Obstáculos [Oscar]

Varnicé mi rostro de color marfil y con traza, también deslicé aquellos polvos pastosos por la presencia de agua por mi espalda, dejando mi nuca sin tinte alguno, reforzando su sensualidad. Dejé la caña de bambú sobre mi tocador después de enmascarar mi rostro, cuello, pecho y manos. Tomé una esponja para uniformar la base blanca. Con la ayuda de unos carboncillos, perfilé mis ojos y sus cejas. Mis labios fueron pintados con una brocha pequeña, usando el color que viene en un palo pequeño que mezclé con agua. El azúcar cristalizado es añadido para dar brillo a los labios carmesíes. Me enfundé el kimono negro con motivos florales de color rubí, cuidando cada detalle del vestido: sus mangas, sus flecos y el cuello. Me calcé las zori, unas sandalias de suela baja de madera y laca. Volví a sentarme frente al tocador para invertir el tiempo que disponía en mi peinado. Moví mis manos ágilmente hasta lograr un perfecto taka shimada, cuyo gran moño fue sujetado por horquillas rojizas que, gracias a mi cabello azabache, complementaban mi atuendo a la perfección. Tomé el parasol de papel coloreado en motivos también florales que alternaba el blanco y el rojo, y salí de mi recámara en busca de alguno de mis amos. Esta vez, iría sola, pues ninguno de ellos podía acompañarme. Eso era un punto en mi contra, dado que probablemente ninguna familia se interesaría por una mujer desamparada, sin el respaldo de un hombre. Aún así, nunca les reclamé nada, ni siquiera se lo había pedido en las ocasiones anteriores.

Salí de la mansión con el mentón perpendicular a la línea de mi cuello, alzando mi rostro para mostrar elegancia y superioridad. La casa que debía visitar no estaba muy lejos, pero me gustó caminar bajo la luz del sol de la media tarde. Los niños jugaban por las calles, ajenos a todo cuanto les rodeaba. Las mujeres se paraban en mitad de la calle para hablar entre ellas y comentar las últimas novedades del vecindario. Los hombres gritaban, ofreciendo sus productos con energía. Entonces, un desdichado muchacho subido en una bicicleta se cruzó en mi camino, quedándose boquiabierto ante mi mirada, la cuál le hizo desestabilizarse y caer sobra unos sacos de trigo. Disimulé una carcajada con la ayuda de mi abanico y seguí mi camino, girando una esquina que daba a una calle estrecha, oscura y solitaria, lejos del gentío. Fue cuando imaginé que me había equivocado de camino y deseaba dar media vuelta, que salieron tres hombres de ninguna parte, riendo y moviéndose extrañamente, dirigiéndose hacia mí entre empujones y carcajadas. Hice una mueca e intenté alejarme de ellos, pero uno me tomó del brazo y me zarandeó, gritándome groserías y haciéndome perder el parasol, el cuál cayó abierto junto a mis pies. Su nauseabundo aliento indicaba que estaban ebrios. Ebrios y sedientos del calor de una mujer. Y allí estaba yo, sola e indefensa ante ellos.

Tragué saliva y recé.

Los callejones de París, y en realidad de cualquier sitio, no eran recomendables para el raciocinio, pero decir que Oscar estaba acostumbrado era pecar de escasez de recursos para elaborar una mínima frase certera. En los barrios de Wroclaw no había otro sitio donde moverse que no estuviera apestado de oscuridad y gente decidida a dejarte pasar o empujarte. Aun así, sus trapicheos desde niño y la alianza clandestina con su tío le habían hecho un hueco entre la consideración de vagabundos, prostitutas y ladrones y la cosa no había cambiado mucho después de asentarse finalmente en territorio francés para seguir moviéndose en un ámbito no muy alejado.

Aquel día se había tomado uno de sus pocos ratos libres en lo que a trabajo respectaba y cuando le tocó cruzar esa calle, ni siquiera reparó en su aspecto. Y hubiera salido de ella sin hacerlo, de no ser por el obstáculo que se encontró al otro lado... ¿Aquello era una mujer con kimono? La parte de los hombres babosos no le impresionaba, tampoco podía esperarse mucho de la líbido deplorable de cuatro muertos de hambre, pero la esencia asiática, floral y atrayante, que desprendía aquella muchacha sin duda fue lo que le incitó todavía más a continuar caminando hacia ellos y acabar con una mano sobre el brazo del que la agarraba a ella y otra propinándole unas secas palmaditas en la mejilla a otro de sus patéticos acompañantes.

¿Otra vez pretendiendo juerga gratis? Sabéis que el burdel no anda muy lejos de aquí. Si no tenéis dinero, quizá por el camino podáis seducir a cualquier otra personita desesperada que vaya igual de mal que vosotros... -les espetó, usando la mano todavía en el hombro del tipo para empujarlo de forma tan condescendiente como brusca. Puso los ojos en blanco cuando empezaron a seguir diciendo barbaridades poco apropiadas para las sofisticadas orejas de aquella chica, pero bastó con hacer un gesto continuo con los dedos para que finalmente entendieran que no había otra opción que largarse.

Hizo de escudo de la aparente geisha hasta que desaparecieron por el lado contrario de la calle y entonces se volvió hacia ella, encogiéndose de hombros.

Si esos tipejos le hincarían el aliento baboso a cualquier mamarracha que se les pasara por delante, imagínate lo que se les debe de cruzar por la cabeza y por otras cosas con una chica como tú en sus morros... -replicó, en un tono que mezclaba la reprimenda con el halago- Y además de todo, vestida de esa forma... No te lo echo en cara, ni se me ocurriría, pero el exotismo en Occidente se paga caro en todos los sentidos y por eso hay que andarse con cuidado, especialmente en este tipo de sitios.

El hombre que me sostenía llevó su mano libre a mi nuca, intentando así acercarme a él a la vez que me empotraba contra el muro con gran fiereza. De pronto, una fuerza empujó al hombre que me zarandeaba brutalmente, haciendo que el kimono perdiese su compostura y cayera suavemente por mi hombro derecho, mostrándolo en su plenitud. Sostuve el cuello del vestido antes de que éste pudiese complicar aquella situación y miré al muchacho que se enfrentaba a ellos, realmente sorprendida por su actuación y por conseguir que ellos se marcharan sin más. Él se volteó para mirame y yo aproveché para tomar el parasol del suelo y acomodarlo sobre mi hombro, agachando la mirada antes de que sus ojos pudiesen ver los míos, inclinándome hacia él en una reverencia de gratitud mientras él me advertía de la peligrosidad de ir sola por aquellas calles, más aún siendo una geisha oriental, rasgo que solía hipnotizar a los hombres occidentales y hacerles perder la cordura. En tal caso, aquella situación era mi culpa y quería remendar mi error de algún modo. Se trataba de mi cargo de consciencia.

- Le debo la vida, mi señor.- murmuré, con una voz algo trémula por el susto aún arrelado en mi cuerpo.- Permítame que le obsequie.

Sin alzar la vista hacia el hombre -pues era un signo irrespetuoso- moví mis manos hacia el taka shimada, extrayendo de él una de las horquillas que lo adornaban y extendiéndosela al muchacho con otra inclinación por mi parte, casi como si se tratase de una ofrenda a un dios pagano. Ante tal gesto, el moño se desmoronó y parte de mi extensa cabellera cayó suavemente sobre mis hombros, ocultado parte de mi rostro. Cerré los ojos y sostuve aquella extraña posición ante él, a la espera de que mi salvador aceptara aquella muestra de agradecimiento, pues era una horquilla muy especial para mí, regalo de mi mentora geisha en Kioto. Se trataba pues, de una pieza espléndida, cara y sofisticada, de un color carmesí y con incrustaciones de rubí a su alrededor, dibujando un sutil estampado en forma de flor de lis. Realmente me sentía en deuda con aquél hombre cuyo nombre desconocía y ahora deseaba pagar el precio de su hazaña.

El joven observó con embelesada extrañeza la reacción de la asiática y le hizo falta alzar muchísimo las cejas para captarla en toda su pureza y sin la incredulidad ineludible del momento. No estaba acostumbrado a que la gente le agradeciera nada, menos aún tan de corrido ni tan desvividamente.

No te debo nada, no seas exagerada, podrías haberles asestado un paragüazo de todas maneras -trató de amenizar, todavía con cierta suspicacia-. O sombrillazo, perdóname que en complementos orientales ande tan desubicado -Sin embargo, optó por descender las cejas y dejarse embriagar aunque sólo fuera un poco por aquella aura de apología tan sincera-. Eso que me ofreces es precioso, pero también parece muy caro. Guárdatelo y la próxima vez ándate con mayor ojo -posó el dedo índice sobre la barbilla de ella para lograr que fundiera su gacho mirar con el suyo-. Y, al menos, mírame a la cara cuando te pregunte por tu nombre...

No pude evitar una suave carcajada armoniosa cuando el joven dijo aquello del "paragüazo", llevando una de las largas mangas del kimono sobre mis labios, ocultando así mi sonrisa aunque eso propició que mi postura cambiara, enderezándome aunque aún sin mirarle.

- Es un parasol, mi señor.- le rectifiqué, aún oculta tras aquella manga y extendiendo sutilmente el abanico para usarlo como excusa para esconder mis labios de su campo de visión.- Y no puedo atentar contra la integridad de un hombre. Antes debería permitir que se hiciese conmigo lo que quisiese...- suspiré, con una opresión en mi pecho que denotaba el temor que aquella idea me profesaba.

Él rechazó aquella horquilla y no comprendí el motivo. ¿Algo en mi comportamiento le había sonado irrespetuoso? ¿Cómo pretendía encontrar esposo si espantaba a cualquier hombre que se me acercara? Aquello empezaba a ser humillante. Ahora me encontraba despeinada, con el kimono deshecho y las lágrimas que borraban aquél varniz de color marfil que teñía mi rostro. Era un desastre, eso era todo.

Entonces, el muchacho tomó mi mentón entre sus dedos y lo alzó, obligándome a que mis ojos se encontraran con los suyos. Aquello era lo último que me faltaba, desacatar las leyes morales por las que mi vida había sido regida. Despegué mis labios con vacilación ante su pregunta.

- Mi nombre es Aya, señor.- susurré con un hilo de voz, todavía con mis ojos abiertos de par en par y perdidos en los del joven héroe.

Siempre supo que toda parte del mundo que escapara a su completo conocimiento le provocaba ese regusto salvaje que dotaba de un poco de color al ambiente monótono de su actual existencia. Pero cada sensación mecida por los gestos o palabras o resquicios de fascinación de un solo tono de voz... que provenían de aquella muchacha japonesa aumentaban su adormecida disponibilidad.

Claro que todo tenía un límite.

¿Integridad? -gruñó, mientras fruncía el ceño y trataba de no sonar todo lo contrariado que lo volvía aquella afirmación- No había integridad alguna en la moral vejatoria de los hombres que te estaban acosando, ¿me estás queriendo decir que no habrías hecho nada, si yo no hubiera aparecido? -negó con la cabeza, mas se resistió a alejar la intensa búsqueda de sus entrenados ojos por aquel rostro inofensivo, pero repleto de aquella expresividad que se le hacía tan acogedora...

Se dio cuenta en ese momento de las pequeñas lágrimas enredadas a sus pestañas y aquello le llevó a pensar que tal vez, había sido un tanto abrupto rechazando su excesiva amabilidad con aquel regalo... Pero nunca había sido persona materialista, a pesar de lo mucho que había trabajado para conseguir dinero, y menos a cambio de algo que había hecho por propio pie.

No te tomes tan a pecho lo de haber rechazo tu obsequio. No sé si tiene algún valor sentimental y en eso no quisiera entrometerme. Además, contigo iba a tener una mejor utilidad que la que yo pudiera darle... A mí no me quedaría tan bien, eso para empezar -se explicó y entonces se decidió a liberar su mentón, algo más preocupado de importunarla de veras, al no conocer tanta nipona etiqueta-. Aya, ¿eh? Supongo que estarás harta de que después te pregunten el significado, así que sólo diré que me gusta. Mi nombre es Oscar, algo menos bonito y contundente...

El hombre liberó entonces mi mentón, gesto que le agradecí en silencio para luego despegar mis labios y repetir su nombre, aún desacostumbrada a los motes occidentales.

- Osgar- repetí en un balbuceo, riendo disimuladamente al sonarme un tanto extraño.

Entonces, todo se torció. De la nada, el hombre que yacía en el suelo se alzó, sacó de uno de sus bolsillos una navaja y con un grito de guerra, se avalanzó sobre el muchacho que me había protegido, sólo que nunca llegó a tocarle, pues me interpuse entre ellos a cambio de recibir una puñalada a la altura de mi muslo derecho, rozando mi cadera. Solté un sonoro gemido acompañado por un jadeo y caí de rodillas, dándole la espalda a Osgar mientras mi agresor retrocedía, con sus manos teñidas de sangre y los ojos desorbitados. Agaché la vista hacia el puñal y lo extraje al momento, gritando de dolor antes de lanzar el arma al suelo, orpimiendo la herida entre mis manos para ladear mi rostro hacia el muchacho que estupefacto estaba ante el desenlace de los acontecimientos. Alcé una de mis manos y zarandeé sus ropas, reclamando su atención.

- Huye.- susurré con un hilo de voz que quebró justo en el momento en el que el agresor huía corriendo, tropezando con sus pies hasta desaparecer.

Respiraba entrecortadamente, tragando algo de sangre que la herida me hacía vomitar. Gateé con esfuerzos hasta el muro, apoyando mi cabeza contra éste para sentir su frialdad. Abrí mis ojos de par en par, queriendo copsar cada imagen que normalmente escapaba de mis ventanales, intentando detenerme en cada detalle insignificante. Presté especial atención al muchacho que allí me miraba, sonriendo levemente a pesar de que sentía que mi vida se escurría entre los dedos. Escruté su rostro, su mirada penetrante, su nariz abombada, sus labios finos y firmes, su cuello estilizado, su cuerpo atlético...

- Eres hermoso.- suspiré, antes de que mis pestañas cedieran ante un peso imaginario y se cerraran, envolviéndome en la más tétrica oscuridad.

Off: Esto precisa de un cambio de escenario, querida

http://www.victorianvampires.com/t11897-despues-del-primer-encuentro-aya-kuran#185141