Family Portrait [Michaella Kozlova]

El viento helado le quemaba la piel, pero hacía ya algunos minutos que ya no sentía nada. De vez en cuando uno que otro rizo se interponía en su visión, y él sólo soltaba la rienda del yugo de su mano diestra y despejaba su campo visual. Antes de subirse al caballo sólo había atinado a recogerse el cabello en una coleta mal hecha. Había salido de aquella casa, ahora su casa, como alma que lleva el diablo.

¿Qué lo había llevado a tal arrebato?

Escapaba del infierno en busca de un respiro, una luz que tenía un nombre y una dirección que yacía escrita bruscamente en el sobre que llevaba bien resguardada en un bolsillo oculto en el abrigo.

Como todos los días, se había levantado antes del alba. Aún no se acostumbraba a su nueva residencia, llevaba tan sólo un par de meses ostentando el titulo de Barón, habitando aquella casa que estaba seguro jamás sentiría como suya, negándose a ocupar la habitación principal, negándose a irrumpir en la habitación del antiguo Barón, de aquel hombre al que había negado como padre y aun después de su muerte, aun después de haber aceptado el titulo nobiliario, aun después de todo, no podía llamarle padre. Sentía su presencia como la de un fantasma, un grillete amarrado a su tobillo; la casa entera era una prisión, una a la que tenía que acostumbrarse y por tal motivo hizo acopio de todo su coraje para excomulgar a aquel demonio. Así fue como luego de desayunar, después de haber terminado su usual rutina matutina, se había dirigido al cuarto del viejo Plyushchenko.

Con sus dedos delineo los muebles cubiertos de polvo, corrió las cortinas del par de ventanales que irrumpían el muro que daba al oeste, la luz le cegó y apretó fuertemente los ojos tan sólo un par de minutos. Se sentó sobre el colchón, que cedió bajo su peso al momento de que sus pulmones aspiraban aire, aire pesado, aire rancio. No sentía nada, en aquel lugar no sentía pena, no sentía tristeza sin embargo se sentía cómo un niño perdido, un niño castigado en aquel cuarto, un niño que no alcanzaba a tocar el suelo ni siquiera con la punta de sus zapatos. Al observar el suelo, a sentirlo bajo sus pies, confirmaba que no era un infante y no valía la pena preguntarse en donde había quedado ese niño. Cómo hubiera sido su infancia si aquel niño hubiera crecido en aquel lugar, no valía la pena preguntárselo.

Un escalofrió recorrió su columna vertebral, un escalofrío que lo sacó de aquello que comenzaba a sentirse como una pesadilla y de pronto se dio cuenta que también le pesaban los ojos, parcialmente llenos de un liquido que no deseaba derramar por aquel hombre. Cerró los parpados y se talló con las manos hechas puño, luego se levantó de la cama, impulsado como si esta le quemara, como si se tratase de un simple reflejo. Golpeó con la mesita de noche y está cayó al suelo junto con todo lo que había sobre de ella, la lámpara de aceite derramó su contenido sobre un par de cartas, las cuales se apresuró a recoger antes de que quedaran completamente manchadas.

El contenido de aquellas cartas era lo que lo había llevado hasta aquel lugar, en la misma ciudad pero curiosamente en la punta opuesta de donde él había crecido. Bajó del caballo aún sin que este detuviera su andar por completo, amarró las riendas a un árbol cercano y luego, con la mano echa un puño, tocó aquella puerta de madera.

Uno… Dos… Tres golpes secos.

Uno… Dos… Tres vueltas más constriñendo el nudo que sentía se formaba en su estómago.

No sabía que diría, no sabía cómo sería recibido, lo único que sabía es que debía estar allí. Lo necesitaba.

Levantó la vista al escuchar la madera temblar bajo el peso delo que el supuso sería un pequeño animal. Pensar en cualquier cosa era mejor que concentrarse en las contrastantes emociones que le provocaba el sólo recordar el motivo de su visita a aquella casa. Un poco de aserrín cayó sobre su cabello alborotado y otro tanto quedó atrapado en sus pestañas. Parpadeó tan sólo una vez y para su sorpresa el techo cayó sobre él. No cedió ante el peso de los tablones rotos, de la incomodidad provocada por las astillas, se mantuvo en pie hasta que sostuvo el cuerpo que había ocasionado todo aquel desastre. Una vez que sus manos se afianzaron a una cintura, sus brazos rodearon aquel frágil cuerpo, permaneciendo con los ojos fuertemente cerrados. Su cuerpo aguantó durante un par de minutos, el golpe del peso de la manera y finalmente el de la muchacha, él no era ningún enclenque, y finalmente se dejó caer sobre los escombros, sabiendo que de una u otra forma había amortiguado la caída de la joven. La madera y sus propias rodillas crujieron cuando finalmente su peso cayó sobre el suelo.

Aquellos golpes y magulladuras en su cuerpo eran insignificantes comparados con el quela imagen que le esperaba al abrir de nuevo los ojos y fijar la vista en aquel animalito que había caído del techo, ser que sabía, ahora que lo tenía firmemente sujeto contra su pecho, se trataba de una mujer. Aquella visión provocó un estruendo en sus sentidos, y echó por los suelos toda idea que había preconcebido durante su camino a ese lugar.

Ante sus ojos se encontraba una joven, para él era difícil describirla puesto que la sola impresión, le conmovía a grados inimaginables, sentía los ojos parcialmente acuosos. En la joven pudo observar un semblante que no difería mucho del que reconocía en su propio reflejo. Unos ojos que reconocía como idénticos a los de aquel hombre que, aun muerto, tanto aborrecía pero que en ella poseían una mirada amable, llena de vida. La joven poseía un cabello tan rojo como el de su madre, y este último detalle fue el que lo afecto más que ningún otro, más que reconocer en ella el motivo de su visita a aquel lugar. De inmediato la soltó, dejándola suavemente sobre los escombros.

-¿Qué hacías allá arriba?- preguntó una vez recuperado de la impresión, levantando su vista hacia el punto de donde ella había caído, prefería no volver a mirarla hasta razonar finalmente el verdadero significado de su hallazgo. Bajó la vista, y finalmente se sacudió las rodillas, colocándose de cuclillas junto ella.

Jamás pensó que verla, provocaría en él tantos sentimientos, sensaciones encontradas. Al observarla con detenimiento, supo que no era mucho menor que él y aquel rencor que sentía hacía su padre no pudo más que incrementarse. Su corazón palpitaba desenfrenado contra su pecho, dentro de sí sabía que aquella muchacha era quien había ido a buscar, algo muy dentro de él le gritaba que ella era su media hermana.

Se levantó y con ciertas reservas le extendió su brazo para que ella pudiera levantarse. Reservas, porque no sabía qué sentir ante su tacto, ante su cercanía, ante aquel aire vivaz y despreocupado que le recordaban a si mismo, un Matvey del que poco quedaba ya.

-Me llamo Matvey-trató de que su voz no sonara temblorosa o insegura. Se apresuró a presentarse, sabiendo que para la joven era un total desconocido, y que en ese aspecto él le llevaba un poco de ventaja.

No sabía muy bien que sentir, pero aquel cuerpo agazapado contra el suyo, rodeándolo con los brazos, fuerte, muy fuerte, muy fuerte, como si ella se estuviera ahogando y él fuera su salvavidas, la sola idea lo sobrecogió pero se sentía cálido y bien, cálido y familiar, más no del todo correcto. Matvey alzo ambas cejas cuando ambos por fin estuvieron frente a frente, estuvo a punto hablar, abrió los labios pero de ellos no salieron ningún solo sonido. Quiso decirle en ese momento que eran familiares, que más bien les unía un lazo de sangre, y aunque no fue así de alguna forma sentía la necesidad de recuperar aquel abrazo y mantenerlo por unos minutos más.

Había cabalgado todo el trayecto hasta ese lugar con el solo pensamiento de hablar con los familiares de la muchacha, hablar con quien había escrito aquellas cartas, y a pesar de haberse mentalizado, la madre de la muchacha le sorprendió, fue necesario respirar por la boca para recuperar el aire que en ese momento se le había escapado. Al ver interactuar a la muchacha y a su madre se dio cuenta de que quizá, jamás había tenido las cosas tan clara en su vida; mentía, jamás tendría las cosas tan claras como aquella vez que creyó morirse en el hielo siberiano, su pasado y futuro jamás había estado tan claros, pero en esta ocasión que todo parecía incierto. En este momento su vida aunque planeada, le sabía ajena pero supo que jamás había tenido tan abiertos los ojos como en ese momento, jamás le había pesado tanto lo solo que se encontraba. Un escalofrío le recorrió, siempre había crecido solo y ahora la única persona que le quedaba en el mundo era su abuelo y tal vez aquella muchacha de cabello rojizo y piel cubierta de pecas, como el cascaron del huevo de alguna pequeña ave.

Quiso evitar que la mujer le diera una bofetada a la muchacha, quiso estirar su brazo e impedir el contacto pero se sentía extraño, cerró los ojos ante el golpe y dio un pequeño paso hacia atrás. Luego el golpe fue para él, una cantidad de disculpas salieron de la boca de la madre de la muchacha y a él se le subieron los colores a las mejillas. Se sentía más avergonzado que las dos mujeres juntas y sólo atinabas a asentir de manera descuidada.

Aquella interacción entre ella se desarrollaba ante sus ojos con extrema lentitud, él sólo era un extraño que osaba a meterse en escenas intimas que a él no le incumbían, incluso aunque el fuera el agraviado de aquella caída libre del techo al suelo en busca de algo que él desconocía.


-Descuide, yo estoy perfectamente bien- dijo sacudiéndose de la ropa el polvo y las astillas de la madera rota. - Perfectamente bien, suéltela- dijo amablemente con respecto a la forma brusca con la que la muchacha era sujeta. Él no era quien para inmiscuirse en la forma en la que era educada la muchacha pero aun así se atrevió a hacerlo. - Todo está bien.- sonrió tímidamente. - y no, no acostumbro a ir por ahí atrapando muchachas que caen del cielo.- dijo inclinándose ligeramente para quedar a tan sólo unos centímetros de… aquella muchacha, él en su mente aún no podía reconocer el titulo consanguíneo que ella se merecía pero con el corazón lo deseaba. - tal parece que llegué en el momento correcto.- a él le gustaba pensar que era así.

Mantuvo por unos minutos más la sonrisa pero esta luego se descompuso, se irguió para comenzar a hacer una ligera reverencia.

-Soy el nuevo barón de Nóvgorod.- “aquella muchacha es mi hermana” se dijo mentalmente para convencerse, aquella reverencia estaba muy bien justificada y para él no estuvo fuera de lugar. - Tengo motivos personales para estar aquí. No fue simple coincidencia, Michaella.-

Sí, sabía su nombre y si él no se había equivocado de casa, ese debía ser el nombre por el cual la joven respondiera. Desvió la mirada, no quiso saber de la reacción de ninguna de las dos mujeres, para él, aquel momento ya era lo suficientemente incomodo. Se imaginó a la joven sorprendida y a su madre nerviosa por que sabía perfectamente que conllevaba que él fuera el nuevo barón.

-No tiene nada de que preocuparse.- dijo levantando la mirada y acercándose a la mujer mayor. - Sólo quiero hablar con usted, si se puede con ambas.- él se apegaría a lo que su madre dispusiera, no pretendía causarle ningún disgusto a ninguna de las dos.

Su intención era reconocer a la muchacha como su media hermana y que a partir de ello lograr que ambas mujeres no preocuparan por reparar el techo caído, no se preocuparan por vender vacas o conseguir alimento a alguno, él deseaba sacarlas a ambas de aquella casa y que Michaella fuera reconocida como baronesa de Nóvgorod.

Le dedico una segunda mirada a la muchacha, como si no la hubiera mirado lo suficiente, deseaba encontrar en sus rasgos un poco de él, aquella leve conexión que le gritara que ambos eran hijos del mismo hombre.

Yo era una experta para quejarme de la vida silenciosamente, a lo largo de los años viviendo con mi madre me había hecho tan buena en ello, que si hubiera existido un premio por los mejores discursos mentales, nadie hubiera tenido una oportunidad contra mi. No podía quejarme en voz alta porque mi madre me golpeaba y mi abuelo era sordo, no tenía amigos porque todos en el pueblo creían que era peligrosa y yo no quería por amistades a un montón de cobardes que le temen a una niña enclenque como yo. No tenía mascotas porque en el justo instante en el que me pensaba conseguir un gato color chocolate para hacerme compañía, llega un chico de la nada y yo le caigo encima con todo y techo. Así que esa mañana fría en Rusia, mientras mi madre se disculpaba por mi frente a un extraño y el extraño asentía a todo lo que mi madre decía, yo desporticaba contra el mundo entero con la mejilla enrojecida, el brazo entumecido y el entrecejo fruncido. Sabía que no era prudente interrumpir porque el brazo maternal era rápido y yo estaba a la distancia de un manotazo, tampoco podía escapar porque ya se encargaría ella de hacerme volver a la mala y mientras tanto, me quejaba de la vida que me había tocado vivir sin siquiera ver a los dos causantes de mis desgracias.

No había querido caerle encima al muchacho, no lo había hecho a propósito, a veces creía que todo lo que me sucedía era una cuestión de estar en el momento equivocado a la hora equivocada pero así era yo, una chica que saltaba de momento equivocado en momento equivocado y había logrado vivir 18 años aguantando y pocas veces esquivando las consecuencias de mis actos. Suspiré cayendo de golpe en la realidad en la que el viento nos volaba el cabello a los tres y el muchacho pedía que me soltaran. ¿A mi?, ¿Que me soltaran a mi? No podía creerlo pero no iba a esperar a que mi mente averiguara si no estaba alucinando. De un jalón le arranqué el brazo a mi madre que manoteó por volverlo a tomar pero yo lo pegué a mi cuerpo y di un salto hacia un lado. -¡Ha dicho que está perfectamente bien!, ¡Míralo, se ve perfectamente bien!- En un par de saltos quedé fuera del alcance de mi madre a quien la decencia y el decoro le impedía perseguirme porque "una dama no perseguía gente". La ataqué con sus propias palabras, un punto para mi y un punto para ella.

Y luego todo se descompuso, el chico hablaba misteriosamente y no estaba perdido pero nosotros nunca teníamos visitas porque a mi mamá le daba vergüenza invitar gente a la casa que se caía, mi abuelo ya casi ni contaba y a mi en el pueblo me tenían miedo pero últimamente los lugareños estaban aprendiendo a meterse en sus propios asuntos porque el chico no parecía saber nada de mi. Tampoco. El pensamiento me hizo fruncir el ceño, también su confesión que puso pálida a mi madre. ¿El barón?, ¿Y qué hacía el barón aquí?, ¿Y porqué los dos parecían saber algo que yo ignoraba?, ¿Motivos personales? Tantas preguntas navegando en mi cabeza y tan poca oportunidad de hablar porque ellos parecían conocerse de antes. Entrecerré los ojos mirándolos sospechosamente, no me gustaba que me ocultaran cosas y ahí había un gatote encerrado.

-Yo no hice nada- Y esta vez era cierto. Tal vez sus motivos personales no tenían nada que ver con alguna acusación en mi contra pero más valía prevenir que lamentar y yo no pretendía cargar con las culpas de alguien más. Miré a mi mamá y levanté las manos en plan de inocencia mientras ella, por primera vez en su vida, se quedaba sin palabras, lo cual era bastante raro. Yo no sabía qué decir porque la cara de uno era indescifrable y la de la otra era de pánico total. Y yo ya sabía lo que seguía porque ese "Quiero hablar con usted" le daba el poder a mi madre. Ya me veía yo en mi habitación intentando escuchar la plática. -Y si todo esto tiene que ver conmigo, quiero estar presente- Actitud inamovible y brazos cruzados para acentuar mi terquedad, la curiosidad había matado al gato y yo me iba a enterar de todo aunque me muriera.

-Cállate ya, muchacha. Pasemos a la casa- Ahora estaba segura de que el fin del mundo estaba cerca porque no había insultos y tampoco me impidió enterarme de todo. Yo busqué la mirada de Matvey para ver si podía sacar algo en claro pero al parecer yo estaba destinada a enterarme cuando ellos hablaran. Seguí a la comitiva a la sala, en donde el único sillón que teníamos ostentaba el lugar preferencial del cuarto y reposaba ahí, todo raído, descolorido y sin una pata pero muy orgulloso de seguir sirviendo a alguien. Todo estaba silencioso y a mi el silencio me picaba, era una sensación más grande que yo, si todo estaba silencioso, yo tenía la obligación moral de decir algo, cualquier cosa, no soportaba que el no ruido me aplastara contra el piso y tenía que romperlo inmediatamente, así que pensando en lo que me llevaría el abrir la boca, decidí arriesgarme. -¿No van a decirme que estoy gravemente enferma y que moriré mañana, verdad?