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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Sebastian Gwyddyon Vie Dic 15, 2023 8:14 pm


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There's darkness in the distance
From the way that I've been livin'
But I know I can't resist it.
Oh, I love it and I hate it at the same time
Hidin' all of our sins from the daylight.

Daylight — David Kushner


Diciembre, 1842
Residencia Gwyddyon


Se miró al espejo sin reconocer al hombre que le devolvía la mirada. El rubio y largo cabello recogido en una impecable cola que caía sobre su espalda; la elegante levita de cuero y terciopelo hecha a la medida y ceñida al cuerpo; las hombreras que simbolizan su nuevo estatus y por último, el pañuelo de delicada seda asomando del bolsillo a la altura del corazón, con el emblema de la Casa Gwyddyon bordado hábilmente en la tela. Estaba solo, en una habitación demasiado grande para su gusto, la cual aún se le hacía ajena aunque sus escasas y humildes pertenencias ya habían sido traídas desde el Orfanato y acomodadas por la servidumbre.

Mi Señor, la ceremonia está por comenzar —a través del espejo Sebastian reconoció el rostro amable de su nuevo criado asomando en el marco de la puerta y frunció los labios con cierta vergüenza al no recordar su nombre—. Los invitados ya están llegando. Madame Gwyddyon solicita su presencia en el Salón Principal.

Sebastian asintió en silencio. El criado aguardó unos instantes, dubitativo, pero al ver que el rubio no se movía de la silla desapareció una vez más tras la puerta, tan silencioso como había aparecido. El hechicero agradeció para sus adentros la discreción del empleado. Gillien. Gillian. Últimamente olvidaba las cosas com mayor facilidad, aunque según Madame Gwyddyon aquello sólo era indicio de que no estaba prestando la suficiente atención.

¿Y cómo no hacerlo, si su mente era un torbellino de miedos, dudas y falta de identidad? Desde que la noble Celta apareció en su vida con la revelación de su verdadero nombre y origen, Sebastian se sentía dividido. El hombre que fue con los Rondizzoni; el hombre que sería ahora con el apellido Gwyddyon. La incertidumbre de los días venideros le estaba cortando la respiración y por un segundo, temió que se fuera a desmayar. Pero no.

Respiró profundo y se puso de pie con las piernas temblorosas.

«Puedes hacerlo. Ignora estos malos pensamientos. Estamos juntos en esto.»

*"*"*

El piano comenzó a sonar con una lenta y melancólica melodía mientras la esperada pareja hacía su entrada en el Salón Principal de la Residencia Gwyddyon, ubicada en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. La Embajada del Reino de Escocia se encontraba tan solo a escasas millas de distancia y el emblema presente de la Casta Stewart evidenciaba lo que muchos nobles ya sabían. Bajo la protección del joven Rey Alexander —y asimismo, con su apoyo y reconocimiento—, los Gwyddyon volvían a presentarse en sociedad con el estatus que les pertenecía por derecho de nacimiento. La Dama Lúthien había pasado de ser una exiliada política a convertirse en la Consejera del Rey Escocés; y aunque esto no le devolviese a su familia los títulos nobiliarios sobre el caído Reino de Graz, el cargo sí que le posicionaba en un rango de poder dentro de la política Europea. Sin embargo, lo que más había sorprendido no había sido su gallardía ni su determinación, sino el hijo que presentó en sociedad: Éowyn Gwyddyon, el último descendiente de la Familia Real Celta.

La pareja avanzó por el salón siendo bien recibida por la audiencia. Nobles y aristócratas de todas las naciones habían sido invitados a tan importante y privado evento, la mayoría simpatizantes y aliados de confianza de la Dama Gwyddyon. Sebastian por supuesto no conocía a nadie y asimismo esperaba no ser reconocido. Haber abandonado su emergente carrera en el Hospital de París a causa de un capricho y la posterior depresión le hacía sentir vergüenza.

Tantos ojos sobre él, juzgando, admirando. Su Empatía estaba al límite. De no ser por la influencia de los poderes de su madre, de seguro ya habría huído presa del pánico. En lugar de eso, sonrió. La música del piano se volvió un poco más intensa y el rubio se dejó envolver por la melancolía de aquellas notas cargadas de emoción. Casi como si relatase su historia.

Fue entonces cuando le vio. El único rostro que reconocía y a quien menos esperaba ver allí. Tal fue la sorpresa, que por unos instantes no pudo quitarle la vista de encima.




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Mensaje por Frédéric d'Dreux-Griezman Sáb Ene 06, 2024 10:55 pm




Residencia Gwyddyon, París, Francia.
Diciembre, 1842.
21:00
10 °C




El tiempo había sido testigo del nacimiento y muerte de diferentes reinos, poblados y naciones enteras. Bien sea por las guerras o por la avaricia de sus gobernantes, pues no era menos cierto que la imprudencia de los líderes, muchas veces habían condenado el destino de miles o millones, en algunos casos. Desconocía el joven d’Dreux-Griezman cuál era el motivo en el presente caso, de hecho ni siquiera sabía de quiénes le hablaban cuando solicitaron sus servicios profesionales en la recepción de unos nobles cuyo reino había dejado de existir, pero de alguna manera u otra aún seguía siendo reconocido. La expresión de extrañeza del joven músico fue evidente para su representante, quién conociéndole, se adelantó a mencionarle que sería una buena oportunidad para seguir manteniendo aquella racha de buenas presentaciones y cobertura de la prensa. Por lo que no fue difícil para este último, convencer a su joven señor.

El día había llegado, y como era habitual, Frédéric había ensayado con esmero en su propia residencia, sin embargo, desconocía el lugar donde iría a presentarse hasta el último momento. Su representante se había encargado de todo y por ello su atención se había dedicado a ensayar lo suficiente para dar un espectáculo impecable, como ya era de costumbre en el borgoñés. Decidió reforzar un poco más lo practicado en los días pasados hasta que se acercaba el momento de dirigirse hacia el lugar del evento.

Dos horas más tarde, el frío invierno golpeaba las mejillas del dijonés, a medida que bajaba del carruaje que le transportaba hasta el lugar. Se arremolinaba una gran cantidad de personas en las afueras de la residencia, debido a la cantidad de personalidades que habían sido invitadas. Y los gritos de los ciudadanos que esperaban fuera, hicieron sonreír al muchacho. Se adentró entonces en compañía de su representante hasta el interior de la vivienda —de grandes dimensiones— a ensayados pasos, y no tardó demasiado en ser introducido por uno de los sirvientes de los dueños de la casa.

Damas y caballeros, con ustedes, Frédéric d’Dreux-Griezman ―y con ello, los aplausos se hicieron presentes dentro del salón de grandes dimensiones. Cuyo piano de cola negra, se encontraba sobre una tarima de altura pronunciada, en uno de los rincones del salón. Y al otro lado, otra tarima con algunos asientos que intuía, estarían reservados para los anfitriones. Con una sonrisa escueta, el muchacho asintió en silencio y tomó asiento en el banquillo frente al piano. No pasaron demasiados segundos, hasta que el silencio comenzó a hacerse presente, a medida que los habilidosos dedos del músico comenzaban a deslizarse a través de las teclas del instrumento musical. Se había escogido la pieza musical «Nocturne Op. 9 No. 2»[1] para dar inicio a la velada. Era una pieza hermosa que adoraba tocar en la intimidad de su hogar, por lo que hacerlo frente a tantas personas, generaba una serie de sensaciones en el joven músico, unas sensaciones un tanto complejas.

A mitad de la pieza, un hombre de cabello largo y recogido con una cola, entraba en compañía de una mujer de mayor edad, con rasgos faciales similares. Intuyó el muchacho que se trataban de familiares, no obstante, no prestó demasiada atención a ello. Su norte era brindar un espectáculo sin igual, y esperaba hacerlo en ese momento. Se sentía confiado debido a que conocía dicha pieza a exactitud. Pues había sido compuesta por uno de sus grandes maestros, uno que le apoyó bastante en sus inicios en la industria.

Segundos más tarde, y a medida que la pieza avanzaba, notó que la pareja que había entrado, se dirigió hacia la tarima al otro lado del salón, y mientras se acercaba cada vez más el final de la pieza, los dedos del muchacho tocaban más lentamente, hasta finalmente detenerse. Los aplausos, como no podrían ser de otra manera, volvieron a resonar en el salón. Frédéric se levantó con educación y llevó ambas manos a su pecho, mientras asentía levemente. Furtivamente, dirigió la mirada hacia la pareja, y alzó ligeramente su mano derecha en modo de saludo. No tenía idea de quiénes eran, aunque tampoco es que le importase demasiado.


1. Nocturne Op. 9 No. 2 es la pieza musical más famosa del pianista y compositor de música clásica, Frédéric Chopan. El principal maestro del dijonés.
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Mensaje por Sebastian Gwyddyon Mar Ene 16, 2024 11:46 am


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Antes de la ausencia, vino el silencio. Lo que inició como un blasfemo y apasionado romance oculto tras las puertas del Orfanato con el carismático médico y catedrático Jean d'Dreux-Griezman, acabó tan rápido como hubo comenzado. Primero dejó de recibir sus cartas, luego le fue imposible ubicarlo en el campus universitario. Sebastian no entendía el por qué de tan abrupta distancia y aunque lograba hacerse una idea, tenía miedo de insistir y enfrentarse a la dolorosa realidad. Evidentemente el francés se había alejado luego de descubrir quién era Éowyn en realidad: hijo de una noble austríaca caída en desgracia, el último descendiente Celta y pariente directo de la desdichada María Antonietta. Más que un príncipe, el rubio se sentía como un impostor.

Por un momento, se había ilusionado. Cayendo en la trampa de sus propias emociones y expectativas, pensó que esta vez había encontrado a la persona correcta con quien compartir su vida. Incluso se imaginó junto a Jean huyendo de Francia, dejando atrás los títulos nobiliarios, las venganzas familiares y los prejuicios de una sociedad demasiado conservadora que jamás vería con buenos ojos a una pareja del mismo género. Todo eso había perdido valor ahora. Su mas reciente intento de comunicación fue enviar una invitación privada a la Mansión d'Dreux-Griezman en cuanto supo de la realización de aquel evento, pero como ya era costumbre Jean tampoco contestó. Su última esperanza de verle aquella noche acababa de esfumarse al ver el rostro arrogante y satisfecho de su mellizo, quien además era el músico principal, invitado por Madame Gwyddyon.

Sebastian no supo cómo sentirse al respecto cuando le vio. No recordaba su nombre ni tampoco sabía mucho sobre él, más que los pequeños atisbos de recuerdos que pudo percibir del mismísimo Jean. Memorias en donde el mellizo mayor era un cruel y constante desagrado en la familia, humillando a Jean cada que tenía la oportunidad. ¿Y si le había hecho algo al menor y por eso ahora también se había ausentado? Con aquella idea en mente, el rubio lo fulminó con la mirada. Sus ojos se cruzaron brevemente mientras el músico saludaba, pero el apretón de Madame Gwyddyon y sus finas uñas clavándose en su mano le hicieron desviar la vista hacia el público y volver a sonreír.

Cálmate, Éowyn. No podemos mostrar debilidad frente a los franceses —murmuró la mujer en un volumen suficiente para que sólo su hijo la oyera.

Sebastian asintió en silencio mientras el salón se llenaba de vítores por la pieza musical recién terminada y aplaudió desganado. Nunca había sido muy buen actor, aunque aquella tarde realmente lo estaba intentando. La música se detuvo por unos momentos y el público guardó silencio cuando la pareja finalmente fue presentada con los totulos nobiliarios de la nación austriaca. La Dama Gwyddyon pronunció un comprometido y ferviente discurso, digno de una reina, agradeciendo el apoyo de los presentes e invitándolos a disfrutar del resto de la noche entre bailes, música y deliciosos festines. La grandilocuencia de la mujer era evidente e incuestionable. Tímidamente, Sebastian se preguntó si algún día podría alcanzar tal seguridad en sí mismo.

El baile dio inicio con una demostración de la pareja principal, pero en cuanto la pieza acabó Sebastian se escabulló a una esquina y se refugió en una copa de Champagne. Tenía que tener cuidado de no embriagarse ni hacer el ridículo ahora que todos los ojos estaban puestos en él. Sumido en sus pensamientos, su vista volvió a encontrarse con el mayor de los mellizos d'Dreux-Griezman, allí de pie junto a otros artistas disfrutando del intermedio. El rubio pensó en encararle, pero deshechó la idea al darse cuenta de que aquel no era el momento ni el lugar. Decidió entonces salir al balcón y distraerse con las impresionantes vistas de la ciudad, aprovechando la breve intimidad que el exterior ofrecía.




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Mensaje por Frédéric d'Dreux-Griezman Vie Feb 23, 2024 10:21 pm

Aquellas semanas anteriores habían sido particularmente maravillosas para la carrera del dijonés, quién luego de su gran altercado con Maxence Fauvel, el inmortal y dueño del teatro quién intentó dinamitar su labrada reputación, esta última había florecido nuevamente y más fuerte que nunca. Se llegó a preguntar muchas veces si aquello había sido positivo o negativo para su vida, no obstante, supo que para su carrera sí lo fue. Su vida privada, aunque perfecta a ojos ajenos, era mucho más caótica y desordenada de lo que cualquiera pudiera imaginar, pero ese era otro tema aparte y bastante extenso.

Ciertamente, Frédéric no estaba muy animado con la idea de asistir a esa velada. Eran desconocidos y a pesar de que la recepción contaba con rostros conocidos, no se sentía en ambiente ni mucho menos le apetecía socializar ese día. Pero ya estaba ahí y no tenía más opción que dibujar una sonrisa en su rostro y saludar a todos aquellos que se acercaban hasta su persona. Por ratos, el joven francés dirigía su mirada hacia Étienne, su representante. Tenían ya una seña discreta para solicitar que le sacase de situaciones que le desagradaban, y esa era una de ellas. No tardó demasiado el hombre en acercarse hasta su persona, excusarse con los presentes y llevarse al músico de allí.

Vaya, pero si no ha sido Jesucristo el único rey sin corona… ― Ironizó entre dientes, mientras caminaba al lado de su representante, a medida que escuchaba el discurso de la mujer que presidía la velada. Los comentarios llegaron hasta los oídos de su acompañante y este no pudo desorbitar ligeramente los ojos debido a las palabras de su joven señor. Se detuvieron entonces justo al lado de unos músicos, quiénes no perdieron oportunidad para intercambiar algunas breves palabras con el muchacho. De nuevo, la reunión siguió su cauce, un baile comenzó y varios de los presentes se movilizaron hacia el centro del salón.

Minutos más tarde, su representante le pidió saludar a los anfitriones de la velada, y aunque Frédéric no estaba muy convencido con la idea, aceptó a regañadientes con ello ―. Pagarás por esto, Étienne ― suspiró con desgano y negó con su cabeza, ya se encargaría de llamarle la atención en privado a este. No obstante, muy en el fondo, tenía razón. Sabía el francés que sería descortés de su parte no saludarles, aunque intentaba postergar aún más si cabía aquel encuentro. Siguió entonces al hombre en dirección hacia uno de los balcones de la edificación, al parecer conocería a uno de ellos muy pronto ―. Saludaremos primero al unigénito de Madame Gwyddyon. Recuerda que, aunque no tengan un reino, están manteniendo apoyo por parte de algunas personalidades ― mantenía en contexto de la situación, a su joven jefe. Este último arqueó una ceja y una sonrisa burlona se asomó en su refinado rostro ―. No puedo esperar para conocer a los plebeyos ― amplió aún más si cabía, aquella sonrisa en su rostro, luego de ironizar al respecto.

Pocos segundos después, Étienne tocó la puerta que daba acceso hacia aquel balcón, para llamar la atención del hombre que allí se encontraba ―. Buenas noches, Monsieur. Siento interrumpirle ― se disculpó este mientras dibujaba una sonrisa en su rostro, con cautela, caminó un poco más para acercarse hacia el solitario caballero. Este se caracterizaba por ser bastante amable y agradable, caso contrario a su joven señor ―. Queríamos agradecerles por la invitación a la velada, y así mismo, presentarles mutuamente ― dirigió entonces su mirada hacia Frédéric, quién aguardaba detrás de este.

El borgoñés dibujó una sonrisa ladina en su rostro mientras dio unos pasos más al frente, manteniéndose con actitud recatada en todo momento ―. Frédéric d’Dreux-Griezman. Un placer conocerle ― en realidad no le generaba ningún tipo de placer. ¿Pero acaso por algo no le habían pagado para hacer presencia en aquel lugar? El francés mantuvo aquella sonrisa en su rostro, y de manera discreta, detalló de pie a cabeza al extraño. Era la primera vez que le veía.
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Mensaje por Sebastian Gwyddyon Miér Mayo 01, 2024 4:55 pm


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No quería estar allí. La música fuerte y tanta gente le mareaba y aturdía su cabeza, como si la claustrofobia se cerniera como un manto sobre él impidiéndole ver, escuchar y sentir con claridad. La instancia le recordó vagamente a las noches de tertulias después de la Universidad allá en Milán, cuando en mitad de la fiesta también se escabullía al balcón en busca de un poco de paz y sobriedad. Hasta que llegaba Joseph a buscarle para seguir con el debate y la celebración.

El rubio suspiró ampliamente. Hacía mucho tiempo que no recordaba a Joseph con aquella nostalgia clásica del desamor. Aun le dolía su ausencia y su horrible decisión de quitarse la vida. Pensar en él y en Jean le hizo sentir aún más deprimido. De alguna forma parecía que toda la gente que amaba terminaba apartándose y alejándose de su vida, deshechándole como si fuese una servilleta usada. Si su madre, la Dama Lúthien, había regresado, era únicamente por conveniencia y ambos lo sabían.

Un pequeño golpe le alertó de que alguien se acercaba y se obligó a cambiar de expresión a una menos oscura y tétrica. Su sonrisa perdió parte del encanto al distinguir al músico principal junto a su criado, quien muy educadamente procedió a presentarles. Sebastian se quedó estático en su lugar, sin saber muy bien cómo proceder. Madame Gwyddyon le había prohibido el contacto físico con los plebeyos y todo aquel que pudiese alterar o distraer su Empatia, más fue un acto reflejo del rubio y su crianza humilde, el inclinar la cabeza y extender la mano.

El hombre mayor dio un respingo y rápidamente se hizo a un lado, para que fuese su señor quien correspondiera el informal saludo. Para Sebastian no pasó desapercibida la sorpresa del lacayo ni el desinterés de su joven señor.

Buenas noches y muchas gracias por asistir a la velada —mencionó de forma solemne, reprimiendo un escalofrío. No le gustaba el aura del músico ni su actitud altanera. Sin proponérselo, volvió a fulminarle con la mirada—. Su hermano me habló de usted y ciertamente no exageraba. Me sorprendió no verle esta noche, ¿se encuentra él bien? —Las palabras escaparon en una verborrea pasivo agresiva que no pudo controlar. Estaba molesto y herido, necesitaba respuestas.



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