Con mis propios ojos

La tarde color naranja estaba en calma, pero no su corazón.

Había pasado todo el día pensando en él, en su hermoso y cruel vampiro, añorándolo, esperando que cayera la noche para correr al Thêàtre y estrecharlo entre sus brazos; pero todavía era temprano y él ya no resistía la agobiante soledad de su casa, así que salió a caminar mientras el tiempo corría y el sol completaba su recorrido en la bóveda celeste.

Dejaba que la inercia rigiera sus pasos, por ello su trayectoria variaba con facilidad si se topaba con algún obstáculo o alguna cosa que llamara su atención.

De ese modo pronto se vio en una calle donde abundaban los comercios y recordó cierto rumor que había escuchado algunos días atrás sobre unos famosos joyeros gemelos o algo por el estilo. Sí, todo París hablaba del asunto y quien aún no había ido a curiosear simplemente estaba fuera de moda. Y no se trataba de que le importara “estar fuera de moda”, pero pensó que no sería mala idea distraerse un poco antes de volver a perder la cabeza entregándose al ser que se había erigido como el oscuro dueño de su alma atormentada.

Luego de pedir un par de referencias que lo guiaran con prontitud al sitio que buscaba, se encontró frente a la puerta de la joyería. Ésta no parecía distinta a otros locales del mismo giro; sin embargo, si algo sabía Rocamadour con certeza era que no todo es lo que parece, así que entró para ver con sus propios ojos lo que tanto revuelo causaba entre los círculos más frívolos de la ciudad.

Y ahí estaban, detrás del mostrador, no unos simples gemelos, como había imaginado, sino algo muchísimo más inusual… de hecho, algo que jamás había visto frente a frente: unos hermanos siameses.

Su sorpresa era grande, sí; pero más allá de fijarse con insistencia en aquello que –de manera tan obvia- los hacía diferentes, el licántropo observó la delicada belleza de sus facciones, sus ojos oscuros y… su extraño atuendo.

Sacudió la cabeza, como queriendo borrar de su rostro cualquier gesto que indicara morbo, lástima o cualquiera de esas cosas que la gente suele sentir en circunstancias similares, por que él no las sentía.

En seguida vino a su mente con toda claridad lo que había escuchado: palabras tan espantosas como “aberración”, “deformidad” y otras que no valía la pena enumerar, por que a final de cuentas él no creía que esos muchachos fueran eso. No, él sabía que sobre la tierra caminaban cosas en verdad terribles, cosas como él mismo…

Pero su sorpresa y sus divagaciones se vieron interrumpidas por la certeza de que estaba siendo algo grosero aun cuando no quería serlo, permaneciendo en silencio y con la mirada fija en los muchachos, por lo que decidió hablar, decir cualquier cosa. –Buenas tardes… ehmmm, yo… - aunque no logró completar ninguna frase.

Una muy apresurada mañana habían tenido, una muy apresurada y estresante mañana, el ser un negocio porpio y sin ayudantes que les asistiesen hacia del trabajo una carga muy pesada, tenían varios encargos por hacer, diseños, a la vez que atendian a los clientes que llegaban, soportar a los niños e incluso gente adulta que sólo iba a curiosear para verles...¿Qué acaso no habían dejado de ser una atracción de circo un mes atrás? ¿Qué hacia falta para empezar a ser reconocidos como lo que eran?: Excelentes joyeros capaces de distinguir una espinela de un rubi a simple vista.

-¿Esmeraldas...? ¿No?-Atendía Nicholas el pedido de una señora que al juzgar por sus ropas, se trataba de alguien de clase alta que los miraba con una pizca de repulsión.-Si, si madeimoselle, por supuesto, le gustaría añadir algo más? ¿Alejandritas? Excelente opción...-Continuaba con su labor. -No, no se preocupe, Monseur, su relicario esta en excelentes manos-Ortros atendia a un caballero que deseaba una reparación, de una finisima joya -quizá hereada con mucho valor tanto monetario como sentimantal- Anotando en un papel los datos del señor.

¿Y cómo no ser tan reconocidos como grandes joyaros en tan poco tiempo en París? Sí ellos habían traido las maravillosas priedras preciosas que estaban causando la senación del momento y volvía locas a todas las damas que las poseian: Las Alejandritas, y no era por demás, la capacidad de la piedra para cambiar de color de un verde a un rojo suave con las variaciones de la luz parecia casi mágica para quienes ignoraban la razón del cambio de color.

Así como había estado aborotado de gente el local, fue desocupandose poco a poco, quedando sólo al parecer una persona en el lugar, una señora de edad madura que exigía Alejandritas para sus brazaletes. -Lo siento, madeimoselle, estamos escasos de alejandritas, me temo que debemos de reducir el numero de piedras que desea y cambinarlas...¿Qué la parece?-Insistía Ortros en convenser a la señora, quién termino por alejarse muy "indignada por el mal servicio".

Se dirigieron a la puerta principal con su singular caminar dificultoso, sin haber notado la presencia de otro cliente en el lugar, a punto de cerrar el local agachandose para cerrar un pasador de las vitrinas, Nicholas advirtió a su siames.

-Oh, Monseour, disculpenos...-Exclamaron ambos al mismo tiempo.-Necesita algún servicio ahora mismo?...-Qué pena, estamos a punto de cerrar...-Nicholas miro a los ojos al caballero.

Su lengua por fin había decidido dejar de traicionarlo, negándose a hablar, y por fin las palabras fluyeron tal como las tenía en su cabeza. Intentaba demostrar que la intención de su visita no estaba manchada con el morbo infame que mostraba el resto de la gente, aunque su curiosidad lo hubiera impulsado a entrar. –Discúlpenme. Sólo paseaba por estas calles, cuando noté que esta es la joyería de la que todo el mundo habla con admiración, por lo que no pude resistirme a hacer una visita; sin embargo, tal vez sea mejor que regrese en otro momento- hizo un vago ademán indicando que iba a marcharse, pero notó que uno de los chicos lo miraba intensamente.

Tuvo miedo de que sus palabras fueran interpretadas de la manera más correcta, permitiéndoles adivinar lo que se escondía tras su patética disculpa, y no les hiciera ninguna gracia; no obstante, ya era muy tarde para retractarse y trató de disimular su vergüenza mirando con interés algunas de las joyas expuestas mientras caminaba despacio y de espaldas hacia la salida. –Veo que tienen piezas exquisitas, y entiendo el porqué de su fama –dijo a modo de despedida, esbozando una de sus sonrisas más encantadoras para dirigirla al par de ojos que no se apartaban de él.

Dio otro paso hacia atrás, pero sufrió un traspié. Maniobró con torpeza, desesperado por no causar algún estropicio en los muebles que lo rodeaban, y lo logró, pero al final no pudo evitar caer aparatosamente. No se hizo daño alguno; sin embargo, el bochorno que lo invadió no le permitía levantarse airosamente y retirarse como si no hubiera sucedido nada. Quizá de no hallarse tan turbado por haber dado aquel espectáculo, se hubiera reído a mandíbula batiente, pero en esos momentos sentía la obligación de refrenarse.

Se llevó la mano izquierda a la cabeza y permaneció tendido en el piso del local como si nadie lo mirase, como si no estuviera retrasando a esos extraños y lindos chicos que sin duda debían estar ansiosos por irse a casa…