El arte de la vida es el arte de evitar las penas [Mihail]

Mis pies avanzaban sin rumbo fijo, mientras mi mirada se deleitaba con los colores vívidos e intensos del día. El sol refulgía sobre mi cabeza y, por algún extraño motivo, me sentía feliz. Liberarse de las ataduras, aquel pequeño acto de rebeldía conseguía revivir, aunque solo fuese temporalmente, mi antiguo espíritu. No podía evitar aquello, o sino mi cordura correría un gran peligro. Inspiré profundamente, llenando mis pulmones de aquel aire puro, embriagador, impregnado de los aromas que me ofrecía el lugar. Una floristería próxima me obsequió con el perfume de las rosas, de los jazmines y lirios, lo cual ensanchó la sonrisa en mis labios. No pude resistir el impulso de comprar una de aquellas bellezas, aproximarla a mi rostro y tomarme mi tiempo en memorizar aquella fragancia. La rosa, de un intenso color carmín, parecía brillar bajo los rayos de luz, ¿o quizá era mi creciente optimismo el que me la mostraba resplandeciente? Me daba lo mismo, tan solo quería disfrutar de aquella sensación.
Mis pasos me llevaron, finalmente, a la gran y bella plaza Tertre. Los grandes y frondosos árboles proyectaban largas sombras por el concurrido camino, resguardando a los viandantes del caluroso día bajo el frescor que aportaban. A lo largo de la calle, numerosos pintores exponían sus obras o mataban las horas retratando alguna imagen presente en el entorno. Me detuve para poder observar a uno de esos maestros del pincel, que en aquellos instantes capturaba con gran maestría la imagen de una criatura que jugaba despreocupadamente entre un corro de niños. La imagen destilaba vitalidad, energía, inocencia, y aquellas características eran representadas sin dificultad alguna sobre el lienzo. La gama cromática era intensa, variada, las pinceladas precisas, pero sueltas y naturales. Conseguía aportar la difuminación adecuada a cada rasgo, a cada zona específica, para resaltar una extraña e indescriptible magia en ella, una magia que no era visible, pero que desde luego, tras reparar en la obra, se palpaba en el ambiente. Sin darme siquiera cuenta de ello, me había quedado anonadada mirando la pintura. Su creador, un gentil anciano, volvió la mirada hacia mí, con sus ojillos grises, soñadores, su rostro iluminado con una dulce sonrisa. Traté de devolverle el gesto, cohibida y avergonzada por mi total descaro. Con las mejillas sonrosadas, me despedí con una leve inclinación, para continuar mi camino por la hermosa plaza de la ciudad. No obstante, por muy ansiosa que me encontrase ante la idea de aquellos minutos de paz, no significaba que mi cuerpo fuese inmune al cansancio. Me detuve para descansar en uno de los bancos de madera, cómodos y concienzudamente trabajados. Acaricié la superficie entablada, algo áspera pero fresca bajo mi contacto. El canturrear de los pájaros acarició mis oídos de un modo suave y delicioso. Aquella tranquilidad y armonía parecía irreal, era sorprendentemente sencillo abandonarse en ella, descansar...
Entonces, unos fuertes ladridos, me hicieron dar un bote sobre mi asiento. Mi corazón todavía latía de manera desacompasada cuando reparé en la presencia del animal. Un juguetón perro me observaba curioso, con la cabeza ladeada y balanceando el rabo de un lado a otro, hiperactivo. Mi exagerada respuesta me hizo sentir como una idiota y me descubrí riendo mientras alargaba las manos para acariciar al hermoso animal. Su pelaje era sumamente suave, parecía cómodo con mis gestos de cariño, puesto que apoyaba la cabeza contra la palma de mi mano. Le sonreí, inclinándome hacia él para rascarle tras las orejas.
- Hola, preciosidad, ¿qué haces aquí solo? - le hablé, como si sus vivaces ojos pudiesen transmitirme una respuesta. No obstante, él sí pareció escucharme de algún modo, puesto que giró la cabeza hacia atrás, indicándome un lugar en concreto. En él, un joven muchacho avanzaba con lentitud, estudiando el terreno. Unas oscuras gafas de sol cubrían sus ojos y no tardé en percatarme que aquel animal no sólo cumplía la función de mascota para él. - Así que usted es su dueño. - Hablé, depositando una última caricia sobre el lomo de mi peludo acompañante. - Tiene usted mucha suerte, es un perro precioso. Disculpe que lo haya acaparado unos instantes, no he podido evitarlo.

El animal se mantuvo entre ambos, observando alternativamente nuestros rostros, supuse que aguardando algún tipo de orden. Sonreí, volviendo a inclinarme hacia él para hundir mi mano en su suave pelaje. A nuestro alrededor, los pájaros continuaban con su incesante canturreo, igual que los rayos de sol seguían con el trazado irregular de sus dibujos difusos a medida que se abrían paso entre el ramaje espeso de los árboles.
- En absoluto, una criatura tan adorable jamás podría molestarme. Al contrario, adoro los perros. - respondí sonriente. Era cierto, siempre había tenido una debilidad con ellas desde que me alcanzaba la memoria. Para mi desgracia, sin embargo, jamás pude tener algún tipo de mascota, puesto que mi madre se volvía loca, en el sentido más literal de la palabra, si tenía algún animal cerca. Por eso cuando podía gozar de la compañía de éstos, mis instintos más infantiles salían a flote, tratando de deshacerme de aquella espinita que tenía clavada tras tantos años.
El muchacho continuaba frente a mí, pude vislumbrar cierta incomodidad en su semblante. Quizá no supiese cómo actuar o, quizá, me percaté, tuviese otros planes que pararse a charlar con una completa desconocida. Al fin y al cabo, el día lucía precioso y no había nada mejor que un apacible paseo por lugares como aquel, donde la naturaleza parecía brillar con todo su esplendor. Así pues, me dispuse a hablar para, al menos, aliviar aquella tensión que comenzaba a formarse.
- Oh, todavía no me he presentado. - me incorporé, para poder acercarme a él y estrechar su mano, gesto que, por su expresión, desde luego no se esperaba. De todos modos, no retiró su mano y pude reparar en el tacto cálido de su piel. - Me llamo Lyssandra. Espero no haber interrumpido su paseo.