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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Melchior Jue Mar 08, 2018 8:28 pm



Quatre bijoux et un voleur
sobre karmas y compensaciones, pregúntale al usurero

Existían ciertas ocasiones en las que Melchior se descubría inconscientemente husmeando desde los tejados en el interior de las residencias parisenses. Las ventanas de las plantas más elevadas rara vez se hallaban cubiertas y, para los fisgones como él, las alturas eran sinónimo de ventaja magistral. Desde las pizarras corroídas por la lluvia contaminada podía observarlo todo, quizá no con la precisión de los halcones, pero sí con la suficiente amplitud de alcance como para seleccionar la víctima adecuada. Sin embargo, en estos precisos episodios, cuando, de improviso, se quedaba inmóvil, contemplando cómo una madre amamantaba a su hijo o un padre lustraba sus botas bajo la mirada expectante de un muchacho, no reparaba, curiosamente, en ninguna de las posesiones que aquellos pudieran detentar. Melchior hallaba fascinante el simple hecho de que grupos numerosos de personas, hacinados en espacios tan reducidos y malolientes, pudieran convivir con dicha y aparente felicidad.
Desde que portara memoria su desempeño había sido siempre materia de un solo individuo, su pasado en compañía de Mor no era precisamente entrañable y poco había aprendido del anciano al que hurtara su nombre antes de que este falleciera patéticamente. Le resultaba curiosa, entonces, esta conducta, incomprensible, pero además le inspiraba cierta nostalgia irracional, cuyo único desenlace fluctuaba hacia la irritación y, al final de cuentas, hacia la evasión. A Melchior se le daba mal aquello de resolver problemas, a pesar de poseer una habilidad desconcertante para atraerlos. En todo caso, la existencia de un universo emocional residiendo en el interior de su cuerpo le era ignorada.

Su refugio se hallaba entre sus botines, la única cosa de la que podía jactarse como propia. A lo largo y ancho de la ciudad se encontraban diseminados sus escondites, cámaras del tesoro ubicadas en los recovecos más inhóspitos e inaccesibles. Para un roedor, ocultar perlas en las alcantarillas era pan comido, rescatar utensilios de los cajones una cuestión de agilidad y amontonarlos en escondrijos cosa de buen gusto. Melchior se enorgullecía de poseer una memoria fascinante y, por ello, recordaba la ubicación y cantidad de objetos de los que disponía en toda París. Así, descubrir la ausencia de alguno era sencillo y rastrear su paradero no más que una molestia.
Molestia, sí, puesto que debía interrumpir su rutina para recuperar sus posesiones profanadas; pero más aún, para un ladrón ser robado era una catástrofe digna de exterminio, ¡de escándalo! El muchachito adoraba sus botines que, en muchos casos, valían por capricho y no por los materiales de los que se hallaban confeccionados, factor que no evadía la posibilidad de que poseyera un pendiente de oro y diamante sólo porque le hubiese gustado la forma en que se hallaba grabado.

La madrugada que atañe éste, nuestro relato, fue precedida por una noche entera de búsqueda impasible. Melchior había arribado a una de sus guaridas, de aquellas que poco disimulaba en consecuencia de la nula concurrencia en sus inmediaciones. Portaba un retazo de tela amarrado en un moño, lo había visto aquella tarde en el brocado de una dama a la que había seguido y, cuando ésta se había quitado las prendas para meterse en la cama, él aprovechó para arrancarlo de su sitio y llevárselo consigo. La mayor parte del tiempo, el jovencito se paseaba en el cuerpo del lirón, pues era menos llamativo y escurridizo, además de sentarle a gusto.
La cuestión es que se dirigió a su ratonera más cercana, alojada en una construcción abandonada, bajo las tablas del parqué podridas que recubrían el suelo de la planta baja. Al ingresar un terrible presentimiento le instó a agudizar los sentidos, un hedor desconocido colmaba el recoveco y su pila de tesoros se encontraba revuelta. Abandonó el moño a un lado y olisqueó sus pertenencias, sus ojos no le engañaron, allí faltaban dos anillos de plata, un abalorio de oro y un tenedor de bronce. El resto de porquerías —porque cualquiera menos él las habría juzgado como tales—, aunque desordenadas, aún permanecían allí.
Muchos subestiman la ira de los roedores, en principio porque son pequeños, luego está que no pueden defenderse más que a mordisquitos, sin embargo, son más los muertos por las enfermedades que les contagian que los vivos que no les temen; para colmo, éste en particular, se podía convertir en niño.

Persiguió el rastro del intruso por toda la ciudad, había memorizado su aroma y estaba dispuesto a rebanarle el cogote —o cualquier cosa al alcance— tan pronto diera con él. Luego de perpetuar la ardua búsqueda, los indicios le condujeron a las inmediaciones del bosque, donde la población era escasa y, por la noche, no merodeaban ni los perros callejeros.
El oscilar de una lumbre procedente de una hoguera clamó su atención en medio de la penumbra; una pira de escaso volumen yacía en el centro de un claro, donde telas y cajones se encontraban apilados, como custodiando la intensidad del fuego. Melchior contemplaba todo desde las alturas, al resguardo de las gruesas ramas de un inmenso pino. El aroma de la vegetación y la leña incinerada hicieron que la memoria de su olfato se nublara y debiera recurrir a sus restantes sentidos para dar con sus pertenencias.
Una tienda textil, suficientemente amplia como para alojar a tres personas de pie y con los brazos extendidos, se erguía en un rincón, como aislada del ritual comprendido por los restantes objetos. Resultaba desconcertante la ausencia de personas en los alrededores, pero por mucho que el lirón se esforzó en detectar indicios de vida, no alcanzó a identificar más que meros insectos y aves nocturnas. Decidió que, si quería su tesoro de regreso, debería actuar de inmediato.
Descendió con agilidad por la corteza del árbol y corrió velozmente hacia la carpa abandonada; un orificio le dio acceso al interior, la oscuridad se había engullido todo, mas, aunque no lograra ver con suma claridad, sus ojos le permitían distinguir algunas siluetas.
Allí los aromas eran más diversos, más humanos, incluso. Había piezas de mobiliario distribuidas en todos los sitios y cofres repletos con tejidos y ornamentos. El aroma de su guarida le llegó desde una mesa pequeña, alojada en el extremo opuesto de un océano de cachivaches; Melchior debió dejar a un lado el aspecto de roedor para valerse de la altura que le propiciaba ser un niño y, así, sortear los obstáculos desperdigados sobre el suelo para alcanzar la caja que ocultaba sus sortilegios.
Introdujo sus ágiles dedos en el interior del contenedor y rebuscó con insistencia hasta hallar uno de sus anillos. Su actividad emitía un ruido estrepitoso, puesto que eran muchos los metales congregados y la impaciencia de su espíritu instaba a su cuerpo a removerse y estrellarse con lo dispuesto a su alrededor.

De improviso, la luz penetró con intensidad en la tienda y una nueva entidad hizo acto de presencia. El muchachito no tuvo tiempo de escabullirse por un costado y, de la sorpresa, acabó trastabillando hasta derrumbarse sobre el desorden.
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Mensaje por Shoshanna Lindner Lun Abr 23, 2018 7:43 pm

Empezó a andar por el camino, la luz diurna empezaba a ocultarse ya entre las nubes rollizas que desfilaban lentamente por el cielo, aun así el sendero se veía perfectamente con todas sus curvas y ondulaciones, los colores tan brillantes que pintaban las tiendas y los edificios, enormes vigías, algunos tan viejos que sus muros parecían derrumbarse en cualquier instante. Las palabras que cruzaban las personas, flotaban de un lado a otro, creando un ligero bullicio, vio un par de niños corriendo por la acera y por unos segundos se remontó a su niñez. Caminaba rápido y con vigor, apenas perturbado por sus recuerdos, casi mareado por la nostalgia que le provocaba evocarlos de esa manera, percibió el aroma del aire y apresuro el paso para poder llegar antes que anocheciera por completo, aunque daba igual si la oscuridad caía en ese momento o más tarde, era un hombre solitario y sabría arreglárselas en caso de ser necesaria una pelea o riña.

Se elevaban los robles, la maleza que crecía desordenadamente por todo el lugar le daba un aspecto dantesco. Esa época donde se quedó sin más en el mundo y decidió tomar un rumbo diferente para poder sobrevivir en su entonces realidad, la misma que le había abofeteado de manera sorpresiva dejándolo sin más. Suspiro y se quedó sumergido en pensamientos antiguos, evocó momentos de su pasado y de manera involuntaria no se dio cuenta en qué momento ya había puesto un pie dentro de esa jungla de oscuridad. Esa noche particularmente, el frío azotaba las calles parisinas sin tregua alguna a pesar de ser primavera, nunca había tenido refugio permanente, así que decidió permanecer a solas en el bosque dentro de su casa de campaña improvisada.

Sin embargo cruzó por su mente alejarse por unos segundos, lejos de la realidad que la vida le estaba mostrando estos últimos días. Su reencuentro con Zuria no era lo que esperaba, sus sentimientos estaban confundidos, todo estaba mezclado dentro de su corazón gris. Agitó la cabeza para deshacerse de aquellas ideas, necesitaba paz, por un par de noches más lejos de la caravana. Sabía moverse en esos terrenos y no estaba de humor para pasar una noche terrible otra vez, miró a su alrededor y contemplo que estaba demasiado lejos de la ciudad. Las luces se extinguían y las moribundas estrellas apenas se mostraban vacilantes, el bosque era un jardín salvaje, donde se acechaban a las presas nuevas, pero eso él lo sabía a la perfección.

No prestó atención a nada en particular. Cerró los ojos y de manera sorpresiva un par de sonidos le asaltaron por sorpresa, sabía que todo tipo de criaturas podrían atacarle o peor aún algún cazador o inquisidor que probablemente pudiera estarle siguiendo. Su instinto animal le advirtió de una presencia a los alrededores y cuál fue su sorpresa al saber que dichos sonidos provenían de su tienda de campaña. De inmediato corrió hacia el lugar y de un tirón rasgo la tela, dentro un pequeño joven de cabellos rubios caía de espaldas contra una pila de objetos que chicos de la caravana habían hurtado un par de días antes, normalmente eran señoras de alta cuna a quienes timaban, pero esta vez el recuadro fue algo sorpresivo para él. El ucraniano de inmediato advirtió en la particular coloratura que rodeaba la testa del pequeño, un movimiento ágil bastó para que Mstislav arrojara hacia el pantalón del niño una daga, a modo que esta sujetara la tela contra el suelo y le impidiera escapar.

–Pequeño ladronzuelo ¿Quién demonios eres? ¿Cómo llegaste hasta acá?–


Desconfiado hasta la medula no cesó de preguntarle mientras se aproximaba hacia el intruso, pero conforme la distancia se acortaba entre ambos descubrió que no se trataba de un enemigo natural, era un cambiante sí, pero sin motivos aparentes para considerarlo una amenaza.
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Mensaje por Melchior Lun Jun 11, 2018 8:16 pm



Quatre bijoux et un voleur
Sobre gatos y ratones.

Melchior rara vez se comportaba como un ser humano civilizado, lo cierto es que lejos estaba de interesarse por la cultura del hombre blanco y sus pavoneos de especie encandilada por la razón. Si alguna vez imitaba cierta gestualidad humana —incluso en su figura bípeda— se debía, sin excepción, a alguna necesidad estricta de la ocasión, un requerimiento práctico, sin más. Es decir, si hablaba, posiblemente fuese para ordenar sus pensamientos, para insultar a algún desprevenido o clamar la atención; si trataba de socializar con algún adulto ¬—actuar como inocente despojado, como quién diría— sería para hurtar algo que de otra manera resultara imposible. Finalmente, algo más esencial, si se vestía era porque tenía frío.
El muchachito no se llevaba bien con el invierno; ni con el invierno ni con ninguna jornada que ostentara bajas temperaturas. Estaba en su naturaleza la predisposición a hibernar durante las heladas, sin embargo, él no podía permitirse tal privilegio en sus corrientes circunstancias, en parte porque aún quedaba mucho de París por explorar, en segundo lugar, porque no alcanzaba a llenarse el estómago todos los días como para ganar una modesta cantidad de grasa que le mantuviera vivo un trimestre completo de inactividad.

En resumidas cuentas, si Melchior llevaba puestas prendas de vestir —acaparadas de una cuerda que pendía en el exterior de la tienda— era porque el clima lo apremiaba. Y cómo no, la primavera como tal era fértil, pero terriblemente húmeda e indecisa. Por las mañanas la escarcha arropaba las calles, hacia el mediodía el sol calentaba los adoquines y el tumulto reunía calidez corporal, pero nuevamente hacia el atardecer, la oscuridad extendía sus gélidos dedos sobre el mundo y los desdichados. Para él en su forma animal, el frío era relativo al sitio en el que se acurrucara, el pelaje le permitía prevalecer en mejores términos con el ambiente, mas se veía constantemente inducido al sopor de la hibernación y no podía estarse permitiendo dormir tres días seguidos cuando no contaba con el estómago lo suficientemente repleto. Por ello, principalmente, se paseaba con apariencia humana más frecuentemente, aunque esto le forzara a padecer con mayor crudeza el fresco.

Resumamos el encuentro actual, pues; Melchior se hallaba tumbado sobre los artilugios disgregados en el suelo de la tienda, de rostro al recién llegado y con escasísimas posibilidades de fugarse ileso. No demoró demasiado en percibir el aroma y los colores que detentaban el aura del adulto, alarmándole sobre su identidad como predador, uno temible, de hecho.
El jovencito intentó incorporarse, su instinto le impuso la necesidad de huir, pero una daga voladora se incrustó en el suelo entre sus piernas, arraigando la tela raída del inmenso pantalón que llevaba puesto e impidiéndole moverse a voluntad.
Oh, se había metido en terribles aprietos.

El robusto sujeto le habló en francés y comenzó a aproximarse con preocupante cautela. El niño permaneció en silencio, con los ojos bien abiertos y el corazón palpitándole desbocado. No había entendido el concepto de sus preguntas ni le interesaba la posibilidad de aprender a responderlas, su mente rondaba la idea de marcharse a toda costa, pero las opciones eran limitadas y altamente peligrosas, necesitaba actuar de inmediato.
Melchior sostuvo el mango de la navaja a rauda velocidad, lo desclavó del suelo y se abalanzó sobre su oponente, obligándole a caer de espaldas bajo su peso. Sin miramientos, se propuso incrustar el filo del arma en el cuello de la víctima, sin embargo, no se estaba enfrentando a cualquier mundano ladronzuelo, sino a una criatura de su tipo y una mucho más poderosa, además.
Su intento se vio frustrado, así que, al primer indicio de desatención, se apresuró a escapar. Sin el cuchillo y con los anillos bien empuñados saltó en dirección de la entrada, sin embargo, una fuerza contraria le retuvo por la pierna, haciéndole caer de bruces. ¡Esos malditos pantalones!
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