AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Suplicante Deseo [Joël-Anz]
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Suplicante Deseo [Joël-Anz]
Ya había quedado claro a qué se dedicaba, todo el mundo la conocía o eso creían hacer ver. Al pasar por su lado, la gente la miraba por encima del hombro. Y, en ocasiones, no contentos con eso, cuchicheaban a sus espaldas. Como si ella fuera sorda. Pero lo cierto era que a Olive, esas burlas, no le gustaban nada. En varios momentos estuvo a punto de girar sobre sus talones para decirles un par de cositas a esas personas hirientes y malintencionadas pero, ¿de qué hubiera servido? ¿Qué poder tenía una prostituta en un mundo como ese? Olive se mordía la lengua, una vez más, para continuar su camino con la cabeza gacha, sintiéndose incapaz para enfrentar las doscientas miradas que sentía sobre su persona. Cuando una nueva ráfaga de aire frío la envolvió, toda su piel se erizó y un pequeño gemidito de dolor escapó de entre sus labios; los moretones del hombro derecho aún estaban allí, recientes, tiernos. Los golpes recibidos hacía cuatro noches aún se reflejaban en todo su cuerpo pero especialmente en ese lugar tan a la vista. No podía moverse apenas, ni siquiera el roce de la sábana le aliviaba. Por eso, el chal oscuro, cubría entonces gran parte de su cuerpo de cintura para arriba. Las miradas curiosas que ya de por sí la miraban, se volvían casi inquisitorias al ver algún tipo de morado y/o rasguño en su cuerpo y, dijera lo que dijera, nunca tendría razón. Mejor dicho, nunca se la darían.
Olive sorteó las calles parisinas con rapidez, esquivando todo tipo de cuerpos. No quería encontrarse con nadie con conocido. Desde que había llegado, las mujeres la envidiaban y los hombres la codiciaban. Era así, ni más ni menos. Sin embargo, al contrario de algunas de sus compañeras, Olive no estaba acostumbrada a eso. Ni por asomo se hubiera imaginado una vida como aquella. Aunque una cosa no podía negar: ganaba dinero. No para vivir como una reina pero el suficiente como para comprarse de vez en cuando un vestido. Por eso estaba allí. Desde su llegada a París, su único vestuario eran aquellos horribles corsés que dejaban a la vista más carne de la que ocultaban. Había intentado modificarlos a base de aguja e hilo pero no había conseguido nada más que destrozarlos. Estaban usados, la tela gastada y ella, sencillamente, terminó con ellos. Había estado calculando antes de salir de casa… Si se compraba tela, podría hacer varios vestidos; humildes y sencillos, pero sería más de lo que tenía hasta ahora. Mientras que si se decantaba por el vestido, sólo podría hacerse con uno. El problema residía en sus propios deseos ya que la mañana pasada había estado en ese lugar, adorando vestidos increíbles.
Como otras tantas veces, antes de salir a la vista de todos los presentes en el mercado, Olive frenó en una esquinita para asegurarse de que los presentes nunca habían estado con ella. Ni siquiera en el burdel –algo más complicado teniendo en cuenta el uso que los hombres, y no tan hombres, le daban a su trabajo—. Se alisó unas arrugas invisibles de la falda oscura y tragó saliva, armándose de valor. Sabía que iba a ser complicado explicarle al comerciante por qué necesitaba el vestido cuando el corsé verde botella que llevaba esa mañana le impedía respirar. Su ropa no era la ropa que vestían las damas, las señoras, por lo que ya de por sí sería difícil hacer que el vendedor no tuviera problemas con que ella fuera su compradora.
—Perdón –musitó cuando su torpeza le jugó una mala pasada. Había empujado a un hombre, pero no le dio tiempo a replicar pues Olive salió disparada hacia el tumulto, escondiéndose entre los cuerpos de la gente y los puestecillos tanto de comida como de objetos cada cual más extraños. Entonces, como si de un enorme y potente imán se tratase, el vestido azul marino, tendido sobre la madera, la llamó a gritos. Todo su cuerpo se estremeció al imaginarse que esa tela tan suave, hecha para damas, se deslizaba por toda su piel. Se sentiría de una vez por todas como una mujer, como cuando estaba en su casa, con sus padres…—. ¿Cuánto…? –comenzó a decir con la boquita pequeña, acariciando el bajo del vestido con una desmesurada suavidad.
—No creo que alguien como usted pueda costearse ni lo que vale una manga –respondió rápidamente el comerciante, tirando de su prenda para alejarla de las sucias manos de la cortesana. Mientras lo guardaba en otro lado, la mueca de asco de sus labios hizo que su sangre hirviera dentro de sus venas.
Algunas ojos de su alrededor se posaron instantáneamente en ella provocándole un terrible rubor en sus mejillas.
—Tengo… —Intentó mostrarle la pequeña bolsita de cuero con las monedas que había estado guardando para ese momento, pero el comerciante negó con la cabeza, haciéndole aspavientos con la mano para echarla de allí—. Necesito el vestido, por favor, señor…
—Le he dicho que no y si vuelve a intentarlo, pediré que se la lleven arrastras si hace falta.
—Cabrón –masculló por lo bajo, guardándose la bolsita nuevamente bajo el corsé.
—¿Qué ha dicho?
—Nada, nada, que es un usted muy amable –mintió, fulminándolo con la mirada.
Si Dios era justo, ese hombre se atragantaría con su propia lengua. Estaba dispuesta a irse al puesto de las telas cuando sus pies se liaron con su propio vestido producto de los nervios. Maldición, maldición, gruñó para sus adentro viendo el suelo cada vez más cerca…
Olive sorteó las calles parisinas con rapidez, esquivando todo tipo de cuerpos. No quería encontrarse con nadie con conocido. Desde que había llegado, las mujeres la envidiaban y los hombres la codiciaban. Era así, ni más ni menos. Sin embargo, al contrario de algunas de sus compañeras, Olive no estaba acostumbrada a eso. Ni por asomo se hubiera imaginado una vida como aquella. Aunque una cosa no podía negar: ganaba dinero. No para vivir como una reina pero el suficiente como para comprarse de vez en cuando un vestido. Por eso estaba allí. Desde su llegada a París, su único vestuario eran aquellos horribles corsés que dejaban a la vista más carne de la que ocultaban. Había intentado modificarlos a base de aguja e hilo pero no había conseguido nada más que destrozarlos. Estaban usados, la tela gastada y ella, sencillamente, terminó con ellos. Había estado calculando antes de salir de casa… Si se compraba tela, podría hacer varios vestidos; humildes y sencillos, pero sería más de lo que tenía hasta ahora. Mientras que si se decantaba por el vestido, sólo podría hacerse con uno. El problema residía en sus propios deseos ya que la mañana pasada había estado en ese lugar, adorando vestidos increíbles.
Como otras tantas veces, antes de salir a la vista de todos los presentes en el mercado, Olive frenó en una esquinita para asegurarse de que los presentes nunca habían estado con ella. Ni siquiera en el burdel –algo más complicado teniendo en cuenta el uso que los hombres, y no tan hombres, le daban a su trabajo—. Se alisó unas arrugas invisibles de la falda oscura y tragó saliva, armándose de valor. Sabía que iba a ser complicado explicarle al comerciante por qué necesitaba el vestido cuando el corsé verde botella que llevaba esa mañana le impedía respirar. Su ropa no era la ropa que vestían las damas, las señoras, por lo que ya de por sí sería difícil hacer que el vendedor no tuviera problemas con que ella fuera su compradora.
—Perdón –musitó cuando su torpeza le jugó una mala pasada. Había empujado a un hombre, pero no le dio tiempo a replicar pues Olive salió disparada hacia el tumulto, escondiéndose entre los cuerpos de la gente y los puestecillos tanto de comida como de objetos cada cual más extraños. Entonces, como si de un enorme y potente imán se tratase, el vestido azul marino, tendido sobre la madera, la llamó a gritos. Todo su cuerpo se estremeció al imaginarse que esa tela tan suave, hecha para damas, se deslizaba por toda su piel. Se sentiría de una vez por todas como una mujer, como cuando estaba en su casa, con sus padres…—. ¿Cuánto…? –comenzó a decir con la boquita pequeña, acariciando el bajo del vestido con una desmesurada suavidad.
—No creo que alguien como usted pueda costearse ni lo que vale una manga –respondió rápidamente el comerciante, tirando de su prenda para alejarla de las sucias manos de la cortesana. Mientras lo guardaba en otro lado, la mueca de asco de sus labios hizo que su sangre hirviera dentro de sus venas.
Algunas ojos de su alrededor se posaron instantáneamente en ella provocándole un terrible rubor en sus mejillas.
—Tengo… —Intentó mostrarle la pequeña bolsita de cuero con las monedas que había estado guardando para ese momento, pero el comerciante negó con la cabeza, haciéndole aspavientos con la mano para echarla de allí—. Necesito el vestido, por favor, señor…
—Le he dicho que no y si vuelve a intentarlo, pediré que se la lleven arrastras si hace falta.
—Cabrón –masculló por lo bajo, guardándose la bolsita nuevamente bajo el corsé.
—¿Qué ha dicho?
—Nada, nada, que es un usted muy amable –mintió, fulminándolo con la mirada.
Si Dios era justo, ese hombre se atragantaría con su propia lengua. Estaba dispuesta a irse al puesto de las telas cuando sus pies se liaron con su propio vestido producto de los nervios. Maldición, maldición, gruñó para sus adentro viendo el suelo cada vez más cerca…
Olive Riviere- Mensajes : 14
Fecha de inscripción : 24/06/2012
Re: Suplicante Deseo [Joël-Anz]
Le había arriendado a un clérigo de París una pequeña habitación no muy lejana del centro de la ciudad. El hombre, un anciano seco de carnes y enjuto de rostro, lo encontró dentro de la abadía en donde promulgaba sus misas una noche lluviosa. Éste solía llevar hábitos oscuros que envolvían su escuálido cuerpo, pero no la piedad de la cual se haría el fugitivo.
No era que Joël fuera devoto del Señor al que tanto se humillaban las personas en ese lugar, las circunstancias las cuales lo llevaron a parar allí habrían sido completamente ajenas a la fe que no tenía por la deidad cristiana. De hecho, el muchacho guardaba secretamente un grande desprecio hacia la creencia colectiva y a la devoción con la que tanto adoraban a las figuras religiosas de las instituciones como en la cual se vio varado irremediablemente aquella turbia noche.
Se halló del todo sólo cuando arribó a la iglesia, con tan solo algunas monedas en su bolsillo, su fardel de pertenencias cuidadosamente sellado y aun machacado por la golpiza que había sufrido hacía tan solo unos días, intentó ingeniosamente encontrar asilo. Había escuchado que estos sitios generalmente brindaban protección a los forajidos, los cuales debían confesar y jurar lealtad a Dios para así liberar su alma de pecados y llegar a encontrar en él, el perdón divino.
No falto de suspicacia Joël encontró clemencia en el clérigo, y con la falsa promesa de que oraría en plegarias a sus santos, éste le proporcionó una humilde y deshabitada habitación en la abadía, en dónde pasar las noches.
No pasó mucho tiempo antes de que Joël se hiciera parte del personal en la enfermería de un hospital de renombre en París, el Pitié-Salpêtrière, pues facultades para su vocación no le faltaban. Allí logró desenvolverse con total facilidad entre los demás ganando autonomía inmediata y sobresaliendo de la media. De esta manera el muchacho por vez primera habría sentido un profundo alivio en su interior, aquella atormentada vida parecía llegar a un punto final, y con el tiempo los traumáticos recuerdos de los abusos soportados se esfumarían poco a poco.
Había pasado las noches de claro en claro en el hospital, intentando mantener su mente ocupada para no pensar. Pero ese día tuvo que salir a por algunas encomiendas que el anciano le había encargado, aunque poco le importase las necesidades de ese viejo a quien solo intentaba sacar el máximo provecho, debía conservar su cordura y permanecer lo más musito posible para no levantar la atención ajena, puesto que había estado huyendo de la ley, escabulléndose por las esquinas más furtivas, y los callejones más oscuros, evitando el dialogo con la muchedumbre de las calles más transitadas tras asesinar a su aborrecido padrastro.
Llegó al mercado ambulante de la ciudad con una idea fija en la cabeza - hacerse con lo necesario y desaparecer -. Si bien la multitud era espesa, era una gran oportunidad para pasar por el anonimato con tantos de ellos.
Al medio disiparse la turba Joël era capaz de apreciar la gran variedad de negocios allí expuestos; azulejos esmaltados de colores, figuras de mármol y de jaspe, vasijas de cien clases diversas, antiguas artesanías, telares de hermosos vestidos, tiras de cuero, y otros cien y cien objetos: era lo que aparecía a primera vista en el mercado, llamando asimismo la atención y seduciendo a cualquiera que pasara por aquí.
El verdadero punto culminante del panorama, era un misterioso puesto recóndito, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, e infinitamente más intrigante al cual el muchacho se vio completamente hipnotizado, pues las exquisitas fragancias que expedían los perfumes y que tanto lo fascinaban, lo llamaban como un embrujo en su nariz.
El dueño del local no solo disponía del objeto de fijación de Joël, sino que también exponía gran parte de vestuarios de confección elegante y encaje minuciosamente labrado por las manos de algún artista, que eran sumamente codiciados por la mayoría de las mujeres que se paraban curiosas a observar.
Allí se encontraba, deleitándose con los diversos aromas cuando escuchó un escandaloso parloteo no muy lejos de sí. Pensó que alguien estaba causando problemas y que lo mejor sería salir del lugar lo antes posible, no querría estar allí si la situación atraía la atención de la seguridad. Se dispuso a retirarse silenciosamente y con disimulo, pero antes de que cruzara por el umbral de la salida alguien tropezó a pocos centímetros de él y casi por un acto reflejo la sostuvo con una de sus manos sujetándola por el brazo y evitando que se aventara riesgosamente contra el suelo del lugar.
Era una muchacha de dorada cabellera y de facciones casi infantiles, propias de la adolescencia, de ojos azules y expresivos en donde pudo notar cierto descontento en su expresión cuando la miró. Aunque las riñas ajenas y los problemas de la gente no eran cosas que captaran el mínimo interés de Joël, no pudo evitar impedir que cayera, quizás por el mero hecho de su condición de enfermero en el hospital.
En ese momento uno de los pliegues en la ropa que vestía la chica se deslizó y Joël pudo vislumbrar en su hombro derecho un gran hematoma que inconfundiblemente no era producto de algún descuidado accidente. Guardó un silencio expectante y sus labios se entreabrieron ligeramente, de repente sus ojos se abrieron de forma amplia y desorbitada cuando todo volvió a la cabeza del muchacho, aquello le había traído desagradables memorias las cuales tanto se había dispuesto a olvidar, sintió un gran rechazo y casi atemorizado liberó el brazo ajeno dejándola maleducadamente caer en el suelo, se hizo un paso atrás mecánicamente y cerró sus parpados con esmero en un intento desesperado por detener los horrorosos recuerdos que de pronto invadían su mente.
Cuando volvió a sus cabales al cabo de unos segundos se vio rodeado por las juiciosas miradas de las personas que allí se encontraban y que tanto se oían murmurar. No sabía que hacer, sus instintos le dictaban que debía salir corriendo tan rápido como sus piernas pudieran, pero tomar una actitud similar acarrearía consigo sospechas innecesarias que podrían coartar la laboriosa tarea de permanecer encubierto en la sociedad y que había procurado hacer hasta ahora.
Así que volvió su mirada nerviosa a la chica y se acercó para dirigirle algunas palabras - Discúlpame, creo que el café de esta mañana no me ha sentado del todo bien - se excusó con una oración tan absurda que hasta a él le resultaba vergonzosa. - Déjame… que te ayude - ofreció dificultosamente apenas esbozando una sonrisa con sus ojos cuando se inclinó para ofrecerle su mano nuevamente - ¿te encuentras bien? -.
Sí bien hubiera dejado a la chica a su propia suerte en aquel lugar, eran contadas las ocasiones en las cuales demostró simpatía por esta clase de situaciones en el pasado. Sin embargo había algo en ella que pudo sacarlo de sus casillas por un momento. Las marcas que yacían en su hombro desentrañaban un turbio pasado en él y que a simple vista compartía con ella de alguna forma.
Lo único que deseaba en ese momento en su corazón era confundirse con la mayoría de los hombres caballerosos que hubieran brindado su ayuda a una damisela en apuros, y así poder rápidamente alejarse y perderse otra vez entre la multitud del mercado.
No era que Joël fuera devoto del Señor al que tanto se humillaban las personas en ese lugar, las circunstancias las cuales lo llevaron a parar allí habrían sido completamente ajenas a la fe que no tenía por la deidad cristiana. De hecho, el muchacho guardaba secretamente un grande desprecio hacia la creencia colectiva y a la devoción con la que tanto adoraban a las figuras religiosas de las instituciones como en la cual se vio varado irremediablemente aquella turbia noche.
Se halló del todo sólo cuando arribó a la iglesia, con tan solo algunas monedas en su bolsillo, su fardel de pertenencias cuidadosamente sellado y aun machacado por la golpiza que había sufrido hacía tan solo unos días, intentó ingeniosamente encontrar asilo. Había escuchado que estos sitios generalmente brindaban protección a los forajidos, los cuales debían confesar y jurar lealtad a Dios para así liberar su alma de pecados y llegar a encontrar en él, el perdón divino.
No falto de suspicacia Joël encontró clemencia en el clérigo, y con la falsa promesa de que oraría en plegarias a sus santos, éste le proporcionó una humilde y deshabitada habitación en la abadía, en dónde pasar las noches.
No pasó mucho tiempo antes de que Joël se hiciera parte del personal en la enfermería de un hospital de renombre en París, el Pitié-Salpêtrière, pues facultades para su vocación no le faltaban. Allí logró desenvolverse con total facilidad entre los demás ganando autonomía inmediata y sobresaliendo de la media. De esta manera el muchacho por vez primera habría sentido un profundo alivio en su interior, aquella atormentada vida parecía llegar a un punto final, y con el tiempo los traumáticos recuerdos de los abusos soportados se esfumarían poco a poco.
Había pasado las noches de claro en claro en el hospital, intentando mantener su mente ocupada para no pensar. Pero ese día tuvo que salir a por algunas encomiendas que el anciano le había encargado, aunque poco le importase las necesidades de ese viejo a quien solo intentaba sacar el máximo provecho, debía conservar su cordura y permanecer lo más musito posible para no levantar la atención ajena, puesto que había estado huyendo de la ley, escabulléndose por las esquinas más furtivas, y los callejones más oscuros, evitando el dialogo con la muchedumbre de las calles más transitadas tras asesinar a su aborrecido padrastro.
Llegó al mercado ambulante de la ciudad con una idea fija en la cabeza - hacerse con lo necesario y desaparecer -. Si bien la multitud era espesa, era una gran oportunidad para pasar por el anonimato con tantos de ellos.
Al medio disiparse la turba Joël era capaz de apreciar la gran variedad de negocios allí expuestos; azulejos esmaltados de colores, figuras de mármol y de jaspe, vasijas de cien clases diversas, antiguas artesanías, telares de hermosos vestidos, tiras de cuero, y otros cien y cien objetos: era lo que aparecía a primera vista en el mercado, llamando asimismo la atención y seduciendo a cualquiera que pasara por aquí.
El verdadero punto culminante del panorama, era un misterioso puesto recóndito, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, e infinitamente más intrigante al cual el muchacho se vio completamente hipnotizado, pues las exquisitas fragancias que expedían los perfumes y que tanto lo fascinaban, lo llamaban como un embrujo en su nariz.
El dueño del local no solo disponía del objeto de fijación de Joël, sino que también exponía gran parte de vestuarios de confección elegante y encaje minuciosamente labrado por las manos de algún artista, que eran sumamente codiciados por la mayoría de las mujeres que se paraban curiosas a observar.
Allí se encontraba, deleitándose con los diversos aromas cuando escuchó un escandaloso parloteo no muy lejos de sí. Pensó que alguien estaba causando problemas y que lo mejor sería salir del lugar lo antes posible, no querría estar allí si la situación atraía la atención de la seguridad. Se dispuso a retirarse silenciosamente y con disimulo, pero antes de que cruzara por el umbral de la salida alguien tropezó a pocos centímetros de él y casi por un acto reflejo la sostuvo con una de sus manos sujetándola por el brazo y evitando que se aventara riesgosamente contra el suelo del lugar.
Era una muchacha de dorada cabellera y de facciones casi infantiles, propias de la adolescencia, de ojos azules y expresivos en donde pudo notar cierto descontento en su expresión cuando la miró. Aunque las riñas ajenas y los problemas de la gente no eran cosas que captaran el mínimo interés de Joël, no pudo evitar impedir que cayera, quizás por el mero hecho de su condición de enfermero en el hospital.
En ese momento uno de los pliegues en la ropa que vestía la chica se deslizó y Joël pudo vislumbrar en su hombro derecho un gran hematoma que inconfundiblemente no era producto de algún descuidado accidente. Guardó un silencio expectante y sus labios se entreabrieron ligeramente, de repente sus ojos se abrieron de forma amplia y desorbitada cuando todo volvió a la cabeza del muchacho, aquello le había traído desagradables memorias las cuales tanto se había dispuesto a olvidar, sintió un gran rechazo y casi atemorizado liberó el brazo ajeno dejándola maleducadamente caer en el suelo, se hizo un paso atrás mecánicamente y cerró sus parpados con esmero en un intento desesperado por detener los horrorosos recuerdos que de pronto invadían su mente.
Cuando volvió a sus cabales al cabo de unos segundos se vio rodeado por las juiciosas miradas de las personas que allí se encontraban y que tanto se oían murmurar. No sabía que hacer, sus instintos le dictaban que debía salir corriendo tan rápido como sus piernas pudieran, pero tomar una actitud similar acarrearía consigo sospechas innecesarias que podrían coartar la laboriosa tarea de permanecer encubierto en la sociedad y que había procurado hacer hasta ahora.
Así que volvió su mirada nerviosa a la chica y se acercó para dirigirle algunas palabras - Discúlpame, creo que el café de esta mañana no me ha sentado del todo bien - se excusó con una oración tan absurda que hasta a él le resultaba vergonzosa. - Déjame… que te ayude - ofreció dificultosamente apenas esbozando una sonrisa con sus ojos cuando se inclinó para ofrecerle su mano nuevamente - ¿te encuentras bien? -.
Sí bien hubiera dejado a la chica a su propia suerte en aquel lugar, eran contadas las ocasiones en las cuales demostró simpatía por esta clase de situaciones en el pasado. Sin embargo había algo en ella que pudo sacarlo de sus casillas por un momento. Las marcas que yacían en su hombro desentrañaban un turbio pasado en él y que a simple vista compartía con ella de alguna forma.
Lo único que deseaba en ese momento en su corazón era confundirse con la mayoría de los hombres caballerosos que hubieran brindado su ayuda a una damisela en apuros, y así poder rápidamente alejarse y perderse otra vez entre la multitud del mercado.
Última edición por Joël Mourchois el Mar Jul 03, 2012 6:59 am, editado 1 vez
Joël Mourchois- Humano Clase Media
- Mensajes : 14
Fecha de inscripción : 17/06/2012
Localización : París, Francia.
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: Suplicante Deseo [Joël-Anz]
Le temblaban las piernas. O quizás todo el cuerpo. No estaba segura al cien por ciento. Sólo sabía que ese incómodo tembleque del cual era víctima, fue producido en primer lugar por las duras palabras del comerciante y, en segundo, por aquellas miradas asesinas de las cuales era el centro. Los ojos azules cristalinos de Olive se pegaron al suelo como si de un imán se tratase. Apretó el pequeño saco de cuero con las moneditas que había ahorrado en su mano y tragó saliva audiblemente para armarse de valor. No alcanzaba a entender qué problemas tenía la gente con las personas de su gremio, como solían referirse a las cortesanas. Eran personas, como cualquier otro humano de París. La única diferencia que había entre ellas y los demás era su trabajo. ¿Acaso era tan malo? Al menos no estaban robando… ¿no? Sacudió la cabeza, queriendo mandar esa clase de pensamientos al fondo de su mente. Porque dolían. Escocían en lo más profundo de su ser. Se iría de allí y procuraría no regresar. Cada día que pasaba, cada hora que perdía en el burdel, cada minuto que se entregaba a un nuevo cliente, tenía más claro que jamás podría salir de allí. Nunca podría llegar a ser una persona a quien no mirasen por encima del hombro.
Aunque se esforzó y puso todo su empeño en no hacer más el ridículo, su cuerpo le falló, como cada vez que sus nervios tomaban posesión de ella. Se enredaron en su propio vestido precipitándola a una caída segura. Sin embargo, una luz se encendió en el fondo del túnel al que estaba destinada. Unas manos masculinas la cogieron con fuerza, impidiéndole llegar a tocar el suelo. Respiró tranquila cuando alzó la mirada y vio ese rostro hipnotizador. Esos ojos del color del cielo en el día más soleado, consiguieron que Olive se quedara sin aire. Abrió desmesuradamente los suyos, intentando concentrarse en sus movimientos y no caer de bruces por sólo mirarlo. Cuando estaba segura de que podría recuperarse, algo falló de nuevo. Esas manos, que hacía un segundo eran su protección, se alejaron de ella.
-¡Oh! –exclamó cuando cayó al suelo y todas sus monedas salieron del saco de cuero.
El chal que tenía sobre los hombros desapareció, dejando a la vista todas las heridas y moretones de su pecho. Rápidamente, sintiendo como cada vez sus mejillas se encendían más y más, lo buscó prácticamente a tientas. Percibía las miradas fijas en ella de todos los presentes, incluso de su salvador. Especialmente de él. Le había dado asco. Estaba segura. Fue asco lo que vio reflejado en sus ojos, repugnancia. Entonces, ¿¡por qué demonios le había dado esa pequeña esperanza!? ¿¡Qué clase de hombre era!? Giró sobre sí misma para recoger todas las monedas dispersas por el suelo. Murmuraba maldiciones cada vez que un zapato pisaba sus dedos finos y alargados como si se tratasen de cucarachas. Maldijo de nuevo cuando un hombre pasó por su lado y le dio una suave patadita. Quería llorar. Gritar hasta que sus cuerdas vocales estallaran en mil y un cachitos.
Por un momento sopesó la idea de aceptar la mano de ese hombre pero entonces recordó lo que había visto reflejada en su mirada. Negó con la cabeza con fuerza y apartó su mano de un golpe, igual de fuerte que su negativa. Se puso en pie sola y lo fulminó con la mirada cuando estuvo a su altura.
-No necesitaba su… su ayu-ayuda –tartamudeó presa de una rabia casi incontrolable. Apretó el chal para no permitir que se fuera de su sitio y alzó la barbilla mientras cerraba los ojos. No quería derramar una sola lágrima en su presencia-. Sé que no soy digna de ayuda pero usted… usted no te-tenía dere-de-derecho a hacerme eso –le dijo en un susurro, apuntándolo con el dedo índice. Tenía apariencia de mujer frágil, casi como una niña. Como esas muñequitas de porcelana que se rompían al menor toque. Y en cierto modo lo era. Pero no era del todo tonta, no demasiado ingenua. Poseía una fuerza interior mayor de lo que muchos se creían-. No es más digno que yo –le espetó, terminando por darle un suave empujón que estaba segura, ni siquiera lo había inmutado-. Es despreciable.
Sí, sí. La boca de la niña era la de un fraile. El problema era que quién iba a tomarle en cuenta sus palabras con esos ojitos húmedos, esos pómulos teñidos de rojo carmesí y esas manitas tan perfectas, tan largas y suaves.
Aunque se esforzó y puso todo su empeño en no hacer más el ridículo, su cuerpo le falló, como cada vez que sus nervios tomaban posesión de ella. Se enredaron en su propio vestido precipitándola a una caída segura. Sin embargo, una luz se encendió en el fondo del túnel al que estaba destinada. Unas manos masculinas la cogieron con fuerza, impidiéndole llegar a tocar el suelo. Respiró tranquila cuando alzó la mirada y vio ese rostro hipnotizador. Esos ojos del color del cielo en el día más soleado, consiguieron que Olive se quedara sin aire. Abrió desmesuradamente los suyos, intentando concentrarse en sus movimientos y no caer de bruces por sólo mirarlo. Cuando estaba segura de que podría recuperarse, algo falló de nuevo. Esas manos, que hacía un segundo eran su protección, se alejaron de ella.
-¡Oh! –exclamó cuando cayó al suelo y todas sus monedas salieron del saco de cuero.
El chal que tenía sobre los hombros desapareció, dejando a la vista todas las heridas y moretones de su pecho. Rápidamente, sintiendo como cada vez sus mejillas se encendían más y más, lo buscó prácticamente a tientas. Percibía las miradas fijas en ella de todos los presentes, incluso de su salvador. Especialmente de él. Le había dado asco. Estaba segura. Fue asco lo que vio reflejado en sus ojos, repugnancia. Entonces, ¿¡por qué demonios le había dado esa pequeña esperanza!? ¿¡Qué clase de hombre era!? Giró sobre sí misma para recoger todas las monedas dispersas por el suelo. Murmuraba maldiciones cada vez que un zapato pisaba sus dedos finos y alargados como si se tratasen de cucarachas. Maldijo de nuevo cuando un hombre pasó por su lado y le dio una suave patadita. Quería llorar. Gritar hasta que sus cuerdas vocales estallaran en mil y un cachitos.
Por un momento sopesó la idea de aceptar la mano de ese hombre pero entonces recordó lo que había visto reflejada en su mirada. Negó con la cabeza con fuerza y apartó su mano de un golpe, igual de fuerte que su negativa. Se puso en pie sola y lo fulminó con la mirada cuando estuvo a su altura.
-No necesitaba su… su ayu-ayuda –tartamudeó presa de una rabia casi incontrolable. Apretó el chal para no permitir que se fuera de su sitio y alzó la barbilla mientras cerraba los ojos. No quería derramar una sola lágrima en su presencia-. Sé que no soy digna de ayuda pero usted… usted no te-tenía dere-de-derecho a hacerme eso –le dijo en un susurro, apuntándolo con el dedo índice. Tenía apariencia de mujer frágil, casi como una niña. Como esas muñequitas de porcelana que se rompían al menor toque. Y en cierto modo lo era. Pero no era del todo tonta, no demasiado ingenua. Poseía una fuerza interior mayor de lo que muchos se creían-. No es más digno que yo –le espetó, terminando por darle un suave empujón que estaba segura, ni siquiera lo había inmutado-. Es despreciable.
Sí, sí. La boca de la niña era la de un fraile. El problema era que quién iba a tomarle en cuenta sus palabras con esos ojitos húmedos, esos pómulos teñidos de rojo carmesí y esas manitas tan perfectas, tan largas y suaves.
Olive Riviere- Mensajes : 14
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