AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Fenrir A. Chevalier
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Fenrir A. Chevalier
DATOS BÁSICOS
-Edad: 35 años aparentes, casi 1.700 años reales.
-Especie: Vampírica.
-Tipo, Clase Social o Cargo: Clase social alta, Director general del cuerpo policial de París.
-Orientación Sexual: Heterosexual.
-Lugar de Origen: Desconocido, aunque probablemente nacido en Escandinavia.
-Habilidad/Poder: Sigilo, sentidos aumentados, buenos reflejos, agilidad, flexibilidad, velocidad y fuerza sobrehumana en cuanto a habilidades. Como atributos, posee colmillos afilados, uñas afiladas, piel y cuerpo resistentes aunque suave al tacto y a la vista, e inmortalidad. En cuanto a los dones innatos, hablamos de la sanación acelerada y de la percepción del aura, mientras que en los poderes propios de Fenrir, encontramos el don del rastreo, la hemokinesis y la persuasión.
DESCRIPCIÓN PSICOLÓGICA
Soy un completo desconocido incluso para mis conocidos. Hijo de la barbarie de la que mi familia adoptiva me amamantó y del desconocimiento acerca de mi verdadera identidad, convirtieron mi personalidad aparentemente tímida y cohibida en una más fuerte, maquiavélica, llena de odio y venganza. Ellos fueron quienes me convirtieron en el monstruo que soy ahora, no por ser un vampiro bebedor de vidas ajenas, sino por hacer de mí un completo depredador, un ser antisocial que odia el contacto con la gente, que ya no conoce qué es el sentir afecto por alguien. Una vez amé, es cierto, y ese mismo sentimiento fue usado como el más venenoso puñal que jamás un corazón pudo sentir. Enterré entonces toda pizca de amor y me alimenté solamente de la ira de la que algunos se aprovecharon para sacar partido a mis habilidades como guerrero.
Ahora, inmiscuido en la sociedad victoriana dónde ya no me queda nada por lo que seguir luchando, sólo vivo por supervivencia, usando mi mejor máscara para pasar inadvertido, para continuar sobre mi peana triunfal contemplando a las mismas ovejitas que protejo de día y asesino de noche. Si cualquiera diría de mí que soy el perfecto caballero, lo cierto es que soy un perfecto mentiroso, un perfecto asesino y un perfecto corrupto.
Adoro el alcohol, la sangre y la diversión, sin que el sexo sea algo demasiado importante en mi vida ni las mujeres mi obsesión, aunque pretendientes nunca me falten. Aquello que más me satisface es matar y pelear cual guerrero -que es lo que soy-, sin duda. Oh, y el dinero. Supongo que por eso me calificarían como un avaricioso, lleno de codicia por el poder, las tierras y el dinero, los lujos son mi perdición. Y cabe añadir, que soy un tanto soberbio y coqueto, pues si por un lado me gusta demostrar que soy superior a los demás mortales, por otro adoro mostrarme ante ellos como un atractivo policía que tiene el mundo a sus pies. Así pues, me importan las apariencias y los rumores del gentío: de ellos depende mi supervivencia y el mantener en secreto mi condición de inmortal.
En mi intimidad soy un ser bastante hosco, irritable, malhumorado, agresivo en ocasiones, violento en otras, dado a los vicios más mundanos como el juego y el alcohol. Alguien dijo de mí una vez, que yo representaba la encarnación de la parte más cruel del alma humana, aquella que se desborda y se consume por su propia pasión, el ansia de amor y de ser amado, los celos, la soledad y la fascinación por el mal y por la muerte, rasgos que yo considero auténticamente humanos.
Ahora, inmiscuido en la sociedad victoriana dónde ya no me queda nada por lo que seguir luchando, sólo vivo por supervivencia, usando mi mejor máscara para pasar inadvertido, para continuar sobre mi peana triunfal contemplando a las mismas ovejitas que protejo de día y asesino de noche. Si cualquiera diría de mí que soy el perfecto caballero, lo cierto es que soy un perfecto mentiroso, un perfecto asesino y un perfecto corrupto.
Adoro el alcohol, la sangre y la diversión, sin que el sexo sea algo demasiado importante en mi vida ni las mujeres mi obsesión, aunque pretendientes nunca me falten. Aquello que más me satisface es matar y pelear cual guerrero -que es lo que soy-, sin duda. Oh, y el dinero. Supongo que por eso me calificarían como un avaricioso, lleno de codicia por el poder, las tierras y el dinero, los lujos son mi perdición. Y cabe añadir, que soy un tanto soberbio y coqueto, pues si por un lado me gusta demostrar que soy superior a los demás mortales, por otro adoro mostrarme ante ellos como un atractivo policía que tiene el mundo a sus pies. Así pues, me importan las apariencias y los rumores del gentío: de ellos depende mi supervivencia y el mantener en secreto mi condición de inmortal.
En mi intimidad soy un ser bastante hosco, irritable, malhumorado, agresivo en ocasiones, violento en otras, dado a los vicios más mundanos como el juego y el alcohol. Alguien dijo de mí una vez, que yo representaba la encarnación de la parte más cruel del alma humana, aquella que se desborda y se consume por su propia pasión, el ansia de amor y de ser amado, los celos, la soledad y la fascinación por el mal y por la muerte, rasgos que yo considero auténticamente humanos.
HISTORIA
Antes de mi llegada a París contando con apenas 8 años de edad, pisé varios lugares: la casa Hofmann de Newcastle, el hogar de acogida para menores de Liverpool, la familia Kuypers de Bélgica, y finalmente, los brazos de Armand Chevalier, el propietario de unas tierras en las afueras de París. El modo en que semejante burgués dio conmigo es algo de lo que le prometí no hablar jamás, y en cuanto a mis primeros años de vida, son un completo misterio incluso para mí, sabiendo solamente que mis padres eran unos salvajes del norte que o bien fueron asesinados por los romanos durante sus incursiones o bien me abandonaron cerca de un río en el que me hallaron con tan sólo unos meses de vida.
Llegué a una acomodada casa con una familia benestante formada por el matrimonio Chevalier y sus dos hijos, Amédée , el mayor y más celoso de mi presencia en su hogar, y la joven Corinne, la más curiosa de los dos. El señor Chevalier siempre quiso y procuró tratarme como a uno de sus hijos de alta cuna, ofreciéndome los mismos conocimientos que a ellos, promoviendo que sus hijos se acercaran a mí como a un hermano más, aunque no fuera de su misma sangre. No obstante, mientras Armand volcaba sus esfuerzos en el cuidado de su enferma esposa, Amédée hacia lo propio contra mí, humillándome desde mi llegada a su casa, insultándome, maltratándome con cualquier excusa, inventando falacias para que me castigaran, logrando al fin, que los señores me apartaran un poco de su seno familiar y me delegaran algunas labores propias de los siervos, como ser el mozo de los establos y caballos. En ello también fue partícipe mi gran testarudez y orgullo, pues si en un principio era un joven tímido e introspectivo, Amédée y sus constantes desprecios hacia mi persona, lograron encerrarme más aun, plantando una semilla colérica que si bien no afloró jamás ante él, crecía y crecía cada día. Sólo Corinne, con su belleza, su picardía, su curiosidad, su inteligencia y aquella luz cautivadora lograban eclipsar los horribles días en aquella casa, dónde de sol a sol trabajaba para alzar aquellas tierras que nunca serían mías, ayudando a alimentar unas bocas que cada vez ansiaba más silenciar.
Tras el fallecimiento de la esposa del señor, Armand estrechó relaciones con unos vecinos, los Arcenau, que a su vez también tenían dos hijos, el enfermizo Bernard y la fea hermana menor, Charlotte. Pronto, Corinne, mi más semejante, la salvaje y traviesa muchacha ya adolescente, aquella con la que solía pasar las noches escapándonos de casa para correr libremente por los campos y bosques, aquella con la que transcurrían mis largas tardes de castigo... sí, ella, mi amada, empezó a frecuentar junto a su padre a la familia Arcenau, pasando largas horas junto a los niños de ellos, con los que pronto se encariñó y quienes convirtieron a Corinne en toda una dama de la burquesía, dejando de lado la faceta infantil y juguetona que tan loco me traía. Ella cambió, pero no yo, ni siquiera cuando Amédée dejó su hogar para ir en busca de Frances, su futura esposa y quién le concebiría su primogénito, un crío enclenque y siempre enfermizo del que nadie creyó nunca que fuera a sobrevivir. Tras su regreso, más adulto, más ruín y degenerando por culpa de los vicios que se había traído consigo -el alcohol-, escuché tras la puerta de la cocina cómo Corinne hablaba a una sierva acerca de mí y del amor que ella sentía por mí. Corinne dejó claro entonces que jamás se casaría conmigo, yo, un hombre sin apellido, sin identidad, sin un pasado y con un porvenir demasiado parecido al de un esclavo. Ella no quería la vida de una sierva, decía, por eso elegía a Bernard Arcenau, lamentándose de no sentir jamás por él lo que sentía por mí. Sus palabras me conmovieron y resurgieron los odios hacia la familia que me había acogido desde mi temprana edad.
Aquella misma noche, sin siquiera despedirme de Corinne, partí de París. Ella quería un hombre con fortuna y eso era lo que buscaría para entregarle, dispuesto a regresar como un gran señor al que no pudiera rechazar una oferta matrimonial.
En el norte, dónde había oído grandes historias protagonizadas por hombres que se enriquecían de formas poco lícitas, fui a encontrarme un día con unos hombres dispuestos a ayudarme en mi meta, mas algo salió mal y un incendio casi me mata. Un hombre llamado Achilles salvó mi vida y la de dos jóvenes como yo, a los que, tras unirnos a él anonadados con sus promesas de gloria eterna, nos convertimos en algo más que colegas de aventuras -porque realmente, vivimos muchas-. En esos años de libertad y de experiencias, me sentí más vivo que nunca, aprendiendo de Achilles las artes de la lucha, de la estrategia, de la supervivencia. Él me enseñó a vivir en un mundo competitivo, un mundo muy semejante al pez que se muerde la cola, al hombre que se devora a sí mismo.
En un momento dado, Achilles, nuestro Maestro, nos mostró su verdadera identidad como inmortal, invitándonos a beber de él para convertirnos en un ser superior a la especia humana, siempre tan frágil, tan débil, tan mísera y de vida tan corta. Yo me miré en mi Maestro, vi en sus ojos el centello del triunfo y quise reflejarme en ellos. Por eso tomé de su sangre y él de la mía, despertando entonces como un ser nocturno, un bebedor de sangre, un vampiro.
Sólo cuando hube perfeccionado mis nuevos dones y todo lo que correspondía a mi nuevo ser, abandoné a Achilles y a mi clan para volver a casa, para reclamar aquello que era mío. Pero lo cierto es que me había llevado demasiado tiempo, sin contar que los minutos transcurrían igual para mí que para el resto del mundo. Y así había sido: Armand había muerto hacía ya casi siete años; Frances había muerto durante el parto del segundo hijo que tampoco sobrevivió; Amédée era ahora el nuevo dueño de aquellas tierras, convertido aun así en un alcóholico que apostaba su fortuna familiar en el juego... En cuanto a Corinne... La desgracia la había mecido tras su enlace con Bernard, enloqueciendo con el pasar de los años, delirante y muy enferma, postrada en una cama echa girones por sus arañazos y continuos ataques de ira en los que solía tirar el mobiliario por la ventana. La noche de mi llegada fui a su alcoba a visitarla pese a las protestas de su marido, encontrándome con una estampa que jamás podré olvidar. Ella me reprochaba mi abandono, me acusaba de ser yo su verdugo, quién la hiciera enloquecer. Casi logra estrangularme con sus dedos huesudos fruto de su mala nutrición. Y entonces, entre sus forcejeos y mis desesperadas maneras de sosegarla, Corinne rompió aguas y las siervas me alejaron de su alcoba, decidiéndome esperar fuera de la casa, frente a su ventana. Al despuntar el día, Dominique, la ama de llaves, se dirigió a mí, quién aun aguardaba entre el follaje de un árbol cuyas ramas se habían convertido en mi cárcel de ansias y desespero. Ella no habló, sólo agachó la cabeza y una lágrima resbaló de sus ojos. Entonces lo supe, supe que había perdido a Corinne y ahora la inmortalidad ya no significaba más que un tormentoso castigo que no deseaba acatar, por lo que, aprovechando que la luz del sol acechaba mi escondite, me limité a extender mis brazos y dejarme caer sobre la húmeda moqueta de césped, aguardando el sol abrasador que al fin permitiría mi reencuentro junto a mi amada. Mas mi deseo no se vio cumplido, siendo yo arrastrado por unas sombras encapuchadas que me salvaguardaron en el interior de una carroza que lejos me llevó de ahí, sin permitirme siquiera despedirme de su cadáver, sin siquiera ver el rostro de la razón personificada que se había llevado a mi Corinne.
Ahora era prisionero de unos chiflados que se hacían llamar... Reyes. Según ellos, mi vida había sido elegida para cumplir el cometido de otro, de Achilles, que por cierto, insistían en decirme que era él mi padre biológico. Lo cierto es que nunca les creí ni una palabra, pero tras mostrarme las cabezas decapitadas de mis antiguos colegas -muy bien conservadas gracias a la magia negra, probablemente-, me vi obligado a colaborar con ellos, sirviéndoles durante décadas, siglos, para poder ganarme una libertad que sólo obtuve tras ser derrocado Cyrion y su esposa Dariel a manos de Axásveroth, mi general y hermano del Rey. Aproveché el caos de la guerra interna para escapar de ellos y regresé a París, ahora tan cambiada a cómo la recordaba. Conseguí adaptarme a los tiempos victorianos franceses, erigir una casa, conseguir un empleo -en el que pronto destaqué por mis habilidades y mi ascenso fue rápido- y una identidad que me permitió sobrevivir del mismo modo en que Achilles me enseñó.
Llegué a una acomodada casa con una familia benestante formada por el matrimonio Chevalier y sus dos hijos, Amédée , el mayor y más celoso de mi presencia en su hogar, y la joven Corinne, la más curiosa de los dos. El señor Chevalier siempre quiso y procuró tratarme como a uno de sus hijos de alta cuna, ofreciéndome los mismos conocimientos que a ellos, promoviendo que sus hijos se acercaran a mí como a un hermano más, aunque no fuera de su misma sangre. No obstante, mientras Armand volcaba sus esfuerzos en el cuidado de su enferma esposa, Amédée hacia lo propio contra mí, humillándome desde mi llegada a su casa, insultándome, maltratándome con cualquier excusa, inventando falacias para que me castigaran, logrando al fin, que los señores me apartaran un poco de su seno familiar y me delegaran algunas labores propias de los siervos, como ser el mozo de los establos y caballos. En ello también fue partícipe mi gran testarudez y orgullo, pues si en un principio era un joven tímido e introspectivo, Amédée y sus constantes desprecios hacia mi persona, lograron encerrarme más aun, plantando una semilla colérica que si bien no afloró jamás ante él, crecía y crecía cada día. Sólo Corinne, con su belleza, su picardía, su curiosidad, su inteligencia y aquella luz cautivadora lograban eclipsar los horribles días en aquella casa, dónde de sol a sol trabajaba para alzar aquellas tierras que nunca serían mías, ayudando a alimentar unas bocas que cada vez ansiaba más silenciar.
Tras el fallecimiento de la esposa del señor, Armand estrechó relaciones con unos vecinos, los Arcenau, que a su vez también tenían dos hijos, el enfermizo Bernard y la fea hermana menor, Charlotte. Pronto, Corinne, mi más semejante, la salvaje y traviesa muchacha ya adolescente, aquella con la que solía pasar las noches escapándonos de casa para correr libremente por los campos y bosques, aquella con la que transcurrían mis largas tardes de castigo... sí, ella, mi amada, empezó a frecuentar junto a su padre a la familia Arcenau, pasando largas horas junto a los niños de ellos, con los que pronto se encariñó y quienes convirtieron a Corinne en toda una dama de la burquesía, dejando de lado la faceta infantil y juguetona que tan loco me traía. Ella cambió, pero no yo, ni siquiera cuando Amédée dejó su hogar para ir en busca de Frances, su futura esposa y quién le concebiría su primogénito, un crío enclenque y siempre enfermizo del que nadie creyó nunca que fuera a sobrevivir. Tras su regreso, más adulto, más ruín y degenerando por culpa de los vicios que se había traído consigo -el alcohol-, escuché tras la puerta de la cocina cómo Corinne hablaba a una sierva acerca de mí y del amor que ella sentía por mí. Corinne dejó claro entonces que jamás se casaría conmigo, yo, un hombre sin apellido, sin identidad, sin un pasado y con un porvenir demasiado parecido al de un esclavo. Ella no quería la vida de una sierva, decía, por eso elegía a Bernard Arcenau, lamentándose de no sentir jamás por él lo que sentía por mí. Sus palabras me conmovieron y resurgieron los odios hacia la familia que me había acogido desde mi temprana edad.
Aquella misma noche, sin siquiera despedirme de Corinne, partí de París. Ella quería un hombre con fortuna y eso era lo que buscaría para entregarle, dispuesto a regresar como un gran señor al que no pudiera rechazar una oferta matrimonial.
En el norte, dónde había oído grandes historias protagonizadas por hombres que se enriquecían de formas poco lícitas, fui a encontrarme un día con unos hombres dispuestos a ayudarme en mi meta, mas algo salió mal y un incendio casi me mata. Un hombre llamado Achilles salvó mi vida y la de dos jóvenes como yo, a los que, tras unirnos a él anonadados con sus promesas de gloria eterna, nos convertimos en algo más que colegas de aventuras -porque realmente, vivimos muchas-. En esos años de libertad y de experiencias, me sentí más vivo que nunca, aprendiendo de Achilles las artes de la lucha, de la estrategia, de la supervivencia. Él me enseñó a vivir en un mundo competitivo, un mundo muy semejante al pez que se muerde la cola, al hombre que se devora a sí mismo.
En un momento dado, Achilles, nuestro Maestro, nos mostró su verdadera identidad como inmortal, invitándonos a beber de él para convertirnos en un ser superior a la especia humana, siempre tan frágil, tan débil, tan mísera y de vida tan corta. Yo me miré en mi Maestro, vi en sus ojos el centello del triunfo y quise reflejarme en ellos. Por eso tomé de su sangre y él de la mía, despertando entonces como un ser nocturno, un bebedor de sangre, un vampiro.
Sólo cuando hube perfeccionado mis nuevos dones y todo lo que correspondía a mi nuevo ser, abandoné a Achilles y a mi clan para volver a casa, para reclamar aquello que era mío. Pero lo cierto es que me había llevado demasiado tiempo, sin contar que los minutos transcurrían igual para mí que para el resto del mundo. Y así había sido: Armand había muerto hacía ya casi siete años; Frances había muerto durante el parto del segundo hijo que tampoco sobrevivió; Amédée era ahora el nuevo dueño de aquellas tierras, convertido aun así en un alcóholico que apostaba su fortuna familiar en el juego... En cuanto a Corinne... La desgracia la había mecido tras su enlace con Bernard, enloqueciendo con el pasar de los años, delirante y muy enferma, postrada en una cama echa girones por sus arañazos y continuos ataques de ira en los que solía tirar el mobiliario por la ventana. La noche de mi llegada fui a su alcoba a visitarla pese a las protestas de su marido, encontrándome con una estampa que jamás podré olvidar. Ella me reprochaba mi abandono, me acusaba de ser yo su verdugo, quién la hiciera enloquecer. Casi logra estrangularme con sus dedos huesudos fruto de su mala nutrición. Y entonces, entre sus forcejeos y mis desesperadas maneras de sosegarla, Corinne rompió aguas y las siervas me alejaron de su alcoba, decidiéndome esperar fuera de la casa, frente a su ventana. Al despuntar el día, Dominique, la ama de llaves, se dirigió a mí, quién aun aguardaba entre el follaje de un árbol cuyas ramas se habían convertido en mi cárcel de ansias y desespero. Ella no habló, sólo agachó la cabeza y una lágrima resbaló de sus ojos. Entonces lo supe, supe que había perdido a Corinne y ahora la inmortalidad ya no significaba más que un tormentoso castigo que no deseaba acatar, por lo que, aprovechando que la luz del sol acechaba mi escondite, me limité a extender mis brazos y dejarme caer sobre la húmeda moqueta de césped, aguardando el sol abrasador que al fin permitiría mi reencuentro junto a mi amada. Mas mi deseo no se vio cumplido, siendo yo arrastrado por unas sombras encapuchadas que me salvaguardaron en el interior de una carroza que lejos me llevó de ahí, sin permitirme siquiera despedirme de su cadáver, sin siquiera ver el rostro de la razón personificada que se había llevado a mi Corinne.
Ahora era prisionero de unos chiflados que se hacían llamar... Reyes. Según ellos, mi vida había sido elegida para cumplir el cometido de otro, de Achilles, que por cierto, insistían en decirme que era él mi padre biológico. Lo cierto es que nunca les creí ni una palabra, pero tras mostrarme las cabezas decapitadas de mis antiguos colegas -muy bien conservadas gracias a la magia negra, probablemente-, me vi obligado a colaborar con ellos, sirviéndoles durante décadas, siglos, para poder ganarme una libertad que sólo obtuve tras ser derrocado Cyrion y su esposa Dariel a manos de Axásveroth, mi general y hermano del Rey. Aproveché el caos de la guerra interna para escapar de ellos y regresé a París, ahora tan cambiada a cómo la recordaba. Conseguí adaptarme a los tiempos victorianos franceses, erigir una casa, conseguir un empleo -en el que pronto destaqué por mis habilidades y mi ascenso fue rápido- y una identidad que me permitió sobrevivir del mismo modo en que Achilles me enseñó.
DATOS EXTRA
Trafico con mi propia sangre como droga para los humanos, quienes pagan grandes cantidades de dinero por ellas y encima, gano esclavos debido al vínculo de sangre que establezco con ellos. A menudo uso mis contactos e hilos como director de la Policía para mi propio beneficio o para el de algunos viejos amigos igual de corruptos que yo. A día de hoy desconozco la verdad sobre mi pasado, pese a sospechar que mi padre es Achilles, mi antiguo Maestro. Actualmente vivo solo, sin siervos y sin mascotas, llevando una vida bastante alejada de la sociedad hasta llegar la noche y convertirme en lo que soy, un depredador. En cuanto a estudios, lo que sé lo aprendí durante mis años junto a Achilles y después con los Reyes, conociendo varias lenguas y destacando en aritmética y ciencias. Adoro las armas de todo tipo, la lucha, la guerra y la pelea. Soy un buen luchador cuerpo a cuerpo, estoy entrenado para ello. Soy una auténtica máquina de matar: fijo objetivos y los elimino haciendo uso de mis dones como el rastreo, jugando con mis víctimas a menudo, deleitándome con su sufrimiento. Finalmente, añadir que odio a los niños, las mascotas y los animales en general. Oh, olvidaba mencionar que mi nombre proviene de un tatuaje que encontraron en mi pecho -y que aun poseo- de la imagen de un lobo, a quién a alguien le recordó al lobo de la mitología nórdica, Fenrir.
gracias a αgusτınα• de sourcecode
Edgar Dagson- Vampiro Clase Alta
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Re: Fenrir A. Chevalier
FICHA APROBADA
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Nigel Quartermane- Vampiro/Realeza [Admin]
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