AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Sorry... My sweet, pale girl... | Flashback | Leire
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Sorry... My sweet, pale girl... | Flashback | Leire
¿Cómo había llegado a ese punto? Era algo que, simplemente, no podía comprender. Habiendo luchado siempre por ideales nobles y por la libertad, había acabado siendo esclavo y partícipe de algo en lo que jamás había creído y contra lo que había peleado durante años. Había asesinado a personas que no lo merecían para proteger a la Iglesia de un Dios en el que nunca creyó, y al que nunca había llegado a ver. Él, que había presenciado la destrucción de numerosas civilizaciones, allí estaba, alzando las armas ante una sociedad en decadencia. Y no es que la indudable capacidad de la Inquisición para lavar cerebros hubiese conseguido acabar con sus barreras y sus reticencias. No. Nuevamente, tras muchos siglos, el amor lo había vuelto a cegar, y no fue capaz de darse cuenta del error que estaba cometiendo hasta que ya estuvo demasiado dentro de él para dar marcha atrás... no fue capaz de verlo hasta que tenía demasiadas cosas que perder como para plantearse siquiera la posibilidad de meterse en problemas con la "Santa Sede", convirtiéndose en desertor al faltar a su papel como soldado de sus filas, para acabar siendo perseguido durante las décadas siguientes. El amor hacia aquella hermosa mujer, lo había cegado por completo. Y no podía ni deseaba dar marcha atrás... Por lo menos, al principio.
Los primeros años junto a ambas transcurrieron raudos, felices, repletos de momentos memorables y de un gran número de alegrías. La complicidad entre su "esposa", las miradas henchidas de cariño, aunque hubiese una diferencia insalvable entre ambos. En muchos sentidos. Ella era una humana. Y Leire, la pequeña que crecía en su vientre cuando sus caminos se cruzaron, también lo sería. Amaba a la especie humana, siempre lo había hecho y era consciente de que siempre lo haría. Pero no podía amar en mayor medida a nada que no fuese ella. Maité. Cabellos rojos como la sangre que lo alimentaba. Tan frágil y fuerte al mismo tiempo... La hermosa y pálida muchacha, enamorada de una bestia nocturna. Su amor fue tan intenso como fugaz, pues su muerte llegaría a manos de una enfermedad cuyo nombre nunca le fue mencionado. Lo único que supo de ella, tras su partida al alba de un día cualquiera, es que había enloquecido. Entre delirios, dio a luz a la niña a la que antes de nacer ya había aprendido a amar con todo su marchito corazón, y la entregó a las monjas del convento donde exhaló su último aliento.
Las noches se sucedieron lentas, agónicas, estirándose como si estuviesen fabricadas de algún material fundido. Necesitaba verla. Necesitaba conocer a la que siempre sería, para él, su hija. Nacida del amor, de la compasión, y de la comprensión. No soportaba la idea de haberla perdido antes de conocerla... Y siempre guardaría un profundo rencor a Maité por haberle despojado de ese derecho. Siempre pensó que ella lo había amado tanto como él lo hizo, y aquella repentina huida lo dejó totalmente descolocado. El amor se transformó en rabia, y la rabia hizo que su dolor no cicatrizase. Hasta que la encontró. A la edad de tres años. La niña a la que nunca había podido abrazar. Su pálida y dulce niña. La luz que Leire aportó a su vida opacó por completo todas las penurias que había vivido durante su larga existencia, e iniciando un nuevo capítulo en sus memorias, uno lleno de esperanza, de fe... Y de mentiras.
A medida que aumentaba el cariño hacia su hija, la niña de sus ojos, también aumentaba el nivel de decepción que experimentaba hacia aquellos por los que debía luchar. Trabajar para la Inquisición, además de obligarlo a viajar con demasiada continuidad, le permitía descubrir cosas del mundo, de la sociedad en que vivía, que le hacían replantearse seriamente el hecho de si estaba haciendo o no lo correcto. Los años pasaron veloces, entre idas y venidas, y el ver crecer a su hija fuerte, consciente de sus capacidades, siempre le hizo sonreír... Hasta aquella noche. Una misiva llegada directamente del Vaticano le avisaba de que iba a ser investigado por unos supuestos delitos contra la Santa Inquisición. A menos que entregara sus bienes, sería ejecutado por alta traición. Su reacción no se hizo esperar. Irascible como nadie, quemó varias bibliotecas secretas a fin de dar su opinión al respecto. Si querían asesinarle, les daría un motivo.
Horas más tarde, allí estaba, aguardando por su hija. Debía partir antes de que el alba despuntara en el horizonte, fulminándolo con su intensa luz. Pero tenía que verla una última vez... aunque nunca llegara a decirle que se marchara. No. La abandonaría. Desconocedor de si su muerte llegaría o conseguiría escaparse, prefería que su hija lo recordase como un traidor, como alguien deplorable, que le echara de menos... Él ya sufriría el dolor de la pérdida por ambos... Lo que no sabía era que la Inquisición tenía otros planes preparados para él...
Los primeros años junto a ambas transcurrieron raudos, felices, repletos de momentos memorables y de un gran número de alegrías. La complicidad entre su "esposa", las miradas henchidas de cariño, aunque hubiese una diferencia insalvable entre ambos. En muchos sentidos. Ella era una humana. Y Leire, la pequeña que crecía en su vientre cuando sus caminos se cruzaron, también lo sería. Amaba a la especie humana, siempre lo había hecho y era consciente de que siempre lo haría. Pero no podía amar en mayor medida a nada que no fuese ella. Maité. Cabellos rojos como la sangre que lo alimentaba. Tan frágil y fuerte al mismo tiempo... La hermosa y pálida muchacha, enamorada de una bestia nocturna. Su amor fue tan intenso como fugaz, pues su muerte llegaría a manos de una enfermedad cuyo nombre nunca le fue mencionado. Lo único que supo de ella, tras su partida al alba de un día cualquiera, es que había enloquecido. Entre delirios, dio a luz a la niña a la que antes de nacer ya había aprendido a amar con todo su marchito corazón, y la entregó a las monjas del convento donde exhaló su último aliento.
Las noches se sucedieron lentas, agónicas, estirándose como si estuviesen fabricadas de algún material fundido. Necesitaba verla. Necesitaba conocer a la que siempre sería, para él, su hija. Nacida del amor, de la compasión, y de la comprensión. No soportaba la idea de haberla perdido antes de conocerla... Y siempre guardaría un profundo rencor a Maité por haberle despojado de ese derecho. Siempre pensó que ella lo había amado tanto como él lo hizo, y aquella repentina huida lo dejó totalmente descolocado. El amor se transformó en rabia, y la rabia hizo que su dolor no cicatrizase. Hasta que la encontró. A la edad de tres años. La niña a la que nunca había podido abrazar. Su pálida y dulce niña. La luz que Leire aportó a su vida opacó por completo todas las penurias que había vivido durante su larga existencia, e iniciando un nuevo capítulo en sus memorias, uno lleno de esperanza, de fe... Y de mentiras.
A medida que aumentaba el cariño hacia su hija, la niña de sus ojos, también aumentaba el nivel de decepción que experimentaba hacia aquellos por los que debía luchar. Trabajar para la Inquisición, además de obligarlo a viajar con demasiada continuidad, le permitía descubrir cosas del mundo, de la sociedad en que vivía, que le hacían replantearse seriamente el hecho de si estaba haciendo o no lo correcto. Los años pasaron veloces, entre idas y venidas, y el ver crecer a su hija fuerte, consciente de sus capacidades, siempre le hizo sonreír... Hasta aquella noche. Una misiva llegada directamente del Vaticano le avisaba de que iba a ser investigado por unos supuestos delitos contra la Santa Inquisición. A menos que entregara sus bienes, sería ejecutado por alta traición. Su reacción no se hizo esperar. Irascible como nadie, quemó varias bibliotecas secretas a fin de dar su opinión al respecto. Si querían asesinarle, les daría un motivo.
Horas más tarde, allí estaba, aguardando por su hija. Debía partir antes de que el alba despuntara en el horizonte, fulminándolo con su intensa luz. Pero tenía que verla una última vez... aunque nunca llegara a decirle que se marchara. No. La abandonaría. Desconocedor de si su muerte llegaría o conseguiría escaparse, prefería que su hija lo recordase como un traidor, como alguien deplorable, que le echara de menos... Él ya sufriría el dolor de la pérdida por ambos... Lo que no sabía era que la Inquisición tenía otros planes preparados para él...
Rasmus A. Lillmåns- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 130
Fecha de inscripción : 23/07/2013
Re: Sorry... My sweet, pale girl... | Flashback | Leire
Volvía de su clases de canto, había estado practicando una canción que, pensó, a su papá le gustaría, - se que le agradará, aunque su rostro esté siempre serio, se que en el fondo él es un ser dulce – tal vez los demás que conocían al vampiro dudaran de la afirmación que hiciera la joven, pero para Leire su papá era el mas bueno y comprensivo del mundo. Sonrió abrazando el libro de partituras, imaginándose el momento después de la cena, le pediría que fueran a la sala de música y allí frente al clavicordio cantaría solo para el ser mas importante en su vida. El coche que pertenecía a su familia la había pasado a buscar justo a tiempo, eso le sorprendió un poco ya que no habían dicho que lo hicieran, también le sorprendió no ver a la señora Stuard, su institutriz, quien religiosamente la pasaba a buscar y no la dejaba ni a sol ni a sombra.
El camino se le estaba haciendo cada vez mas angustiante, no sabía muy bien cual era la causa, pero una sensación extraña le arañaba el pecho. La sonrisa que hacía apenas unos momentos se reflejaba en su rostro había desaparecido. Legre como su madre solían tener algún tipo de premonición, algo que ni a su propio padre, había querido contar por miedo a que se enojara, ya que sabía que el nombre de su madre y todo lo referido a ella estaban censurados en los dominios de Rasmus, pero algo le decía que un peligro los estaba asechando tanto a ella como a su querido padre. Casi llegando a su hogar, unos coches, con la insignia de la Inquisición, pasaron a su lado y pudo contemplarlos por la ventanilla, su corazón dio un vuelco cuando cayó en la cuenta que se dirigían a su destino, deteniéndose en la entrada.
Su carruaje se detuvo a varios metros de donde aparcaran los inquisidores, lo bastante alejado como para pasar desapercibidos. El vehículo se bamboleó cuando el cochero descendió de su lugar, un momento después golpeaba la portezuela y ella la abrió, - señorita- dijo haciendo un silenció incomodo – creo que no es buen momento para que lleguemos – dijo el hombre, sin mirarla a los ojos, se notaba que temía algo, tras toser continuó hablándole - que tal si me permite conducirla hasta la casa de mi prima, allí podrá esperar hasta que busque a su padre y le diga donde se encuentra... seguramente él no querrá ponerla en peligro – Leire abrió sus ojos totalmente sorprendida, tragó saliva e intentó hablar pero no pudo, el miedo y la angustia eran como una garra que en segundos le destrozaban el corazón.
Hizo un movimiento con su cabeza, - esta bien, solo le pido que le informe donde me encuentro, a él no le gusta que me ausente o no saber donde esto – le dijo con tono exigente y algo dubitativo, ya que le sonaba extraño que su padre no le hubiera hablado de su relación cercana con el cochero y la familiaridad con que le ofreciera cuidar de ella. Pero también era verdad, que de su padre apesar de todos los años que vivieran juntos, no lo conocía del todo y si el hombre se tomaba tales atrivimientos conociendo el carácter irasible de su amo, no le estaría haciendo esa invitación, a lo que aceptó con un cierto resquemor. Al fin y al cabo ya no era una niña, sabía muy bien quienes eran los hombres que ingresaban a su residencia y aunque su padre tratara de que ella quedara al margen de todas sus misiones y problemas con la organización, Leire era una muy buena espía. Por eso cuando su padre desaparecía en la mañana y lograba escabullirse al despacho, revisaba minuciosamente cada uno de los papeles, esa fue la forma como encontró la carta en donde lo apartaban de su cargo y le llamaban traidor.
Aun recordaba el momento en que la sostuvo en sus manos y leyó, sus piernas habían flaqueado, temiendo por la vida de su adorado padre, él era el centro de su universo, lo amaba tanto como le había enseñado su nodriza que debía amar a Dios, para ella él era un enviado de el Altísimo, su dios, aunque eso sonara sacrílego. Había llorado toda la mañana y la tarde aquel día, huyendo a los bosque en la noche para que su padre no le preguntara cual era la causa de su melancolía.
Traer a la memoria esos días hizo que pensara en la primera vez que lo vio, recordándolo como si no hubieran pasado los años. Su padre había entrado a la habitación donde dormían los pequeños, en aquel vetusto y mohoso convento de Babiera, sin que nadie le dijera, donde se encontraba su hija, corrió hasta la cuna, donde Leire descansaba. La bebé había abierto los ojos, contemplando un rostro de mirada dura, ojos oscuros, profundos y misteriosos, cejas pobladas y barba abundante. No lloró, ni se asustó, abrió sus ojos asombrados, le sonrió y estiró sus bracitos como si supiera que él era su papá. Apenas estuvo en los fuertes brazos de Rasmus se durmió porque era todo lo que había necesitado desde que su mamá no estaba.
Nunca mas se separaron, a excepción de las misiones que la organización, a la que Leire detestaba, lo mandaba a realizar. Su padre siempre intentaba que fueran muy espaciadas y cortas, para no alejarse de ella. Aún así Leire sufría sus ausencias. Entonces, llorando desesperada, corría a su despacho, donde una imponente biblioteca que cubría todas las paredes del piso al techo, le servía de compañía, tomaba un libro y comenzaba a leerlo y allí se quedaba hasta que el cansancio la vencía y ya dormida algún sirviente o su padre si volvía antes de que se fuera a despertar, la llevaban a su cuarto.
Hundida en sus cavilaciones estaba cuando llegaron a una cabaña en mitad del bosque, de vuelta el carruaje se detuvo bamboleándose, la portezuela se abrió y el cochero la ayudó a descender, - señorita Leire, ella es Maria, mi prima – dijo presentándole a una mujer que parecía casi de su misma edad. Cortésmente, Leire, saludó inclinándose levemente como si de una noble se tratase, la mujer rió y tapo su boca al hacerlo – no, señorita, no es necesario, somo simples campesinos – dijo la joven, - pero ustedes me están dando cobijo, mas de lo que muchos nobles harían por mí o por mi padre – contestó. Tanto el cochero como su pariente se miraron, y una sombra de duda les cruzó el rostro, no era común que les tuvieran respeto o les agradecieran y ese gesto de valorarlos los perturbó en sobremanera.
Cuando quedó sola con la joven, ya adentro de la casa, la sensación de angustia la volvió a sobrecoger. Llevó su mano al pecho y cerró tanto su puño, como sus ojos, - papá – dijo suavemente – no te vayas sin mi – no necesitaba pensarlo mucho para saber que Rasmus no querría meterla en problemas y que de seguro intentaría huir solo.
Las horas pasaron y Leire se sintió como una gata enjaulada, comenzó a pensar si en verdad las personas que tan gentilmente le daban un lugar donde esconderse no eran parte del plan para hacer caer a su padre. Se lamentó no haber llegado hasta la mansión y preguntarle directamente a su fiel mayordomo, - él nunca me hubiera mentido - caviló. La mujer le había pedido que se recostara un momento, ella había accedido porque en verdad se había sentido descompuesta. Cuando se levantó dirigió sus pasos a la puerta que daba al pequeño comedor de la humilde vivienda. Intentó abrirla pero le fue imposible entonces se dio cuenta que estaba cerrada con llave, comenzó a llamar golpeando con sus puños y luego gritando, pero nadie le contestaba. Se dirigió a la pequeña ventana para intentar escapar por ellí, pero comprobó que estaba clavada con tablones, se dió cuenta que la habían secuestrado, sus supuestos benefactores habían sido parte de una trampa contra su padre.
Buscó por toda la habitación, un objeto contundente para intentar romper las maderas y poder escapar por la ventana pero le fue imposible encontrar algo que pudiera usar para tal fin. De pronto se dio cuenta que hacía demasiado calor y que el aire se encontraba enrarecido, rápidamente giró su cuerpo y comprobó como por debajo de la puerta se colaba un humo denso blanco, - esto es una trampa, como pude ser tan necia e ingenua – se reprendió.
Buscó algo con que detener el humo que entraba, tomó la manta que cubría el lecho, la colocó entre el piso y la puerta, humedeciéndola con el agua de la jofaina, pero aún así comenzó a toser, - padre... padre... perdóname... - dijo en voz alta antes de caer desvanecida, pronto el fuego daría cuenta de la pequeña cabaña y de la joven que permanecía cautiva en su interior.
El camino se le estaba haciendo cada vez mas angustiante, no sabía muy bien cual era la causa, pero una sensación extraña le arañaba el pecho. La sonrisa que hacía apenas unos momentos se reflejaba en su rostro había desaparecido. Legre como su madre solían tener algún tipo de premonición, algo que ni a su propio padre, había querido contar por miedo a que se enojara, ya que sabía que el nombre de su madre y todo lo referido a ella estaban censurados en los dominios de Rasmus, pero algo le decía que un peligro los estaba asechando tanto a ella como a su querido padre. Casi llegando a su hogar, unos coches, con la insignia de la Inquisición, pasaron a su lado y pudo contemplarlos por la ventanilla, su corazón dio un vuelco cuando cayó en la cuenta que se dirigían a su destino, deteniéndose en la entrada.
Su carruaje se detuvo a varios metros de donde aparcaran los inquisidores, lo bastante alejado como para pasar desapercibidos. El vehículo se bamboleó cuando el cochero descendió de su lugar, un momento después golpeaba la portezuela y ella la abrió, - señorita- dijo haciendo un silenció incomodo – creo que no es buen momento para que lleguemos – dijo el hombre, sin mirarla a los ojos, se notaba que temía algo, tras toser continuó hablándole - que tal si me permite conducirla hasta la casa de mi prima, allí podrá esperar hasta que busque a su padre y le diga donde se encuentra... seguramente él no querrá ponerla en peligro – Leire abrió sus ojos totalmente sorprendida, tragó saliva e intentó hablar pero no pudo, el miedo y la angustia eran como una garra que en segundos le destrozaban el corazón.
Hizo un movimiento con su cabeza, - esta bien, solo le pido que le informe donde me encuentro, a él no le gusta que me ausente o no saber donde esto – le dijo con tono exigente y algo dubitativo, ya que le sonaba extraño que su padre no le hubiera hablado de su relación cercana con el cochero y la familiaridad con que le ofreciera cuidar de ella. Pero también era verdad, que de su padre apesar de todos los años que vivieran juntos, no lo conocía del todo y si el hombre se tomaba tales atrivimientos conociendo el carácter irasible de su amo, no le estaría haciendo esa invitación, a lo que aceptó con un cierto resquemor. Al fin y al cabo ya no era una niña, sabía muy bien quienes eran los hombres que ingresaban a su residencia y aunque su padre tratara de que ella quedara al margen de todas sus misiones y problemas con la organización, Leire era una muy buena espía. Por eso cuando su padre desaparecía en la mañana y lograba escabullirse al despacho, revisaba minuciosamente cada uno de los papeles, esa fue la forma como encontró la carta en donde lo apartaban de su cargo y le llamaban traidor.
Aun recordaba el momento en que la sostuvo en sus manos y leyó, sus piernas habían flaqueado, temiendo por la vida de su adorado padre, él era el centro de su universo, lo amaba tanto como le había enseñado su nodriza que debía amar a Dios, para ella él era un enviado de el Altísimo, su dios, aunque eso sonara sacrílego. Había llorado toda la mañana y la tarde aquel día, huyendo a los bosque en la noche para que su padre no le preguntara cual era la causa de su melancolía.
Traer a la memoria esos días hizo que pensara en la primera vez que lo vio, recordándolo como si no hubieran pasado los años. Su padre había entrado a la habitación donde dormían los pequeños, en aquel vetusto y mohoso convento de Babiera, sin que nadie le dijera, donde se encontraba su hija, corrió hasta la cuna, donde Leire descansaba. La bebé había abierto los ojos, contemplando un rostro de mirada dura, ojos oscuros, profundos y misteriosos, cejas pobladas y barba abundante. No lloró, ni se asustó, abrió sus ojos asombrados, le sonrió y estiró sus bracitos como si supiera que él era su papá. Apenas estuvo en los fuertes brazos de Rasmus se durmió porque era todo lo que había necesitado desde que su mamá no estaba.
- Leire pequeña:
Nunca mas se separaron, a excepción de las misiones que la organización, a la que Leire detestaba, lo mandaba a realizar. Su padre siempre intentaba que fueran muy espaciadas y cortas, para no alejarse de ella. Aún así Leire sufría sus ausencias. Entonces, llorando desesperada, corría a su despacho, donde una imponente biblioteca que cubría todas las paredes del piso al techo, le servía de compañía, tomaba un libro y comenzaba a leerlo y allí se quedaba hasta que el cansancio la vencía y ya dormida algún sirviente o su padre si volvía antes de que se fuera a despertar, la llevaban a su cuarto.
Hundida en sus cavilaciones estaba cuando llegaron a una cabaña en mitad del bosque, de vuelta el carruaje se detuvo bamboleándose, la portezuela se abrió y el cochero la ayudó a descender, - señorita Leire, ella es Maria, mi prima – dijo presentándole a una mujer que parecía casi de su misma edad. Cortésmente, Leire, saludó inclinándose levemente como si de una noble se tratase, la mujer rió y tapo su boca al hacerlo – no, señorita, no es necesario, somo simples campesinos – dijo la joven, - pero ustedes me están dando cobijo, mas de lo que muchos nobles harían por mí o por mi padre – contestó. Tanto el cochero como su pariente se miraron, y una sombra de duda les cruzó el rostro, no era común que les tuvieran respeto o les agradecieran y ese gesto de valorarlos los perturbó en sobremanera.
Cuando quedó sola con la joven, ya adentro de la casa, la sensación de angustia la volvió a sobrecoger. Llevó su mano al pecho y cerró tanto su puño, como sus ojos, - papá – dijo suavemente – no te vayas sin mi – no necesitaba pensarlo mucho para saber que Rasmus no querría meterla en problemas y que de seguro intentaría huir solo.
Las horas pasaron y Leire se sintió como una gata enjaulada, comenzó a pensar si en verdad las personas que tan gentilmente le daban un lugar donde esconderse no eran parte del plan para hacer caer a su padre. Se lamentó no haber llegado hasta la mansión y preguntarle directamente a su fiel mayordomo, - él nunca me hubiera mentido - caviló. La mujer le había pedido que se recostara un momento, ella había accedido porque en verdad se había sentido descompuesta. Cuando se levantó dirigió sus pasos a la puerta que daba al pequeño comedor de la humilde vivienda. Intentó abrirla pero le fue imposible entonces se dio cuenta que estaba cerrada con llave, comenzó a llamar golpeando con sus puños y luego gritando, pero nadie le contestaba. Se dirigió a la pequeña ventana para intentar escapar por ellí, pero comprobó que estaba clavada con tablones, se dió cuenta que la habían secuestrado, sus supuestos benefactores habían sido parte de una trampa contra su padre.
Buscó por toda la habitación, un objeto contundente para intentar romper las maderas y poder escapar por la ventana pero le fue imposible encontrar algo que pudiera usar para tal fin. De pronto se dio cuenta que hacía demasiado calor y que el aire se encontraba enrarecido, rápidamente giró su cuerpo y comprobó como por debajo de la puerta se colaba un humo denso blanco, - esto es una trampa, como pude ser tan necia e ingenua – se reprendió.
Buscó algo con que detener el humo que entraba, tomó la manta que cubría el lecho, la colocó entre el piso y la puerta, humedeciéndola con el agua de la jofaina, pero aún así comenzó a toser, - padre... padre... perdóname... - dijo en voz alta antes de caer desvanecida, pronto el fuego daría cuenta de la pequeña cabaña y de la joven que permanecía cautiva en su interior.
Emilie De Azcoitia- Humano Clase Alta
- Mensajes : 155
Fecha de inscripción : 08/06/2013
Localización : Paris - Francia
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Re: Sorry... My sweet, pale girl... | Flashback | Leire
Si de algo se había dado cuenta, tras tantas eras como había visto morir durante su no-vida, era de que los errores cometidos por uno, pueden acarrear una larga serie de consecuencias sobre sus más allegados... Consecuencias que, en muchos casos, no son capaces de predecir ni de evitar. El problema de esto era que, cuando quieres tanto a una persona, hasta el punto de que serías capaz de morir por ella, eres incapaz de imaginar que tales consecuencias podrían recaer sobre ella, como si el simple amor que le tuvieses fuera suficiente para protegerles de todo mal... Nada más lejos de la realidad. Como en casi todas las cosas que sabía, no era capaz finalmente de ponerlas en prácticas para sí mismo, tan desacostumbrado estaba a tener personas tan cercanas que necesitasen de su protección. Y eso sería un error fatal, como después descubriría. A veces, el desear que no sean lastimadas no basta para que esas personas estén sanas y salvas, y aunque planeó el marcharse sin dejar rastro a fin de proteger al Sol de sus noches, Leire, nunca supuso que antes incluso de que pudiera borrar sus huellas, irían a por ella para encontrarle.
Y la sombra de la sospecha se hizo patente cuando, abandonando la Laguna, marchó a recoger a su hija a casa, ante la demora de la misma en llegar al claro. Sus instrucciones habían sido claras y precisas: en cuanto la niña pusiera un pie en casa, debían llevarla al lugar en que se encontraba él en aquel momento, sin excepciones. Supuso que al observar la rigidez en su expresión, y el tono amenazante de su voz, normalmente afable, los sirvientes entenderían que su amo no estaba bromeando, y que era una orden urgente y que debían cumplir sin vacilar. Porque, aunque él usualmente se mostrase atento y agradable al trato con sus criados, todos sabían que cuando lograban enfadarlo, nada hacía que la ira volviese a su lugar... Salvo Leire. Ella lo era todo para él, y con más razón estaba enfadado. Llegó a la mansión con el rostro contraído en una mueca de enfado y de preocupación. Preguntó a todos y cada uno de los presentes por la niña. Recorrió cada rincón, cada habitación y cada armario a fin de dar con su paradero. Pero no la encontró. Sus gritos hicieron retumbar la construcción desde sus mismos cimientos, y en menos de cinco minutos, todos los que vivían en la casa habían salido a buscarla pese a la oscuridad que poco a poco se había abierto paso en la noche parisina.
Recorrió callejones y plazas preguntando por la chiquilla de pelo rojizo y sonrisa maravillosa, mostrando una pintura casi perfecta de la misma. Nadie sabía nada de ella. Ni siquiera su maestro de canto, al que visitó, presa de la desesperación, horas después de comenzar la búsqueda de la niña, supo decirle donde estaba. Había salido de allí como hacía usualmente, rumbo a la casa, y era todo cuanto sabía de ella. Aún así, y ante aquel padre preocupado por su hija, se sumó a la búsqueda de su alumna favorita, y la que más dinero le hacía ganar... Pronto, incluso la comisaría local tuvo parte de búsqueda. Rasmus ofrecía una millonaria recompensa a aquel que fuese capaz de decirle dónde estaba su hija, o que se la devolviese sana y salva. No habría perdón para los captores, con los que sabía perfectamente que antes de que cogiera la policía, él mismo habría acabado sin pensárselo. Si se había jugado el pellejo durante seis milenios por poblaciones enteras que no le ofrecían nada realmente, ¿qué no sería capaz de hacer por su hija? Hubiese hecho un cráter en la tierra, hubiese bajado la Luna de ser necesario. Haría lo que fuese por volverla a tener consigo, sonriendo, como siempre.
Por eso no supo cómo tomarse la información aportada por uno de sus sirvientes más ancianos en cuanto se la dijo. Había visto a la niña subir a un carruaje nada más llegar, con un hombre que llevaba ejerciendo como cocinero en su hogar desde hacía apenas unos meses. Le recordaba, había venido acompañado de una mujer que dijo era su prima... Hacía exactamente cuatro meses. El vampiro, contrariado por aquella nueva pista, preguntó a los que tenían orden de llevar a su hija consigo, si la habían visto llegar. Ante la negativa, una realidad tan aplastante como dolorosa se abrió paso entre la confusión despertada hacía horas antes. Se la habían llevado dos de sus sirvientes. Y eso sólo significaba una cosa: que le habían encontrado. Nunca dejaba que ningún desconocido se acercase a su casa, salvo a aquella pareja de cocineros que, hacía apenas unos meses, llamaron a su puerta en busca de cobijo y trabajo. Aparentemente no tenían nada que esconder. ¿Realmente había sido tan estúpido como para caer en una trampa tan antigua como aquella? Habían introducido un caballo de Troya en su propia casa, ignorando el peligro aun habiendo estado dentro de aquel caballo, milenios antes. ¿Había ocasionado él mismo, con su confianza ciega en la bondad humana, aquel desastre tan lamentable?
No tardó demasiado en obtener la información necesaria para hacerse una idea de dónde se encontraban. Los dos "vendidos" ni siquiera se habían molestado en darle nombres falsos, por lo que situarles no fue en absoluto difícil. Tras sobornar a varios de sus conocidos con dinero y joyas, le dijeron todo cuanto necesitaba saber: la dirección de una casa. Tenían que estar allí. Pero ahora quedaba la parte más difícil, encontrar el camino adecuado e instar a las fuerzas policiales a que no le siguieran. Sabía perfectamente que aquella afrenta traería consigo el derramamiento de la sangre de aquellos quienes habían puesto en peligro a su amada hija. No se librarían de su ira tan fácilmente... Y que le siguieran conllevaba un problema doble: descubrirían su auténtica naturaleza, y ensuciaría aún más el nombre de su hija, inocente a aquel conflicto en el que se había visto envuelta por culpa de la Inquisición. Les daría su merecido. Por suerte, tras unos minutos de insistencia, y un uso excesivo de sus capacidades de manipulación de la memoria, pudo deshacerse de aquellos que querían seguirle para impartir justicia por el crimen. Su justicia iba a ser diferente. Y no necesitaba espectadores.
La carrera a contrarreloj que mantuvo por el extenso bosque que rodeaba la ciudad, no le llevó demasiado tiempo, aunque sí el suficiente para pensar en lo estúpido que había sido al poner en peligro la seguridad de su hija. ¿Debería haberse alejado de la Inquisición desde el principio, o habían sido sus valores nobles los que lo habían llevado hasta aquel punto? ¿O quizá el error había sido enamorarse de una humana y encargarse de su hija? ¿En verdad los de su especie no deberían amar bajo ningún concepto? La punzante inquietud que le impulsaba a correr más rápido, ignorando la sed, la fatiga y el dolor, le indicó que esto último no era, en absoluto, cierto. Nunca había estado más vivo antes de tener a Leire entre sus brazos. Nunca había sentido nada más intenso que el orgullo de verla crecer fuerte, sana, y llena de vida. Y nunca lo sentiría. No. Leire era todo para él, y podía haber cometido muchos errores durante su larga existencia, pero quererla no era, ni de lejos, uno de ellos. El dolor que sentía era más intenso del que cualquier humano podría experimentar jamás. Definitivamente, independientemente de su naturaleza, su amor era tan puro como el de cualquier otro. O quizá más. Su pequeña era todo cuanto tenía. Y siempre sería así.
Atravesó la espesura en apenas unos minutos, aunque le supo a eternidad. No sabía qué era más imperioso para él en aquel momento, si la necesidad de verla sana y salva o las ansias de venganza que pujaban por convertirlo en lo que más odiaba de sí mismo. Quizá en el equilibrio estuviese la clave, pero no se encontraba en condiciones de pensar. No allí. No en aquel momento. No cuando había cosas más importantes... Al ver una columna de humo alzarse por encima de los altos árboles, sintió que su mundo se resquebrajaba, para luego estallar en mil pedazos. No. No podía ser demasiado tarde. No. No podía perderla todavía. ¡¡NO!! Su visión se volvió del rojo de aquella sangre que le daba la vida, y a la que odiaba al mismo tiempo. Sus músculos se tensaron aún más, otorgándole una rapidez de la que nunca había hecho tanto uso como en aquel momento. Apartó árboles, arbustos y rocas a manotazos, abriendo grietas en sus palmas que apenas si tardaban unos segundos en volver a sanar. Leire estaba viva. Lo sabía. Lo sentía. Pero no por mucho tiempo.
Cuando estuvo cara a cara con el dantesco espectáculo que se abría ante sus ojos, no supo muy bien como reaccionar. En unas milésimas de segundo, examinó la escena con todo lujo de detalles, adivinando la voz tenue de su hija tras el ruidoso crepitar de las llamas que iban haciendo cuenta de la cabaña donde estaba recluida. En el otro extremo, dos figuras corrían en dirección al carruaje, sin darse cuenta del nuevo peligro que iba tras ellos. Pudo ver la situación en que se encontraba su hija, tras concentrarse un instante, para cerciorarse de que aún respiraba. Pero no podía dejar que se escaparan. No en aquel momento. Corrió todo cuanto pudo para despedazar a los dos traidores en menos de un parpadeo. Sus cuerpos, sangrantes y totalmente irreconocibles, ni siquiera pudieron despertar su sed. No tenía tiempo para alimentarse. No cuando su hija estaba a punto de morir tras él.
Atravesó la ventana tapiada sin mucha dificultad, para recoger a la niña, inconsciente, y salir corriendo al tiempo que la puerta de la habitación en la que estaban, estallaba debido a la presión de las llamas y el humo. Se alejó unos metros con la niña en brazos, hasta ver cómo se el hogar se carbonizaba desde sus cimientos. Fue entonces cuando la miró. La miró y todo su mundo se vino abajo. Parecía tan pálida y maltrecha que, aun escuchando el débil latido de su corazón, se temió lo peor. Se postró de rodillas en el suelo con cuidado de no lastimarla, para abrir una herida en su muñeca y darle de beber su esencia vital, como otras tantas veces había hecho cuando la niña enfermaba o se sentía tan mal que el miedo se apresaba de él. Era incapaz de imaginar una vida sin ella, un mundo sin ella. Tenía que dejarla, ¡lo sabía! Por más que él sufriera. No podía ponerla en peligro de aquella forma. Esperó a que su sangre hiciese efecto, tratando de darle calor contra su cuerpo, sin soltarla. El sonido de los cascos de caballo al acercarse le advirtieron de que aquello aún no había acabado. Pero ya tendría tiempo de preocuparse de eso. Ahora, aquel pequeño cuerpo que sostenía sin esfuerzo, era todo cuanto importaba.
Y la sombra de la sospecha se hizo patente cuando, abandonando la Laguna, marchó a recoger a su hija a casa, ante la demora de la misma en llegar al claro. Sus instrucciones habían sido claras y precisas: en cuanto la niña pusiera un pie en casa, debían llevarla al lugar en que se encontraba él en aquel momento, sin excepciones. Supuso que al observar la rigidez en su expresión, y el tono amenazante de su voz, normalmente afable, los sirvientes entenderían que su amo no estaba bromeando, y que era una orden urgente y que debían cumplir sin vacilar. Porque, aunque él usualmente se mostrase atento y agradable al trato con sus criados, todos sabían que cuando lograban enfadarlo, nada hacía que la ira volviese a su lugar... Salvo Leire. Ella lo era todo para él, y con más razón estaba enfadado. Llegó a la mansión con el rostro contraído en una mueca de enfado y de preocupación. Preguntó a todos y cada uno de los presentes por la niña. Recorrió cada rincón, cada habitación y cada armario a fin de dar con su paradero. Pero no la encontró. Sus gritos hicieron retumbar la construcción desde sus mismos cimientos, y en menos de cinco minutos, todos los que vivían en la casa habían salido a buscarla pese a la oscuridad que poco a poco se había abierto paso en la noche parisina.
Recorrió callejones y plazas preguntando por la chiquilla de pelo rojizo y sonrisa maravillosa, mostrando una pintura casi perfecta de la misma. Nadie sabía nada de ella. Ni siquiera su maestro de canto, al que visitó, presa de la desesperación, horas después de comenzar la búsqueda de la niña, supo decirle donde estaba. Había salido de allí como hacía usualmente, rumbo a la casa, y era todo cuanto sabía de ella. Aún así, y ante aquel padre preocupado por su hija, se sumó a la búsqueda de su alumna favorita, y la que más dinero le hacía ganar... Pronto, incluso la comisaría local tuvo parte de búsqueda. Rasmus ofrecía una millonaria recompensa a aquel que fuese capaz de decirle dónde estaba su hija, o que se la devolviese sana y salva. No habría perdón para los captores, con los que sabía perfectamente que antes de que cogiera la policía, él mismo habría acabado sin pensárselo. Si se había jugado el pellejo durante seis milenios por poblaciones enteras que no le ofrecían nada realmente, ¿qué no sería capaz de hacer por su hija? Hubiese hecho un cráter en la tierra, hubiese bajado la Luna de ser necesario. Haría lo que fuese por volverla a tener consigo, sonriendo, como siempre.
Por eso no supo cómo tomarse la información aportada por uno de sus sirvientes más ancianos en cuanto se la dijo. Había visto a la niña subir a un carruaje nada más llegar, con un hombre que llevaba ejerciendo como cocinero en su hogar desde hacía apenas unos meses. Le recordaba, había venido acompañado de una mujer que dijo era su prima... Hacía exactamente cuatro meses. El vampiro, contrariado por aquella nueva pista, preguntó a los que tenían orden de llevar a su hija consigo, si la habían visto llegar. Ante la negativa, una realidad tan aplastante como dolorosa se abrió paso entre la confusión despertada hacía horas antes. Se la habían llevado dos de sus sirvientes. Y eso sólo significaba una cosa: que le habían encontrado. Nunca dejaba que ningún desconocido se acercase a su casa, salvo a aquella pareja de cocineros que, hacía apenas unos meses, llamaron a su puerta en busca de cobijo y trabajo. Aparentemente no tenían nada que esconder. ¿Realmente había sido tan estúpido como para caer en una trampa tan antigua como aquella? Habían introducido un caballo de Troya en su propia casa, ignorando el peligro aun habiendo estado dentro de aquel caballo, milenios antes. ¿Había ocasionado él mismo, con su confianza ciega en la bondad humana, aquel desastre tan lamentable?
No tardó demasiado en obtener la información necesaria para hacerse una idea de dónde se encontraban. Los dos "vendidos" ni siquiera se habían molestado en darle nombres falsos, por lo que situarles no fue en absoluto difícil. Tras sobornar a varios de sus conocidos con dinero y joyas, le dijeron todo cuanto necesitaba saber: la dirección de una casa. Tenían que estar allí. Pero ahora quedaba la parte más difícil, encontrar el camino adecuado e instar a las fuerzas policiales a que no le siguieran. Sabía perfectamente que aquella afrenta traería consigo el derramamiento de la sangre de aquellos quienes habían puesto en peligro a su amada hija. No se librarían de su ira tan fácilmente... Y que le siguieran conllevaba un problema doble: descubrirían su auténtica naturaleza, y ensuciaría aún más el nombre de su hija, inocente a aquel conflicto en el que se había visto envuelta por culpa de la Inquisición. Les daría su merecido. Por suerte, tras unos minutos de insistencia, y un uso excesivo de sus capacidades de manipulación de la memoria, pudo deshacerse de aquellos que querían seguirle para impartir justicia por el crimen. Su justicia iba a ser diferente. Y no necesitaba espectadores.
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La carrera a contrarreloj que mantuvo por el extenso bosque que rodeaba la ciudad, no le llevó demasiado tiempo, aunque sí el suficiente para pensar en lo estúpido que había sido al poner en peligro la seguridad de su hija. ¿Debería haberse alejado de la Inquisición desde el principio, o habían sido sus valores nobles los que lo habían llevado hasta aquel punto? ¿O quizá el error había sido enamorarse de una humana y encargarse de su hija? ¿En verdad los de su especie no deberían amar bajo ningún concepto? La punzante inquietud que le impulsaba a correr más rápido, ignorando la sed, la fatiga y el dolor, le indicó que esto último no era, en absoluto, cierto. Nunca había estado más vivo antes de tener a Leire entre sus brazos. Nunca había sentido nada más intenso que el orgullo de verla crecer fuerte, sana, y llena de vida. Y nunca lo sentiría. No. Leire era todo para él, y podía haber cometido muchos errores durante su larga existencia, pero quererla no era, ni de lejos, uno de ellos. El dolor que sentía era más intenso del que cualquier humano podría experimentar jamás. Definitivamente, independientemente de su naturaleza, su amor era tan puro como el de cualquier otro. O quizá más. Su pequeña era todo cuanto tenía. Y siempre sería así.
Atravesó la espesura en apenas unos minutos, aunque le supo a eternidad. No sabía qué era más imperioso para él en aquel momento, si la necesidad de verla sana y salva o las ansias de venganza que pujaban por convertirlo en lo que más odiaba de sí mismo. Quizá en el equilibrio estuviese la clave, pero no se encontraba en condiciones de pensar. No allí. No en aquel momento. No cuando había cosas más importantes... Al ver una columna de humo alzarse por encima de los altos árboles, sintió que su mundo se resquebrajaba, para luego estallar en mil pedazos. No. No podía ser demasiado tarde. No. No podía perderla todavía. ¡¡NO!! Su visión se volvió del rojo de aquella sangre que le daba la vida, y a la que odiaba al mismo tiempo. Sus músculos se tensaron aún más, otorgándole una rapidez de la que nunca había hecho tanto uso como en aquel momento. Apartó árboles, arbustos y rocas a manotazos, abriendo grietas en sus palmas que apenas si tardaban unos segundos en volver a sanar. Leire estaba viva. Lo sabía. Lo sentía. Pero no por mucho tiempo.
Cuando estuvo cara a cara con el dantesco espectáculo que se abría ante sus ojos, no supo muy bien como reaccionar. En unas milésimas de segundo, examinó la escena con todo lujo de detalles, adivinando la voz tenue de su hija tras el ruidoso crepitar de las llamas que iban haciendo cuenta de la cabaña donde estaba recluida. En el otro extremo, dos figuras corrían en dirección al carruaje, sin darse cuenta del nuevo peligro que iba tras ellos. Pudo ver la situación en que se encontraba su hija, tras concentrarse un instante, para cerciorarse de que aún respiraba. Pero no podía dejar que se escaparan. No en aquel momento. Corrió todo cuanto pudo para despedazar a los dos traidores en menos de un parpadeo. Sus cuerpos, sangrantes y totalmente irreconocibles, ni siquiera pudieron despertar su sed. No tenía tiempo para alimentarse. No cuando su hija estaba a punto de morir tras él.
Atravesó la ventana tapiada sin mucha dificultad, para recoger a la niña, inconsciente, y salir corriendo al tiempo que la puerta de la habitación en la que estaban, estallaba debido a la presión de las llamas y el humo. Se alejó unos metros con la niña en brazos, hasta ver cómo se el hogar se carbonizaba desde sus cimientos. Fue entonces cuando la miró. La miró y todo su mundo se vino abajo. Parecía tan pálida y maltrecha que, aun escuchando el débil latido de su corazón, se temió lo peor. Se postró de rodillas en el suelo con cuidado de no lastimarla, para abrir una herida en su muñeca y darle de beber su esencia vital, como otras tantas veces había hecho cuando la niña enfermaba o se sentía tan mal que el miedo se apresaba de él. Era incapaz de imaginar una vida sin ella, un mundo sin ella. Tenía que dejarla, ¡lo sabía! Por más que él sufriera. No podía ponerla en peligro de aquella forma. Esperó a que su sangre hiciese efecto, tratando de darle calor contra su cuerpo, sin soltarla. El sonido de los cascos de caballo al acercarse le advirtieron de que aquello aún no había acabado. Pero ya tendría tiempo de preocuparse de eso. Ahora, aquel pequeño cuerpo que sostenía sin esfuerzo, era todo cuanto importaba.
Rasmus A. Lillmåns- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 130
Fecha de inscripción : 23/07/2013
Re: Sorry... My sweet, pale girl... | Flashback | Leire
Sintió el abrazo conocido, y en medio de la semi inconciencia, suspiró aliviada, a su mente llegó el recuerdo de cuando enfermaba siendo pequeña, que en su malestar y tristeza solo quería que su padre estuviera a su lado. Rememoró los llantos que en la madrugada inundaban la mansión llamándolo, o si los sirvientes le informaban que había viajado por su trabajo, ella lloraba queda, abrazando las almohadas, pidiendo en susurro su presencia hasta quedar exhausta dormida entre sollozos. Entonces su padre llegaba, aunque supuestamente estaría ausente por meses, él se las ingeniaba para estar a su lado. Leire apenas abría sus ojos y reconocía la silueta de aquel hombre recortada en el marco de la puerta de su habitación, los pasos firmes que se acercaban a su lecho, su abrazo suave y cariñoso que lo curaba todo, que la reconfortaban y le hacían pensar que entre los brazos de su papá todo era seguridad.
Sus manos se deslizaron suaves, casi sin fuerza por el pecho de su padre hasta abrazarse a él,- papá - susurró, mientras las lagrimas descendían por sus mejilla. Elevó su mentón buscando el rostro de aquel hombre que era todo para ella, estiró su mano y acarició la mandíbula fuerte, que demostraba el carácter aguerrido de su progenitor. Suspiró con dificultad ya que el humo le había dañado sus pulmones, pero cada segundo se sentía mejor, en su boca un saber conocido, le hizo recordar nuevamente su infancia, a un remedio que su padre le suministraba cuando los médicos ya no sabían que hacer, - ¿Es de frambuesa papá? - preguntaba ingenua al ver el color rojizo del liquido, - ¿me hará fuerte? ¿como tu? - cuando su padre asentía con la cabeza, ella sonreía feliz, y la tomaba sin protestar, porque su más grande sueño era ser como su papá y que él siempre estuviera orgulloso de ella.
Volvió a recorrer el perfil del rostro de su padre con sus manos, - papá, sabía que vendrías a salvarme – se aferró con fuerza al pecho de su padre, algo no estaba bien, lo podía presentir, él estaba alerta, como esperando algo, - que pasa padre, que te preocupa – era una pregunta un tanto extraña luego de lo vivido, pero sabía que aquella preocupación no era solo por lo vivido hacía un instante. Era algo mucho mas duro y que no le estaba contando, le estaba ocultando y eso preocupó a la joven. Estaba segura que se trataba de algo mas peligroso, una decisión definitiva se cernía sobre ellos y muy en su interior sabía que pronto lo perdería, pero Leire se negaba a esa posibilidad, - por favor, te ruego, no... no lo hagas... no me dejes – Hundió su rostro bañado en lagrimas en el pecho masculino, moviendo su cabeza negando aquella dolorosa realidad.
Sus fuerzas regresaban, se fue reincorporando, primero de rodillas, estirando su cuerpo y abrazándose al cuello de Rasmus, - por favor, papá, llevame contigo, no me dejes... no se lo que sucede, pero... te lo suplico, no me dejes sola – hundió su rostro entre el cuello y el hombro del vampiro, aferrándose a él. Le prometió todo lo que estaba a su alcance, - seré mejor hija, no te haré rabiar... pero no me abandones – dijo entre sollozos. Sintió el abrazo de su padre, suave a pesar de ser un hombre de contextura grande y poco común, fuerte como Hercules como le solía decir cuando alguien le preguntaba como era su papá. Siempre la había tratado como si fuera una delicada pieza de cristal que podría romperse entre sus manos, pero no deseaba que la tratase así si por ese miedo ella lo perdería. Leire nunca se había preguntado por qué su papá tenía la piel tan blanca, o porqué se sentía mas fría al tacto, para Leire su papá era único y eso lo aclaraba todo.
Suspiró tratando de encontrar la calma, alejó su rostro buscando la mirada del vampiro, - volvamos a casa, y luego, emprendamos el viaje juntos – sus manos enmarcaron el rostro de su padre para que no pudiera rehuir su mirada. Lo miró con aquellos ojos que siempre le ponía cuando le suplicaba algo, esos que él no podría negar nada, si de algo estaba segura, era del amor de su padre. Parecía que lo estaba por conseguir cuando, el sonido de unos cascos llegó hasta sus oídos, lo vio ponerse nervioso, como si no debiera estar allí cuando esos hombres llegaran. A pesar de encontrarse mas recuperada, cuando quiso caminar le costó y se dio cuenta que de tener que huir sería una carga para su padre, - ¿debes irte? - no quería escuchar la respuesta, temía que él la afirmara. Tomó sus manos, - llévame contigo, no puedo quedarme aquí – Se tiró sobre el pecho de su padre, abrazándolo. No lo soltaría, él la tendría que arrancar y aún así, volvería a buscarlo, por el tiempo y los años que fueran necesarios.
Sus manos se deslizaron suaves, casi sin fuerza por el pecho de su padre hasta abrazarse a él,- papá - susurró, mientras las lagrimas descendían por sus mejilla. Elevó su mentón buscando el rostro de aquel hombre que era todo para ella, estiró su mano y acarició la mandíbula fuerte, que demostraba el carácter aguerrido de su progenitor. Suspiró con dificultad ya que el humo le había dañado sus pulmones, pero cada segundo se sentía mejor, en su boca un saber conocido, le hizo recordar nuevamente su infancia, a un remedio que su padre le suministraba cuando los médicos ya no sabían que hacer, - ¿Es de frambuesa papá? - preguntaba ingenua al ver el color rojizo del liquido, - ¿me hará fuerte? ¿como tu? - cuando su padre asentía con la cabeza, ella sonreía feliz, y la tomaba sin protestar, porque su más grande sueño era ser como su papá y que él siempre estuviera orgulloso de ella.
Volvió a recorrer el perfil del rostro de su padre con sus manos, - papá, sabía que vendrías a salvarme – se aferró con fuerza al pecho de su padre, algo no estaba bien, lo podía presentir, él estaba alerta, como esperando algo, - que pasa padre, que te preocupa – era una pregunta un tanto extraña luego de lo vivido, pero sabía que aquella preocupación no era solo por lo vivido hacía un instante. Era algo mucho mas duro y que no le estaba contando, le estaba ocultando y eso preocupó a la joven. Estaba segura que se trataba de algo mas peligroso, una decisión definitiva se cernía sobre ellos y muy en su interior sabía que pronto lo perdería, pero Leire se negaba a esa posibilidad, - por favor, te ruego, no... no lo hagas... no me dejes – Hundió su rostro bañado en lagrimas en el pecho masculino, moviendo su cabeza negando aquella dolorosa realidad.
Sus fuerzas regresaban, se fue reincorporando, primero de rodillas, estirando su cuerpo y abrazándose al cuello de Rasmus, - por favor, papá, llevame contigo, no me dejes... no se lo que sucede, pero... te lo suplico, no me dejes sola – hundió su rostro entre el cuello y el hombro del vampiro, aferrándose a él. Le prometió todo lo que estaba a su alcance, - seré mejor hija, no te haré rabiar... pero no me abandones – dijo entre sollozos. Sintió el abrazo de su padre, suave a pesar de ser un hombre de contextura grande y poco común, fuerte como Hercules como le solía decir cuando alguien le preguntaba como era su papá. Siempre la había tratado como si fuera una delicada pieza de cristal que podría romperse entre sus manos, pero no deseaba que la tratase así si por ese miedo ella lo perdería. Leire nunca se había preguntado por qué su papá tenía la piel tan blanca, o porqué se sentía mas fría al tacto, para Leire su papá era único y eso lo aclaraba todo.
Suspiró tratando de encontrar la calma, alejó su rostro buscando la mirada del vampiro, - volvamos a casa, y luego, emprendamos el viaje juntos – sus manos enmarcaron el rostro de su padre para que no pudiera rehuir su mirada. Lo miró con aquellos ojos que siempre le ponía cuando le suplicaba algo, esos que él no podría negar nada, si de algo estaba segura, era del amor de su padre. Parecía que lo estaba por conseguir cuando, el sonido de unos cascos llegó hasta sus oídos, lo vio ponerse nervioso, como si no debiera estar allí cuando esos hombres llegaran. A pesar de encontrarse mas recuperada, cuando quiso caminar le costó y se dio cuenta que de tener que huir sería una carga para su padre, - ¿debes irte? - no quería escuchar la respuesta, temía que él la afirmara. Tomó sus manos, - llévame contigo, no puedo quedarme aquí – Se tiró sobre el pecho de su padre, abrazándolo. No lo soltaría, él la tendría que arrancar y aún así, volvería a buscarlo, por el tiempo y los años que fueran necesarios.
Emilie De Azcoitia- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 08/06/2013
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Re: Sorry... My sweet, pale girl... | Flashback | Leire
La muerte es fría, desgarradora, dolorosa... Sobre todo para aquellos que no tienen la suerte de ser cobijados bajo su manto de sueño eterno. Agónica. Pesada. Tan eterna como su misma existencia. La muerte es trágica, por más que muchos se empeñen en hacer creer a los demás que sólo consiste en una fase más de la vida, tan normal y corriente como cualquier otra faceta de la misma. Se equivocan. No saben qué significa realmente. La muerte es un dolor sordo que te reconcome las entrañas, que te quema desde dentro. Es un fuego helado que acaba con todo a su paso. Que no deja nada vivo. Nada más que el recuerdo, la añoranza por aquellos que perecieron bajo su yugo. Por aquellos a los que no pudiste salvar. Y mientras corría por el bosque desierto, rodeado del murmullo de una naturaleza ausente, supo que la muerte de su hija significaría la muerte de él mismo. La verdadera muerte. La última. No podría pensar siquiera en existir sin ella. Todo dejaría de tener el sentido que su llegada le otorgó a una eternidad a oscuras que hasta entonces carecía de significado. No tendría nada por lo que luchar, ni motivos para sobrevivir al pasar de las eras. Allí acabaría su viaje, abatido por no haber podido mantener a salvo a la razón de su existencia. O por haber confiado demasiado en una organización que nunca hizo nada por él, salvo alejarlo de sus seres queridos durante meses. Había amado, y había perdido a su amada. Pero no podría soportar perder también a Leire. Y esa era la única certeza que poseía. No había nada más allá.
Por eso no le extrañó que su conciencia, normalmente furiosa por actos de violencia contra otros, se mantuviese callada al respecto de los dos cadáveres que había dejado detrás de la cabaña, ahora reducida a cenizas. Apenas si era consciente de que lo peor había pasado. Leire estaba viva. Estaba viva y estaba con él. Eso era lo más importante. Al menos, por el momento. Si bien el peligro estaba lejos de haber terminado, salvarla era lo único que le interesaba. Lo que pasara con él le daba lo mismo, si eso pudiese garantizar de alguna forma su seguridad. Podrían torturarlo, matarlo, desangrarlo... Pero nada le hubiese dolido más que haber sobrevivido a su muerte. Quería que su hija viviera. Que viviera feliz, sana, y recordando que alguna vez tuvo a alguien que veló por ella, que se sacrificó por ella sin pedir nada a cambio. Tenía tantas cosas que le gustaría haberle dicho... Verla crecer hubiese sido el mejor regalo que nunca hubiese tenido. Decirle que ese chico no le gustaba, o que aún era muy joven para casarse. Verla partir de casa, con un anillo en el dedo y un buen marido en el brazo. Pero sabiendo que volvería a verla los domingos, aunque nada fuera como antes. Eso era todo cuanto necesitaba... O cuanto hubiera necesitado. Pero a cada figura que aparecía ante sus ojos, esa posibilidad se iba haciendo cada vez más remota. No por ello se arrepentía. Su no-vida no valía nada al lado del frágil latido del corazón de su pequeña. Nada más importaba.
La estrechó entre sus brazos con la misma delicadeza de siempre. Una delicadeza fingida, obligada, por el miedo a hacerle daño. Dejó que bebiese sin apartar la vista de sus ojos cansados. El casi perderla por poco lo vuelve loco. Pero estaba allí, y estaba bien. Una sonrisa dolida se dibujó en su semblante, mientras agachaba la cabeza para besarle la frente. - Sí, mi vida... Te hará fuerte. Te hará lo bastante fuerte para salir de aquí. Para ser libre. Para vivir una vida plena. Sin mi. -Acarició su rostro, pálido como la cal, notando su calidez frente a la frialdad absoluta de su piel. Sabía que le partiría el corazón, y no deseaba hacerle ningún mal... Pero a veces lo más duro es lo más necesario. Y si tenía que alejarse de ella para que pudiera vivir, se alejaría. Se iría tan lejos. Sería como si nunca hubiese existido. Y tal vez dejase de existir, así que tampoco habría demasiada diferencia. - Siento mucho haber tardado tanto, Leire... Pensar que casi... te pierdo... No podría soportarlo. -Apartó un tanto a la niña de su regazo, deshaciendo el desesperado abrazo que acababa de formar. La herida de su brazo se cerró lentamente, mientras los primeros inquisidores bajaban de la montura y se aproximaban a ambos, cautelosamente. Sabían con quién se estaban metiendo, y toda precaución era poca. Las palabras de su hija le rompieron el corazón, mas sólo un padre puede saber lo que es mejor para sus hijos, y haría lo que fuese necesario para que ella estuviese a salvo. Aunque le costase la vida.
- Leire. Mantente en todo momento detrás de mi. ¿Lo has entendido? -Su voz sonó ronca, rasgada por la sed de sangre que volvía a despertar ante la nueva lucha que parecía a punto de comenzar. Alrededor de los inquisidores comenzó a surgir una potente ilusión. Cuerpos destrozados. El fuego, consumiéndolo todo. Algunos retrocedieron, pero otros se mantuvieron con los ojos clavados en el inmortal, y en la niña que iba junto a él. Eso provocó que Rasmus se tensase de forma más que evidente. Sus colmillos aparecieron, amenazantes, a medida que la ilusión se iba volviendo más y más oscura, más y más desagradable. Los caballos, presas también de su poder, relincharon y salieron corriendo, arrojando a algunos de sus jinetes directamente al suelo. Aprovechando el desconcierto provocado por los animales, se volteó rápidamente, y se agachó frente a Leire.
- Sabes que te quiero, Leire. Eres todo para mi. Todo cuanto he amado, y amaré... Hasta el resto de mis días. Pero tienes que marcharte. Tienes que irte de aquí y sobrevivir. Tienes que irte ahora, para que en un futuro, podamos reencontrarnos. No pienso dejar que mueras aquí, por mi. No lo permitiré. Una vez te subas al carruaje que está detrás de donde estaba la cabaña, no recordarás nada de lo sucedido. Sólo sabrás que tu padre se marchó, y que nunca regresó. Que te quería, y te quiero... No me olvides nunca Leire, nunca... -Y rogó a todos los Dioses que conocía que el poder funcionase. Que le concediera el olvido a su hija... Y poder verla de nuevo. Uno de los inquisidores se le abalanzó por la espalda, clavando una estaca en su costado. El vampiro rugió, volteándose repentinamente y rompiéndole el cuello al culpable en apenas unos segundos. - ¡¡CORRE!! -Rugió, mientras el resto de inquisidores se lanzaba hacia él sin importar que la razón de su vida, lo más importante que tenía, estuviera presente. Entonces enloqueció. Ya no habría piedad.
Por eso no le extrañó que su conciencia, normalmente furiosa por actos de violencia contra otros, se mantuviese callada al respecto de los dos cadáveres que había dejado detrás de la cabaña, ahora reducida a cenizas. Apenas si era consciente de que lo peor había pasado. Leire estaba viva. Estaba viva y estaba con él. Eso era lo más importante. Al menos, por el momento. Si bien el peligro estaba lejos de haber terminado, salvarla era lo único que le interesaba. Lo que pasara con él le daba lo mismo, si eso pudiese garantizar de alguna forma su seguridad. Podrían torturarlo, matarlo, desangrarlo... Pero nada le hubiese dolido más que haber sobrevivido a su muerte. Quería que su hija viviera. Que viviera feliz, sana, y recordando que alguna vez tuvo a alguien que veló por ella, que se sacrificó por ella sin pedir nada a cambio. Tenía tantas cosas que le gustaría haberle dicho... Verla crecer hubiese sido el mejor regalo que nunca hubiese tenido. Decirle que ese chico no le gustaba, o que aún era muy joven para casarse. Verla partir de casa, con un anillo en el dedo y un buen marido en el brazo. Pero sabiendo que volvería a verla los domingos, aunque nada fuera como antes. Eso era todo cuanto necesitaba... O cuanto hubiera necesitado. Pero a cada figura que aparecía ante sus ojos, esa posibilidad se iba haciendo cada vez más remota. No por ello se arrepentía. Su no-vida no valía nada al lado del frágil latido del corazón de su pequeña. Nada más importaba.
La estrechó entre sus brazos con la misma delicadeza de siempre. Una delicadeza fingida, obligada, por el miedo a hacerle daño. Dejó que bebiese sin apartar la vista de sus ojos cansados. El casi perderla por poco lo vuelve loco. Pero estaba allí, y estaba bien. Una sonrisa dolida se dibujó en su semblante, mientras agachaba la cabeza para besarle la frente. - Sí, mi vida... Te hará fuerte. Te hará lo bastante fuerte para salir de aquí. Para ser libre. Para vivir una vida plena. Sin mi. -Acarició su rostro, pálido como la cal, notando su calidez frente a la frialdad absoluta de su piel. Sabía que le partiría el corazón, y no deseaba hacerle ningún mal... Pero a veces lo más duro es lo más necesario. Y si tenía que alejarse de ella para que pudiera vivir, se alejaría. Se iría tan lejos. Sería como si nunca hubiese existido. Y tal vez dejase de existir, así que tampoco habría demasiada diferencia. - Siento mucho haber tardado tanto, Leire... Pensar que casi... te pierdo... No podría soportarlo. -Apartó un tanto a la niña de su regazo, deshaciendo el desesperado abrazo que acababa de formar. La herida de su brazo se cerró lentamente, mientras los primeros inquisidores bajaban de la montura y se aproximaban a ambos, cautelosamente. Sabían con quién se estaban metiendo, y toda precaución era poca. Las palabras de su hija le rompieron el corazón, mas sólo un padre puede saber lo que es mejor para sus hijos, y haría lo que fuese necesario para que ella estuviese a salvo. Aunque le costase la vida.
- Leire. Mantente en todo momento detrás de mi. ¿Lo has entendido? -Su voz sonó ronca, rasgada por la sed de sangre que volvía a despertar ante la nueva lucha que parecía a punto de comenzar. Alrededor de los inquisidores comenzó a surgir una potente ilusión. Cuerpos destrozados. El fuego, consumiéndolo todo. Algunos retrocedieron, pero otros se mantuvieron con los ojos clavados en el inmortal, y en la niña que iba junto a él. Eso provocó que Rasmus se tensase de forma más que evidente. Sus colmillos aparecieron, amenazantes, a medida que la ilusión se iba volviendo más y más oscura, más y más desagradable. Los caballos, presas también de su poder, relincharon y salieron corriendo, arrojando a algunos de sus jinetes directamente al suelo. Aprovechando el desconcierto provocado por los animales, se volteó rápidamente, y se agachó frente a Leire.
- Sabes que te quiero, Leire. Eres todo para mi. Todo cuanto he amado, y amaré... Hasta el resto de mis días. Pero tienes que marcharte. Tienes que irte de aquí y sobrevivir. Tienes que irte ahora, para que en un futuro, podamos reencontrarnos. No pienso dejar que mueras aquí, por mi. No lo permitiré. Una vez te subas al carruaje que está detrás de donde estaba la cabaña, no recordarás nada de lo sucedido. Sólo sabrás que tu padre se marchó, y que nunca regresó. Que te quería, y te quiero... No me olvides nunca Leire, nunca... -Y rogó a todos los Dioses que conocía que el poder funcionase. Que le concediera el olvido a su hija... Y poder verla de nuevo. Uno de los inquisidores se le abalanzó por la espalda, clavando una estaca en su costado. El vampiro rugió, volteándose repentinamente y rompiéndole el cuello al culpable en apenas unos segundos. - ¡¡CORRE!! -Rugió, mientras el resto de inquisidores se lanzaba hacia él sin importar que la razón de su vida, lo más importante que tenía, estuviera presente. Entonces enloqueció. Ya no habría piedad.
Rasmus A. Lillmåns- Vampiro Clase Alta
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Re: Sorry... My sweet, pale girl... | Flashback | Leire
Leire, se abrazó a la espalda de su padre, temerosa de los hombres que los comenzaban a rodear. Ella no veía nada extraño pero algunos miraban a su alrededor como si algo los espantara, como si un miedo atroz los paralizara. Pero había otros que no reaccionaban, lo que estuviera pasando, no era igual para todos. Sus ojos estaban clavados en ellos y en especial en su padre. Sus manos se aferraron al abrigo de Rasmus – porqué nos buscan ¿papá? – se preguntó. Reconoció a varios de los que estaban allí, los había visto en más de una ocasión en la mansión, hablando con su padre, si hasta habían compartido alguna cena - ¿acaso no eran amigos? – volvió a cavilar mientras sus paso se iban acercando a ellos, acortando las distancias, acorralándolos. Las armas brillaron fugaces en las manos de los antiguos compañeros de lucha de su padre, - ¿papá? - susurró, en el momento en que Rasmus se daba vuelta y la tomaba por los brazos, exigiendo que cumpliera con lo que le estaba diciendo. Debía hacerle caso a su padre, huir, subir a ese carruaje y volver a la mansión, - pero papáaaaa – gritó entre sollozos, no podía hacer un berrinche, nunca en su vida lo había hecho, ¿pero como podría dejarlo así en medio de esos asesinos?
Dio media vuelta y ocultando su rostro entre las manos corrió hacia el carruaje como su padre le había indicado. Ella no era cualquier persona, era la hija de Rasmus, nadie había más recto y bondadoso que su padre, nadie podía afirmar que su padre era capaz de hacer una maldad, el era un hombre justo y ella debía ser tan incorrupta como su progenitor. Por eso ella obedecería a su padre, aunque nunca olvidaría a los hombres que intentaron hacerles daño, estaba decidida a que se vengaría de ellos, uno por uno. Volvería a buscar a su padre, aunque tuviera que mover piedra por piedra buscándolo.
Recorrió a toda prisa el camino que la separaba del vehículo. Dobló en el limite de la construcción y entonces un hombre se le presentó, sus ojos brillaron como el vino en la copa. La tomó por un brazo para luego sujetarla por la cintura, apretándola, lascivamente, contra su cuerpo, - ¿adonde crees que vas corderito? - le dijo con voz irónica, - tu vienes conmigo, eres mi salvo conducto, él dará todo por el premio que me acabo de encontrar – Leire intentó gritar, pero aquel hombre le tapó la boca con su mano, hizo un poco de presión e inclinó la cabeza de la chica, exponiendo su frágil cuello.
Las lagrimas se desbordaron de sus ojos y un grito ahogado rugió en su garganta. Con sus piernas suspendidas en el aire, intentó dar paradas en las piernas del inquisidor pero parecían que apenas eran pequeños he inútiles golpes. El dolor se volvió intenso cuando los colmillos atravesaron la delicada y casi transparente piel. Leire pudo sentir como el vampiro succionaba su sangre, la lengua acariciaba la piel y las fuerzas se le escurrían con cada sorbo que tomaba. - ¿así que tu padre te alimenta de su propia sangre? - dijo el monstruo desclavando sus colmillos del cuello femenino – eres una buena cena y me darás parte de la fuerza de Rasmus, serás la culpable de que pueda aniquilar a tu padre – le espetó mientras volvía a clavar sus colmillos con rabia. Ella intentó gritar pero le fue inútil. Sus lagrimas se deslizaron por las mejillas cada vez más pálida, - lo siento papá, perdóname – dijo mentalmente antes de caer en la inconsciencia.
Dio media vuelta y ocultando su rostro entre las manos corrió hacia el carruaje como su padre le había indicado. Ella no era cualquier persona, era la hija de Rasmus, nadie había más recto y bondadoso que su padre, nadie podía afirmar que su padre era capaz de hacer una maldad, el era un hombre justo y ella debía ser tan incorrupta como su progenitor. Por eso ella obedecería a su padre, aunque nunca olvidaría a los hombres que intentaron hacerles daño, estaba decidida a que se vengaría de ellos, uno por uno. Volvería a buscar a su padre, aunque tuviera que mover piedra por piedra buscándolo.
Recorrió a toda prisa el camino que la separaba del vehículo. Dobló en el limite de la construcción y entonces un hombre se le presentó, sus ojos brillaron como el vino en la copa. La tomó por un brazo para luego sujetarla por la cintura, apretándola, lascivamente, contra su cuerpo, - ¿adonde crees que vas corderito? - le dijo con voz irónica, - tu vienes conmigo, eres mi salvo conducto, él dará todo por el premio que me acabo de encontrar – Leire intentó gritar, pero aquel hombre le tapó la boca con su mano, hizo un poco de presión e inclinó la cabeza de la chica, exponiendo su frágil cuello.
Las lagrimas se desbordaron de sus ojos y un grito ahogado rugió en su garganta. Con sus piernas suspendidas en el aire, intentó dar paradas en las piernas del inquisidor pero parecían que apenas eran pequeños he inútiles golpes. El dolor se volvió intenso cuando los colmillos atravesaron la delicada y casi transparente piel. Leire pudo sentir como el vampiro succionaba su sangre, la lengua acariciaba la piel y las fuerzas se le escurrían con cada sorbo que tomaba. - ¿así que tu padre te alimenta de su propia sangre? - dijo el monstruo desclavando sus colmillos del cuello femenino – eres una buena cena y me darás parte de la fuerza de Rasmus, serás la culpable de que pueda aniquilar a tu padre – le espetó mientras volvía a clavar sus colmillos con rabia. Ella intentó gritar pero le fue inútil. Sus lagrimas se deslizaron por las mejillas cada vez más pálida, - lo siento papá, perdóname – dijo mentalmente antes de caer en la inconsciencia.
Emilie De Azcoitia- Humano Clase Alta
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Re: Sorry... My sweet, pale girl... | Flashback | Leire
El dolor que provoca la traición es la única clase de dolor que puede compararse al de perder una extremidad. Y no lo sabía porque hubiese perdido alguna, sino porque él mismo había tenido que intentar calmar el sufrimiento de sus compañeros de guerra, quienes caían malheridos en el campo de batalla, lejos de cualquier médico. Y sabía que el horror que escondían sus ojos vidriosos era tan extremo, tan real, que sólo un golpe psicológico igual de grande podría asemejarse a ese padecimiento. Y sin duda, aquello era lo más parecido que jamás había sentido. Observaba con el sentimiento de rabia creciendo en su interior a todos aquellos hombres que en algún momento fingieron ser sus compañeros. Aquellos que visitaron su hogar e hicieron bromas a su pequeña hija tiempo atrás, ahora les rodeaban de forma amenazante, dispuestos a atacar por la espalda si fuese necesario, después de haber estado cubriendo esa misma espalda durante años. ¿No era esa la peor traición que un guerrero puede sufrir? Estrechó entre sus fuertes brazos a Leire una vez más, antes de verla correr en la dirección que él le había ordenado. Una vez llegase al carruaje, aquella noche desaparecería de su memoria. Aunque había sido lo bastante egoísta para pedirle que no lo olvidara. Sabía que lo mejor para ella hubiese sido olvidar todo acerca de aquel padre que le daba su propia sangre para sanarla, pero simplemente no hubiera podido soportar una eternidad entera sabiendo que había perdido lo único valioso que le quedaba.
El capitán del comando que aguardaban que se rindiera avanzó en su dirección en primer lugar. Una fugaz sonrisa irónica se dibujó en el semblante hosco del vampiro, que reconoció al hombre que él mismo instruyó tiempo atrás. ¿Cómo la Iglesia, la fe, podía corromper tanto el alma de las personas? Lo creyó noble entonces, de buen corazón y criterio justo. Ahora sabía cuan equivocado había estado. Había confiado su sabiduría a aquel que ahora intentaba destruirlo. No dudó en confesarle su secreto, y ahora moriría por él. ¿O quizá su instinto de supervivencia vencería contra su conciencia? ¿Podría destruir a un joven que él mismo había ayudado a crear, a fin de garantizar la seguridad de la persona a la que más amaba en el mundo? Esa era la pregunta correcta. Porque si en aquel enfrentamiento solamente estuviese su vida en juego, no dudaría en ser torturado o asesinado a fin de demostrar que no era peligroso. Él había vivido lo suficiente. Pero ninguno de aquellos mortales saldría vivo de aquel bosque si decidían marchar tras su hija. Poco le importaba lo que aquella voz interior dijera después. Se sentiría resentido consigo mismo, culpable por el derramamiento de sangre. Pero si tocaban a Leire, sucumbiría a la locura. Y no dudaría ni un instante.
Desgraciadamente para ellos, la segunda opción fue la escogida. Su cuerpo entero se tensó al escuchar en la distancia las malintencionadas palabras de uno de aquellos esbirros hacia Leire. Hacia su Leire. Estaban perdidos. Su vista se tornó del rojo de la sangre que pronto recorrería aquel prado verde. Sus colmillos descendieron bruscamente, provocándole un dolor fugaz pero intenso. Sus manos se quedaron en forma de garras, dispuestas a despedazar a todo aquel que intentara ponerse en su camino. No había obstáculo lo bastante grande para impedirle rescatar a su hija, no lo habría para matarlos a todos después. La gran mayoría de los "sicarios de Dios" retrocedieron, presa del pánico. No era de extrañar, dado que una vez se alzó sobre sus piernas, aquel que antes lloraba a los pies de su hija ahora tenía más aspecto de bestia salvaje que de un hombre. Dos hombres de mediana edad avanzaron dando zancadas hacia él, y fueron brutalmente repelidos por la bestia, que los abrió en canal antes de que llegaran a tocarle siquiera. El terror en los ojos de sus víctimas alimentó aún más su sed de sangre, y le hizo recorrer la distancia que le quedaba hasta el grupo de inquisidores en menos de dos segundos. La mitad del pelotón estaba muerto en dos minutos. La sangre ajena manchaba su cuerpo. Y entonces recordó el débil palpitar del corazón de su hija, y abandonó su venganza para correr en su búsqueda.
Embistió por la espalda al otro vampiro, haciendo que Leire cayera al suelo cuando éste se tambaleó. Ver los orificios sangrantes en el cuello de su hija sólo provocó que la ira alejase todo el sentido común que aún le quedaba. Atacó a matar desde el principio, sin reconocer al veterano de guerra que alguna vez consideró un camarada. El otro pareció contento por su reacción, y demostró que haber bebido parte de su sangre desde el pequeño recipiente de su hija era bastante más inteligente de lo que nunca se hubiese esperado de él. Su sangre era una droga, y lo sabía. Pero que fuera él jamás lo hubiera supuesto.
- Te arrepentirás de todo esto, Rasmus. Y ambos lo sabemos. Has matado a gente que llegó a importarte mucho por una mortal a la que decidiste tener como hija. Te perseguiremos y te mataremos, y luego a la pequeña furcia de cabellos de fuego. Ahora tengo tu fuerza, y sé cuál es tu punto débil...
- De lo único que me arrepiento, Sigfrid, es de no haberos destruido cuando tuve la oportunidad por primera vez. Os mataré. Os mataré a todos. Te arrepentirás de haberla tocado, de haberte atrevido a traicionarme. Todos lo haréis. El mundo entero sabrá lo que verdaderamente sois, y vuestra sangre coloreará los ríos de todo el planeta. -Y aunque no sabía por qué, el traidor supo que lo que Rasmus decía era cierto. Su miedo se hizo palpable cuando el mayor lo alzó por el cuello, clavando sus garras en torno a él, dispuesto a destruirle para siempre. Nadie podía dañar a su hija y salir con vida.
El capitán del comando que aguardaban que se rindiera avanzó en su dirección en primer lugar. Una fugaz sonrisa irónica se dibujó en el semblante hosco del vampiro, que reconoció al hombre que él mismo instruyó tiempo atrás. ¿Cómo la Iglesia, la fe, podía corromper tanto el alma de las personas? Lo creyó noble entonces, de buen corazón y criterio justo. Ahora sabía cuan equivocado había estado. Había confiado su sabiduría a aquel que ahora intentaba destruirlo. No dudó en confesarle su secreto, y ahora moriría por él. ¿O quizá su instinto de supervivencia vencería contra su conciencia? ¿Podría destruir a un joven que él mismo había ayudado a crear, a fin de garantizar la seguridad de la persona a la que más amaba en el mundo? Esa era la pregunta correcta. Porque si en aquel enfrentamiento solamente estuviese su vida en juego, no dudaría en ser torturado o asesinado a fin de demostrar que no era peligroso. Él había vivido lo suficiente. Pero ninguno de aquellos mortales saldría vivo de aquel bosque si decidían marchar tras su hija. Poco le importaba lo que aquella voz interior dijera después. Se sentiría resentido consigo mismo, culpable por el derramamiento de sangre. Pero si tocaban a Leire, sucumbiría a la locura. Y no dudaría ni un instante.
Desgraciadamente para ellos, la segunda opción fue la escogida. Su cuerpo entero se tensó al escuchar en la distancia las malintencionadas palabras de uno de aquellos esbirros hacia Leire. Hacia su Leire. Estaban perdidos. Su vista se tornó del rojo de la sangre que pronto recorrería aquel prado verde. Sus colmillos descendieron bruscamente, provocándole un dolor fugaz pero intenso. Sus manos se quedaron en forma de garras, dispuestas a despedazar a todo aquel que intentara ponerse en su camino. No había obstáculo lo bastante grande para impedirle rescatar a su hija, no lo habría para matarlos a todos después. La gran mayoría de los "sicarios de Dios" retrocedieron, presa del pánico. No era de extrañar, dado que una vez se alzó sobre sus piernas, aquel que antes lloraba a los pies de su hija ahora tenía más aspecto de bestia salvaje que de un hombre. Dos hombres de mediana edad avanzaron dando zancadas hacia él, y fueron brutalmente repelidos por la bestia, que los abrió en canal antes de que llegaran a tocarle siquiera. El terror en los ojos de sus víctimas alimentó aún más su sed de sangre, y le hizo recorrer la distancia que le quedaba hasta el grupo de inquisidores en menos de dos segundos. La mitad del pelotón estaba muerto en dos minutos. La sangre ajena manchaba su cuerpo. Y entonces recordó el débil palpitar del corazón de su hija, y abandonó su venganza para correr en su búsqueda.
Embistió por la espalda al otro vampiro, haciendo que Leire cayera al suelo cuando éste se tambaleó. Ver los orificios sangrantes en el cuello de su hija sólo provocó que la ira alejase todo el sentido común que aún le quedaba. Atacó a matar desde el principio, sin reconocer al veterano de guerra que alguna vez consideró un camarada. El otro pareció contento por su reacción, y demostró que haber bebido parte de su sangre desde el pequeño recipiente de su hija era bastante más inteligente de lo que nunca se hubiese esperado de él. Su sangre era una droga, y lo sabía. Pero que fuera él jamás lo hubiera supuesto.
- Te arrepentirás de todo esto, Rasmus. Y ambos lo sabemos. Has matado a gente que llegó a importarte mucho por una mortal a la que decidiste tener como hija. Te perseguiremos y te mataremos, y luego a la pequeña furcia de cabellos de fuego. Ahora tengo tu fuerza, y sé cuál es tu punto débil...
- De lo único que me arrepiento, Sigfrid, es de no haberos destruido cuando tuve la oportunidad por primera vez. Os mataré. Os mataré a todos. Te arrepentirás de haberla tocado, de haberte atrevido a traicionarme. Todos lo haréis. El mundo entero sabrá lo que verdaderamente sois, y vuestra sangre coloreará los ríos de todo el planeta. -Y aunque no sabía por qué, el traidor supo que lo que Rasmus decía era cierto. Su miedo se hizo palpable cuando el mayor lo alzó por el cuello, clavando sus garras en torno a él, dispuesto a destruirle para siempre. Nadie podía dañar a su hija y salir con vida.
Rasmus A. Lillmåns- Vampiro Clase Alta
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Re: Sorry... My sweet, pale girl... | Flashback | Leire
Podía sentir como se iba desvaneciendo con cada succión del vampiro. La mantenía sujeta por la cintura, y como éste era mucho mas alto, los pies de la joven no tocaban el suelo. Aunque al principio intentó dar paradas, separar su cuerpo del agresor. ésto le fue imposible. Pronto se dio cuenta que todo movimiento era inútil. Los parpados le pesaban, no podía mantenerlos abiertos y pronto su respiración se hizo mas lenta, agobiada, casi agónica. Su corazón comenzaba a latir mas despacio, y su piel, de por si blanca, se volvía de un blanco grisáceo, sin vida. No era difícil intuir que pronto estaría condenada.
Aunque iba perdiendo todos los sentidos pudo escuchar a lo lejos a su padre, sus pasos que apenas tocaban el suelo, acercándose a cada segundo. El golpe que el vampiro recibió, de parte de Rasmus, hizo que la soltara, Leire fue despedida a varios metros de distancia, faltando muy por poco para que su cuerpo rebotara contra el carruaje que se mantenía en el mismo lugar. Pero toda aquel ajetreo hijo que los caballos comenzaran a encabritarse, era lógico que se pusieran nerviosos, a pesar de tener sus anteojeras puestas y no poder observar lo que sucedía a su al rededor. Pero el hedor sangre y muerte, mas el incendio y los gritos de los inquisidores hacían que aun con su lealtad a los dueños, comenzaran a mover el carruaje peligrosamente, en un vaivén desquiciado, hacia adelante y atrás. La hija de Rasmus, aun lado de aquel vehículo, podría ser aplastada si éste caía sobre el constado en donde se encontraba.
- Papá, ten cuidado - susurró antes de caer en la inconsciencia. La obscuridad que la rodeaba era tan espesa, como un manto enorme que podía cubrir no solo la luz de la cabaña en llamas, sino también, los sonidos, los que se apagaban lentamente, ya no podía escuchar los movimientos de su amado padre. Una enorme tristeza la invadió, no era producto de estar consciente de su pronta muerte, el dolor que sentía era porque sabía que dejaría a su padre solo, ella le había prometido, aun siendo una pequeña niña, que estaría siempre a su lado, no quería faltar a su palabra, pero ya era imposible hacer algo.
Intuía que el enojo que alguna vez, Rasmus sintió por su madre, había sido causado por el hecho de que ella muriera y los dejara abandonados en un mondo tan oscuro. Leire no deseaba hacer lo mismo, quería envejecer al lado de su padre, aunque sabía, después de lo vivido en ese día, que su amado Rasmus, no era un hombre común y corriente, que él era un ser sobrenatural, pero amoroso y comprensivo y que intentaba salvarla, - no te aflijas padre mio, a donde vaya, cuidaré de ti - fueron sus últimos pensamientos, antes de observar una luz muy blanca y cálida que se divisaba cerca de ella.
A las puertas de esa luz una mujer de rojos cabellos la esperaba, sus ojos eran azules, su sonrisa le infundía paz. Aunque no veía que moviera sus labios, podía oír su voz, una hermosa y dulce voz, - Leire, pequeña mía - la figura vestida con túnicas blancas, extendía sus brazos en señal de bienvenida, - aunque pensé que éste momento tardaría en llegar... no puedo negar que estoy feliz - resonaron en su mente las palabras de aquella mujer, no podía ser otra que su madre. Ella sonrió y se fue acercando mucho mas.
Cuando estaban a punto de abrazarse y adentrarse a ese lugar luminoso, un dolor en el pecho, como una angustia le hizo girar la cabeza, observando la obscuridad, de pronto supo que no podía dejar a su padre, por más que aquello pareciera imposible, sentía que Rasmus le suplicara que no lo dejara, -¿papá?- volvió a girar su rostro para enfrentar a esa mujer, - ...no puedo acompañarte, él me necesita - le dijo, a lo que su madre asintió con la cabeza - es verdad querida, solo te ruego que a pesar de todo lo que tengas que soportar, no abandones a tu padre, él os necesita, dile que lo he amado con el alma y que ruego a Dios encuentre un ser que lo complemente y le dé la felicidad que no pude brindarle - las manos luminosas de aquel ser acariciaron sus mejillas, se despidió dándole un beso en la frente. Aquel lugar tan luminoso como la dulce mujer se fueron desvaneciendo, la oscuridad volvió a rodear su ser y el dolor en el pecho se hizo mas constante, casi insoportable, los sonidos volvieron a sus oídos y sus parpados se abrieron apenas, de sus labios solo escapó una palabra - papá -.
Aunque iba perdiendo todos los sentidos pudo escuchar a lo lejos a su padre, sus pasos que apenas tocaban el suelo, acercándose a cada segundo. El golpe que el vampiro recibió, de parte de Rasmus, hizo que la soltara, Leire fue despedida a varios metros de distancia, faltando muy por poco para que su cuerpo rebotara contra el carruaje que se mantenía en el mismo lugar. Pero toda aquel ajetreo hijo que los caballos comenzaran a encabritarse, era lógico que se pusieran nerviosos, a pesar de tener sus anteojeras puestas y no poder observar lo que sucedía a su al rededor. Pero el hedor sangre y muerte, mas el incendio y los gritos de los inquisidores hacían que aun con su lealtad a los dueños, comenzaran a mover el carruaje peligrosamente, en un vaivén desquiciado, hacia adelante y atrás. La hija de Rasmus, aun lado de aquel vehículo, podría ser aplastada si éste caía sobre el constado en donde se encontraba.
- Papá, ten cuidado - susurró antes de caer en la inconsciencia. La obscuridad que la rodeaba era tan espesa, como un manto enorme que podía cubrir no solo la luz de la cabaña en llamas, sino también, los sonidos, los que se apagaban lentamente, ya no podía escuchar los movimientos de su amado padre. Una enorme tristeza la invadió, no era producto de estar consciente de su pronta muerte, el dolor que sentía era porque sabía que dejaría a su padre solo, ella le había prometido, aun siendo una pequeña niña, que estaría siempre a su lado, no quería faltar a su palabra, pero ya era imposible hacer algo.
Intuía que el enojo que alguna vez, Rasmus sintió por su madre, había sido causado por el hecho de que ella muriera y los dejara abandonados en un mondo tan oscuro. Leire no deseaba hacer lo mismo, quería envejecer al lado de su padre, aunque sabía, después de lo vivido en ese día, que su amado Rasmus, no era un hombre común y corriente, que él era un ser sobrenatural, pero amoroso y comprensivo y que intentaba salvarla, - no te aflijas padre mio, a donde vaya, cuidaré de ti - fueron sus últimos pensamientos, antes de observar una luz muy blanca y cálida que se divisaba cerca de ella.
A las puertas de esa luz una mujer de rojos cabellos la esperaba, sus ojos eran azules, su sonrisa le infundía paz. Aunque no veía que moviera sus labios, podía oír su voz, una hermosa y dulce voz, - Leire, pequeña mía - la figura vestida con túnicas blancas, extendía sus brazos en señal de bienvenida, - aunque pensé que éste momento tardaría en llegar... no puedo negar que estoy feliz - resonaron en su mente las palabras de aquella mujer, no podía ser otra que su madre. Ella sonrió y se fue acercando mucho mas.
Cuando estaban a punto de abrazarse y adentrarse a ese lugar luminoso, un dolor en el pecho, como una angustia le hizo girar la cabeza, observando la obscuridad, de pronto supo que no podía dejar a su padre, por más que aquello pareciera imposible, sentía que Rasmus le suplicara que no lo dejara, -¿papá?- volvió a girar su rostro para enfrentar a esa mujer, - ...no puedo acompañarte, él me necesita - le dijo, a lo que su madre asintió con la cabeza - es verdad querida, solo te ruego que a pesar de todo lo que tengas que soportar, no abandones a tu padre, él os necesita, dile que lo he amado con el alma y que ruego a Dios encuentre un ser que lo complemente y le dé la felicidad que no pude brindarle - las manos luminosas de aquel ser acariciaron sus mejillas, se despidió dándole un beso en la frente. Aquel lugar tan luminoso como la dulce mujer se fueron desvaneciendo, la oscuridad volvió a rodear su ser y el dolor en el pecho se hizo mas constante, casi insoportable, los sonidos volvieron a sus oídos y sus parpados se abrieron apenas, de sus labios solo escapó una palabra - papá -.
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Re: Sorry... My sweet, pale girl... | Flashback | Leire
NO. NO. NO. NO PUEDE SER. Los débiles latidos del corazón de Leire, de su Leire, resonaban con inusitada claridad en la mente del vampiro. No podía soportarlo. No podía soportar la idea de perderla. Simplemente, era incapaz de concebir un mundo en el que él estuviera y ella no. Ella era su vida, lo más importante de su mundo. Todo su ser, su alma, sus valores, se tambalearían si algo llegara a ocurrirle. No. No podía dejar que eso sucediera. Sería incapaz de sobrevivir, de subsistir, de seguir siendo un ser racional que amara la vida y a los seres vivos. Se convertiría en aquella bestia que se juró a sí mismo que nunca volvería a ser. La vio caer y sintió que su corazón se partía en mil pedazos y un vacío terrible se instaló en su pecho. Había dejado de respirar. No estaba respirando. Todo cuanto quería era gritar, "¡Leire, despierta!", pero para aquel entonces, era incapaz de articular palabra alguna. Él fue el primero en morir. El vampiro que había bebido de su hija. La rabia era tal que apenas tuvo que utilizar la mitad de la fuerza necesaria que separar su estúpida cabeza del cuerpo. Rasmus ya no era Rasmus. La bestia acababa de salir a la luz, y tenía tanta sed de sangre que por un momento se olvidó de por qué quería acabar con todos ellos.
Todos y cada uno de los inquisidores que alguna vez consideró sus amigos, acabaron despedazados por sus mismas garras sin ningún tipo de miramiento. Entre ellos y su hija, la elección siempre estuvo clara, por lo menos, para él. ¿Cómo pudieron pensar que podrían hacer frente a un vampiro milenario, lleno de rabia por el daño que habían provocado a su familia? Si algo tenía Rasmus, era humanidad, y una característica muy propia de los humanos era la necesidad innata de cuidar de los suyos a toda costa. No le importaba no salir vivo de aquel bosque, ni siquiera le importaban las represalias que pudieran tomar para con su persona por la masacre que estaba cometiendo. Todo cuanto le hicieran a él le resultaría indiferente. Pero no podían tocar a la razón de su universo, de su mundo, y pretender que se quedase con los brazos cruzados. No podía. Leire era lo único que aportaba un rayo de luz a la eterna noche a la que había sido arrojado muchos milenios atrás. Era sus ojos, sus oídos y su tacto a un mundo al que ya no pertenecía. Leire era sus latidos, aquello por lo que lucharía por siempre sin necesidad de nada a cambio. Lo único que amaba y lo que más había amado en esos seis mil años de oscuridad.
Y ellos lo pagarían. Lo pagarían por haber intentado alejarlo de ella, por intentar dañarla, por intentar arrebatarle lo más valioso que tenía en el mundo. Ríos de sangre bañaron de un intenso color rojo el hasta entonces verde color del césped. Ninguno sobrevivió. Humanos, cambiantes, vampiros y el resto de inquisidores que intentaron destruirlo, se vieron acorralados por aquel despliegue de rabia. Obviamente, no sabían de lo que era capaz, y menos estando en ese estado. Y entonces, lo escuchó. La respiración de su hija había regresado. Débil, muy débil, pero lo bastante audible para convencerlo de que no era una ilusión. Corrió a toda prisa hasta donde se encontraba, llevándola en brazos hasta un lugar más seguro que junto al carro, justo al tiempo de oírla decir su nombre. Estaba viva. Gracias al cielo estaba viva. La abrazó con intensidad, ignorando por un momento los quejidos que pudiera hacer por el dolor. Ahora nada importaba. Porque estaba viva. No se la habían arrebatado. Seguía allí. Se hizo un corte en la muñeca y le dio de beber de su fluido vital con una sonrisa de adoración. Parecía tan pequeña, tan frágil, tan malherida, que ni siquiera tenía claro si aquello funcionaría.
Pero lo hizo. Y cuando el latido de su corazón comenzó a normalizarse, un par de lágrimas solitarias cayeron lentamente de sus ojos. - Leire... mi niña... estás bien... te pondrás bien... Dios mío... gracias... gracias... -Sólo permaneció abrazándola, meciéndola como hacía cuando era un bebé, intentando asegurarse de que no se tratara de una ilusión. Intentando convencerse de que ella estaba allí y de que había conseguido salvarla. No se hubiera perdonado lo contrario. - Bebe, hija mía... sánate... Tienes mucha vida que vivir por delante... muchos errores que cometer y muchas aventuras que experimentar... Bebe y libérate del miedo de esta noche y de los recuerdos dolorosos... -Una ilusión comenzó a crearse en torno a los dos. Una playa de arenas blancas y mar azulado. El calor del Sol sobre la piel de ambos... - Olvida todo esto... y sé feliz. -Ahora ya sabía por qué era imprescindible que la dejara marchar. ¿Qué vida le esperaría a su lado? ¿Una vida de ocultarse, de vivir en las sombras? No quería eso para ella. Ningún padre querría eso para su hija. Él la vigilaría, velaría por su seguridad por el resto de sus días... Pero para que fuera feliz, deberían estar separados. Un silbido hizo que los caballos se acercasen arrastrando del carro. Era hora de partir. Hora de que creciera. Hora de que tuviera una vida de verdad. Sin él.
Todos y cada uno de los inquisidores que alguna vez consideró sus amigos, acabaron despedazados por sus mismas garras sin ningún tipo de miramiento. Entre ellos y su hija, la elección siempre estuvo clara, por lo menos, para él. ¿Cómo pudieron pensar que podrían hacer frente a un vampiro milenario, lleno de rabia por el daño que habían provocado a su familia? Si algo tenía Rasmus, era humanidad, y una característica muy propia de los humanos era la necesidad innata de cuidar de los suyos a toda costa. No le importaba no salir vivo de aquel bosque, ni siquiera le importaban las represalias que pudieran tomar para con su persona por la masacre que estaba cometiendo. Todo cuanto le hicieran a él le resultaría indiferente. Pero no podían tocar a la razón de su universo, de su mundo, y pretender que se quedase con los brazos cruzados. No podía. Leire era lo único que aportaba un rayo de luz a la eterna noche a la que había sido arrojado muchos milenios atrás. Era sus ojos, sus oídos y su tacto a un mundo al que ya no pertenecía. Leire era sus latidos, aquello por lo que lucharía por siempre sin necesidad de nada a cambio. Lo único que amaba y lo que más había amado en esos seis mil años de oscuridad.
Y ellos lo pagarían. Lo pagarían por haber intentado alejarlo de ella, por intentar dañarla, por intentar arrebatarle lo más valioso que tenía en el mundo. Ríos de sangre bañaron de un intenso color rojo el hasta entonces verde color del césped. Ninguno sobrevivió. Humanos, cambiantes, vampiros y el resto de inquisidores que intentaron destruirlo, se vieron acorralados por aquel despliegue de rabia. Obviamente, no sabían de lo que era capaz, y menos estando en ese estado. Y entonces, lo escuchó. La respiración de su hija había regresado. Débil, muy débil, pero lo bastante audible para convencerlo de que no era una ilusión. Corrió a toda prisa hasta donde se encontraba, llevándola en brazos hasta un lugar más seguro que junto al carro, justo al tiempo de oírla decir su nombre. Estaba viva. Gracias al cielo estaba viva. La abrazó con intensidad, ignorando por un momento los quejidos que pudiera hacer por el dolor. Ahora nada importaba. Porque estaba viva. No se la habían arrebatado. Seguía allí. Se hizo un corte en la muñeca y le dio de beber de su fluido vital con una sonrisa de adoración. Parecía tan pequeña, tan frágil, tan malherida, que ni siquiera tenía claro si aquello funcionaría.
Pero lo hizo. Y cuando el latido de su corazón comenzó a normalizarse, un par de lágrimas solitarias cayeron lentamente de sus ojos. - Leire... mi niña... estás bien... te pondrás bien... Dios mío... gracias... gracias... -Sólo permaneció abrazándola, meciéndola como hacía cuando era un bebé, intentando asegurarse de que no se tratara de una ilusión. Intentando convencerse de que ella estaba allí y de que había conseguido salvarla. No se hubiera perdonado lo contrario. - Bebe, hija mía... sánate... Tienes mucha vida que vivir por delante... muchos errores que cometer y muchas aventuras que experimentar... Bebe y libérate del miedo de esta noche y de los recuerdos dolorosos... -Una ilusión comenzó a crearse en torno a los dos. Una playa de arenas blancas y mar azulado. El calor del Sol sobre la piel de ambos... - Olvida todo esto... y sé feliz. -Ahora ya sabía por qué era imprescindible que la dejara marchar. ¿Qué vida le esperaría a su lado? ¿Una vida de ocultarse, de vivir en las sombras? No quería eso para ella. Ningún padre querría eso para su hija. Él la vigilaría, velaría por su seguridad por el resto de sus días... Pero para que fuera feliz, deberían estar separados. Un silbido hizo que los caballos se acercasen arrastrando del carro. Era hora de partir. Hora de que creciera. Hora de que tuviera una vida de verdad. Sin él.
Rasmus A. Lillmåns- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/07/2013
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