligereza, aunque hubo un dejo de enojo, uno que trató por todos los medios de ocultar y quizá por eso resultó más obvio.
—Ah… —Caminó alrededor de su escritorio, sólo para ver que todo estuviera en orden—, ¿fue mi alumna quien lo trajo hasta aquí? ¿O fue usted el de la maravillosa idea? Es sólo para saber si debo castigarla, aunque, para como la vi huir, creo que ya recibió suficiente castigo de su parte. ¿Eso le divierte? ¿Romperle el corazón a niñas tontas? No me malinterprete, me da igual lo que ella sufra o no, sólo que eso me ayudaría a entenderlo mejor. —Dio un paso hacia atrás y se recargo en el muro, entre un librero y un globo terráqueo color sepia. Cruzó las manos al frente, de ese modo lució lo mismo temible, que inofensivo. Era el poder que tenía Oleg con esa figura tan refinada que poseía.
—Dígame, señor… —Dejó inconclusa la frase, porque no poseía un nombre—. ¿Es común que gente como usted hable latín o es una maravillosa excepción? —soltó con sorna y posó su peso en la pierna derecha. Inclinó la cabeza también, como un gato que acecha a la presa. De ninguna manera Oleg pretendía abalanzarse a una pelea, simplemente le era inevitable, y es que era obvio que, aunque ambos compartieran esa habilidad de transformarse (y en felinos, los dos), él tenía las de perder. Oleg no gastaba energías en empresas perdidas, y más aún si éstas le traían cejas abiertas y narices sangrando como consecuencia.
Su oficina ya estaba lo suficientemente profanada como para agregarle sangre a la mezcla.
Última edición por Oleg Borodin el Mar Ene 09, 2018 10:36 pm, editado 3 veces
Oleg Borodin- Cambiante Clase Alta
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Re: Trashed & Scattered {Oleg Borodin}
¿De dónde había salido él? ¡Maravillosa pregunta, desde luego! Era evidente que tenía que ser profesor para haber llegado a ese nivel intelectual, ¿no?, pues de lo contrario se habría limitado a quedarse anonadado ante la imagen del magyar, demasiado poco dueño de sí mismo para reaccionar de cualquier manera posible... ¿Hasta dónde iba a llegar la superioridad moral de otros ante los desharrapados como lo era él? A veces, cuando le apetecía reflexionar, Miklós llegaba a planteárselo, pero dado que estaba convencido de que la arrogancia era infinita en aquellos que la poseían (lo sabía bien, a fin de cuentas su orgullo Rákóczi no distaba mucho de ser arrogancia como la que estaba demostrando el otro), dejaba esos temas muy pronto. Lo que no dejó de hacer fue invadir el espacio personal del gato que tenía delante, no el de su propio cuerpo sino el del despacho que había mancillado y que, la verdad, le importaba francamente poco. ¿Por qué debería hacerlo? No había nada interesante que robar, ni artefactos ni pinturas que pudieran darle un mínimo beneficio; las baratijas eran tan poco interesantes que en cualquier mercado de domingo, bajo la larga sombra de la iglesia de cualquier pueblo del continente, las habría iguales o mejores, y con respecto a lo demás... Bueno, Miklós ni siquiera había prestado atención al resto de elementos del despacho, pero sólo porque se encontraba demasiado ocupado vigilando al otro cambiante que se consideraba dueño del mismo. No lo consideraba, en realidad, una amenaza: para eso tendría que expulsar el palo de escoba que se había tragado (a elección suya dejaba el magyar por dónde y cómo llevar a cabo dicho proceso) y mostrarse como el felino que se sabía que era, pero del que parecía renegar a saber por qué. Laborc, por su parte, no tenía el menor interés en averiguar esa causa, así que no era eso precisamente lo que iba a comentar.
– Székszard. – respondió, y fue esa la única palabra que salió, inicialmente, de sus labios, fieles guardianes de una boca peligrosa si la ponía a funcionar, aunque en aquel momento se hubiera decidido controlar, sólo el Altísimo sabría por qué. No añadió nada más, nada que explicara que esa ciudad se encontraba en el Sacro Imperio, en territorio de los orgullosos húngaros (los cuales, Miklós lo sabía con una certeza que sólo podía proveer de sus antecedentes gitanos y clarividentes, tarde o temprano reclamarían la tierra para sí mismos), y que él era otro más de esos guerreros magyares que la Historia, y los Imperios, habían aprendido a temer. Tampoco comentó que era parte de una familia noble de raíces antiquísimas, porque ¿para qué? Había renunciado al apellido Rákóczi en pos del DeGrasso paterno, en un rechazo deliberado pero sutil a la herencia que la bastarda de su madre le había transmitido completamente mancillada, así que no iba a ponerse a indagar en ese tema. – No hace falta ser una rata de biblioteca o un copista para saber mucho de bastantes cosas. A veces, sólo hace falta relacionarse con la gente adecuada, y aunque los estirados señores de mundo que sirven a los zares y que poseen despachos como éste no lo practiquen, eso no lo hace menos legítimo. – explicó Miklós, sin verdadero interés, aunque por fin consideró que había llegado el momento de mirarlo a la cara y encararlo, no físicamente porque ¡para qué!, pero sí intelectual o, como mínimo, dialécticamente. – Tengo sitios mejores en los que revolcarme que un despacho, ¿responde eso a la pregunta? Y, bueno, con respecto a la anterior, ¿es común que un hombre se críe con vampiros con siglos a sus espaldas que tienen mucho que enseñar y pocos oídos dispuestos a aprender? – inquirió, llevándose la mano a la barbilla como si se lo pensara, y a continuación negó con la cabeza. – No, ¿verdad? Igual que tampoco es frecuente un profesor eslavo en plena ciudad de París, o un magyar en un despacho ajeno. No, señor, a mí, Miklós, no me divierte romper corazones ajenos, y en todo caso ella se lo ha buscado al enredarse con un tipo como yo. ¡Si hasta un remilgado como usted ve que lo soy...!
Por un momento, ocurrió algo parecido a un milagro, a una broma cruel de la realidad que haría que cualquier espectador decidiera frotarse los ojos porque soñaba, tenía que soñar: ¿desde cuándo parecía que Miklós era el dueño del despacho y el otro quien había decidido colarse...?
– Székszard. – respondió, y fue esa la única palabra que salió, inicialmente, de sus labios, fieles guardianes de una boca peligrosa si la ponía a funcionar, aunque en aquel momento se hubiera decidido controlar, sólo el Altísimo sabría por qué. No añadió nada más, nada que explicara que esa ciudad se encontraba en el Sacro Imperio, en territorio de los orgullosos húngaros (los cuales, Miklós lo sabía con una certeza que sólo podía proveer de sus antecedentes gitanos y clarividentes, tarde o temprano reclamarían la tierra para sí mismos), y que él era otro más de esos guerreros magyares que la Historia, y los Imperios, habían aprendido a temer. Tampoco comentó que era parte de una familia noble de raíces antiquísimas, porque ¿para qué? Había renunciado al apellido Rákóczi en pos del DeGrasso paterno, en un rechazo deliberado pero sutil a la herencia que la bastarda de su madre le había transmitido completamente mancillada, así que no iba a ponerse a indagar en ese tema. – No hace falta ser una rata de biblioteca o un copista para saber mucho de bastantes cosas. A veces, sólo hace falta relacionarse con la gente adecuada, y aunque los estirados señores de mundo que sirven a los zares y que poseen despachos como éste no lo practiquen, eso no lo hace menos legítimo. – explicó Miklós, sin verdadero interés, aunque por fin consideró que había llegado el momento de mirarlo a la cara y encararlo, no físicamente porque ¡para qué!, pero sí intelectual o, como mínimo, dialécticamente. – Tengo sitios mejores en los que revolcarme que un despacho, ¿responde eso a la pregunta? Y, bueno, con respecto a la anterior, ¿es común que un hombre se críe con vampiros con siglos a sus espaldas que tienen mucho que enseñar y pocos oídos dispuestos a aprender? – inquirió, llevándose la mano a la barbilla como si se lo pensara, y a continuación negó con la cabeza. – No, ¿verdad? Igual que tampoco es frecuente un profesor eslavo en plena ciudad de París, o un magyar en un despacho ajeno. No, señor, a mí, Miklós, no me divierte romper corazones ajenos, y en todo caso ella se lo ha buscado al enredarse con un tipo como yo. ¡Si hasta un remilgado como usted ve que lo soy...!
Por un momento, ocurrió algo parecido a un milagro, a una broma cruel de la realidad que haría que cualquier espectador decidiera frotarse los ojos porque soñaba, tenía que soñar: ¿desde cuándo parecía que Miklós era el dueño del despacho y el otro quien había decidido colarse...?
Invitado- Invitado
Re: Trashed & Scattered {Oleg Borodin}
—Székszard —repitió el nombre de la ciudad en voz baja, aunque su acento eslavo arruinaba un poco la sutileza del húngaro, más parecido al finlandés que a las lenguas germánicas del Sacro Imperio. Estaba muy lejos de casa, pensó.
Lo dejó hablar, incluso se quedó quieto, aunque lo miró como si se tratara de un chiste que no le causara la más mínima gracia, aún así, lo dejó terminar. Aunque debía admitir, las palabras que salían de esa vulgar boca eran interesantes, pintaban a un hombre con bastantes aventuras a cuestas, y él, empedernido de las historias, debía admitir que había algo casi encantador eso. Casi, porque no dejaba de tratarse del tipo que se estaba revolcando en su escritorio con una de sus alumnas. Rio nada más y negó con la cabeza. Dio un paso al frente y alzó el mentón. Debía admitir que su acompañante tenía agallas, pero Oleg no era de los apreciaran precisamente eso. En cambio, algo que sí era capaz de respetar era el conocimiento, y muy al estilo ajeno, también existía ahí.
—¡Vaya, cómo hablas! No obstante, hablas con verdad, así que… pues eso. Nadie ha quitado legitimidad a tus métodos, tampoco. Poco ortodoxos y todo, pero efectivos, y es lo que importa, ¿no? Pero debes admitir que, vamos… Miklós, ese es tu nombre, ¿cierto? Miklós, vamos… no das muy buena imagen, con esa facha y en la situación en la que te encontré, no puedes culparme por asumir ciertas cosas —Oleg habló como si le hablara a un adolescente, como si quisiera entenderlo, y darse a entender, como se dirigía usualmente a sus alumnos, por los que no daba ni medio franco, a decir verdad; con un poco de suerte podía dar el franco completo por este sujeto, si se portaba bien. No sabía si esta era la mejor forma de sacarle información, o qué información quería sonsacarle, simplemente le pareció la más coherente, considerando cómo actuaba el intruso.
—Nada de esto es común, Miklós, no quieras salirte por la tangente. Pero está bien, creo que has respondido a mis preguntas más o menos de manera satisfactoria, y voy a dejarte en paz de momento. Ahora dime, ¿qué hacía un cambiante como tú siendo educado por vampiros? Los nuestros y esas criaturas, bueno, a veces no nos llevamos bien, aunque todo depende, supongo —continuó. A decir verdad, es que Oleg no se llevaba bien con casi nadie, sin importar su naturaleza. Alzó ambas cejas y se movió por su oficina, sin dejar de observar al otro. Su tono fue, ciertamente, más desenfadado, aunque había un dejo de cautela en su voz, y en su rictus.
—En todo caso, me temo, que no importa mucho la respuesta para usos prácticos de esta inusual reunión, sin embargo y quizá, sea más trascendental para otros motivos. Me gusta aprender, ¿y a ti? De eso dependerá cómo continuemos, aunque presiento que aun si trato de sacarte de aquí, no lo voy a conseguir; que te vas a largar cuando se te dé la gana, y admiro eso, Miklós, esa total falta de respeto. —No era un insulto, oh no, todo lo contrario—. Así que, por qué no sacarle provecho a que estás aquí, y yo también, ambos compartimos una condición, pero sólo eso, porque no veo que otra cosa pueda unirnos, ¿no crees? —Sonrió con un gesto retorcido, casi malicioso, aunque su oferta iba en serio, y su curiosidad también, la de hombre de conocimiento, no la de gato.
Tal vez un poco la de gato, también.
Oleg Borodin- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 04/03/2016
Localización : París
Re: Trashed & Scattered {Oleg Borodin}
Un bravo por las capacidades de observación del eslavo, que se había dado cuenta enseguida de que Miklós no daba buena imagen y sólo había necesitado, para esa conclusión, encontrarse al magyar post-coito con una mujer en su despacho. Qué intuitivo, como si no se le viera en los ojos fríos y rasgados o en la cara con demasiados ángulos que tenía delante, observando cada uno de sus movimientos. Desde luego, el magyar se iba a tener que acordar de que el otro era un tipo observador, porque, madre mía, con semejantes dotes, ¿cómo no tener en cuenta una habilidad semejante...? Bromas aparte, lo cierto era que prefería tomarse la situación con esa sorna habitual que aceptar un rapapolvo por parte del otro, tan estirado que sentía la imperiosa necesidad de golpearlo para ver si su espalda antes se rompería o se doblaría. Él, por su parte, tenía la certeza de que antes de partiría en dos que ser capaz de doblar el riñón, una pequeña muestra de esa educación aristocrática que muchos tenían pero que él, dejado a su suerte desde hacía mucho, no había tenido oportunidad de vivir nunca. Tampoco se quejaba: ese vampiro por el que el otro le estaba preguntando lo había educado bien, dentro de lo que cabía y dentro de cómo se había largado de su vida sin decir nada, y todas las lagunas que hubiera podido dejar en su proceso educativo las había solucionado el magyar solito, sin ayuda de nadie. ¿Podía afirmar el otro, siquiera, algo parecido...? Probablemente no; tal vez la certeza le viniera de un orgullo Rákóczi demasiado arraigado en todo lo que hacía que Miklós fuera Miklós para lo que le convenía, pero también sabía que pocos había por todo aquel maldito continente y los demás que pudieran presumir de una tenacidad parecida a la suya, y el otro era demasiado señorito para, siquiera, planteárselo en serio. Así eran las cosas y así las había contado el húngaro.
– Puedo culparte y lo voy a hacer, porque aunque estoy de acuerdo en que mi imagen no es la mejor, si quisiera quitarte algo ya lo habría hecho, y ni siquiera te habría dado la opción de defenderte o de que me vieras. No es personal, así somos los gatos, imagino que una parte de ti debería saberlo... Pero dudo que lo haga. – opinó Miklós, con un suavecísimo encogimiento de hombros que dio paso a una posición rígida frente al otro, demasiado curioso para lo que daba a entender con su cara, en un constante gesto de soberbia que hacía palidecer al de la familia noble de la que provenía Miklós. – No suelen odiarnos, no somos licántropos, así que muchas veces les damos igual. Partiendo de esa base, a algunos les puedes caer bien o no, aunque no estoy del todo seguro de que sepas lo que es caer bien. – opinó, mínimamente irónico y en la mayor parte hablando en serio. Bien podía tratarse de alguien camaleónico como el propio Laborc, que cuando se lo proponía era muy capaz de seducir a quien quisiera, hombres y mujeres por igual, pero todo lo que había visto hasta aquel momento anulaba mucho esa impresión, y él, a diferencia del otro, era observador en los detalles que marcaban la diferencia. Vaya, menudo ataque de orgullo, al final se le iba a contagiar del todo la actitud del otro... – Claro, cómo va a unirte algo a este desharrapado aparte de la condición que los dos compartimos. No es posible que tengamos ni un solo interés común, ni un nivel de conocimiento semejante, ni un orgullo que brilla hagamos lo que hagamos, ¿no? Eso es sólo cosa tuya. Bien, sí, me gusta aprender y conocer, respondiendo a tu cuestión, pero como no te tengo respeto, simplemente por no habértelo ganado aún, me iré en cuanto quiera. Así que disfruta del rato que tengas, no puedo prometer que vaya a ser mucho. – aceptó, con una expresión interesada en el rostro que no estaba exenta de cierto humor.
¿Cómo podía ser de otra manera si todos los dardos envenenados que estaba lanzando Miklós contenían una nada fina ironía, perceptible hasta para un tipo tan estirado como el dueño del despacho? Sólo estaba siendo consecuente consigo mismo; ya lo valoraría el otro cuando llegara el momento, o quizá no, pero ese ya no era problema del magyar.
– Puedo culparte y lo voy a hacer, porque aunque estoy de acuerdo en que mi imagen no es la mejor, si quisiera quitarte algo ya lo habría hecho, y ni siquiera te habría dado la opción de defenderte o de que me vieras. No es personal, así somos los gatos, imagino que una parte de ti debería saberlo... Pero dudo que lo haga. – opinó Miklós, con un suavecísimo encogimiento de hombros que dio paso a una posición rígida frente al otro, demasiado curioso para lo que daba a entender con su cara, en un constante gesto de soberbia que hacía palidecer al de la familia noble de la que provenía Miklós. – No suelen odiarnos, no somos licántropos, así que muchas veces les damos igual. Partiendo de esa base, a algunos les puedes caer bien o no, aunque no estoy del todo seguro de que sepas lo que es caer bien. – opinó, mínimamente irónico y en la mayor parte hablando en serio. Bien podía tratarse de alguien camaleónico como el propio Laborc, que cuando se lo proponía era muy capaz de seducir a quien quisiera, hombres y mujeres por igual, pero todo lo que había visto hasta aquel momento anulaba mucho esa impresión, y él, a diferencia del otro, era observador en los detalles que marcaban la diferencia. Vaya, menudo ataque de orgullo, al final se le iba a contagiar del todo la actitud del otro... – Claro, cómo va a unirte algo a este desharrapado aparte de la condición que los dos compartimos. No es posible que tengamos ni un solo interés común, ni un nivel de conocimiento semejante, ni un orgullo que brilla hagamos lo que hagamos, ¿no? Eso es sólo cosa tuya. Bien, sí, me gusta aprender y conocer, respondiendo a tu cuestión, pero como no te tengo respeto, simplemente por no habértelo ganado aún, me iré en cuanto quiera. Así que disfruta del rato que tengas, no puedo prometer que vaya a ser mucho. – aceptó, con una expresión interesada en el rostro que no estaba exenta de cierto humor.
¿Cómo podía ser de otra manera si todos los dardos envenenados que estaba lanzando Miklós contenían una nada fina ironía, perceptible hasta para un tipo tan estirado como el dueño del despacho? Sólo estaba siendo consecuente consigo mismo; ya lo valoraría el otro cuando llegara el momento, o quizá no, pero ese ya no era problema del magyar.
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