Un viaje lleno de amantes sin amor

Día uno

Afueras de Praga, 1794

Había salido de Praga hacía escasamente treinta minutos. Dejé atrás la puerta que daba a la ciudad que me había visto crecer durante 18 años. Mi casa quedaba al otro lado de donde me encontraba. Había tardado una hora en cruzar toda la ciudad y no había dejado de llorar en ningún momento. Tenía los ojos rojos e hinchados y sentía un dolor en la garganta que no se me iba a curar en días. Todos los praguenses me miraban al pasar, todos me conocían aunque solo fuera de vista, y todos me miraban mientras cuchicheaban entre ellos. Primero la humillación, luego la vergüenza. En el fondo, me alegré de salir de Praga. Una parte de mi sabía que no volvería a ser mi hogar nunca más.

Continué caminando por el camino sin saber muy bien donde iba a ir, donde iba a acabar. Si viviría lo suficiente para contarle a alguien mi historia. Comenzaba a anochecer cuando paré a descansar. A pesar de que lo único que había comido habían sido unas moras que encontré en un arbusto al borde del camino tuve que vomitar unas cuantas veces debido a las náuseas que tenía. Llevaba sin llorar un par de horas, pero nada más sentarme bajo un árbol las lágrimas comenzaron a correr por mi cara de nuevo.

Tenía mucho miedo. Miedo por no saber qué sería de mí, si llegaría a la mañana siguiente. - ¿Por qué tuve que seguirle hasta la habitación?… no mereció la pena. No a este precio- Me tumbé junto al árbol y abracé las rodillas, acurrucándome. -Ni a este ni a ninguno. Él no merecía la pena- Intenté cubrirme con todas las ropas que tenía pero no era suficiente para combatir el frío que hacía aquella noche. Desde el bosque me llegaban sonidos de animales, y a lo lejos aullidos de lobos. Aquella noche no dejé de llorar ni de rezar. Pedí un poco de ayuda, aunque no me la merecía.

Me dormí bien entrada la noche. Cuando desperté no sabía dónde me encontraba. Pensé que todos los recuerdos habían sido un mal sueño. Después me di cuenta de que no, que no lo había soñado. Ya no vivía en Praga, no vivía en ninguna parte. No era nadie. Volví a llorar hasta que vi el Sol asomando por el este. Noté entonces una pequeña esperanza. Si había sobrevivido aquella noche podía volver a hacerlo las siguientes.

Continuará…

Dia cuatro

Plzeň (Pilsen), 1794

No había ningún cartel que mostrara el pueblo donde me encontraba, pero la primera casa que vi era una posada. En su cartel se podía leer “Posada de Pilsen”. Aun no anochecería en unas cuantas horas, pero no me quería arriesgar a seguir mi camino. Tendría que dormir en la intemperie como había estado haciendo hasta ahora durante cuatro días, y no quería arriesgar a morir mientras descansaba.

Busqué en mis bolsillos por milésima vez si encontraba algo con lo que pagar una noche en aquella posada. Necesitaba una cama, dormir en un sitio blando, cálido y que no oliese a hierba y tierra. Me había estado aseando en los riachuelos que encontraba en el camino, pero el agua estaba helada. No conseguí sacar nada de ellos. Parecía que esa noche no podría dormir allí. Miré la casita una vez más y continué hasta el centro del pueblo.

La posada estaba fuera de lo que era el núcleo urbano. Las calles eran estrechas y sólo la principal estaba cubierta con piedras. El resto eran calles de tierra, que con la lluvia se convertían en verdaderos lodazales. No tardé ni una hora en recorrer todas las calles y callejones de Pilsen. Buscaba otras posadas donde poder hospedarme, pero sin dinero sería imposible conseguir una. Incluso me atreví a tocar en las puertas de algunas de las casas preguntando si podrían hospedarme aquella noche. Pero nadie quería meter una embarazada llena de barro en su casa sin recibir nada a cambio. Algunos hombres me miraron de una forma que no me gustó nada en cuanto me abrieron la puerta, como si me desnudasen con un vistazo. A ellos ni siquiera les pregunté.

Seguí vagando en busca de algo para comer. Robé unas cuantas manzanas de un jardín trasero y las llevé envueltas en una de las capas de mi falda. Me resguardé en un callejón sin salida y comí una tras otra hasta terminarlas. Hasta ese momento no me di cuenta de todo el hambre que tenía. Levaba un día entero sin sentir nauseas, eso era bueno. Parecía que podría digerir esas manzanas.

Ya empezaba a anochecer, así que tenía que buscar un sitio donde resguardarme. Había un granero al lado de una de las casas de las afueras. No estaba muy lejos y al menos había grandes montones de paja para poder tumbarme. Me colé por una ventana y observé el interior. Tenía multitud de paredes interiores, algo parecido a unos establos. Era perfecto. Me escondí en una esquina, detrás de un montón de paja. Aquel colchón improvisado me sentó muy bien. A pesar de que no era igual que las camas de mi ya olvidado hogar, no era el duro suelo de los bordes del camino.

No pasó mucho tiempo cuando la puerta se abrió. Me incorporé con cuidado de no hacer ruido y miré a través de dos tablones de la pared que tenía al lado. Una pareja había entrado y se tumbó justo detrás de aquellos tablones, en uno de los establos cubiertos de paja.

-Túmbate- dijo él. La muchacha, que no llegaría a los dieciséis, le obedeció sin rechistar. Estaba rígida, muy avergonzada. Se veía a la legua que no había sido idea suya, sino de su acompañante. –No te dolerá- dijo después, y con un solo tirón le arrancó el corsé dejando los pechos de la chica al descubierto. No hubo más palabras, desde entonces lo único que se podía oír eran gemidos y pequeños sollozos. Ella gritó, o al menos lo intentó, porque antes de que pudiera oírle alguien él le tapó la boca. –Cállate-. No tardó mucho en terminar.

-Vístete y ven- le dijo mientras le tiraba el corsé a la cara. La muchacha obedeció como había hecho hasta entonces. La paja se había manchado con un líquido rojo. Miré a aquel hombre, era mayor, mucho más mayor que ella. Algo dentro de mí lo odiaba, quería verlo sufrir. Pero no hice nada, no podía hacer nada. Si salía y me veía podría acabar igual que la chica.

Me acurruqué en mi montón y me dormí. Aquella noche soñé con la noche del baile.

Continuará…