Niamh Cumhaill

Sumergida en una constante introspección, una búsqueda de sí misma, una profunda amargura, una soledad irrefutable y un deseo de liberación desprovisto de voluntad, Niamh es un cúmulo de carencias. Es todo y al mismo tiempo es nada. Pasar desapercibida es su gran habilidad, llorar su principal pasatiempo, reír su incapacidad y amar su único temor. ¿Cuántas veces ha anhelado ser una joven común y corriente? Ninguna, simplemente, nunca quiso ser una más del montón, pero jamás ha querido llamar la atención. Entonces, ¿es contradictoria? Si, cada una de sus emociones es un círculo vicioso que se repite y lleva su cordura al borde del precipicio. Cae, si, cae constantemente, se ahoga, se asfixia, sufre, se desangra, pero emerge, resurge de las cenizas como el Fénix y…voila… Una nueva Niamh ha nacido.

Adorable, brillante, alegre y suspicaz, capaz de lograr lo que sea con un chasquido de su lengua, con una sonrisa enternecedora, con una mirada seductora. Comprensiva y tolerante, amante de la diversión, enamoradiza y sumamente sincera. Es un destello de felicidad, irradia un aura pura que contagia a todos aquellos que se acercan. ¿Pero ella se acerca a otros? No, no le agrada buscar afecto y se frustra cuando los demás se alejan. Pero no se deja abatir, si ella todo lo puede. Se recupera rápidamente de los golpes y enfrenta al mundo repleta de optimismo. Su principal virtud es ser extrovertida, jamás calla aquello que considera necesario, hasta puede tornarse insoportable con su cantaleta y cuando las palabras escasean, a las pocas que quedan se las lleva el viento y la boca de Niamh se cierra…una vez más…

Sus cuerdas vocales, acalambradas por el desuso, oxidadas por la saliva que las roza, no se mueven para nada. Los profundos silencios en los que se sumerge, atrofian su frágil cerebro a medida que el tiempo pasa y se acentúan. Las horas duran más, las noches son eternas y jamás amanece. El Sol no sale para un alma errante y castigada, crucificada en la pena y condenada al dolor. La inmensidad de la tristeza no tiene principio, y el único fin que puede dilucidar es la muerte, la ama y señora de la independencia, la única capaz de darle el libre albedrío, de llevarla a un oscuro paraíso terrenal: la tumba. Niamh puede morir muchas veces y luego resucitar y en ese momento es cuando otra mujer se apodera de ella.

Combativa, orgullosa, soberbia y objetiva. Fortalecida ante la vida que le ha dado pelea por todos los frentes, pero no se deja vencer. Ser una perdedora es lo que más odia en este mundo. Capaz de todo por conseguir sus deseos, pasa de ser una asesina serial a una seductora damisela en busca de un caballero que la proteja entre sus brazos. No confía ni en su propia sombra, abre el abanico de posibilidades y analiza cada una de ellas. Calculadora, cruel y valiente, habla lo justo y necesario, calla cuando hay que hacerlo, hace lo que le apetece, cuando le apetece, como le apetece. No oses decirle lo que debe hacer, porque te encontrarás con el mismo demonio. ¿Por qué ella lo es? No, porque Lucifer es su mejor amigo.

Nació un 14 de Febrero de 1778, o un 25 de Mayo de ese mismo año, o quizá un 27 de Septiembre de la misma década, o…tal vez, un 29 de Noviembre. No recuerda con exactitud su fecha de nacimiento, confunde los días…se pierde en el tiempo. Sus padres fueron un encantador matrimonio oriundo de Dublín, sitio que la vio nacer y crecer. Aengus Cumhaill y Erin McGuire se casaron muy jóvenes, ambos con catorce años, y de esa unión nacieron sus dos hijos, Niamh y Labhras, una niña y un niño que gracias la poca diferencia de edad, sólo veinticuatro meses, se volvieron mejores amigos y muy unidos.

Erin fue una poderosa bruja de la región este de la provincia irlandesa, que le heredó sus poderes a su primogénita. Aengus, descendiente de vikingos, por su parte, le transfirió el espíritu guerrero. Cuando sus retoños tenían seis y cuatro años, respectivamente, los Cumhaill fueron condenados a la hoguera con la acusación de hechicería. Los niños fueron salvados por su tío, Eoin McGuire, que logró sacarlos del calabozo y esconderlos a las afueras de la ciudad. Niamh, a pesar de su corta vida, comprendía la situación a la perfección, y los sueños que había tenido le habían mostrado lo que iba a acontecer. Se escapó de la humilde morada en la que permanecían ocultos y se dirigió a la plaza pública, donde presenció, encapuchada entre la multitud, que lanzaba objetos y profesaban injurias, cómo sus padres se consumían en la hoguera. Los gritos, las súplicas y las maldiciones de su madre, quedaron grabadas para siempre en su mente.

Tras un año de convivir con su familia materna, sufrió la desaparición de Labhras, que una noche, tras una golpiza que su tío le propició, huyó despavorido. Lo buscaron días enteros, pero no hubo indicios del niño. Se sospechaba que había muerto en las garras de un lobo, o de alguna criatura sobre natural, pero lo cierto es que la tierra se lo tragó. Niamh lloró semanas enteras, intentando que sus premoniciones le ayudaran a encontrarlo, pero era demasiado pequeña para tener control sobre ellas, y terminó por acostumbrarse a la ausencia. Su vida se agravó con el deceso de su tía, que representaba la figura materna que tanto anhelaba, pero, presa de una peste, dejó de luchar y se entregó a la eternidad.

Bajo los cuidados de Eoin y de sus primos, Finbar y Pádraic –ambos adolescentes- , se convirtió en una especie de esclava, que debía atender a los tres hombres durante toda la jornada. Limpiar, cocinar y fregar, eran sus actividades cotidianas. Con tan sólo ocho años, vivía como una adulta y estudiaba a escondidas durante los horarios nocturnos, donde una vecina trepaba al ático donde dormía y le enseñaba a leer. Ese era el único momento en el que era feliz, cuando el conocimiento le abría su mente y le brindaba el escape que tanto necesitaba. Sin embargo, una madrugada, las dos jóvenes fueron descubiertas por el mayor de los McGuire, que dio aviso a los otros dos, y tras golpear hasta asesinar a la solitaria maestra, violaron a Niamh, una y otra vez, la golpearon, le arrebataron su inocencia, su niñez. Desde ese día, los abusos se suscitaron en el tiempo.

Padeció las borracheras de los masculinos, la de sus amigos y conocidos, que la ultrajaban a tan temprana edad, en sus primeros años de adolescencia, y en su misma juventud. Niamh resistía, sufrió tres abortos de alguno de los tantos hombres que la deshonraron y maltrataron. Dejó de llorar, las lágrimas se secaron y perdió la sensibilidad. Se volvió un alma en pena, un simple despojo de humanidad, que era sometida a la lascivia de cuanto pervertido entraba a su hogar, si así podía llamarse al sitio en el que vivía…o moría. ¿Por qué no huía? Porque en momentos, disfrutaba del dolor, y además sus visiones le mostraban unos cálidos ojos verdes que la salvarían. Tenía miedo de que si ella se marchaba, esa mirada jamás apareciera, y que esa voz suave que le hablaba al oído mientras soñaba, se callara para siempre.

No tenía amigas, el rumor de sus poderes se había esparcido por la región y era sabido sobre los maltratos a los que era expuesta, pero nadie la ayudaba. La frase que se repetía entre los pobladores era un desgraciado “Lo merece, por bruja”. La hipócrita sociedad no era capaz de auxiliar a una indefensa muchacha de catorce años. El odio y el rencor se habían comenzado a gestar en su corazón, y ella sabía, que tarde o temprano, se vengaría, no sabía cómo ni cuándo, pero que su hora iba a llegar, era algo de lo que estaba segura. Ese pensamiento, ese deseo, era lo único que la mantenía en pie. Intentó suicidarse en cinco ocasiones, pero no la dejaron morir, disfrutaban de su frágil cuerpo y no la liberarían tan fácilmente.

Una mañana, mientras ordeñaba una vaca, la distrajo una voz que la saludaba. Quedó paralizada al voltear, cuando descubrió a un joven de no más de veinte años, que le pedía unas indicaciones. Los mismos ojos, el mismo tono, la misma frase. Hacía meses que no hablaba y la garganta le ardió cuando pronunció las primeras palabras. El chico se presentó como Diarmuid y se ofreció a ayudarla a llevar la leche al interior de la casa. Luego, siguió con su camino, gracias a las referencias que Niamh le había dado. Hacía mucho tiempo que no le agradecían, o que, simplemente, le sonreían con ternura. No pudo olvidarse de él en una semana.

Los días pasaron, y nunca más supo de la única persona que la había tratado como a un ser humano en muchos años. Una de las tantas veladas que terminaban en tragedia, encontró a Niamh muy alterada a causa de esas voces que escuchaba en su habitación, y como en sus primeras veces, gritó y luchó en vano para que no la ultrajaran. De pronto, mientras uno de los hombres abusaba de ella y los demás la bañaban en alcohol y reían a carcajadas, un disparo, seguido de un silencio invadieron la habitación. El cuerpo cayó sobre un costado y mientras se cubría con harapos, vio a Diarmuid bajo el marco de la puerta, con el ceño fruncido y un arma de fuego en cada mano. Tres de los presentes se abalanzaron hacia él, pero les dio muerte antes de que llegaran a tocarlo. Los demás, incluidos los dueños de casa, huyeron despavoridos.

El jovencito, a medida que la envolvía con su abrigo, le contó que se había enterado por el suplicio que pasaba. Le besó la frente y le prometió que nunca más alguien la haría sufrir. Por fin, el príncipe que tanto había esperado había llegado para salvarla. Tras partir hacia la humilde morada que Diarmuid poseía a dos kilómetros de allí, la adolescente sintió que todo el sufrimiento valía si podía permanecer junto a ese hombre. Pasaron los meses y pese al temor de que aparecieran sus primos y su tío para llevársela, eso nunca pasó. Pero Niamh estaba destinada a la infelicidad, a la desdicha, al suplicio, al calvario. Un año después, su amado apareció apuñalado junto a su cama, y la mueca de horror que reflejaba en su rostro se grabó a fuego. Fuera de sí, caminó durante toda la fría mañana hasta la residencia de sus familiares, los culpó por lo que había acontecido y haciendo uso de una fuerza de la que no se creía capaz, los asesinó a cada uno, lentamente.

Tras varios días de encontrarse perdida en la región, recordó los acontecimientos de los últimos días, y llegó a una sola conclusión: ella fue la homicida de Diarmuid. ¿Pero por qué no se acordaba? ¿Qué había pasado con su tío y sus primos? Su mente había comenzado a manifestar los primeros síntomas del mal que la aquejaría para siempre. Sus memorias se fragmentaron, ayudadas por la angustia, por el odio y por el sinfín de emociones a las que se aferró. Viajó a París, donde vivía la única amiga que recordaba tenía su madre, y allí empezó su vida de cero cada vez que los recuerdos se disipaban.