Étienne Boniface Jousset

Vamos a la historia.

Los Jousset eran un matrimonio joven de pescadores que, como ocurría con la mayoría de ellos, no tenían lo suficiente para solventar adecuadamente su existencia; aun así, se las arreglaban bien para vivir con lo que tenían. Así fue que cuando nació Étienne, su primer hijo, lo recibieron con alegría, pues significaba el fruto de su amor. Pero pasó que con la segunda nacida dos años después, Lucrèce, el cuerpo delgado de la joven madre no aguantó y falleció el mismo día en que dio a luz a su niña. El destino del padre terminaría con la muerte cuatro años después, producto de una neumonía. De esa manera, los pequeños Étienne y Lucrèce Jousset de seis y cuatro años respectivamente quedaron huérfanos y fueron llevados por un sacerdote al orfanato de París.

Ahí dentro descubrieron que no durarían mucho si se quedaban; el hacinamiento era insoportable; los piojos se les pegaban más rápido que las enfermedades; y los niños más grandes les quitaban sus raciones de comida cuando los cuidadores no miraban. Étienne llegó a un tope cuando le quitaron las sábanas a su hermana mientras dormía, haciéndola temblar de la cabeza a los pies. No aguantó más; tomó a su hermana, y se fue sin mirar atrás. Dicen los demás huérfanos que evitó voltear precisamente para no volver.

De ahí en adelante la vida fue algo difícil para ambos hermanos, debiendo sobrevivir mendigando e incluso aprovechando sus cuerpos pequeños para entrar por espacios pequeños y robar. Varias veces fueron atrapados, pero de alguna manera, trabajando en equipo, lograron escapar. Además, nadie quería dos niños huérfanos y huesudos como carga, así que simplemente los soltaban a la calle. Lucrèce temía cada vez que oscurecía, pero Étienne le cantaba para ahuyentar los fantasmas y monstruos que pudieran romper sus sueños. Así dormían cada noche: abrazados en un callejón empapelado con hojas de diario y pedazos de cartón sueltos. Eran pobres, pasaban hambre, pero eran felices teniéndose mutuamente. Repetían rutinariamente antes de dormir: al menos estamos juntos. Y así se quedaron… por un tiempo.

Cuando Étienne tenía doce años y Lucrèce diez, partieron ambos hermanos al mercado ambulante como de costumbre a ver que pillaban para salvar el día. Habían conseguido manzanas podridas sólo hasta la mitad, pescados dejados sin supervisión y un par de francos sacados hábilmente del bolsillo de un caballero. Todo bien hasta que Lucrèce se desplomó en la mitad de la jornada, cayendo inconsciente. El niño examinó a su hermana como pudo y notó que ardía en fiebre. Intentó llevarla al hospital, pero se negaron a atender a un par de piojentos incapaces de pagar. Su segunda opción fue la iglesia, pero temieron que la niña tuviera una especie de enfermedad contagiosa, así que le cerraron la puerta en el rostro.

Solamente le quedó volver al callejón y atender a su hermana en lo posible con paños húmedos cambiados constantemente. Él no era médico, pero una corazonada le decía que Lucrèce no iba a durar mucho, razón por la que se sentó y la apoyó sobre su cuerpo para cantarle por última vez. Su hermana murió en sus brazos. Tifus había sido la causa. Étienne no pudo dormir y no se atrevió a soltar el cuerpo de Lucrèce sino hasta el día siguiente, cuando un inspector se la arrebató de los brazos y la arrojó a una carreta junto con los demás cadáveres que habían recogido ese día de las calles. Fue una imagen dura de soportar.

Ya solo nuevamente tuvo que aprender a valérselas sin el apoyo emocional de su hermana, influyendo esto también a la hora de encontrar alimento y cobijo, decreciendo ambos considerablemente. Debido a esto, tuvo que empezar a pelear con otros muchachos en su situación, recibir puñetazos en su rostro y patadas en el torso. Incluso fue acuchillado reiteradas veces; una de ellas casi le costó la vida. Fue también cuando aprendió que había peleas que había que evitar y otras que afrontar, que había que entrar en la guerra con otros por la comida, pero nunca cuando el precio era la vida.

Actualmente continúa por las calles viviendo día por día y durmiendo en el callejón de siempre, exceptuando las noches en las que el sueño lo pilla primero, en las que pasa bajo un puente. Siente que tiene deseos de pertenecer a una familia de nuevo, a cualquiera, aunque no sea de sangre. No olvida lo que se sentía sentir el abrazo fraternal de su hermana, encontrar un hogar, de esos no físicos.