AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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· Bosszút Keres · Minden marad a családban
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· Bosszút Keres · Minden marad a családban
¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo había pasado, desde que se marchase de la habitación, dejándolo tirado, sangrando, con el corazón en un puño, el orgullo herido y la sensación de náusea crepitándole desde lo más hondo de su alma? Minutos. Horas, tal vez. Y en todo ese tiempo Vilhelm no se movió siquiera para cubrirse. ¿Para qué? Si nadie había entrado a ayudarlo durante el rato que había estado a merced de ese monstruo, a pesar de sus gritos, de sus llamadas de auxilio, y de sus lágrimas, dudaba que nadie fuera a hacerlo ahora, cuando todo había acabado finalmente. Al menos hasta la próxima noche, cuando el hombre al que alguna vez llamó “padre” volviera a sus aposentos a poseer por la fuerza aquello que jamás debió siquiera atreverse a desear. Esa era la nueva rutina instaurada en su día a día, y la impotencia por no poder pararlo, por no poder hacer nada al respecto, lo estaba devorando poco a poco.
Vilhelm no se sentía cómodo en su propia piel, y no, eso nada tenía que ver con el hecho de que, desde siempre, hubiera sido distinto. En efecto, desde su más tierna infancia quedó claro que los cánones establecidos por el género no eran algo con lo que encajara. Le gustaba cuidar su aspecto, verse “hermoso” y recibir halagos por su piel, o por el rubio de sus cabellos. No creía que fuera raro, y el hecho de que otros coincidieran con que su belleza era superior a la de otras jovencitas reforzaba su razonamiento de que no tenía necesidad alguna de cambiar. ¿Qué tenía de malo? Disfrutar imaginándose con vestidos, acentuar el brillo y la forma de sus ojos con el maquillaje que estaba reservado para las damas. Dejando las hebras de sus cabellos crecer y crecer, para poder dejarlas caer sobre su espalda... Disfrutar de la música, del arte, de la literatura, sin olvidarse de lo que era sentirse libre cabalgando con sus caballos, o practicando el tiro con arco. A medida que crecía, su mentalidad también se fue reforzando. Su posición en la sociedad la daba un privilegio que apreciaba más que ningún otro, y era nada menos que la capacidad para hacer cuanto le apeteciera sin que nadie pudiera decir nada al respecto. Nadie se atrevería. El conde y heredero de los Cseszneky era, en efecto, distinto a otros caballeros (y a otras damas), pero tenía una cabeza bien amueblada sobre los hombros, y sobre todo, el ego suficiente para no dejarse pisotear por nadie.
Al menos, así había sido, hasta el momento en el que la humillación llegó a su vida como un jarro de agua fría, recordándole que no siempre eran desconocidos los que tenían la capacidad para hundirte en el fango. Que a veces, es tu propia familia quien tiene la capacidad de destruirte de la forma más intima y cruel posible. Y que nadie va a hacer nada por prevenirlo, ni por remediarlo. Los asuntos de familia se solucionan dentro de la familia. Y él, a pesar de ser aceptado y admirado desde lejos, jamás tuvo realmente ningún aliado. Tristemente se acabó por dar cuenta de la forma más terrible imaginable.
El alba llegó y bañó la habitación, mancillada con el aroma a sudor, sexo y traición, de luz y calidez. Pero ese calor ya no le llegaba a los huesos. Su piel estaba tirante, como si estuviera luchando contra si mismo, tratando por todos los medios de escapar de ahí, de esa cárcel de carne y de huesos despojados de su virtud, de su belleza. Porque aunque su exterior siguiera reflejando la imagen de la perfección, ahora su interior estaba podrido. Y él era el único capaz de verlo.
Vilhelm no se sentía cómodo en su propia piel, y no, eso nada tenía que ver con el hecho de que, desde siempre, hubiera sido distinto. En efecto, desde su más tierna infancia quedó claro que los cánones establecidos por el género no eran algo con lo que encajara. Le gustaba cuidar su aspecto, verse “hermoso” y recibir halagos por su piel, o por el rubio de sus cabellos. No creía que fuera raro, y el hecho de que otros coincidieran con que su belleza era superior a la de otras jovencitas reforzaba su razonamiento de que no tenía necesidad alguna de cambiar. ¿Qué tenía de malo? Disfrutar imaginándose con vestidos, acentuar el brillo y la forma de sus ojos con el maquillaje que estaba reservado para las damas. Dejando las hebras de sus cabellos crecer y crecer, para poder dejarlas caer sobre su espalda... Disfrutar de la música, del arte, de la literatura, sin olvidarse de lo que era sentirse libre cabalgando con sus caballos, o practicando el tiro con arco. A medida que crecía, su mentalidad también se fue reforzando. Su posición en la sociedad la daba un privilegio que apreciaba más que ningún otro, y era nada menos que la capacidad para hacer cuanto le apeteciera sin que nadie pudiera decir nada al respecto. Nadie se atrevería. El conde y heredero de los Cseszneky era, en efecto, distinto a otros caballeros (y a otras damas), pero tenía una cabeza bien amueblada sobre los hombros, y sobre todo, el ego suficiente para no dejarse pisotear por nadie.
Al menos, así había sido, hasta el momento en el que la humillación llegó a su vida como un jarro de agua fría, recordándole que no siempre eran desconocidos los que tenían la capacidad para hundirte en el fango. Que a veces, es tu propia familia quien tiene la capacidad de destruirte de la forma más intima y cruel posible. Y que nadie va a hacer nada por prevenirlo, ni por remediarlo. Los asuntos de familia se solucionan dentro de la familia. Y él, a pesar de ser aceptado y admirado desde lejos, jamás tuvo realmente ningún aliado. Tristemente se acabó por dar cuenta de la forma más terrible imaginable.
El alba llegó y bañó la habitación, mancillada con el aroma a sudor, sexo y traición, de luz y calidez. Pero ese calor ya no le llegaba a los huesos. Su piel estaba tirante, como si estuviera luchando contra si mismo, tratando por todos los medios de escapar de ahí, de esa cárcel de carne y de huesos despojados de su virtud, de su belleza. Porque aunque su exterior siguiera reflejando la imagen de la perfección, ahora su interior estaba podrido. Y él era el único capaz de verlo.
Eszti V. Cseszneky- Esclavo de Sangre/Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/03/2014
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