Lieselotte Molier

Corría el año 1769, en un pueblecito pacífico de Francia, Giverny, unos lloros acompañados de berridos hendían el aire. Ante la puerta de la iglesia, una cestita cubierta de sábanas blancas esperaba a que alguien decidiera cambiar el rumbo de su vida. Así es como comenzó la historia de Lieselotte.

Minutos más tarde, el padre Molier abrió la puerta, alarmado por tal algarabía, y cuál fue su sorpresa al descubrir que habían abandonado a una pobre niña de tan solo un par de meses en la puerta de su Iglesia. En cuanto el hombre miró a la niña a los ojos supo que no podía hacer otra cosa, así que cogió la cesta, la entró a la casa del Señor y decidió que la cuidaría como si fuera un mismo regalo del cielo.
Cabe destacar que el padre Molier, Damien de nombre, era un hombre de unos 30 años para entonces. Su vida anterior había sido humilde y feliz, a los 23 años de edad se casó con el amor de su vida, Charlotte, y dos años más tarde nació su preciosa hija, Liese. Pero a pesar de que siempre fueron una familia buena y devota, una noche ocurrió algo. Nadie sabe exactamente que pasó, pero los cadáveres de Charlotte y Liese fueron encontrados en el bosque, desangrados. El señor Molier nunca quiso volver a hablar de ello en público, vistió los hábitos y al poco tiempo ya estaba al mando de la iglesia del pueblo.

Y aquel mismo hombre que antaño había perdido a toda su familia en una sola noche, volvió a tener otra con la misma rapidez. De la esposa y la hija muerta, Lieselotte heredó el nombre, o más bien una combinación de los dos, y del hombre que la recogió de las garras de la noche, el apellido. Molier.

La niña creció fuerte y saludable, viviendo en la casa del señor y aprendiendo y sirviendo como ayudante de iglesia. A los seis años, cuando ya tuvo suficiente uso de razón, descubrió que su padre no era el típico monje que mantenía a ralla a los demonios con las palabras y las oraciones, si no que predicaba la palabra de Dios y protegía a sus hijos de una manera más directa; exterminando a los hijos de Satán. Para Lieselotte fue chocante comprender esa faceta de su padre, pues siempre lo había visto como el sacerdote de ojos cansados y tristes que daba la misa y que ayudaba a los pueblerinos. No como al hombre fuerte y poderoso que se cargaba de armas para aniquilar a toda clase de criaturas que mucha gente ni creían que existían.

A pesar de todo ello, la chica nunca dejó de confiar en su padre y rápidamente le pidió poder ser como él y cazar “a los malos”. Claro que la pobre niña sólo tenía seis años y se limitaba a hacer todo lo que veía, pero aquél pensamiento persistió en ella años más tarde. Finalmente, agotado de la persistencia y perseverancia de la muchacha, el padre Molier cedió en la enseñanza y la introducción de la niña de las criaturas del diablo y en su caza.

Lieselotte pasó años absorbiendo libros sobre el tema y practicando con todo tipo de armas, espadas, puñales, pistolas, pelea cuerpo a cuerpo e incluso látigos, estos últimos cautivaron a la chica en sobremanera. Tras toda esta educación que duró años, el padre Damien decidió que, a la edad de 15 años, Lieselotte ya era capaz de ir de caza, aunque nunca sola, por supuesto.

Fue en ese entonces cuando Lieselotte experimentó el miedo por primera vez. También experimentó la adrenalina y el nerviosismo de cuando estas persiguiendo a un enemigo poderoso que puede acabar con tu vida con gran facilidad. Y por supuesto también experimentó la sensación de terminar con la vida de una criatura infernal.

Pero a pesar de que las partidas de caza con su padre eran bastante estimulantes, Lieselotte sabía que no eran demasiado peligrosas. Sabía que su padre solo al llevaba a aquellas cazas que implicaban monstruos débiles, que ya estaban heridos o que realmente no representaban peligro. Por lo que un día decidió que ella ya estaba preparada para ir sola a cazar, o eso es lo que pensaba la inexperta mente de una chica de dieciséis años.

La verdad es que no fue del todo mal. De acuerdo, la presa se le escapó y, de hecho, no pudo identificar tan siquiera de quien se trataba, por lo que toda la cacería había sido en balde. Pero estaba viva ¿no? Eso significaba que ella era mucho más poderosa de lo que su padre creía. Se había enfrentado sola a un monstruo y no había muerto, ni siquiera estaba herida. Pero las cosas no son tan sencillas ni tan claras como las puede ver una mente adolescente, y las consecuencias a aquellos actos tan temerarios llegaron con el tiempo.

Aquél día era festivo en su pueblo. La gente salía a la calle y los mercados ambulantes ofrecían toda clase de exquisitas comidas y exóticos animales. Carísimos vestidos y antiquísimos objetos. El padre de Lieselotte, la dejó salir a la calle a disfrutar del día, pues en sus largas jornadas trabajando en la casa del señor no tenía demasiado tiempo para hacerlo. La chica, al llegar al mercado, empezó a pasear por las calles y las tiendas, pero una le llamo la atención.

Era un lugar misterioso, una carpa de color verde oscuro llena de un humo de aroma dulzón. Había miles de objetos extraños que llamaron la atención de la joven, y mientras ésta se deleitaba observando las rarezas, una voz la llamó a su espalda.


- ¿Te gusta lo que ves, muchacha?- había dicho una voz extraña, rasposa, que provenía de debajo de una capa. No había podido adivinar si se trataba de un hombre o una mujer, ni de qué aspecto tenía, pero parecía ser el encargado de la carpa.


Tras asentir, aquella persona misteriosa la condujo a lo que sería la parte trasera de la carpa y le tendió un vaso lleno de un líquido violeta. La chica se mostró un poco recelosa al principio, pero la misteriosa figura la tranquilizó, diciéndole que tan solo era vino del otro lado del mar, una delicia para el paladar. La chica, tentada, dio un sorbo y pronto empezó a ver borroso. Su último recuerdo antes de caer al suelo fue una gélida sonrisa de dientes blancos.


Días más tarde Lieselotte despertó entre sudores. Se hallaba en su cama, la de la iglesia, y su padre se hallaba al lado, recitando salmos y oraciones a Dios. Al verla abrir los ojos se abalanzó sobre ella y la abrazó. Cuando los días pasaron y Lieselotte mejoró, le contaron lo que había sucedido. Había sido envenenada.

Alguien había tratado de matarla con un brebaje, seguramente compuesto por alguna clase de brujo experto en estas cosas. De algún modo, alguien la había reconocido como la cazadora que era y había tratado de aniquilarla. Por suerte, su padre contaba con múltiples pociones curativas y gracias a eso y a la ayuda de otros monjes de la iglesia, la chica pudo sobrevivir. Pero quedarían secuelas que la marcarían de por vida.

A partir de entonces, cualquier cosa que dañara físicamente a Lieselotte, ya fuese un cuchillo o una hoja de papel, dejaría una marca en el cuerpo de la chiquilla, pues no volvería a cicatrizar bien nunca más. Pero aquello no era lo peor, con diferencia, la peor secuela que le había quedado de aquello era que nunca más volvería a crecer. Y si lo hacía, sería a un ritmo rematadamente lento. Eso significaba que a los 30 años prácticamente no habría cambiado, y que, si llegaba a vivir lo suficiente como para morir de vieja, lo haría con un físico de no más de 30 años.

A pesar de todo, Lieselotte no se amilanó y decidió seguir en su oficio de cazadora, a la par que ayudando en la iglesia, como siempre. Además ahora tenía un motivo para cazar y seguir adelante, necesitaba saber quién le había hecho aquello. Y se lo haría pagar.

Pasaron los años y la chica se hizo cada vez más diestra en el arte de cazar vampiros, hombres lobo, brujos y cambiaformas, y cuando llegó a los 30 años le llegó una carta del Vaticano. Los sacerdotes la reconocían como la cazadora que era, la pupila de Damien Molier, y le encomendaron una nueva misión. Su pueblo era un lugar muy pequeño, nunca superó las 500 personas, y no hacía falta que hubiera más de un cazador en las inmediaciones, pues los ataques allí eran más bien raros. En cambio, en las grandes urbes como París, sí que se necesitaban cazadores, por lo que su misión encomendada fue viajar hasta la capital de Francia y desde allí hacer frente a las criaturas del diablo y llevar por buen camino a las personas de París.

Y así es como Lieselotte Molier, cargada con sus armas y una carreta de libros, dirigió sus pasos hacía París, decidida a hacer de aquella ciudad, un lugar mejor.