AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Flores que marchitan... (Sybil E. Crawley)
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Flores que marchitan... (Sybil E. Crawley)
"Mi estrategia es que un día cualquiera no sé cómo ni sé con qué pretexto por fin me necesites."
Mario Benedetti.
Como una historia de amor, como un recuento de sueños palpables y emociones infantiles te veía pasar tal cual, como una dama tan bella que podía haberme enamorado tanto tan solo con verla...
te volviste una inocente obsesión sin daños ni prejuicios... sin letras y poemas existencialistas, tan solo como una rosa delicada tan pequeña y a la vez tan grande que podía cegar al hombre más bruto, al más malvado y llegar a volverlo en un sublime hechizo de sumisas caricias que solo navegaban !tal carabela surcaba los mares ya conocidos por el hombre y sus deseos de mundo!
Así comenzó todo, tu en una plaza con unos envíos y yo mirando mientras bebía un café... ya no era la primera vez que te observaba pasar por el mismo lugar, supuse entonces con algo de lógica, que tal vez vivías en esa dirección o que trabajabas por estos lugares. Tan concurrentes por sobre todo y a la vez tan contagiados de la fiebre francesa por el mundo civilizado, la creme de la creme por estos lugares y tu sola, caminando... iluminando los faroles ya extintos por la luz del día, pero que se reflejaban en tus ojos de cristal, esos que enamoraron a mi joven he inexperto corazón que tanta pasión tenia por amar... amarte, sin siquiera te conociera como yo quisiera...
El café me sabia a ti, las espumas del azúcar cálidas por el fuego de mi paladar me hacia sentirte cercana, estirar la mano y palparte solo al verte, eras la frágil locura de mi cordura inexistente, la envidia de mis ojos por mis manos que no podían tocarte, y mis labios que soltaban superfluos el humo de un beso que jamas podría ser, tal vez...
Y así se me pasaba el día, mirándote sin tenerte cerca, los café se me hacían eternos esperando solo una mirada tuya, solo una volteada de rostro hacia este cordero perdido de amor, flechado por la semilla de la flor que crece y crece y no para hasta que muere, porque ya no existe más ilusión que la de un beso que llega a ser...
como el tuyo que si es que algún día, soñaba que seria...
- ¿Me sirve otro café?... por favor... - le había pedido al mesero del pequeño restaurant cercano...
- Se ve enamorado monsieur, ella es una linda señorita... sin duda. - Al parecer todos la conocían por el lugar, digo... debería haber sido de alguna familia importante tal vez, o sin pensarlo la esposa o comprometida de algún señor importante de la zona, era lo más probable...
- No es cordial que un empleado hable así de una señorita que va pasando, no es cordial chismear con el cliente... - le dije a regañadientes, me sentía mal no poder acercarme a ella, me frustraba sin duda no poder siquiera sentir su aroma, o ver sus ojos de cristal, enfrente de los míos... el de un perrito enamorado...
Mario Benedetti.
Como una historia de amor, como un recuento de sueños palpables y emociones infantiles te veía pasar tal cual, como una dama tan bella que podía haberme enamorado tanto tan solo con verla...
te volviste una inocente obsesión sin daños ni prejuicios... sin letras y poemas existencialistas, tan solo como una rosa delicada tan pequeña y a la vez tan grande que podía cegar al hombre más bruto, al más malvado y llegar a volverlo en un sublime hechizo de sumisas caricias que solo navegaban !tal carabela surcaba los mares ya conocidos por el hombre y sus deseos de mundo!
Así comenzó todo, tu en una plaza con unos envíos y yo mirando mientras bebía un café... ya no era la primera vez que te observaba pasar por el mismo lugar, supuse entonces con algo de lógica, que tal vez vivías en esa dirección o que trabajabas por estos lugares. Tan concurrentes por sobre todo y a la vez tan contagiados de la fiebre francesa por el mundo civilizado, la creme de la creme por estos lugares y tu sola, caminando... iluminando los faroles ya extintos por la luz del día, pero que se reflejaban en tus ojos de cristal, esos que enamoraron a mi joven he inexperto corazón que tanta pasión tenia por amar... amarte, sin siquiera te conociera como yo quisiera...
El café me sabia a ti, las espumas del azúcar cálidas por el fuego de mi paladar me hacia sentirte cercana, estirar la mano y palparte solo al verte, eras la frágil locura de mi cordura inexistente, la envidia de mis ojos por mis manos que no podían tocarte, y mis labios que soltaban superfluos el humo de un beso que jamas podría ser, tal vez...
Y así se me pasaba el día, mirándote sin tenerte cerca, los café se me hacían eternos esperando solo una mirada tuya, solo una volteada de rostro hacia este cordero perdido de amor, flechado por la semilla de la flor que crece y crece y no para hasta que muere, porque ya no existe más ilusión que la de un beso que llega a ser...
como el tuyo que si es que algún día, soñaba que seria...
- ¿Me sirve otro café?... por favor... - le había pedido al mesero del pequeño restaurant cercano...
- Se ve enamorado monsieur, ella es una linda señorita... sin duda. - Al parecer todos la conocían por el lugar, digo... debería haber sido de alguna familia importante tal vez, o sin pensarlo la esposa o comprometida de algún señor importante de la zona, era lo más probable...
- No es cordial que un empleado hable así de una señorita que va pasando, no es cordial chismear con el cliente... - le dije a regañadientes, me sentía mal no poder acercarme a ella, me frustraba sin duda no poder siquiera sentir su aroma, o ver sus ojos de cristal, enfrente de los míos... el de un perrito enamorado...
Michael/Häel Collingwood- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 30/11/2013
Localización : Londres, Inglaterra
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Re: Flores que marchitan... (Sybil E. Crawley)
Sonaban las últimas campanadas en el punto más alto de la Sainte Chapelle cuando Sybil salió del recinto sagrado, dejando así el camino desalojado para aquellos feligreses que asistían a misa tan temprano. Su andar era calmo, casi pesado, como si el tiempo le pareciera irrelevante en la plazoleta de la capilla. Se quedó estática por un momento, a la luz matutina, que dejaba ver los colores reales de un vestido ampón de color vino que, a la sombra, parecía más escarlata. Un tono que resaltaba su piel pálida y los ojos azules de su rostro. ¿Qué veía? Sólo la calle, a la espera de algo. Observaba los coches pasar con el sonido característico que emitían las patas de los caballos. Mujeres de vestimentas llenas de vistosos bordados y telas llamativas, bajaban de sus transportes ayudadas por hombres de frac con sombreros de copas altas. Los veía ir y venir mientras aguardaba. Y recordaba que, en algún punto de su vida, también estaría bajando de uno de esos coches con la ayuda de… Detuvo su pensar, no deseaba volver al pasado, siempre dolía. Era precisamente por eso que había buscado una forma de catarsis, de escape, y la única que había aparecido casi como un acto de deux ex machinae era la iglesia, con sus cantos que llenaban cada recoveco de esas paredes tan viejas, los cirios iluminando uno a uno los muros y aquellos vitrales que, en lo alto, coloreaban los interiores. Era su lugar de tranquilidad, de paz. El único que conocía ahora que volver al hogar sólo significaba tristeza y enojos constantes.
Miró a su alrededor buscando otro refugio a los sentimientos que comenzaban a anidarse en su corazón y encontró un restaurante. Tal vez, sólo tal vez, dentro de él, pasando el enorme vidrio, alguien la miraba. Podía sentirlo. Se le colorearon las mejillas tan solo con la idea y desvió la mirada, avergonzada. Esa sensación de coquetería la espantó. ¿Por qué debía pensar que estaba en la situación de hacerlo? No era libre, estaba atada a un matrimonio realizado bajo la mirada aprobatoria de Dios. Lo sabían sus padres, lo sabían sus hermanas y su cuñado. Incluso, fruto de esa unión era que ahora existía un niño. Su niño. Necesitaba alejarse de todo eso. Ni siquiera tenía ganas de llegar a esa casa de tantas y tantas paredes, de techos altos, llena de tapices de colores sobrios y candelabros de cristal, donde la servidumbre le prepararía un almuerzo que consistía en algo tan sobrio como té de limón, huevos tibios y frutos de la temporada. No, no deseaba comer en esa larga mesa a la que nadie más que ella, su hijo y la aya se sentaban. Posiblemente ya era hora de hacer una pequeña fiesta para darle vida a tan lúgubre y desolado hogar.
Consideró la idea de entrar al restaurante tan pronto como llegase aquello que estaba esperando. Y entonces se detuvo un coche de donde salió la ama de llaves, una señora entrada en años y cuyas canas estaban sujetas en un moño alto. Su ropa negra no hacía más que respaldar su anterior idea de la casa.
— Madame Crawley, espero no haberla hecho esperar demasiado — comentó la mujer y luego miró la puerta cerrada de la iglesia — ¿La he hecho perder la misa? Lo lamento tanto, pero la institutriz del niño estuvo perdida durante mucho tiempo y tuve que encargarme yo. - agregó la mujer en tono molesto.
— No hay nada de qué preocuparse, he entrado a hacer lo que necesitaba hacer. No deseaba asistir a la misa. — contestó ella sacando un paquete pequeño del bolso que colgaba en su brazo. Miró una vez más en dirección al restaurante y apresuró más la situación— Quería tenerla aquí para que me acompañase al joyero, una de mis gargantillas se rompió. Pero… —sus deseos por entrar al lugar y almorzar a solas se le antojó más que la necesidad de ver la gargantilla segura — pero primero necesito hacer algo yo sola. Así que tendrá que ir usted, le ruego que sea cuidadosa, es una joya muy delicada. — dio un largo suspiro antes de entregarle la cajita con la gargantilla — Regresará a la casa sola. Yo llegaré después.
La ama de llaves acató las órdenes de su señora como un cadete lo hace con su general y emprendió la caminata por las calles de parís, con el vestido largo y negro arrastrándole al ras del suelo. Cuando Sybil la miró lejana, cruzó la calle cuidadosa de los coches que pasaban y los transeúntes que iban en lado contrario a ella.
Adentro del restaurante los olores eran diversos. Había un efluvio constante de café, pero también de aceite de almendras, pan, aceite. Madera. Un lugar bastante más sencillo a los que frecuentaba, pero uno que le daba la extraña sensación de libertad, de comodidad. Se quitó los guantes de seda y los apretó en una sola mano. Dada la hora, casi todo estaba lleno, menos una mesa justo frente a la de un caballero que bebía algo en solitario. Uno de los meseros se le acercó.
— Bienvenida, mademoiselle. ¿Cuántos la acompañan?
— Sólo yo. Quisiera esa mesa frente a la ventana — dijo ella y agregó con una sutil sonrisa — Creo que es la única que queda vacía.
— Claro, madame. Si gusta acompañarme… — dejó el mesero al aire antes de comenzar a caminar entre mesas para, finalmente, dejar a Sybil en la suya.
La joven dama tomó asiento en un movimiento grácil.
— Té de… — se detuvo, iba a pedir lo que almorzaría a diario, hasta que reparó que esa era la oportunidad de ingerir algo diferente — Té de canela y laurel con un poco de leche, s'il vous plaît — dijo ella al fin.
— Mon plaisir, madame.
El hombre se retiró, dejándola sola frente a aquél extraño hombre de la otra mesa al que, casi por forma instintiva y debido a la felicidad de la que se hallaba presa en el momento, le sonrió para, luego, mirar por la ventana el trajín de parisienses y extranjeros, olvidándose de las tareas que tendría que haces de vuelta en casa, del libro de poesía de Sir. Thomas Wyatt que había dejado a medio leer en uno de sus poemas favoritos. Aquél que quiera cazar, sé dónde hallar una cierva…
Sybil E. Crawley- Humano Clase Alta
- Mensajes : 127
Fecha de inscripción : 02/12/2013
Re: Flores que marchitan... (Sybil E. Crawley)
"El alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada."
Gustavo Adolfo Becquer
El sol golpeaba mi cara relajadamente, como si los versos más hermosos frotaran de mi pensamiento... y así como ella, la hermosa damisela, solitaria en el fruto de su felicidad sollozaba eterna juventud buscando libertad... me terminó por contagiar de su poderosa y a la vez muy delicada sensación de lo salvaje de su actuar, de la hermosa doncella que revelándose a los estándares de la época, se sentaba sola y más libre, que jamas lo había hecho en su vida, hasta ahora.
— Bienvenida, mademoiselle. ¿Cuántos la acompañan? —
— Sólo yo. Quisiera esa mesa frente a la ventana —
Era un sonámbulo de sensaciones al escuchar todo a mi alrededor, y si bien no espere que ella viniera justamente donde estaba yo... me dedique tal cual un niño escuchaba conversaciones de mayores, a escuchar lo que sucedía entre ella y el mesero...
Ella no se había percatado de mi presencia sigilosa - o eso pensaba yo... - si no fue hasta que desconocida, marcó una sonrisa en mi rostro nervioso e inexperto, como cuando llegaba lo que más deseabas, y solamente tocaba tus manos, olvidando el desespero de nuestro encuentro.
No sabia como reaccionar a su mirada, más que con una involuntaria e infantil sonrisa de oreja a oreja, o como reía el caballero que afortunado de encontrar el oro del mundo, sonreía de nerviosismo y no por su suerte casi fatica, ella que negaba la sensación en si de su felicidad.
Era también impresionante, como la sonrisa de una mujer podía provocar un mundo dentro de uno, su mirada alegre como buscando nacer de nuevo y su piel que brillaba a los rayos del sol más enamorado, como me sentía yo que ya no sabia lo que hacia, quemando así mis dedos a causa de mi despistada cabeza que solo la observaba a ella...
- Rayos... - procedí a apagar prontamente el tabaco encendido que cayo a mi atuendo, me puse nervioso sin duda, y ella lo había notado, sintiendo su sonrisa dominante sobre mi presencia infantil, me había enamorado.
- ¿Se encuentra bien monsieur? - se acerco amablemente el mesero a preguntar por lo sucedido, me ofreció un pañuelo pero amistosamente - y nervioso también. - le mostré el que traía siempre... Ningún caballero por muy extranjero que fuera no podía andar consigo con su pañuelo blanco como la seda y con su reloj de bolsillo, siempre debía controlar la hora, para que esta no lo encontraba desprevenido.
- Estoy bien, gracias por preocuparse... - le dije mientras ya había solucionado mi problema, pero no así los nervios...
Mire después a mi invitada indirecta, la provocado de mis nervios... y gentil, junto a una sonrisa tímida le dije...
- Cosas que pasan cuando uno se fija en los bellos ojos de una madame como ud, con mucho respeto... - le sonreía como si la conociera de mucho tiempo, y eso me daba cierta tranquilidad, no sabia porque pero provocaba esa sensación en mi... de familiaridad...
- Por cierto, soy Michael... Michael Collingwood... - Me presente casi como un joven en aprietos hacia la bella dama, no era cortés que le hablara a una dama solitaria sin presentarme... no era bien visto ni aquí en París, ni en Londres en donde yo nací.
Gustavo Adolfo Becquer
El sol golpeaba mi cara relajadamente, como si los versos más hermosos frotaran de mi pensamiento... y así como ella, la hermosa damisela, solitaria en el fruto de su felicidad sollozaba eterna juventud buscando libertad... me terminó por contagiar de su poderosa y a la vez muy delicada sensación de lo salvaje de su actuar, de la hermosa doncella que revelándose a los estándares de la época, se sentaba sola y más libre, que jamas lo había hecho en su vida, hasta ahora.
— Bienvenida, mademoiselle. ¿Cuántos la acompañan? —
— Sólo yo. Quisiera esa mesa frente a la ventana —
Era un sonámbulo de sensaciones al escuchar todo a mi alrededor, y si bien no espere que ella viniera justamente donde estaba yo... me dedique tal cual un niño escuchaba conversaciones de mayores, a escuchar lo que sucedía entre ella y el mesero...
Ella no se había percatado de mi presencia sigilosa - o eso pensaba yo... - si no fue hasta que desconocida, marcó una sonrisa en mi rostro nervioso e inexperto, como cuando llegaba lo que más deseabas, y solamente tocaba tus manos, olvidando el desespero de nuestro encuentro.
No sabia como reaccionar a su mirada, más que con una involuntaria e infantil sonrisa de oreja a oreja, o como reía el caballero que afortunado de encontrar el oro del mundo, sonreía de nerviosismo y no por su suerte casi fatica, ella que negaba la sensación en si de su felicidad.
Era también impresionante, como la sonrisa de una mujer podía provocar un mundo dentro de uno, su mirada alegre como buscando nacer de nuevo y su piel que brillaba a los rayos del sol más enamorado, como me sentía yo que ya no sabia lo que hacia, quemando así mis dedos a causa de mi despistada cabeza que solo la observaba a ella...
- Rayos... - procedí a apagar prontamente el tabaco encendido que cayo a mi atuendo, me puse nervioso sin duda, y ella lo había notado, sintiendo su sonrisa dominante sobre mi presencia infantil, me había enamorado.
- ¿Se encuentra bien monsieur? - se acerco amablemente el mesero a preguntar por lo sucedido, me ofreció un pañuelo pero amistosamente - y nervioso también. - le mostré el que traía siempre... Ningún caballero por muy extranjero que fuera no podía andar consigo con su pañuelo blanco como la seda y con su reloj de bolsillo, siempre debía controlar la hora, para que esta no lo encontraba desprevenido.
- Estoy bien, gracias por preocuparse... - le dije mientras ya había solucionado mi problema, pero no así los nervios...
Mire después a mi invitada indirecta, la provocado de mis nervios... y gentil, junto a una sonrisa tímida le dije...
- Cosas que pasan cuando uno se fija en los bellos ojos de una madame como ud, con mucho respeto... - le sonreía como si la conociera de mucho tiempo, y eso me daba cierta tranquilidad, no sabia porque pero provocaba esa sensación en mi... de familiaridad...
- Por cierto, soy Michael... Michael Collingwood... - Me presente casi como un joven en aprietos hacia la bella dama, no era cortés que le hablara a una dama solitaria sin presentarme... no era bien visto ni aquí en París, ni en Londres en donde yo nací.
Michael/Häel Collingwood- Humano Clase Media
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