Amandine Fontaine

DATOS BÁSICOS:

Nombre: Amandine Geraldine Poulain de Fontaine
[Geraldine Fontaine desde su casamiento con Abelard Fontaine]
Edad: 41 años
Especie: Humana
Clase Social: Realeza francesa
Orientación Sexual: Heterosexual
Lugar de Origen: Castilla, España

HISTORIA:

Amandine llegó al mundo entre el encanto y las obligaciones que solamente una hija de Reyes puede tener desde el primer respiro generado por sus pequeños pulmones. Los años de infancia entre las murallas del palacio reflejaron los indicios del destino de aquella infanta de ojos envolventes y semblante angelical que en las tardes de juegos optaba siempre por representar a las grandes reinas que generalmente guiaban a sus soldados a la batalla, a la victoria que debía alcanzarse a toda costa. Por otro lado las obligaciones aparecían y eran abrazadas por la niña con pleno gusto. La lectura, el aprendizaje de idiomas y el sumergimiento en las artes se dio de forma voluntaria en aquella curiosa mente que agradecía por ser instruida de forma estricta.
Agradeciendo a Dios por aquella mente activa y belleza delicada, Amandine comenzó a degustar la tristeza al asumir la idea que sus padres tenían en mente para ella. La jovencita pensaba en que jamás podría realizar numerosas acciones que encontraba entretenidas por el simple hecho de que pasaría a hacer una figura analizada, contemplada y vigilada por incontables pares de ojos curiosos.

Amandine disfruto con extremidad todos sus días de joven soltería en su amada España, procurando realizar todas aquellas actividades de las que temía se verían prohibidas por su cercano matrimonio, por su nueva posición ante el mundo.
A dos meses de haber cumplido catorce años, el Palacio Real se engalanó con sus mejores adornos y tras una fiesta inolvidable que perduro por días en las calles francesas, Amandine se convirtió en la esposa de Abelard Fontaine, adoptando automáticamente a pedido de éste el nombre de Geraldine Fontaine, algo más apropiado para su nuevo estatus cívico.

De un día para otro la española se vio despojada de todo apego conocido, siendo ahora su atención abocada enteramente en aquel joven del que no sabia nada, pues la realidad era esa, Amandine no conocía absolutamente nada acerca del Delfín de Francia y él tampoco sobre ella. Comenzando la relación con la frialdad y asperezas propias de la incomodidad que atrae el desconocimiento, no pasaría mucho tiempo para que las charlas extensas, los paseos a caballo y las caminatas interminables por los jardines del Palacio no surtiesen efecto en la pareja, mismos que se fusionaron en una hermosa complicidad que los destinaria a ser compañeros, amantes incondicionales de por vida. Bajo la luz de su palpable juventud aquel matrimonio adoptaba de forma madura conceptos tales como el respeto, la confidencialidad, la amistad sincera y el amor puro.

Aquella dicha que contentaba a la joven solamente se vio opacada el día que tuvo que enterarse de la muerte del Rey, noticia que traía consigo tanto la pena por dicha perdida como la asunción de ella y su esposo al trono de Francia. Amandine no tardó en verse atormentada por los susurros del pueblo, que por su juventud exigía cuanto antes la llegada de un heredero a la corona. Los rumores de infertilidad de la nueva Reina surcaban los pasillos, debilitando su frágil corazón. Pero Amandine debía ser fuerte, debía demostrar que las malas bocas se equivocaban y que ella era una dama saludable, capaz de honrar a la patria con un varón sano y fuerte que en un futuro representase con orgullo la voz del pueblo francés.

La presión había tomado su espacio en el interior de la monarca quien ya para ese entonces también lidiaba con la ansiedad propia de querer hacerse con un bebe al que pudiese mecer entre sus brazos. El instinto materno afloraba en la española y los intentos interminables por alcanzar su anhelo no daban resultado alguno.
Agobiada y entristecida por no enorgullecer al pueblo y sobre todo a su esposo, una solución alternativa fue buscada en secreto, y una gitana anciana se encargaría de hacer el sueño de la Reina algo completamente real. La longeva y sabia mujer al denotar como la flama de la esperanza se apagaba en aquella joven dama frente a sus ojos, compartió con ella la forma en que ésta podría hacerse con el hijo que tanto deseaba si seguía correctamente ciertos pasos. Una simple y fragante ramilla de romero se encargaría de sellar el pacto con los dioses que traerían el hijo deseado al vientre de la soberana. Para que el retoño fuese varón éste debía ser concebido en horas de la noche y en contraposición si lo que se buscaba era traer una niña al mundo, la misma debía ser concebida al alba. Tras dichos accionares si se confirmaba el embarazo aquella ramilla de romero debía ser incinerada a la par que se le agradecía a Dios por tal inmenso regalo recibido.

De esa forma, aquel llamado Jean Baptiste aterrizó en los cálidos brazos de su madre, quien ya le veía como su Príncipe eterno; grande de corazón y tan valiente cuan dispuesto como el león más salvaje.

Bien cierto es aquello que enuncia que tras un acontecimiento especial las cosas cambian rotundamente. Así pasó tras la llegada de Jean Baptiste. El pueblo aclamaba la regocijante novedad y cambiaba su mirada para con la Reina, ahora vista desde un ángulo completamente diferente, más maternal y unida a su sociedad. La gente estaba feliz y eso despertaba nuevamente el sentimiento positivo y jubiloso en la monarca. Ahora la dama se abocaba con mano auxiliadora en colaborar en el relacionamiento de su nación con otros países, anhelando también el lazo de Francia con España se afianzase nuevamente tras cierto olvido. Amandine se había tornado una ficha peculiar en el tablero de ajedrez de la nación francesa, opacando en ciertas instancias a su mismo esposo, pues en más de una ocasión se vio apaciguando con ese toque innato a las fieras con melodiosas y civilizadas conversaciones en el Palacio Real. Pero su sabiduría le advertía siempre hasta donde llegar, pues su mente jamás olvidaba de quien era la ultima palabra en toda decisión a llevarse adelante.

El tiempo transcurrió con deleite y una tarde de paseo por las zonas más alejadas dentro de los jardines del palacio, bajo la sombra de un árbol de romero, Amandine cayo en reminiscencia de años pasados y se decidió por comprobar si las palabras de aquella gitana que le había ayudado eran ciertas. Bajo la luz del alba, cayó recostada entre los brazos de su esposo y sabanas de fino hilo egipcio. En un nuevo acto de amor la Reina volvió a quedar encinta por segunda y ultima vez, agradeciéndole nuevamente a Dios por tal obsequio mientras sus serenos ópalos vislumbraban el quemado de aquella nueva ramilla de romero.

Nuevamente volvía a tener a un fruto de su ser entre sus brazos. Amandine siempre recuerda ese momento donde contemplando aquellos pequeñitos y enigmáticos ojos claros dejó un beso en la mejilla del bebe impregnado en amor incondicional que también llevaba un casi imperceptibñe susurro para su recién nacida hija – MI tesoro por siempre serás, resguardando una parte de mi alma, así como yo resguardaré una parte de la tuya en mi interior, mi hermosa Dominique – y cuando el silencio se hizo se aferro con todo el amor del mundo a la niña, consciente de que el destino tenía deparado para ella, así como lo había tenido para con Jean, su pequeño Príncipe adorado.

Existen ciertas responsabilidades que muchas damas han de llevar consigo pero que por suerte o desgracia una Reina no. Criar a sus propios hijos era una de aquellas tantas obligaciones a las que la Reina debía verse desligada y Amandine sabía muy bien de eso porque lo había vivido en carne propia con su formación. Asumir aquella realidad devastaba silenciosamente a la española que en secreto odiaba por completo el hecho de no poder tener a sus hijos junto a ella todo el tiempo. Los infantes eran criados con enseñanzas, costumbres, ética y morales ajenas a las suyas y nada podía hacer para evitarlo. Y aunque tenía presente que nadie llevaría a los niños por mal camino, eso no hacia de su pesar algo más llevadero ¡Eran sus hijos! Y no podía tenerlos consigo de la forma en que su corazón añoraba. Las lagrimas hacían su presencia cuan cascadas de lamentos en el rostro de una Reina que lo callaba todo, aun mas cuando se traba de una sensación negativa en su persona.
Sin nada que poder cambiar, comenzó a abocarse nuevamente en aquellas cosas que le generaban cierta alegría de jovencita. Las tardes envueltas por la poesía o la delicada música del piano lentamente comenzaban a apaciguar la dolencia interna de Amandine, quien también insertó mayores atenciones a los problemas que azotaban su país, pero siempre desde la línea de pausa, aquella que siempre le dictaba hasta donde llegar.

Y así los días y las noches se hicieron más tolerables. El arte se encargaba de sanar paulatinamente los silenciosos penares de aquella mujer humilde y de corazón puro que como cómplice incondicional de su Rey, hasta el día de hoy acepta y resguarda la verdad que yace desde hace cierto tiempo en su persona.