AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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· Never Again ·
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· Never Again ·
La velocidad con la que (parece) pasa el tiempo es totalmente subjetiva. En esa sensación, hay muchos factores que pueden intervenir y hacernos cambiar de rumbo, de parecer, y de sentimiento, en función de cómo, dónde y con quién nos encontremos. Irremediablemente, cuando estamos rodeados de personas que nos son queridas, o en un ambiente cómodo, agradable y distendido, estamos tan ensimismados con lo que pasa a nuestro alrededor, tan ocupados haciendo, diciendo, siendo, que no prestamos atención al transcurso del tiempo, que jamás se detuvo a pesar de nuestra dicha. Al no prestarle atención, tenemos la falsa impresión de que se movió más deprisa, y le llamamos traicionero y cruel por arrebatarnos más momentos felices, por un rato más, por un poco más. Irónico resulta que luego, cuando estamos hundidos en la miseria, le supliquemos porque corra más deprisa, porque el “ahora” se convierta en “después” lo antes posible, para así arrastrarnos del pozo en el que nos hayamos sumergidos.
Más que irónico, egoísta, en realidad. El tiempo, como dimensión, es constante. No se extiende o contrae a placer, a pesar de que muchas veces sea esa la impresión que nos asalta. Las horas siempre duran lo mismo. Siempre tienen el mismo número de minutos. Quizá el problema sea que no sabemos administrar bien las sonrisas a lo largo de esos minutos, para así lograr que nos sepan a más, en lugar de dejarnos hambrientos de ellas una vez la ocasión se desvanezca y necesitemos cambiar, finalmente, de escenario.
Sin duda alguna, Hēra hubiera querido que los días en los que estar con Abaddon había vuelto a ser algo tan simple, sencillo y reconfortante como respirar, no terminaran nunca. Que el tiempo se alargara de forma infinita, que ocupara el resto de la eternidad que los esperaba a ambos por delante, y que las cosas siguieran sin cambiar. Que el momento en el que estaban, relajados el uno alrededor del otro, los secretos y las mentiras brillando por su ausencia, se convirtieran en la nueva rutina, en una que, rogaría a los dioses, enterrara por completo lo ocurrido en los últimos siglos. ¿O habían sido milenios? Decir que había olvidado sus rencores y afrentas hubiera sido mentir. No, no las había olvidado. Pero tras haber vuelto a ser marcada como propiedad de su esposo, y haberlo marcado a él, a su vez, como suyo, había tomado la decisión de dejarse llevar por la inercia del momentum y simplemente ser, de nuevo, su amante, su amiga, su compañera, su esposa. Su progenie. Tras esa primera noche, el lecho que llevaba más de cien años sin darles cobijo a ambos a la vez, volvió a adaptarse a la forma que los dos adquirían al entrelazarse. Y la sensación que había florecido de nuevo en ese corazón que se le había quedado congelado hacía mucho, merecía la pena, aunque no quisiera reconocerlo.
Se sentía más viva de lo que se había sentido, cuando el oxígeno aún seguía siéndole imprescindible.
La primera sonrisa y carcajada sincera, tras noches y noches de gritos, de lágrimas, de rabia contenida.
La hilera de besos dejados contra su espalda, empezando por su nuca, y terminando en sus talones.
Dedos intercalados, mientras dos cuerpos que buscaban volver a conocerse se movían al unísono.
Por favor, que no se quiebre. Por favor, que no cambie.
Si sus plegarias fueran a llegar a algún sitio, sólo el tiempo lo diría. El tiempo. Cruel, maldito, y despiadado.
No fue suficiente, después de todo.
La magia se quebró antes de la siguiente Luna Llena.
Y la bestia se desató, más sanguinaria y cruenta que nunca.
Más que irónico, egoísta, en realidad. El tiempo, como dimensión, es constante. No se extiende o contrae a placer, a pesar de que muchas veces sea esa la impresión que nos asalta. Las horas siempre duran lo mismo. Siempre tienen el mismo número de minutos. Quizá el problema sea que no sabemos administrar bien las sonrisas a lo largo de esos minutos, para así lograr que nos sepan a más, en lugar de dejarnos hambrientos de ellas una vez la ocasión se desvanezca y necesitemos cambiar, finalmente, de escenario.
Sin duda alguna, Hēra hubiera querido que los días en los que estar con Abaddon había vuelto a ser algo tan simple, sencillo y reconfortante como respirar, no terminaran nunca. Que el tiempo se alargara de forma infinita, que ocupara el resto de la eternidad que los esperaba a ambos por delante, y que las cosas siguieran sin cambiar. Que el momento en el que estaban, relajados el uno alrededor del otro, los secretos y las mentiras brillando por su ausencia, se convirtieran en la nueva rutina, en una que, rogaría a los dioses, enterrara por completo lo ocurrido en los últimos siglos. ¿O habían sido milenios? Decir que había olvidado sus rencores y afrentas hubiera sido mentir. No, no las había olvidado. Pero tras haber vuelto a ser marcada como propiedad de su esposo, y haberlo marcado a él, a su vez, como suyo, había tomado la decisión de dejarse llevar por la inercia del momentum y simplemente ser, de nuevo, su amante, su amiga, su compañera, su esposa. Su progenie. Tras esa primera noche, el lecho que llevaba más de cien años sin darles cobijo a ambos a la vez, volvió a adaptarse a la forma que los dos adquirían al entrelazarse. Y la sensación que había florecido de nuevo en ese corazón que se le había quedado congelado hacía mucho, merecía la pena, aunque no quisiera reconocerlo.
Se sentía más viva de lo que se había sentido, cuando el oxígeno aún seguía siéndole imprescindible.
La primera sonrisa y carcajada sincera, tras noches y noches de gritos, de lágrimas, de rabia contenida.
La hilera de besos dejados contra su espalda, empezando por su nuca, y terminando en sus talones.
Dedos intercalados, mientras dos cuerpos que buscaban volver a conocerse se movían al unísono.
Por favor, que no se quiebre. Por favor, que no cambie.
Si sus plegarias fueran a llegar a algún sitio, sólo el tiempo lo diría. El tiempo. Cruel, maldito, y despiadado.
No fue suficiente, después de todo.
La magia se quebró antes de la siguiente Luna Llena.
Y la bestia se desató, más sanguinaria y cruenta que nunca.
Hēra L. Tsakalidis- Condenado/Vampiro/Clase Alta
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