AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La última persona del muelle (Ian Whitaker & Ximena)
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La última persona del muelle (Ian Whitaker & Ximena)
El viaje en había sido bueno en cuanto a las inclemencias del tiempo. Tan sólo los habían azotados dos tormentas durante toda la travesía: una tormenta tropical sobre las costas de Brasil que había hecho que en un zarandeo agresivo del Clipper se perdiera en altamar uno de los botes salvavidas y otra un poco menos importante a la altura de las Islas Azores, una hora antes de tocar tierra para que descendieran pasajeros. A palabras del grumete, el viaje había sido espléndido ya que las tormentas se habían desatado cerca de las costas, de modo que si naufragaban tenían más posibilidad de sobrevivir… No había sido un comentario justamente afortunado el del pobre grumete. Uno de los pasajeros de mayor posición económica –un empresario vitivinícola que viajaba a Europa para ofrecer sus exquisitos productos- había escuchado el rumor al pasar y quejándose enérgicamente con el capitán por la soltura de lengua del marino, siendo que había tantas mujeres y niños a bordo que podían entrar en pánico, había hecho que lo bajaran del Clipper ni bien el barco tocara tierra en la Isla de Sâo Miguel.
Más allá de las tormentas, el resto de los inconvenientes fueron nimios y esperables para un periplo tan largo y lento como era el atravesar el océano Atlántico desde América a Europa. Roturas normales producto del vaivén de la nave, como un tonel de agua potable que al rodar en la bodega había derramado hasta la última gota de su contenido sobre un saco de harina –para disgusto de las ratas-.
El camarote de Doña Ximena era sobrio y pequeño, con un ojo de buey que daba al mar y que cada tanto salpicaba sus aguas saladas sobre la frazada de su camastro cuando estaba abierto. El olor a sal marina en el habitáculo era penetrante y se mezclaba contrastante con el perfume a lavanda de la muchacha. Ese es otro perfume particular. Sus ropas huelen a lavanda salvaje con toques alimonados, una combinación bastante cítrica.
Ha pasado casi todo el viaje haciendo caminatas por la cubierta, hasta que el sol se esconde y la temperatura baja considerablemente en altamar y el viento se vuelve insostenible hasta para mantener su delgado cuerpo en pie. Los momentos en los que no está en cubierta, se encierra en el camarote a repasar su biblia para ciegos –un ejemplar único confeccionado por el capellán de la Iglesia de Luján para cuando Ximena tomó su primera comunión-. No hay mucho más que hacer, además de entablar pequeñas y fugaces charlas con otros pasajeros. Así es la travesía, realmente nada para recordar más allá de las tormentas interinas.
Ahora el viaje toca a su fin. Hace dos horas el Clipper se encuentra amarrado en uno de los muelles del puerto de la ciudad y todos los pasajeros han pisado tierra. Algunos se dirigen directamente a las calles de París para perderse entre la gente, otros cargaron sus bolsos y maletas en carruajes y marcharon veloces. El bullicio en el muelle ahora es más discreto, se va apagando y solamente van quedando los quejidos y rechinares de los maderos de las naves apretarse contra el muelle y el golpeteo del agua.
Doña Ximena aún permanece de pie, estática e impoluta, con su bolso de cuero entre las manos y un par de cofres altos, cuadrados y pesados a su lado, custodiando silenciosamente la sombra de la dama. Continúa esperando junto al navío y en silencio que la pasen a recoger. Esas habían sido las indicaciones de su padre: a la llegada a París, enviados de la familia pasarían a buscarla para llevarla al Château du Thil, la residencia de la familia Liniers y Bouvier, tal lo dicho por su padre. Hasta el momento nadie ha aparecido, las luces de la tarde han desaparecido rápidamente gracias a la llegada del otoño y las farolas a gas fueron encendidas paulatinamente por un empleado parsimonioso del puerto, que se tomó su buen tiempo para la tarea. Ximena no muestra signos de cansancio ni malestar por la larga espera. Continúa de pie, la vista opaca al frente puesta en la nada, pero mirándola fijamente. Sabe que ha oscurecido y aunque está bien abrigada con el mantón que cubre su vestido de rica tela y diseño austero, se resguarda de la finísima llovizna que ha comenzado a incomodar el puerto con un amplio sombrero bajo el que esconde sus cabellos rubios apretados en un rodete.
Tiene un gesto de paciencia infinita en el rostro, de seriedad y distancia. No le interesa saber la hora y si alguien más ha quedado con ella rezagado en el puerto. Los marinos no han osado acercársele para preguntarle, la vieron esperar y allí la han dejado –quizá por respeto o quizá por desagrado-. No importa, Ximena espera de pie, teniendo la única certeza de que será la última persona en abandonar el muelle.
Más allá de las tormentas, el resto de los inconvenientes fueron nimios y esperables para un periplo tan largo y lento como era el atravesar el océano Atlántico desde América a Europa. Roturas normales producto del vaivén de la nave, como un tonel de agua potable que al rodar en la bodega había derramado hasta la última gota de su contenido sobre un saco de harina –para disgusto de las ratas-.
El camarote de Doña Ximena era sobrio y pequeño, con un ojo de buey que daba al mar y que cada tanto salpicaba sus aguas saladas sobre la frazada de su camastro cuando estaba abierto. El olor a sal marina en el habitáculo era penetrante y se mezclaba contrastante con el perfume a lavanda de la muchacha. Ese es otro perfume particular. Sus ropas huelen a lavanda salvaje con toques alimonados, una combinación bastante cítrica.
Ha pasado casi todo el viaje haciendo caminatas por la cubierta, hasta que el sol se esconde y la temperatura baja considerablemente en altamar y el viento se vuelve insostenible hasta para mantener su delgado cuerpo en pie. Los momentos en los que no está en cubierta, se encierra en el camarote a repasar su biblia para ciegos –un ejemplar único confeccionado por el capellán de la Iglesia de Luján para cuando Ximena tomó su primera comunión-. No hay mucho más que hacer, además de entablar pequeñas y fugaces charlas con otros pasajeros. Así es la travesía, realmente nada para recordar más allá de las tormentas interinas.
Ahora el viaje toca a su fin. Hace dos horas el Clipper se encuentra amarrado en uno de los muelles del puerto de la ciudad y todos los pasajeros han pisado tierra. Algunos se dirigen directamente a las calles de París para perderse entre la gente, otros cargaron sus bolsos y maletas en carruajes y marcharon veloces. El bullicio en el muelle ahora es más discreto, se va apagando y solamente van quedando los quejidos y rechinares de los maderos de las naves apretarse contra el muelle y el golpeteo del agua.
Doña Ximena aún permanece de pie, estática e impoluta, con su bolso de cuero entre las manos y un par de cofres altos, cuadrados y pesados a su lado, custodiando silenciosamente la sombra de la dama. Continúa esperando junto al navío y en silencio que la pasen a recoger. Esas habían sido las indicaciones de su padre: a la llegada a París, enviados de la familia pasarían a buscarla para llevarla al Château du Thil, la residencia de la familia Liniers y Bouvier, tal lo dicho por su padre. Hasta el momento nadie ha aparecido, las luces de la tarde han desaparecido rápidamente gracias a la llegada del otoño y las farolas a gas fueron encendidas paulatinamente por un empleado parsimonioso del puerto, que se tomó su buen tiempo para la tarea. Ximena no muestra signos de cansancio ni malestar por la larga espera. Continúa de pie, la vista opaca al frente puesta en la nada, pero mirándola fijamente. Sabe que ha oscurecido y aunque está bien abrigada con el mantón que cubre su vestido de rica tela y diseño austero, se resguarda de la finísima llovizna que ha comenzado a incomodar el puerto con un amplio sombrero bajo el que esconde sus cabellos rubios apretados en un rodete.
Tiene un gesto de paciencia infinita en el rostro, de seriedad y distancia. No le interesa saber la hora y si alguien más ha quedado con ella rezagado en el puerto. Los marinos no han osado acercársele para preguntarle, la vieron esperar y allí la han dejado –quizá por respeto o quizá por desagrado-. No importa, Ximena espera de pie, teniendo la única certeza de que será la última persona en abandonar el muelle.
Ximena Liniers- Humano Clase Alta
- Mensajes : 8
Fecha de inscripción : 06/04/2013
Re: La última persona del muelle (Ian Whitaker & Ximena)
“El camino de siempre estuvo más lento que de costumbre, aunque a mí no me molestó, pues el abogado tendría toda la tarde para esperar, y yo pude leer algunas de las anotaciones de los contadores de la empresa sobre las ganancias de la fábrica y demás negocios. Aunque luego de una par de minutos el carruaje me empezó a molestar, debido a una de sus ruedas, una que seguramente habría terminado con su ciclo y provocaba un puntuoso y repetitivo golpe quejoso que recalcitraba mi oído al bramar.
La tortura culminó una vez llegamos a la casa del abogado. Luego de unos minutos ya había escuchado el testamento de Jacques, en el que dejaba todas sus posesiones a mi nombre y un sobre cerrado el cual debía ser leído una vez estuviera a solas y preferiblemente en frente de un buen fuego en la chimenea del Château Du Thil, según la última voluntad de mi buen amigo Bouvier. Mi sorpresa no terminó allí, pues el abogado me había informado que un familiar ‘muy lejano’, vendría desde El Nuevo Continente” para conocer o hacer acto de presencia en casa, en aquella casa que ahora estaba en propiedad de Ian, realmente no entendí aquel propósito pues lo que me había llamado la atención es que aquel familiar debería llegar esa misma tarde a Paris, y el abogado había cruzado las fechas sin saberlo o quizá muy a propósito… vaya uno a saber la verdadera razón… ahora se hacía tarde para ir a buscarla y ya el alba hacía presencia y por si fuera poco, las nubes grises y pesadas no auguraban una buena bienvenida a aquel familiar”.
Habrán pasado unas dos horas desde que Ian llegara a la casa del abogado y ya estaban de nuevo en el carruaje, en ese que volvería a martirizar la tranquilidad del Inglés, pero ésta vez el suave bálsamo de saber que habría otro a su lado el que también sería torturado y le daría hasta cierto agrado saber que otra persona podría sentirse más irritado que él mismo con la misma molestia que él podía experimentar. El clima dejó caer sobre la ciudad una penetrante brizna, que posteriormente se fue convirtiendo en una puntillosa llovizna. Al cabo de unos minutos, llegaron hasta el puerto y el abogado luego de percatarse de que las condiciones climáticas habían empeorado, le comentó a Ian que no estaba dispuesto a mojarse pues un hombre entrado en tantos años no debía exponerse así y contraer alguna enfermedad por una sutil imprudencia como esa. Ian simplemente sonrió de soslayo ante aquella excusa, y para no alargar tanto las cosas, se puso aquél grueso abrigo que tanto le gusta y salió hacia el muelle donde debería haber llegado el familiar.
El Inglés, bajo en busca de una mujer joven llamada Ximena Liniers, y por el apellido Ian ya había ubicado de qué lado de la familia venía ella, era por el lado de la familia de su difunda suegra.
Al acercarse al muelle en cuestión, observó a una mujer que estaba soportando de forma estoica la bienvenida parisina. Así que Ian no tardo en acercase para comprobar su identidad.
-Buenas Noches, ¿es usted Mademoiselle Liniers?-
La tortura culminó una vez llegamos a la casa del abogado. Luego de unos minutos ya había escuchado el testamento de Jacques, en el que dejaba todas sus posesiones a mi nombre y un sobre cerrado el cual debía ser leído una vez estuviera a solas y preferiblemente en frente de un buen fuego en la chimenea del Château Du Thil, según la última voluntad de mi buen amigo Bouvier. Mi sorpresa no terminó allí, pues el abogado me había informado que un familiar ‘muy lejano’, vendría desde El Nuevo Continente” para conocer o hacer acto de presencia en casa, en aquella casa que ahora estaba en propiedad de Ian, realmente no entendí aquel propósito pues lo que me había llamado la atención es que aquel familiar debería llegar esa misma tarde a Paris, y el abogado había cruzado las fechas sin saberlo o quizá muy a propósito… vaya uno a saber la verdadera razón… ahora se hacía tarde para ir a buscarla y ya el alba hacía presencia y por si fuera poco, las nubes grises y pesadas no auguraban una buena bienvenida a aquel familiar”.
Habrán pasado unas dos horas desde que Ian llegara a la casa del abogado y ya estaban de nuevo en el carruaje, en ese que volvería a martirizar la tranquilidad del Inglés, pero ésta vez el suave bálsamo de saber que habría otro a su lado el que también sería torturado y le daría hasta cierto agrado saber que otra persona podría sentirse más irritado que él mismo con la misma molestia que él podía experimentar. El clima dejó caer sobre la ciudad una penetrante brizna, que posteriormente se fue convirtiendo en una puntillosa llovizna. Al cabo de unos minutos, llegaron hasta el puerto y el abogado luego de percatarse de que las condiciones climáticas habían empeorado, le comentó a Ian que no estaba dispuesto a mojarse pues un hombre entrado en tantos años no debía exponerse así y contraer alguna enfermedad por una sutil imprudencia como esa. Ian simplemente sonrió de soslayo ante aquella excusa, y para no alargar tanto las cosas, se puso aquél grueso abrigo que tanto le gusta y salió hacia el muelle donde debería haber llegado el familiar.
El Inglés, bajo en busca de una mujer joven llamada Ximena Liniers, y por el apellido Ian ya había ubicado de qué lado de la familia venía ella, era por el lado de la familia de su difunda suegra.
Al acercarse al muelle en cuestión, observó a una mujer que estaba soportando de forma estoica la bienvenida parisina. Así que Ian no tardo en acercase para comprobar su identidad.
-Buenas Noches, ¿es usted Mademoiselle Liniers?-
Ian Whitaker- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 7
Fecha de inscripción : 07/04/2013
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