AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Chanelle Ducroix
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Chanelle Ducroix
Chanelle Ducroix
- Edad Real:
481 años
- Edad que aparenta:
27 años
- Especie:
Vampiro
- Tipo y Nivel Social:
Clase Alta
- Lugar de Origen:
Le Mans, Francia.
- Fecha de Nacimiento:
10 de Noviembre de 1319
- Fecha de Muerte:
8 de Abril de 1343
- Habilidad/Poder:
Manipulación de la memoria
Sentidos aumentados
Telepatía
Descripción Física
Descripción Psicológica
- Edad Real:
481 años
- Edad que aparenta:
27 años
- Especie:
Vampiro
- Tipo y Nivel Social:
Clase Alta
- Lugar de Origen:
Le Mans, Francia.
- Fecha de Nacimiento:
10 de Noviembre de 1319
- Fecha de Muerte:
8 de Abril de 1343
- Habilidad/Poder:
Manipulación de la memoria
Sentidos aumentados
Telepatía
Descripción Física
- Spoiler:
Descripción Psicológica
El péndulo sobre el que oscila su compleja psiquis, varía entre la demencia y la angustia constante. Nostálgica y depresiva, si hay que hablar de Chanelle en la actualidad, podemos decir que su esplendorosa belleza contrasta con sus apagados sentimientos. No quedan vestigios de su humanidad alegre y divertida, se convirtió en un ser arraigado a su pasado, de carácter irascible, que a pesar de eso, controla sus impulsos, venciéndolos en la mayoría de los casos…cuando esa situación no se concreta, nada bueno puede surgir.
Solitaria, poco sociable y carente de carisma. Es una rara mezcla de negatividad, con exhuberancia, lujuria, excesos y vicios de todas las clases. La morbosidad es una de sus características más destacadas, disfruta de observar como otros vampiros se alimentan, y como los masculinos mantienen relaciones sexuales, además de su predilección por el sadomasoquismo.
Es dominante y su sola presencia impone respeto y prudencia. A pesar de su aprensión por llamar la atención, es inevitable que despierte emociones extremistas en quienes la rodean, amor u odio, no hay matices de tonalidades intermedias.
Cínica, irónica, descreída y amoral. Sólo se es fiel a si misma y no duda en destrozar a quien se oponga a sus deseos. Consigue todo aquello que ambiciona, sin embargo, su resentimiento crece cuando frente a ella aparece imposible lo único que anhela…volver el tiempo atrás.
Vengativa y de voluntad férrea. Hace y deshace a su gusto. ¿Omnipotente? Quizá…Chanelle es una caja de Pandora, que siempre tiene un as bajo la manga, que la convierte en un ser impredecible y calculador.
Solitaria, poco sociable y carente de carisma. Es una rara mezcla de negatividad, con exhuberancia, lujuria, excesos y vicios de todas las clases. La morbosidad es una de sus características más destacadas, disfruta de observar como otros vampiros se alimentan, y como los masculinos mantienen relaciones sexuales, además de su predilección por el sadomasoquismo.
Es dominante y su sola presencia impone respeto y prudencia. A pesar de su aprensión por llamar la atención, es inevitable que despierte emociones extremistas en quienes la rodean, amor u odio, no hay matices de tonalidades intermedias.
Cínica, irónica, descreída y amoral. Sólo se es fiel a si misma y no duda en destrozar a quien se oponga a sus deseos. Consigue todo aquello que ambiciona, sin embargo, su resentimiento crece cuando frente a ella aparece imposible lo único que anhela…volver el tiempo atrás.
Vengativa y de voluntad férrea. Hace y deshace a su gusto. ¿Omnipotente? Quizá…Chanelle es una caja de Pandora, que siempre tiene un as bajo la manga, que la convierte en un ser impredecible y calculador.
Historia
La tierra temblaba azotada por una tormenta, aquella madrugada del 10 de Noviembre de 1319. Las matronas entraban y salían con toallas y recipientes, desgastando la puerta de esa habitación de la Mansión, que detrás de si, aguardaba la llegada del primogénito de los Fournier, una familia de la alta alcurnia de Le Mans, Francia. La comitiva enviada en busca del doctor, quedó varada junto con el profesional, por las grandes acumulaciones de barro, que impedían que los transportes siguieran su paso.
Asistida por empleados, lo que disgustó a Gerard, Prudence dio a luz a su hijo…en realidad, hija, que como marca de lo que sería su destino futuro, su llanto se opacó por un rayo que surcó el cielo, rasgando el suelo y provocando un incendio lejano a la propiedad, donde el despertar de una nueva vida, opacaba cualquier suceso exterior.
El pater familia, decepcionado de que su esposa le diese una niña, en lugar de varón, optó por el rechazo a ambas, convirtiéndose en un ser oscuro y resentido, que maltrató a su mujer e ignoró a su sucesora, que jamás se sintió afectada por el recelo de su padre, todo lo contrario, se hizo una niña fuerte, alegre, risueña y educada, que aprendió a no mendigar cariño a nada ni a nadie.
La dulce Isabel era quien llamaba la atención en todas las fiestas, con sus vestidos elegantes y llenos de puntillas, su sonrisa pícara y sus ojos cristalinos. Dotada de gracia y belleza, desde temprana edad, sus padres recibieron pedidos por su mano, pero Prudence se oponía a esa idea y Gerard no la tenía en cuenta.
El alcohol, las prostitutas y el juego, lograron que Don Fournier desapareciera de su hogar por tres años, y cuando regresó, trajo junto a él, a un noble inglés de cuarenta años, que desposaría a Isabel, de tan sólo trece, un gran negocio, contando que el dinero familiar se había visto notablemente reducido en su ausencia. No escuchó los ruegos de su señora, que se horrorizaba de imaginar a su princesa en manos de ese hombre con cara de sátiro y barriga ancha de ingerir licores, whiskys, y demás bebidas.
Isabel poco entendía de lo que realmente acontecía a su alrededor, jamás se había visto interesada por el matrimonio, y mucho menos estaba informada sobre lo que eso significaba, gran susto se había llevado cuando la menstruación le llegó por primera vez, y su madre, poco le explicó sobre lo que aquello significaba.
Entre llantos, murmullos y reclamos, la boda aconteció al poco tiempo de oficializarse el compromiso. El disgusto de la joven por tener que irse de su casa a convivir con otro hombre que la miraba con incómoda lasciva, la llevó a rebelarse en su fiesta, donde mantuvo una acalorada discusión con su padre, en el despacho de éste, y que sumergió a Gerard en una furia incontrolable, que lo llevó a maltratar a Isabel, a decirle todo lo infeliz que era por tenerla como hija, del profundo resentimiento que ella le había generado desde que llegó al mundo, de lo insoportable que se le hacía su presencia, su rostro, su perfume, su esencia impregnada en toda la casa, y de lo satisfecho que se sentía de poder deshacerse de ella de una buena vez. Enajenada, ella sólo atinó a defenderse del zamarreo que el hombre le propiciaba, y lo abofeteó al derecho y al revés, liberándose por fin de las garras de su despiadado progenitor, y huyendo de la habitación, desde la cual se había oído todo el alboroto.
El escándalo público se convirtió en la comidilla de la ciudad de Le Mans durante años, sin embargo, esa no fue la única tragedia por la cual pasó Isabel esa noche. En medio de una crisis de nervios, y atosigada por la nueva vivienda, Maximus Popham reclamó los derechos que el matrimonio le otorgaba sobre el virginal cuerpo de su joven esposa, de quien no escuchó las preguntas, y la despojó de sus ropas con brutalidad, arrancándole su inocencia de una sola embestida dolorosa, que le arrancó lágrimas, gritos y mordiscos, que sólo excitaron más al bárbaro de Popham, que la hizo suya una y otra vez, sin reparar en la fragilidad de Isabel.
Los días siguientes, donde las violaciones sin distinción de horarios, convirtieron a la muchacha en un alma en pena, que no se alimentaba y sólo bebía, despertando la furia de Maximus, quien cansado de los caprichos de su mujercita, decidió viajar al cabo de diez días de convivencia.
La primera visita del matrimonio Fournier, se llevó a cabo luego de la partida del inglés, acontecimiento que despertó sospechas en el padre, quien tras indagar en Isabel, consiguió que ella le mintiera, diciéndole que su marido la había abandonado y que nada de dinero le había dejado. El hombre, arrastrado por enojo y frustración, se vio acabado, con una hija desposada sin esposo, sin dinero y que ningún señor de buen pasar económico querría a una muchacha “usada”. Esa noche, tras escribir una carta que le envió a Isabel, culpándola de todos sus males, se quitó la vida asfixiándose con una cuerda atada a su cuello, única testigo del arrepentimiento irreversible que a continuación se convirtió en una masa inerte de piel y huesos.
La culpa que envolvió a Isabel que sola en una gran Mansión, sintió la necesidad de tener a su marido junto a ella. Por más que el trato que él le otorgaba fuese malo, le hacía sentir que Maximus reclamaba su cariño, y que entre tantos abusos, él le rogaba que lo aceptase, que la haría sentir mujer si ella tan sólo se lo permitiese.
Un mes tardó el inglés en regresar, y en su vuelta, se encontró con grandes cambios. Isabel, embarazada, le había dado un toque femenino a la lúgubre fachada del hogar, y a pesar de que lo recibió fría y distante, en su mirada dejó de notar el resentimiento que había visto la última vez.
La llegada del primogénito obró de manera mágica. Alexander terminó por unir al matrimonio, y consiguió que Isabel dejase de despreciar a su esposo, y comenzara a sentirle cierto aprecio. Con el correr del tiempo, se había entregado a las enseñanzas amatorias del experimentado cuarentón, que para complacerla, había adelgazado y dejado la bebida. Sin contar, que tres años después, llegó su segundo hijo, Elliot, y a los dos años, la pequeña Margarette.
Isabel creía que la vida le había resarcido por todo el daño que el rechazo de su padre, el primer tiempo de matrimonio y el suicidio de Fournier le habían provocado, se sentía dichosa, sus hijos maravillosos, un esposo excepcional, lujos y una madre que a pesar de su depresión, la acompañaba y ayudaba en la crianza, sin embargo, ese mundo de cristal se quebró cuando descubrió a la amante de Maximus, una mujer de clase inferior, que se presentó frente a ella para contarle sobre los gustos pervertidos de su marido. Muy dueña de si, ella la invitó cordialmente a retirarse, y se calló sobre ese acontecimiento.
Pero la suerte estaba de su lado –o al menos eso creía-, cuando a los pocos días, en una gran fiesta, conoció a Baptiste Grosvenor, un muchacho que en apariencia no pasaba los veinticinco años, y que la arrebató de los brazos de su esposo para un vals. Tenía fama de conquistador, no obstante, Maximus tenía fe ciega en su esposa, la creía lo bastante tonta para no caer en sus redes, por lo que no se quejó sobre ese hecho. Isabel era ingenua, si, pero una mujer llevada por el despecho puede convertirse en la peor enemiga. Aceptó coqueta todas y cada una de las galanterías que surgían de la boca de su compañero, quien mostraba una sonrisa blanca y brillante, unos profundos y cautivantes ojos negros y una espesa y corta cabellera rubia, que a Isabel, se le antojó tener entre sus manos, mientras ese hombre la tomaba con desesperación. Él le comentó que la visitaría, y rápidamente, la muchacha le mencionó que su esposo saldría de viaje en dos días, que su compañía se le haría muy grata. El juego había comenzado y Baptiste, encantado desde que la vio por primera vez, estaba dispuesto a jugar.
Ansiosa, esperó esas cuarenta y ocho horas, donde organizó paseos para sus hijos, y trabajos alejados para los empleados. Así fue como Grosvenor, pasado el horario de la siesta, arribó a la residencia Popham, donde Isabel lo recibió en una actitud seductora y de completa entrega. Conversaron, y las adulaciones del francés, mantuvieron las mejillas de Isabel en un constante enrojecimiento, que sólo provocó que el deseo que ella despertaba en él, lo obligara a tomarla de la cintura y acercarla, en ese sillón que reducía las distancias. Pudo sentir su delicioso aliento, le acarició los labios y luego la besó, recibió respuesta inmediata, y se hicieron presos de una pasión que se vio momentáneamente saciada en la misma cama donde el dueño de casa conciliaba el sueño todas las noches.
Si alguna vez creyó que Maximus le había hecho conocer el placer, descubrió, en brazos de su amante, el mismo elixir de la vida, un desborde de sensaciones que se sentía incapaz de sentir. Ese hombre la enloquecía, la desestabilizaba y ella gozaba del frenesí que afloraba cada vez que se amaban desenfrenadamente.
Durante tres años mantuvieron esa relación clandestina bajo siete llaves, no levantaban sospechas y pasaban desapercibidos para todos. En la Mansión Grosvenor, nadie tenía conocimiento sobre la identidad de la dama encapuchada que mantenía al jefe en vilo, nadie se atrevía tampoco a averiguarlo. Sabían que la condescendencia de él tenía sus límites, y que no admitiría una traición o desparpajo de aquel tipo.
Una noche de intenso calor, y tras haberse saciado uno del otro, en el amplio lecho del francés, Baptiste se sinceró con Isabel, y le contó su secreto mejor guardado: él era un vampiro, un pura sangre, que deseaba su líquido rojizo desde el instante en que su mirada se topó con su figura, en aquella fiesta. Incrédula, la joven soltó una sutil carcajada, que se ahogó cuando su placentero pecado la tomó del cabello suavemente y la levantó, dejando que su espalda se apoyara en su cuello. Una mueca de terror se pintó en los labios de la joven, que empalideció cuando, por el rabillo del ojo izquierdo, vio los colmillos que, esplendorosos, se acercaban al sector por el cual las venas de su cuello latían a causa del temor. Tragó saliva con dificultad y antes de terminar de soltar el aire que había acumulado, angustiada, recibió el impacto de los blancuzcos, que se clavaron con fervor y traspasaron su delicada piel. Las lágrimas brotaron sin permiso y sólo sintió cómo la vida se le iba acabando en esa succión espantosa. De pronto, todo se oscureció, y en de un instante a otro, regresó a la realidad, con la garganta seca, la boca pastosa, y un extraño deseo de…¿matar? Se levantó intempestiva, y notó que Baptiste se relamía los labios y le sonreía, desesperada, le preguntó qué le había hecho, y él se limitó a contestar que la había convertido en su eterna esclava y que le debía fidelidad por el resto de su existencia. Desconfiada y en un ataque de ira, se vistió, sin cuidar que los trabajadores la reconocieran y se miraran sorprendidos.
Llegó a su hogar antes de que la cena estuviese lista, se dirigió directamente al cuarto, seguida por Popham, que pedía explicaciones sobre su paradero y sobre su aspecto de “prostituta”. Isabel sintió que se ahogaba, y su sed se acrecentaba a medida que su vista se fijaba cada vez más en la nuez de Adán de su marido, que subía y bajaba con cada reclamo. Fuera de si, se abalanzó sobre él y sorbió, por primera vez, sangre, sintiéndose odiosamente satisfecha cuando secó por completo el cuerpo irreconocible de Maximus. Necesitaba más, un instinto perturbador se había despertado y cuando levantó su vista, descubrió los tres pares de ojos con la miraban atemorizados. Se limpió la sangre que corría por la comisura de sus labios y cerró la puerta cuando los niños habían cruzado el umbral. El resto fue una tragedia, exprimió cada gota de vitalidad de los inocentes, y disfrutó de sus gritos de ruego y de sus llantos desesperado. Ni los empujones, ni rasguños, ni golpes surtieron efecto, sólo reaccionó cuando el último vestigio de la vida de Margarette se esfumó entre sus manos.
Contempló la masacre en total silencio, mientras las voces de sus hijos y de su marido, se agolpaban en su mente, trayéndole el recuerdo de lo que había acontecido minutos atrás, mostrándole en lo que se había transformado. Un monstruo, eso era. Cayó de rodillas al suelo y apoyó en sus piernas las cabecitas de sus niños, delineó sus rostros, que mostraban señales de la atrocidad cometida y lloró sin cesar, hasta que los empleados, asustados, entraron de manera sigilosa y se horrorizaron con lo que se presentaba frente a ellos. Uno quiso acercarse, pero Isabel mostró sus colmillos, lo que hizo huir despavorida a la pequeña comitiva.
Se puso de pie con dificultad y juntó sus pertenencias, no muchas, y dejó atrás los cuerpos endurecidos y vacíos. Se encaminó al despacho de su esposo, y tomó todo aquello de valor, además de dinero y demás reliquias. Y en trance, se dirigió donde Baptiste la esperaba, ansioso de recibir en sus brazos a su nueva creación.
Al llegar, acomodó sus cosas en un rincón y lo contempló con una expresión indescifrable, que sólo se quebró cuando las lágrimas invadieron sus mejillas. Él quiso acercarse, pero la mirada de Isabel le erizó la piel. Ella le hizo mención sobre lo sucedido en su casa, y el se sonrió de lado, orgulloso de esa mujer, sin embargo, ella tomó eso como una burla, y descubrió que era lo que él buscaba, alejarla de todo y todos, que fuera parte de su propiedad, y era algo que no aceptaría. Había cometido el peor de los crímenes, sólo porque aquel nefasto ser se había encaprichado, y sin pensarlo dos veces, lo asesinó, cortándole la cabeza con una espada que había colgada en la pared a modo de adorno. Acto seguido, bebió toda su sangre, despojándolo de todo el flujo que corría por sus venas. Esa acción, sólo consiguió que ella se transformara en una vampiresa pura sangre.
Con los años, llevando consigo la fortuna robada de su hogar y de la mansión de Grosvenor, llegó a París, donde, sabía, Baptiste tenía una amplia residencia. Se instaló allí, sin levantar sospechas sobre su verdadera identidad, y optó por un nuevo nombre, Chanelle Ducroix, una solitaria viuda que sólo salía por las noches y que durante el día, no se registraban señales de vida dentro de la casona.
Asistida por empleados, lo que disgustó a Gerard, Prudence dio a luz a su hijo…en realidad, hija, que como marca de lo que sería su destino futuro, su llanto se opacó por un rayo que surcó el cielo, rasgando el suelo y provocando un incendio lejano a la propiedad, donde el despertar de una nueva vida, opacaba cualquier suceso exterior.
El pater familia, decepcionado de que su esposa le diese una niña, en lugar de varón, optó por el rechazo a ambas, convirtiéndose en un ser oscuro y resentido, que maltrató a su mujer e ignoró a su sucesora, que jamás se sintió afectada por el recelo de su padre, todo lo contrario, se hizo una niña fuerte, alegre, risueña y educada, que aprendió a no mendigar cariño a nada ni a nadie.
La dulce Isabel era quien llamaba la atención en todas las fiestas, con sus vestidos elegantes y llenos de puntillas, su sonrisa pícara y sus ojos cristalinos. Dotada de gracia y belleza, desde temprana edad, sus padres recibieron pedidos por su mano, pero Prudence se oponía a esa idea y Gerard no la tenía en cuenta.
El alcohol, las prostitutas y el juego, lograron que Don Fournier desapareciera de su hogar por tres años, y cuando regresó, trajo junto a él, a un noble inglés de cuarenta años, que desposaría a Isabel, de tan sólo trece, un gran negocio, contando que el dinero familiar se había visto notablemente reducido en su ausencia. No escuchó los ruegos de su señora, que se horrorizaba de imaginar a su princesa en manos de ese hombre con cara de sátiro y barriga ancha de ingerir licores, whiskys, y demás bebidas.
Isabel poco entendía de lo que realmente acontecía a su alrededor, jamás se había visto interesada por el matrimonio, y mucho menos estaba informada sobre lo que eso significaba, gran susto se había llevado cuando la menstruación le llegó por primera vez, y su madre, poco le explicó sobre lo que aquello significaba.
Entre llantos, murmullos y reclamos, la boda aconteció al poco tiempo de oficializarse el compromiso. El disgusto de la joven por tener que irse de su casa a convivir con otro hombre que la miraba con incómoda lasciva, la llevó a rebelarse en su fiesta, donde mantuvo una acalorada discusión con su padre, en el despacho de éste, y que sumergió a Gerard en una furia incontrolable, que lo llevó a maltratar a Isabel, a decirle todo lo infeliz que era por tenerla como hija, del profundo resentimiento que ella le había generado desde que llegó al mundo, de lo insoportable que se le hacía su presencia, su rostro, su perfume, su esencia impregnada en toda la casa, y de lo satisfecho que se sentía de poder deshacerse de ella de una buena vez. Enajenada, ella sólo atinó a defenderse del zamarreo que el hombre le propiciaba, y lo abofeteó al derecho y al revés, liberándose por fin de las garras de su despiadado progenitor, y huyendo de la habitación, desde la cual se había oído todo el alboroto.
El escándalo público se convirtió en la comidilla de la ciudad de Le Mans durante años, sin embargo, esa no fue la única tragedia por la cual pasó Isabel esa noche. En medio de una crisis de nervios, y atosigada por la nueva vivienda, Maximus Popham reclamó los derechos que el matrimonio le otorgaba sobre el virginal cuerpo de su joven esposa, de quien no escuchó las preguntas, y la despojó de sus ropas con brutalidad, arrancándole su inocencia de una sola embestida dolorosa, que le arrancó lágrimas, gritos y mordiscos, que sólo excitaron más al bárbaro de Popham, que la hizo suya una y otra vez, sin reparar en la fragilidad de Isabel.
Los días siguientes, donde las violaciones sin distinción de horarios, convirtieron a la muchacha en un alma en pena, que no se alimentaba y sólo bebía, despertando la furia de Maximus, quien cansado de los caprichos de su mujercita, decidió viajar al cabo de diez días de convivencia.
La primera visita del matrimonio Fournier, se llevó a cabo luego de la partida del inglés, acontecimiento que despertó sospechas en el padre, quien tras indagar en Isabel, consiguió que ella le mintiera, diciéndole que su marido la había abandonado y que nada de dinero le había dejado. El hombre, arrastrado por enojo y frustración, se vio acabado, con una hija desposada sin esposo, sin dinero y que ningún señor de buen pasar económico querría a una muchacha “usada”. Esa noche, tras escribir una carta que le envió a Isabel, culpándola de todos sus males, se quitó la vida asfixiándose con una cuerda atada a su cuello, única testigo del arrepentimiento irreversible que a continuación se convirtió en una masa inerte de piel y huesos.
La culpa que envolvió a Isabel que sola en una gran Mansión, sintió la necesidad de tener a su marido junto a ella. Por más que el trato que él le otorgaba fuese malo, le hacía sentir que Maximus reclamaba su cariño, y que entre tantos abusos, él le rogaba que lo aceptase, que la haría sentir mujer si ella tan sólo se lo permitiese.
Un mes tardó el inglés en regresar, y en su vuelta, se encontró con grandes cambios. Isabel, embarazada, le había dado un toque femenino a la lúgubre fachada del hogar, y a pesar de que lo recibió fría y distante, en su mirada dejó de notar el resentimiento que había visto la última vez.
La llegada del primogénito obró de manera mágica. Alexander terminó por unir al matrimonio, y consiguió que Isabel dejase de despreciar a su esposo, y comenzara a sentirle cierto aprecio. Con el correr del tiempo, se había entregado a las enseñanzas amatorias del experimentado cuarentón, que para complacerla, había adelgazado y dejado la bebida. Sin contar, que tres años después, llegó su segundo hijo, Elliot, y a los dos años, la pequeña Margarette.
Isabel creía que la vida le había resarcido por todo el daño que el rechazo de su padre, el primer tiempo de matrimonio y el suicidio de Fournier le habían provocado, se sentía dichosa, sus hijos maravillosos, un esposo excepcional, lujos y una madre que a pesar de su depresión, la acompañaba y ayudaba en la crianza, sin embargo, ese mundo de cristal se quebró cuando descubrió a la amante de Maximus, una mujer de clase inferior, que se presentó frente a ella para contarle sobre los gustos pervertidos de su marido. Muy dueña de si, ella la invitó cordialmente a retirarse, y se calló sobre ese acontecimiento.
Pero la suerte estaba de su lado –o al menos eso creía-, cuando a los pocos días, en una gran fiesta, conoció a Baptiste Grosvenor, un muchacho que en apariencia no pasaba los veinticinco años, y que la arrebató de los brazos de su esposo para un vals. Tenía fama de conquistador, no obstante, Maximus tenía fe ciega en su esposa, la creía lo bastante tonta para no caer en sus redes, por lo que no se quejó sobre ese hecho. Isabel era ingenua, si, pero una mujer llevada por el despecho puede convertirse en la peor enemiga. Aceptó coqueta todas y cada una de las galanterías que surgían de la boca de su compañero, quien mostraba una sonrisa blanca y brillante, unos profundos y cautivantes ojos negros y una espesa y corta cabellera rubia, que a Isabel, se le antojó tener entre sus manos, mientras ese hombre la tomaba con desesperación. Él le comentó que la visitaría, y rápidamente, la muchacha le mencionó que su esposo saldría de viaje en dos días, que su compañía se le haría muy grata. El juego había comenzado y Baptiste, encantado desde que la vio por primera vez, estaba dispuesto a jugar.
Ansiosa, esperó esas cuarenta y ocho horas, donde organizó paseos para sus hijos, y trabajos alejados para los empleados. Así fue como Grosvenor, pasado el horario de la siesta, arribó a la residencia Popham, donde Isabel lo recibió en una actitud seductora y de completa entrega. Conversaron, y las adulaciones del francés, mantuvieron las mejillas de Isabel en un constante enrojecimiento, que sólo provocó que el deseo que ella despertaba en él, lo obligara a tomarla de la cintura y acercarla, en ese sillón que reducía las distancias. Pudo sentir su delicioso aliento, le acarició los labios y luego la besó, recibió respuesta inmediata, y se hicieron presos de una pasión que se vio momentáneamente saciada en la misma cama donde el dueño de casa conciliaba el sueño todas las noches.
Si alguna vez creyó que Maximus le había hecho conocer el placer, descubrió, en brazos de su amante, el mismo elixir de la vida, un desborde de sensaciones que se sentía incapaz de sentir. Ese hombre la enloquecía, la desestabilizaba y ella gozaba del frenesí que afloraba cada vez que se amaban desenfrenadamente.
Durante tres años mantuvieron esa relación clandestina bajo siete llaves, no levantaban sospechas y pasaban desapercibidos para todos. En la Mansión Grosvenor, nadie tenía conocimiento sobre la identidad de la dama encapuchada que mantenía al jefe en vilo, nadie se atrevía tampoco a averiguarlo. Sabían que la condescendencia de él tenía sus límites, y que no admitiría una traición o desparpajo de aquel tipo.
Una noche de intenso calor, y tras haberse saciado uno del otro, en el amplio lecho del francés, Baptiste se sinceró con Isabel, y le contó su secreto mejor guardado: él era un vampiro, un pura sangre, que deseaba su líquido rojizo desde el instante en que su mirada se topó con su figura, en aquella fiesta. Incrédula, la joven soltó una sutil carcajada, que se ahogó cuando su placentero pecado la tomó del cabello suavemente y la levantó, dejando que su espalda se apoyara en su cuello. Una mueca de terror se pintó en los labios de la joven, que empalideció cuando, por el rabillo del ojo izquierdo, vio los colmillos que, esplendorosos, se acercaban al sector por el cual las venas de su cuello latían a causa del temor. Tragó saliva con dificultad y antes de terminar de soltar el aire que había acumulado, angustiada, recibió el impacto de los blancuzcos, que se clavaron con fervor y traspasaron su delicada piel. Las lágrimas brotaron sin permiso y sólo sintió cómo la vida se le iba acabando en esa succión espantosa. De pronto, todo se oscureció, y en de un instante a otro, regresó a la realidad, con la garganta seca, la boca pastosa, y un extraño deseo de…¿matar? Se levantó intempestiva, y notó que Baptiste se relamía los labios y le sonreía, desesperada, le preguntó qué le había hecho, y él se limitó a contestar que la había convertido en su eterna esclava y que le debía fidelidad por el resto de su existencia. Desconfiada y en un ataque de ira, se vistió, sin cuidar que los trabajadores la reconocieran y se miraran sorprendidos.
Llegó a su hogar antes de que la cena estuviese lista, se dirigió directamente al cuarto, seguida por Popham, que pedía explicaciones sobre su paradero y sobre su aspecto de “prostituta”. Isabel sintió que se ahogaba, y su sed se acrecentaba a medida que su vista se fijaba cada vez más en la nuez de Adán de su marido, que subía y bajaba con cada reclamo. Fuera de si, se abalanzó sobre él y sorbió, por primera vez, sangre, sintiéndose odiosamente satisfecha cuando secó por completo el cuerpo irreconocible de Maximus. Necesitaba más, un instinto perturbador se había despertado y cuando levantó su vista, descubrió los tres pares de ojos con la miraban atemorizados. Se limpió la sangre que corría por la comisura de sus labios y cerró la puerta cuando los niños habían cruzado el umbral. El resto fue una tragedia, exprimió cada gota de vitalidad de los inocentes, y disfrutó de sus gritos de ruego y de sus llantos desesperado. Ni los empujones, ni rasguños, ni golpes surtieron efecto, sólo reaccionó cuando el último vestigio de la vida de Margarette se esfumó entre sus manos.
Contempló la masacre en total silencio, mientras las voces de sus hijos y de su marido, se agolpaban en su mente, trayéndole el recuerdo de lo que había acontecido minutos atrás, mostrándole en lo que se había transformado. Un monstruo, eso era. Cayó de rodillas al suelo y apoyó en sus piernas las cabecitas de sus niños, delineó sus rostros, que mostraban señales de la atrocidad cometida y lloró sin cesar, hasta que los empleados, asustados, entraron de manera sigilosa y se horrorizaron con lo que se presentaba frente a ellos. Uno quiso acercarse, pero Isabel mostró sus colmillos, lo que hizo huir despavorida a la pequeña comitiva.
Se puso de pie con dificultad y juntó sus pertenencias, no muchas, y dejó atrás los cuerpos endurecidos y vacíos. Se encaminó al despacho de su esposo, y tomó todo aquello de valor, además de dinero y demás reliquias. Y en trance, se dirigió donde Baptiste la esperaba, ansioso de recibir en sus brazos a su nueva creación.
Al llegar, acomodó sus cosas en un rincón y lo contempló con una expresión indescifrable, que sólo se quebró cuando las lágrimas invadieron sus mejillas. Él quiso acercarse, pero la mirada de Isabel le erizó la piel. Ella le hizo mención sobre lo sucedido en su casa, y el se sonrió de lado, orgulloso de esa mujer, sin embargo, ella tomó eso como una burla, y descubrió que era lo que él buscaba, alejarla de todo y todos, que fuera parte de su propiedad, y era algo que no aceptaría. Había cometido el peor de los crímenes, sólo porque aquel nefasto ser se había encaprichado, y sin pensarlo dos veces, lo asesinó, cortándole la cabeza con una espada que había colgada en la pared a modo de adorno. Acto seguido, bebió toda su sangre, despojándolo de todo el flujo que corría por sus venas. Esa acción, sólo consiguió que ella se transformara en una vampiresa pura sangre.
Con los años, llevando consigo la fortuna robada de su hogar y de la mansión de Grosvenor, llegó a París, donde, sabía, Baptiste tenía una amplia residencia. Se instaló allí, sin levantar sospechas sobre su verdadera identidad, y optó por un nuevo nombre, Chanelle Ducroix, una solitaria viuda que sólo salía por las noches y que durante el día, no se registraban señales de vida dentro de la casona.
- Datos Extras
– No bebe la sangre de niños, por el trauma que acarrea el haber asesinado a sus propios hijos, y en su hogar, trata a los retoños de las empleadas como si fuesen suyos, y su falta de cordura, sumado a que observa a las madres con sus hijos, produce en ella una oleada de celos, que canaliza a través de sorber la sangre de las mujeres.
– Luego de asesinar a las madres de los nenes, ella los adopta, por eso, su Mansión, siempre está rodeada de infantes, pero ella los educa de manera que, durante el día, que es su horario de descanso, ellos se mantengan alejados del interior.
– Colecciona el cabello de todas sus víctimas, cuidándolo y manteniéndolo ordenado por color y textura.
– No tolera la sangre de los animales. A pesar de nunca haberla probado, el olor que emana le produce total rechazo.
– Luego de asesinar a las madres de los nenes, ella los adopta, por eso, su Mansión, siempre está rodeada de infantes, pero ella los educa de manera que, durante el día, que es su horario de descanso, ellos se mantengan alejados del interior.
– Colecciona el cabello de todas sus víctimas, cuidándolo y manteniéndolo ordenado por color y textura.
– No tolera la sangre de los animales. A pesar de nunca haberla probado, el olor que emana le produce total rechazo.
Chanelle Ducroix- Vampiro Clase Alta
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Nigel Quartermane- Vampiro/Realeza [Admin]
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