Fading — Priv.

La luz atrae a las polillas, pero la oscuridad atrae a todo tipo de criaturas despiadadas, malignas, demoniacas… Todo de lo que te intentan prevenir de niño contándote historias de miedo. A Melquiades ese tipo de cuentos solo le habían avivado el interés. Había leído sobre infinidad de seres siniestros en muchos libros desde que descubriera que había sido bendecido —o maldito, según a quien se le preguntase— con el don de la magia.

Sentía un extraño deseo hacia los vampiros, criaturas pérfidas y sanguinarias, pero también absurdamente atractivas, en todos los sentidos de la palabra. Su mera existencia te arroja al pecado. Es inevitable no sentirse atraído porque forma parte de ellos en sí y del ritual de caza que llevan a cabo.

Melquiades conocía formas de las que protegerse de la atracción innata de los inmortales de piel nívea y colmillos afilados. Y lo hacía. Por eso, si se acercaba a uno de ellos y se dejaba engatusar, era únicamente porque él quería. Como en aquel momento. Se encontraba en una zona de su fumadero de opio que estaba más alejada, un rincón más oscuro dentro de un sitio que ya tenía una luz tenue que generaba cierta intimidad. Su cuerpo se hallaba pegado al de un vampiro milenario al que había reído las gracias y que le había reído las gracias a él. Una relación extraña, de tira y afloja, y de unas horas, con suerte, de duración. Tampoco hacía falta más.

El vampiro se encontraba en ese instante mordisqueando la piel de Melquiades, jugando sin rasgarla, hasta que encontró una parte que le gustó, por la zona del cuello. El brujo inclinó la cabeza y se dejó hacer. Al dolor de la dentadura destrozando la epidermis siempre lo precedía y lo seguía una sensación de placer que no podía compararse con nada. Entendía que la gente se hiciera adicta a esa sensación como también se hacía adicta al opio y a otras cosas que sus empleados ofrecían allí. Un suave gemido se escapó de su boca cuando llegó el momento, apretando la rodilla del vampiro con fuerza mientras duró el dolor. Luego la nada, la sensación de estar volando y después, un escalofrío que recorrió su cuerpo y que deseó que durara para siempre. Una sensación que solo se intensificó porque el inmortal estaba acariciando su cuerpo con deseo y él, como pudo dentro de su desvanecimiento por placer y dolor y placer y dolor y placer, le devolvió. Quería más, quería que lo hiciera de nuevo, pero el vampiro paró y lo besó antes de marcharse a hablar con otra persona. ¿Otra víctima? Fuera como fuera, ya había terminado su tiempo con Melquiades y a este no le disgustó. Todo lo contrario. Lo encontró hasta divertido. Él haría lo mismo. Buscaría a la siguiente persona con la que entretenerse esa noche.

Pero en ese rincón alejado y oscuro no hallaría a nadie de su interés. Tenía que moverse. Se levantó del sofá y se acercó hacia la entrada. El mordisco del vampiro había quedado tapado bajo sus ropas, con la hemorragia efectivamente cortada con una pequeña ayuda mágica para que no levantara ninguna clase de sospecha una mancha gigantesca de sangre.

Justo en ese momento, vio entrar a una pelirroja, que, como él, segundos atrás, buscaba alejarse del centro. Inevitablemente, siguió sus pasos como si fuera un gato curioso con deseo de enroscarse entre sus piernas.

Melquiades no se molestaba en disimular su presencia en el fumadero pese a que se cuidaba mucho de guardar su identidad en otros momentos de su vida. A pesar de que necesitaba pasar desapercibido en ciertas ocasiones, era inevitable que allí llamara la atención, empezando por la forma en la que vestía y siguiendo por la gracia con la que se movía. Había gente en el local que, de tan asidua que era, sabía que él era el dueño, pero nunca lo expresaban abiertamente. Era una especie de secreto colectivo.

El hombre era como un felino. Su gato, Onofre, no tenía nada que envidiarle. Se escurría por los rincones más oscuros y visitaba las sombras tan a menudo que casi se camuflaba con ellas. Los bajos fondos eran lo suyo, aunque también las altas esferas y ambos mundos estaban mucho más entrelazados de lo que podía parecer en un primer momento. Sabía cómo adaptarse a todas las circunstancias, a todos los interlocutores, y jugar con sus mentes y sus bolsillos.

Siguió a la recién llegada con descaro, dispuesto a conocerla, todavía no sabía en qué sentido. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de ella, fue capaz de percibir su magia y darse cuenta de que era como él, una hechicera. Gob, el demonio que lo tenía sometido desde hacía casi media vida, se revolvió de gozo en sus adentros. Como era habitual en él cada vez que Melquiades se cruzaba con un brujo, le instó a matarla. Todo a su debido tiempo, querido Gob, tampoco había necesidad de correr.

La mujer lo vio enseguida. Lo invitó a sentarse con ella y él aceptó esa invitación. Total, no tenía otra cosa mejor que hacer. Le divertía ver hasta dónde podía llegar con la gente.

—No soy un gran amante del gin tonic, pero tampoco le hago ascos. —No era como si le importase mucho si era gin tonic u otra cosa. Si llevaba alcohol, se lo bebía—. Agradezco su invitación —agregó sentándose junto a ella—. Dígame, ¿qué busca en este lugar?

Todo el mundo acababa allí por una razón, aunque en el caso de esa joven, sin saberlo, había dado en el clavo con la pregunta porque buscaba algo literalmente.

Alrededor de ellos había quienes buscaban esconderse y al mismo tiempo, por contradictorio que sonara, mostrar su parte más real, cómo eran cuando nada los frenaba. Cómo eran cuando no tenían límites, también, especialmente en el caso de los clientes más pudientes y, a menudo, depravados. Era un ambiente asqueroso, muy lejos de ser sofisticado. Eso mejor se lo dejaban a otra clase de sitios en otras partes de la ciudad.