Páginas desde el Norte

4 de Noviembre de 1802

Hace frío y vuelve a llover después de una semana de aire cortante como hielo seco. Me relaja la lluvia, siempre que oigo como las gotas golpean los adoquines y los estrechos ventanales del ático donde me pudro, siento como cada golpe de agua va limpiando los males de mi alma. Me gusta la lluvia, pero esta lluvia no es como la de Highlands en mi querida Escocia. Allí el agua extiende y renueva el milagro de la vida en cada minúscula brizna de hierba, además de apoderarse del mismo aire, calando hasta los huesos cuando los respiras. No hay nada comparable a inhalar ese vapor frío y dejar que desperece tus miembros frente a la luz cristalina de un amanecer. Sin embargo, aquí la lluvia no arrastra más que polvo y restos de carbón de los humos de la industria, creando un repugnante lodo que carcome la propia piel cuando la roza. Los que han nacido abotargados entre tantas impurezas y suciedades no se percatan de ello, pero yo si lo noto sobre sus abrigos de tela vieja o pieles muertas. Pero es aún peor cuando no llueve, porque en los días secos el aire te corta la tez como un cuchillo y el polvo infecta tu carne. Los primeros días que estuve en esta ciudad el aire me enfermaba y apenas podía soportar un solo día sin huir a las afueras, donde al menos se nota un poco menos la contaminación. Aún no termino de acostumbrarme del todo y el señor Lautrec siempre me reprocha mi escasa resistencia ante la contaminación del mundo moderno, acusándolo siempre a mi debilidad de aldeana. Siempre se mofa de mi origen rural, como si haber nacido en un pueblo donde el aire del mar y el de la montaña hacía crecer la naturaleza robusta fuera más indigno que nacer en un hervidero de acero y carbón que mata a sus propios creadores. Sin embargo, deja que sea esa aldeana innoble la que instruya a sus hijos en la lectura, la escritura, la historia, las ciencias y la música. ¡Cuanta contradicción en esta infernal modernidad y cuanto extraño mi Inveraray! También extraño a la abuela Seana, ella me habría dado ánimos en esta insufrible situación. Pero no puedo desanimarme y dejarme derrotar por las circunstancias. He venido a este infierno para encontrar la reliquia de Berserker y esconderla donde nadie pueda encontrarla jamás. Según la abuela, está maldita y enloquece a cuantos intentan dominar su poder. Una vez me contó que la reliquia pertenecía a los vikingos que siglos atrás se extendieron por toda Europa dejando un rastro de desolación a su paso. Entre las filas del ejército vikingo había un grupo de guerreros de élite conocidos como los berserker, que iban vestidos con pieles de lobo a la batalla y luchaban inmersos en un éxtasis místico de ira en el que luchaban con fiereza e inspirados por los dioses. Entre ellos siempre un líder llevaba la reliquia, era la fuente de su poder y de su locura. Cuando las hordas vikingas asolaban las tierras escocesas, una de mis antepasadas brujas robó la reliquia y las mujeres de mi familia la custodiaban desde aquel entonces hasta que hace tres años un licántropo me la robó. Desde aquel día le maldigo y espero poder encontrarlo pronto para poder volver por fin a casa. Se hace tarde y mañana debó seguir trabajando. Me gusta tratar con los niños Lautrec, pero detesto a su padre. Cada vez tengo más la sensación de que huele a sangre.