Hoy, quizás, la magia que hay en ti sea para… [+18]

Atardecía y comenzaba a hacer fresco cuando salió del Teatro. Ya había finalizado por ese día sus tareas como Guardia, y todos los actores y demás funcionarios ya habían salido del lugar. El Teatro había bajado el telón y se disponía a celebrar tres días festivos. Todo estaba cerrado a cal y canto, él mismo se había asegurado de que fuera así. Por fortuna, no corría el riesgo que en su ausencia nadie pudiera poner un pie en esas instalaciones. Y de todos modos, los Guardias eran los primeros  en abrir las puertas personalmente a los mismos trabajadores del lugar. Unos días daban para un buen descanso y regresar con las familias a compartir con ellos todo el tiempo que les fuera posible.

No es que se hubiera resignado a aceptar su nueva condición, pero comenzaba a acostumbrarse a su nuevo ser. Cada vez era más consciente de sus propias habilidades, aunque todavía no alcanzaba a comprender hasta qué punto podía resistir el dolor físico que se le podía causar. Tampoco es que quisiera ponerlo a prueba precisamente…

Ya había pasado una Luna llena desde que había llegado a la ciudad –¿o eran ya dos? Le resultaba imposible llevar la cuenta–. Estaba convencido que poco a poco podría ir controlando a su bestia interior, a aquél demonio surgido del veneno que le recorría muy lentamente sus venas. Por desgracia recordaba vagamente lo que sucedía cuando su cuerpo cedía por completo al caos, ya que muy pocas veces recobraba la conciencia durante aquellos sucesos.

Debido a que Noah no tenía ningún otro lugar donde ir, le habían permitido que pudiera regresar a su habitación en el Teatro para descansar. Algo que sólo hacía si alcanzaba a conciliar el sueño, y todo cansancio era borrado de su rostro poro su capacidad de regeneración. Pero aquella noche, bajo la atenta mirada de la diosa gris que le miraba con media sonrisa desde el firmamento, no le apetecía en absoluto permanecer en aquellas tristes paredes.

Recorría las calles de la ciudad hasta que terminó en las puertas del burdel. Ya le habían recomendado el lugar en más de una ocasión, bajo la premisa que al menos le harían olvidar sus malos ratos. Tampoco es que fuera desconocido con ello, en su interior sabía qué podía encontrarse allí.

Así que entró tras dudar unos segundos, y dejó que su  vista paseara por aquél vestíbulo tan  concurrido incluso a esas horas, cuando aún no había caído completamente la noche. No pasó mucho tiempo después de entrar cuando apareció ante él una damisela elegantemente ataviada pero provocativa, que le invitó a pasar y tomar asiento en una de las butacas que había en la sala principal.

Se sentó y pidió una copa. Entonces, otra mujer se le acercó con una sonrisa picarona en el rostro y reclamó su atención.

- ¿Querrá lo mismo que la última vez, Monsieur? – le dijo a Noah.

Éste, intrigado, asintió con la cabeza. Desconocía a qué se podía referir, pero si era algo que el anterior Noah había solicitado en una estancia anterior… no debería estar tan mal. Y de sobras sabía de su situación económica tras haber leído las cartas.

- Sí, por favor, pero le ruego que esta vez me sorprenda con algo inesperado…

La Madame  asintió y se marchó, no sin antes decirle que a esa copa invitaba la casa y que disfrutase de su estancia. Él se quedó allí, bebió un trago de su bebida y dejó  el cáliz en la mesa frente a su sillón.

Comenzaba a gustarle aquello…

Noah disfrutaba sorbo a sorbo de su bebida. Sin duda, durante su estancia en al ciudad no había probado un Greyhound –le resultaba entre irónico y cómico pedir cócteles con nombres relacionados con cánidos– que le supiera tanto a gloria.

Había buenas vistas allá donde mirara, y la mayoría de los presentes estaban demasiado ocupados o distraídos. Era evidente que cada cual hallaba su mundo y su lugar y no pretendían molestar a otros ni que les molestaran. En cierto modo, incluso él agradecía que fuera así.

Medio ausente, embriagado por aquél paraíso de sensaciones que para un licántropo terminaba resultando abrumador a causa de su percepción aumentada. Fue entonces cuando comenzó el espectáculo. Un elaboradísimo juego de sonidos, luces y sombras, en el que nada parecía ser lo que era mientras sinuosas ninfas trataban de seducir y encandilar a todos los presentes. Estuvo mirando con recelo el espectáculo: hasta ese momento le seguía resultando más interesante que hubiera encontrado un local con tan buena bebida que por las mozuelas que observaba languidecer en aquél escenario. Algunos recuerdos afloraron de forma indolora a su mente, en los que se veía a él mismo actuando en escenarios semejantes, y manteniendo sin esfuerzo la atención del público aun estando adormecido por el vino.

Estaba ya acomodado por completo en su butaca, perdido en sus pensamientos, con su brazo derecho apoyado en el reposabrazos del mueble y el dorso de su mano tocando su mentón, sus ojos verdes captando aquella danza etérea por la que los hombres mundanos perderían sus estribos. No es que le estuviera impresionando demasiado, a decir verdad. Si bien reparó en que una de las bailarinas –la que más destacaba de entre las otras falsas gemas que se lucían–, le dirigía su atención con una mueca pícara de reproche y un coqueto guiño, antes de continuar entregándose a tu trabajo.

Eso sí que le resultó, cuando menos, curioso. Estaba perdido en sus pensamientos cuando la voz de la Madame requirió de su atención.

– ¿Y quién no lo es en semejante jardín de rosas? –le respondió con una media sonrisa, siguiéndole el juego. No hacía falta ser adivino para saber a quién se estaba refiriendo, debido a que parecía que aquella gema poseía un gran valor para el local–. Seguro que ya debe de estar solicitada tras acabar la función, lo cual no me extrañaría para nada. Aun así, es una lástima...

La Madame parecía estar tomándole el pelo. Por la forma en que tenía de actuar, estaba claro que aquella chica era de sobras valorada. Tampoco es que su intención fuera acapararla, a fin de cuentas no dudaba que podría encontrar su preciado reposo en aquél lugar… fuera de una forma o de otra.

Cuando aquél espectáculo improvisado comenzaba a tener lugar, él se dispuso a saborear nuevamente de su copa, que cada vez estaba más vacía. Pobres infelices humanos, incapaces de controlar su libido y su deseo. Según quedaba claro, allá lo tomaban como a uno más de su especie… lo cual no le importaba en absoluto. Aquello no iba con él, tan sólo eran títeres pertenecientes a otro mundo. Él también era en cierto modo un muñeco manejado por el destino, pero aquello no se podía equiparar.

Sintió la mano de la Madame sobre su hombro. No le decía nada que no supiera ya, y además aunque no fuera del mismo modo, él había vivido de las calles. A fin de cuentas, Noah sufría de amnesia,  no de ignorancia. Las cortesanas no eran sino encarnaciones de aire: no se podían poseer ni tocar, eran una cortina de humo vaporoso. Se limitó a asentir con la cabeza con gesto ausente mientras la matriarca se alejaba para atender otros asuntos más importantes.

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Horas más tarde, una vez finalizada la función, él no sabía si debería de irse o si la noche aún tenía reservado algo más. Desconocía en qué consistía lo que su antiguo yo habría solicitado por última vez, y estaba el añadido de haber pedido algo nuevo además. Su ambrosía ya se había extinguido por completo y se hallaba completamente lúcido, ya que no había encontrado aún el trago que le causara embriaguez. Quizás ayudaba el hecho de su condición, o tal vez era de buen beber.

Una vez más la Madame se le acercó, pidiéndole que se guiara por un camino de violetas ante una dulcísima promesa. Sí, sintió un escalofrío, pero no era porque le hubiera causado nada con el contacto de su piel en una zona del cuello que se le antojaba sensible; más bien le estremecía el hecho de no saber qué se encontraría, y tan sólo dos palabras alcanzaron sus oídos en un murmullo paneas audible.

«Veinticuatro horas.»

El rastro no era muy  complicado de seguir, y menos si contábamos con su finísimo olfato. Recorrió los pasillos, siempre tras esa traza floral, hasta que el rastro terminó ante una puerta con motivos florales y de la cual sobresalía un pomo rojo como cierta gema tan característica. Sonrió levemente, antes de alzar su diestra a la altura de su cuello y la palma vuelta hacia su rostro y los dedos levemente flexionados. Entonces con sus nudillos llamó la puerta un par de veces.

Aguardó a tener alguna  respuesta por parte del interior para poder entrar, y aun así esperó  unos segundos más antes  de abrir la puerta lentamente y acceder a la estancia. Una damisela se hallaba tentadoramente acomodada entre los cojines de un lecho de tonalidades lavandas y azules. El olor a lavanda y rosas inundó sus sentidos mientras cerraba la puerta sin darle la espalda a la damisela.

Se acercó un par de pasos hacia la cama y le dedicó una atractiva sonrisa a su ocupante.

- Veo que lo que se cuenta de tu belleza no son exageraciones… -le dijo con voz sensual y taimada.

Aquella doncella parecía que hubiera salido del ensueño de muchos, algo debido a las artes que implicaban trabajar en un burdel, del mismo modo que un actor tenía múltiples facetas y ninguna para poder interpretar sus papeles.

Observó en silencio cómo ella se incorporaba del lecho de cojines tras darle tal peculiar bienvenida, toda coqueteo y complicidad, captando el dulzón aroma del sutil engaño y un floreciente deseo de despertar. Ella se hallaba a muy corta distancia y él se disponía a acariciarle aquellos sedosos cabellos áureos mientras ella, a su vez, lentamente le desprendía de su gabardina, cuando un agudo sonido perforó sus oídos como la más afilada de las saetas.

Intentó resistir la dolorosa eufonía con estoicidad sin mucho éxito, su rostro dejando notar la corta agonía que le había supuesto aquel sobresalto, pero ella simuló estar asustada –de un modo no del todo convincente– mientras buscaba cobijo en su cuerpo masculino. No pudo evitar que una carcajada escapara de sus labios en respuesta a semejante sollozo.

– Esta pobre flor no debería de temer acerca de lo que pase en las calles –susurró en su oído de forma apenas audible.

Con el movimiento de tan delicadas manos buscando las suyas, la gabardina que llevaba cayó al suelo con un leve frufrú, revelando por completo una fina camisa de franela que se le ajustaba a su silueta de forma deliciosa. Sus manos se posaron sobre las posaderas de la doncella, habiendo sido guiadas por ella misma hasta tal pecaminoso lugar, y después fue arrastrado lentamente pero sin remedio hacia el montón de cojines lavandas.

Con un sutil movimiento, le forzó a tumbarse en tan tierno lecho, mientras le tentaba con sus palabras y jugueteaba con su falda, como si pretendiera hacerle la boca agua con manjares para luego alejárselos de sus hambrientas fauces. En cuanto estuvo a su alcance, con su diestra cogió la mano izquierda de ella y la atrajo hacia sí, con firmeza pero también con ternura y suavidad, sin gestos bruscos. Ella, que probablemente no pretendería caer debruces sobre él de manera torpe, no podría zafarse tan fácilmente de tan dulce presa.

– Me parece que tienes mucho aguante, pero no sé si estarás a la altura de mis exigencias –le respondió con tono sensual mientras acercaba su rostro al de ella y la acariciaba con su cálido aliento sin dejar de mirarla a los ojos–. Tal vez sea capaz de sorprenderte…

Ella había caído encima de él con gracia e inocencia, y parecía que estaba fingiendo desinterés y una calma absoluta, aunque para sus sentidos, la piel de la joven parecía estar tensa y expectante… o al menos esa era la imagen general que él alcanzaba a comprender.

Incluso parecía que no estuviera demasiado por la labor, lo cual podía deberse a que no le interesaba demasiado, o que tuviera demasiados humos en la cabeza. A él no se le podía engañar fácilmente y ella sabía actuar, de eso no cabía duda alguna.

Ella se acomodó encima de él, prácticamente sentada a horcajadas, y con su voz pretendía ser toda sensualidad y dulzura, pero sus silencios la traicionaban. En lugar de optar por la vía fácil, él comenzó a recorrer los brazos de la doncella con las yemas de los dedos, realizando un suave y lento masaje que formaba pequeñas espirales que se extendían por su piel, y ascendían con lentitud hasta su cuello y su nuca. Ella le había obsequiado con una lamida en uno de sus oídos, causándole un leve escalofrío por el contraste de tan cálida textura comparada con el frío que quedó después de la ausencia del contacto.

– Me pregunto… ¿cuánto tiempo más vas a seguir manteniendo las apariencias, hasta que admitas que vas a disfrutar más de lo que crees…? –le susurró aún con más sensualidad, acercando sus labios a los de ella, sólo para terminar poniéndole el dedo índice y el anular en aquellos labios frágiles.

– Shh… no se necesitan de nombres para el placer. Si tanto lo deseas, te lo tendrás que ganar. –le murmuró en el oído para, después, atraerla hacia sí hasta que estuvieran los dos tumbados, ella encima de él. Entonces él le besó el cuello, pero sus manos recias cogieron las de ella para evitar que se zafara de él con suma facilidad.