Another chance to celebrate... we're together | Sybil

Habían pasado un par de semanas desde el incidente con aquel Lord Dacey. Un incidente que aún me hacía apretar los puños, por cada vez que volvía a mi mente. No obstante, más cosas habían pasado aquella vez. Como el haber descansado una noche entera con ella a mi lado, perdido en su respiración, velando por su descanso.

Me había sido imposible el dormirme, deleitándome con ese vaivén tranquilo de su propio cuerpo, al respirar tranquilamente, mientras su mente se perdía en sueños. Casi podía afirmar que aquel había sido el mío. Lamentablemente, con el alba, ella había tenido que irse. Justo antes de que la casa entera despertara. Aquel día sí pude acusar el cansancio de no haber dormido nada... pero tenía muy claro que había merecido la pena.

No habíamos tenido ocasión para poder tener un momento a solas en condiciones desde entonces, pues Sybil había ido de aquí para allá, con su padre y en ocasiones, sin él. Pocas veces, la había podido ver bajando a los establos para poder disfrutar de una vuelta con Ciara. O un momento íntimo conmigo. No me pesaba, no obstante.
- Ayúdeme, Sr. Hawthorne. -una voz femenina interrumpió mi ensoñación a la hora del desayuno, justo cuando lo estaba terminando.
- Claro, Sra. Fitz. Permítame. -le alcancé lo que había pedido, gracias a esa diferencia de altura con la que yo podía contar con respecto a ella.
-. Ay, gracias, muchacho. El tiempo corre en nuestra contra. Todo ha de estar listo para esta noche. -dijo cuando tomó la bandeja de mis manos.
- ¿Esta noche?
- Es el vigésimo primer aniversario de Lady Sybil. No me diga que no lo sabía. Llevamos un par de días con los preparativos... -pude notar ese tono oculto de regañina que me hizo sonreír ligeramente.
- Va a tener que disculparme, pero no llega mucho ajetreo a los establos...
La mujer suspiró-. Tienes razón, muchacho, perdona...
- No se preocupe. Aunque esté más lejos que cualquiera, no dude en llamarme para conseguirle cualquier pieza de vajilla que no pueda alcanzar. -con esto, agaché la cabeza una suave y sola vez, a modo de rápida despedida, antes de dirigirme a las cuadras.

Allí estuve entretenido, como cada día, hasta que el barullo en el interior de la mansión, empezó a ser lo suficientemente audible como para no poder obviarlo. Ya en la oscuridad que otorgaba la caída del sol, observé las luces del que supuse salón principal, animado y lleno de gente, desde aquel pequeño camino por el jardín que tenía que atravesar para llegar a las cocinas.

Sonreí de lado, al pensar en la rubia, deseando con todas mis ganas que pudiera disfrutar de su fiesta tranquilamente, sin percances de ningún tipo.

Aquella noche que había dormido en el cuarto de Liam había sido la que más había descansado en hacía mucho tiempo. Con diferencia. Hubiera querido quedarse más tiempo, abrazada a él, disfrutando de la sensación de la calidez del cuerpo ajeno. Aunque no durmiese más, aunque sólo fuese hablar, darse los buenos días con tranquilidad, desayunar en la cama. Pero no fue posible.

Como tampoco fue factible disfrutar de más momentos con él. Salvo pequeños encuentros furtivos cuando sus obligaciones se lo permitían. Tan atareada se había encontrado en aquellas dos últimas semanas, que, cuando despertó aquella mañana en su propia cama después de haber dado vueltas, ni siquiera recordó qué día era.

-Feliz cumpleaños, Lady Sybil –le felicitó con una radiante sonrisa una doncella que había ido a despertarla.

-Mmm… ¿qué? –inquirió la baronesa, incorporándose en la cama hasta quedarse sentada y mirando a la otra mujer con los párpados medio caídos por el sueño.

-Su cumpleaños, milady. Ay, no me diga que lo ha olvidado. Su padre ha estado supervisando los preparativos para su fiesta de celebración. Vamos, levántese. Tiene que desayunar y luego hacer las pruebas de vestuario –explicó la pizpireta muchacha.

Sybil deseó volver a echarse y esconder su rostro en la almohada. Quizá así la dejasen en paz. Pero todo cuanto hizo fue asentir despacio… cuando toda la información era difícil de asimilar en su cabeza tan de mañana. Llegó a levantarse como una autómata y dejarse asear y vestir antes de bajar a desayunar. Su padre la esperaba en el comedor, leyendo un periódico. Los ojos marrones de su progenitor la escrutaron un momento hasta que ella se sentó en la silla que había frente a él. Justo en ese momento, la rubia pudo escuchar el chasquido del papel plegándose y levantó la mirada hacia el barón.

-Buenos días, padre –susurró, dedicándole una tierna sonrisa que no pudo esconder el cansancio de su rostro.

-¿Te encuentras bien, cariño? No tienes buena cara –denotó cierto tono de preocupación en la voz varonil-. ¿Quieres que cancelemos la fiesta y avise al médico para que te examine?

“Oh, sí, por favor. Dame un tiempo de descanso, sin sociabilizar”, pensó ella. Pero en vez de decirlo, negó la cabeza con una suave sonrisa.

-No hace falta. Sólo no he dormido bien –intentó tranquilizarlo.

Después de todo, él se había tomado tantas molestias para celebrar… ¿su cumpleaños? Abrió entonces mucho los ojos, cayendo finalmente en la fecha. Se le había olvidado por completo. Y tampoco había estado especialmente atenta cuando la doncella hablaba. ¡Y no se lo había dicho a Liam! Quizá encontrase unos momentos para poder ir a las cuadras y avisarle. Con mucha suerte. Ingenua de ella.

-¿Estás segura? –preguntó su padre, observándola extrañado.

-Eh… sí. Por supuesto. ¿Has descansado? –tiró cuestión, con una cándida sonrisa, para cambiar de tema.

-Ah, ya soy perro viejo. Dormimos menos –bromeó él, con aire más relajado y divertido.

El resto del desayuno continuó distendido. Aunque Sybil no comió mucho, sintiendo cierta disminución del apetito. Cuando terminó y estuvo dispuesta a ir a ver a Liam… no, no tuvo suerte. Sus pasos fueron bloqueados por la señora Fitz, quien empezó a decirle que el sastre estaba allí para los últimos retoques al vestido que llevaría en la fiesta. Estuvo de pie, sobre una pequeña plataforma que al alzaba unos centímetros del suelo, hasta la hora de comer.

Sus párpados cayeron durante una fracción de segundo durante el almuerzo. Invitándola a caer en los brazos de Morfeo. ¿Y durante la tarde? Más preparativos. Sin olvidar la reunión de damas durante la hora del té en la que tuvo que fingir sonrisas, mientras deseaba perderse por los establos. Cuando las demás mujeres se fueron, intentó escaquearse. ¿Es que no podía tener cinco malditos minutos?

No. Porque había que asearse de nuevo y prepararse para la fiesta. Para cuando terminó, los primeros invitados ya estaban llegando en sus carruajes. Suspiró resignada a no poder ver a Liam antes del evento. Caminó hasta el salón, cubierta con un vestido de color celeste, tan resplandeciente como el cielo en el primer día de verano. El corset delimitaba su busto y su fina cintura. Mientras que la falda se ensanchaba y caía al suelo, dejando una bonita cola redondeada acariciando la superficie de madera. El brillante cabello dorado lo llevaba recogido, en un moño bajo, como el áureo astro que ilumina durante el día.

Vestimenta:

Al lado de su progenitor, fue recibiendo a los nobles que llegaban. La gran mayoría desconocidos para ella. Era consciente de que no venían a desearle un feliz cumpleaños, si no a verla a ella. Como mercancía a la que hay que testear antes de comprarla. Con una sonrisa pintada en los labios, fue amable y cordial con cada uno, a fin de no causar un disgusto a su padre.

Aceptó los regalos, los que parecían hechos para comprarla. Joyas en diferentes variedades, a ver quién conseguía darle la más valiosa y extravagante. Sólo hubo uno de ellos que le regaló una simple caja de madera. Un duque rubio, de ojos azules, que llevaba un traje color crema con una bufanda del mismo color sin anudar, cayendo bajo las solapas de la chaqueta.

-Es una caja de los deseos. Mientras esté cerrada, se acumularán y se cumplirán. Si la abre, se escaparán. Es que pretendía ser original –soltó con aire divertido, antes de ver una mesa con bebidas-. Oh, champagne.

La baronesa tuvo que hacer esfuerzos por no soltar una carcajada, riendo sólo entre dientes antes de agradecerle y dejarlo ir… para tener que bailar con un pretendiente tras otro. Llegó un momento que no pudo más. Del cansancio, de fingir sonrisas, de ser la anfitriona perfecta… sólo quería un poco de paz. Así que se disculpó de manera amable y se aproximó a su padre, dándole un beso en la mejilla.

-Gracias por la fiesta –le susurró en tono cariñoso, antes de que él sonriese y le diese su regalo. Un libro de poemas de Sir Walter Scott-. Oh, muchas gracias –abrazó a su padre, encantada con el libro.

-Te lo mereces, me has hecho sentir orgulloso hoy –dictaminó él, dedicándole una tierna caricia en la mano-. Feliz cumpleaños –agregó-. Si tu madre pudiese verte hoy… te pareces tanto a ella… -murmuró en añoranza por su difunta esposa, antes de reponerse y dar una pequeña palmada en la mano de su hija-. ¿Algún pretendiente que te llame la atención?

La pregunta terminó con el buen humor de Sybil, intentando que él no notase lo incómoda que estaba al respecto. Pero imaginó que era una cuestión que no podía eludir esa noche. Así que ladeó la cabeza, fingiendo estar pensativa.

-Cada uno parece tener sus cualidades… Es difícil concretar cuál de ellos llama más mi atención –intentó evadir.

-Bueno, tienes tiempo para decidirte… -ella asintió, con una sonrisa. Sí, tiempo… indefinido-… Tres semanas -¿qué? Miró a su padre como si se hubiera vuelto loco-. No puedes posponerlo más, Sybil. No por mí. Ya me voy haciendo mayor y no quiero que un día te falte y no tengas a nadie que te respalde –el barón suspiró, acunando la mejilla de su hija que parecía haberse vuelto fría de repente.

-¿Tres… semanas? –inquirió la rubia, temblándole la voz-. Padre… es muy poco tiempo. Y aún gozas de buena salud… -intentó sacar mucho más tiempo, mientras su rostro había empalidecido con la noticia.

-¿Prefieres que anuncie que ahora te decidirás por uno? –formuló su padre, enarcando una ceja retador. Evidenciando que se le habían terminado las tonterías de esperar.

-Eh… no… -murmuró ella, sintiendo como si el corset de repente le apretase demasiado. Con esfuerzo, logró fingir una sonrisa-. Tres semanas…

-Bien –el hombre apoyó sus labios en la sien de su hija-. La fiesta llega a su fin. Puedes ir a descansar, yo despediré a los invitados. Sé que ha sido un día duro. Buenas noches, cariño.

-Buenas noches, padre… -susurró la baronesa.

Se alejó de su padre, caminando hasta el jardín. Ajena a la mirada azulada que observaba las luces del salón. Una vez fuera, se llevó una mano al pecho. Sintiendo un dolor indescriptible. Como si le clavasen mil agujas en el corazón. Como si le costase respirar. Las lágrimas acudieron a sus ojos, derramándose por sus pálidas mejillas. ¿Cómo había podido ser tan idiota? Su destino estaba sellado desde su cuna. El sueño se había desvanecido, roto en mil pedazos. En una noche en la que se suponía que sus deseos debían de hacerse realidad.

Entonces corrió, dirigiéndose a las cuadras. Donde esperaba encontrarlo allí todavía. Deseando refugiarse en sus brazos, como si despertase de una pesadilla y sólo él pudiese consolarla. Pero entonces, en el camino, lo encontró. Liam. ¿Cómo iba a decírselo? ¿Cómo iba a hacerle daño? ¿Cómo iba a darle ese golpe de realidad que ambos habían temido desde el primer momento? ¿Cómo iba a pedirle que se quedase con ella aún si la obligaban a casarse con un hombre que no era él? ¿Cómo iba a perderlo por no querer cometer esa cruel injusticia? ¿Cómo iba a soportar verlo marchar, sabiendo que él podría encontrar a otra mujer?

En un impulso, lo abrazó. Escondiendo su rostro en el pecho varonil, estrechándolo con fuerza contra sí.

-Lo siento mucho, Liam... lo siento mucho... por favor, no me odies... -murmuró con su voz amortiguada contra su pecho, sin que el caudal de sus lágrimas menguase.

Apenas había avanzado un par de pasos cuando escuché unos, distintos a los míos, dirigiéndose hacia mí. Alcé la mirada para ver a Sybil y, aún en la oscuridad de la noche, su visión me dejó atónito. Estaba guapísima no… Lo siguiente. Traía su larga y dorada melena recogida, mientras que el vestido dejaba sus femeninos hombros al descubierto. Me habría quedado embelesado mirándola durante horas, pero hubo algo que llamó más mi atención. Mi ceño se frunció al ver su gesto congestionado y lloroso. Estaba mal. Sybil estaba mal el mismo día de su cumpleaños, cuando supuestamente, el día era ya motivo suficiente para celebrar de por sí. ¿Qué le habría pasado?

- Sybil… -alcancé a murmurar por lo bajo, olvidándome de todo protocolo con tanta preocupación presionando mi pecho.  Ella no dudó en acercarse, abrazándome con fuerza, dándole tanta importancia al trato entre clases como yo instantes antes. Y, de perdidos al río, rodeé su cuerpo tembloroso con mis brazos, sintiendo esa calidez que había aprendido a identificar. Se disculpó, rompiendo a llorar en mi pecho. No entendía nada, mas tenía claro una cosa-. No podría, amor… -murmuré bajito, sólo para ella, estrechándola un poco más. ¿Odiarla? ¡Qué idea más disparatada! Si me pasaba los días pensando en ella, ¿cómo iba a despreciarla de la noche a la mañana?

No obstante, no pude disfrutar de aquel gesto como hubiera querido. Tenía esa sensación de ser observado. Y si se llegaba a dar el caso, yo seguía sin querer darle problemas a la baronesa-. Ven, anda… -la invité a que me acompañara a los establos donde, sin duda, tendríamos más intimidad. Si no les daba por buscarla. Me giré ligeramente, quedándome a su lado. La tendí el brazo para que se sujetara a él.

Una vez que estuve bajo la protección que me proporcionaban las cuadras, la indiqué que se sentara en un pequeño banco que allí había. Por un momento, dudé, por si su vestido se enganchaba en cualquier sitio. Sólo fue un segundo, pues su destrozado estado de ánimo me importaba bastante más. Hinqué una rodilla, justo enfrente cuando ella se hubo sentado, elevando una de mis manos, a su mejilla, secando uno de los húmedos surcos que habían dejado sus lágrimas-. ¿Qué ocurre, preciosa? –acabé preguntando, con voz queda, sin borrar esa inquietud en mi mirada por verla tan turbada sin saber el motivo.

Pude ver entonces, con cierta emoción casi escondida, que, pese al llanto y aquella pena que encogía su rostro, estaba especialmente guapa en aquel momento. Y vulnerable.

Teniendo esos deseos inmensos por protegerla, me costaba concebir la idea de odiarla, como ella mismo dijo.

Aquellos brazos masculinos la rodearon. Sosteniéndola, protegiéndola, calmándola de una inusitada y ya familiar manera. La calidez que desprendía su piel a través de la ropa y su varonil aroma la arrullaron. De ser otro momento y otra situación, probablemente se hubiera quedado así, pidiéndole que no la soltase durante un rato. Pero no podía disfrutar aquella sensación cuando era portadora de tan aciagas noticias.

Su murmullo hizo que los dedos de sus manos se crispasen sosteniendo la ropa de Liam con desesperación. Como si con ese agarre pudiese sostenerse a aquellas palabras. Inspiró el olor ajeno, pareciendo que quisiera recordarlo. Registrarlo en su memoria para los días venideros. Para cuando no pudiese salir de su jaula de cristal y todo lo que tuviese de él fueran recuerdos a los cuales asirse, soñando una vida paralela que jamás se haría realidad.

Se sujetó al brazo que le tendía, sin protestar. El camino hasta las cuadras se le hizo eterno, intentando concentrarse en el tacto de la camisa masculina, en la presencia de Liam. En vez de en su propia respiración irregular, en la fuerte palpitación y en aquel nudo en la garganta y en su estómago que no quería desatarse.

Tomó asiento en el pequeño banco que él le indicó una vez en las caballerizas. Lo miró a los ojos al sentir aquel tacto que pretendía secar sus lágrimas. Sus propios irises parecían tener un tono dorado ante la iluminación del lugar mezclada con el exceso de humedad que había en ellos. Profundizó en aquel mar que veía en los ajenos, queriendo sumergirse en ellos lo suficiente antes de perderlo. Deseando que al menos la visitasen en sueños.

En un impulso, elevó una de sus propias manos, capturando la de él. Ladeó la cabeza, posando sus labios en la palma ajena, varias veces, en pequeños y sentidos besos. Dejó caer los párpados, concentrándose en la sensación, mientras un nuevo torrente de lágrimas acudía a sus mejillas. Después la dejó de nuevo en su mejilla, moviendo un poco la cabeza para propiciar una caricia entre sus pieles.

Tragó saliva ante la pregunta, intentando que pasase ese nudo que se había vuelto más intenso. Sabiendo que iba a tener que decírselo, hacerle daño. No quería desatar el dolor en él. ¿Pero qué otra opción le quedaba? El ultimátum de su padre era claro y conciso. No sabía cuáles eran las palabras correctas para comunicarle la mala noticia. Su barbilla tembló y presionó su mano con la de él que mantenía contra su mejilla. Como si intentase retenerlo con ella con ese gesto… cuando la realidad era que probablemente sus caminos se separasen en cuanto hablase.

-Yo… siento no haberte dicho que era mi cumpleaños… Se me había olvidado por completo y hoy no tuve tiempo de ir contigo –murmuró. Sintiendo que era la última oportunidad de decirle todo, algo que no quería desaprovechar-. Sentí que iba a ser el mejor cumpleaños de mi vida… porque tú estabas aquí. Sólo podía pensar en verte –tragó de nuevo saliva y cerró los ojos con fuerza, reteniendo en el gesto todo el dolor y desesperación que sentía-. Pero no es así. Mi padre me ha dado un plazo para… para casarme –sollozó suavemente-. Lo siento, Liam. Lo siento mucho. Tengo tres semanas para elegir… y no puedo decirle que ya he elegido –las lágrimas acudieron de nuevo, sintiendo como si un férreo puño estrujase su corazón-. Te quiero… muchísimo… Pero es injusto pedirte que te quedes conmigo. Es demasiado cruel pedirte que no desaparezcas y tengas que verme casarme con otro hombre. No puedo hacerte eso… aunque me rompa el corazón verte marchar y pensar que reharás tu vida con una mujer que no soy yo. Aún cuando lo único que quiero es que estés conmigo –murmuró entrecortadamente mientras lloraba. Se levantó del banco sólo para caer de rodillas frente a él y abrazarlo con fuerza-. Perdóname, Liam. Por favor… por favor… -rogó en sollozos, mientras su pecho subía y bajaba erráticamente.

Mi preocupación no menguó ni un ápice al sentir sus dedos engarfiados cuando la abracé, cuando admití que no podría odiarla. ¿Por qué se pensaba aquello? Tragué saliva, cada vez más confuso antes de invitarla a las cuadras, a salvo de miradas inoportunas que podrían hacernos un flaco favor de vernos tan próximos sin protocolo alguno de por medio.

La fuerza, casi desesperación, con la que se agarraba a mi brazo según caminábamos no hacía más que aumentar mi inquietud, cotejando las distintas opciones por las que pudiera estar así. Y, obviamente, ninguna era nada alentadora. Quizás una mala noticia. Otro viaje que durase meses, como el que hizo a Londres. O, tal vez, algún otro noble se intentó propasar con ella. Ésta última posibilidad, me hizo apretar los puños levemente.

Desde luego, tanta incertidumbre podía acabar conmigo si Sybil la alargaba mucho más.

Exhalé despacio, una vez en las cuadras, con ella sentada frente a mí. No iba a insistir. Dudaba mucho que ella se cerrase en banda, por lo que preferí darle más tiempo que espacio. La preocupación reflejada en mi semblante dejó mostrar una sonrisa leve, ladeada, cuando la baronesa giró suavemente su cabeza para besar mi mano. Pero ésta se perdió automáticamente cuando su gesto volvió a congestionarse y nuevas lágrimas rodaron por sus mejillas-. Sybil, por favor... -murmuré con voz ahogada. Mis palabras salieron con ansiedad tácita, en un ruego dulce para que hablara.

Fruncí el ceño, entre enternecido y sorprendido por esa primera disculpa suya-. No pasa nada, preciosa. -¿en serio pensaba que iba a odiarla por algo tan nimio como no haberme dicho cuándo era su cumpleaños, o que no hubiese podido pasarse a verme? No sería la primera vez que no la veía en un día entero, aunque sí me parecía una lástima no poder pasar unos minutos con ella en un día tan especial. Pero ella siguió hablando, desvelando el porqué de su angustia. Un porqué que me hizo palidecer, entendiendo ese miedo al reproche que yo pudiera mostrar. Pero no fue así, pues me quedé inmóvil, mientras asimilaba lo que aún decía. Era extraño, pues no llegó a sorprenderme. Pero había temido éste momento desde que llegara a aquella casa. Ese instante en el que ambos reconociéramos que la libertad para poder estar juntos en la intimidad de cualquier escondite ya no era tal. Que esa libertad tenía fecha de caducidad. Podía haber pasado horas dándole vueltas pero decidí aparcar ese temor, para aprovechar todas esas ocasiones con ella. Hasta aquel golpe de realidad.

- Eh... Tranquila. -susurré cuando se dejó caer y me abrazó. Tragué saliva de nuevo, mientras rodeaba su tembloroso cuerpo con manos trémulas. Negué de forma imperceptible mientras la estrechaba contra mí. Reaccionando de forma realmente lenta a ese mal trago-. Syb... no quiero tener una vida con otra mujer... -murmuré con un hilo de voz, sin saber bien cómo empezar o siquiera continuar explicándome. No obstante, instantes después supe que quizás, lo mejor era ser tan directo como sincero. Me separé ligeramente para poder encararla-. Porque no quiero a nadie que no seas tú... -y entonces, tomé una decisión que si bien era compartida podría cambiar radicalmente la vida de ambos-. Ven conmigo. -alterné mi mirada en la suya, mientras hablaba bajito pero con determinación-. Larguémonos de aquí, Sybil. Empecemos esa vida juntos que ambos deseamos en otro lugar...

Aquel murmullo ahogado la hizo temblar suavemente, preocupada por él. Una petición que no fue desatendida, pues pronto ella comenzó a hablar. El propio nudo que sentía en la boca del estómago se hizo más grande y fuerte al verlo palidecer y quedarse inmóvil. Temió que el daño que le había infligido con aquella noticia fuese irreparable. Hasta le dolió a sí misma verlo con aquella reacción, sabiendo que lo había herido ante el golpe de realidad.

Lo estrechó contra sí, con mayor fuerza. Temblando e intentando a la vez consolarlo. Lo mismo que él comenzó a hacer con ella. Compartiendo aquella desgracia que se cernía sobre sus cabezas y la preocupación por el otro. Cuando él empezó a hablar, sus propios labios se separaron, intentando tomar aire. Poco a poco, se fue tranquilizando. Con aquella facilidad que Liam tenía para calmarla entre sus brazos.

Sintió que su corazón latía con más fuerza al escucharlo decir que no quería estar con otra mujer. Cuando se separó, nadó en aquellos irises azules. En los suyos hubo un renovado brillo con la adorable confesión. Subió una mano a una de las mejillas masculinas, moviendo el pulgar en una caricia. En una silenciosa respuesta de que le correspondía a lo que él había dicho.

Finalmente, llegó aquella tentadora invitación a irse de allí. Juntos. Sin nadie que pudiese prohibirles una vida que ambos ansiaban. La sola idea de comenzar una existencia al lado de aquel hombre, sin restricciones, hizo que sus labios dibujasen una adorable sonrisa de entusiasmo. Su pecho subió y bajó con rapidez mientras lo miraba a los ojos.

-Sí… -murmuró en voz muy baja y luego asintió vehementemente-. Sí –marcó con más seguridad antes de tener el impulso de besarlo con necesidad.

Bebió de sus labios, imprimiendo los intensos sentimientos que su pecho no lograba retener por aquel hombre y por la perspectiva de pasar toda una vida a su lado. ¿Cómo podía ser tan feliz unos momentos después de que su corazón hubiese sufrido ante el terrible ultimátum de su padre? Un golpe de realidad la sacudió al separarse. Frunció el entrecejo, mientras su frente descansaba con suavidad contra la contraria.

-No puedo… Mi padre… soy lo único que tiene. Quiero irme contigo y… me gustaría llevarlo con nosotros o hacer que no se sintiese solo. Pero sé que no es posible que acepte que te he elegido a ti –suspiró y acarició una de las mejillas varoniles antes de volver a mirarlo a los ojos-. Todavía no. Dame un poco de tiempo para cerciorarme de que mi padre estará más o menos bien. Luego podremos irnos… no importa dónde, mientras estemos juntos –susurró, antes de posar sus labios en los de Liam, con suavidad y calidez-. Porque no me imagino al lado de ningún otro hombre.

Pese a lo preocupante que podía resultar -y de hecho, era- el tema que teníamos entre manos, no pude más que suspirar de alivio en cuanto la volví a ver sonreír ante mi sugerencia. Su afirmación provocó un brillo de ilusión en mi mirada, que centelleó aún más con ese segundo asentimiento, reafirmándose en su decisión.

Por pura emoción, correspondí ese anhelante beso, volviendo a rodear su cuerpo por la cintura, con mis brazos, cerrando ese abrazo mientras presionaba mis labios contra los suyos. La emoción me podía al saber que nos iríamos de allí de forma inminente, para empezar esa ansiada vida compartida. No veía a ninguna otra mujer en mi futuro.

Mas no todo era perfecto, aunque lo pareciese.

Arrugué ligeramente el ceño cuando finalmente se separó. Y sus palabras supusieron un jarro de agua aún más fría que la noticia que me había dado instantes antes. Me aparté un poco más-. Supongo que no puedo competir con tu padre... -murmuré bajito, con una sonrisa ladeada y casi forzada, a sabiendas de la elección que ella estaba haciendo. Con sus palabras dejaba claro quien tenía prioridad. Yo había dejado a mis padres en Londres por venirme con ella. Y fue ahí donde me di cuenta de sus prioridades frente a las mías-. Aunque debería recordarte que sólo tienes tres semanas para hacer lo que dices... -antes de perderme, por casarte. No había reproche en mis palabras, simplemente confusión. La opción que yo le daba no podía tener condiciones por su parte. Al menos, no la que ella estaba poniendo. Era un simple sí o no. Terminé por apartarme, antes de incorporarme y ofrecerle mi mano para que ella también lo hiciera-. Si te vas, él estará mal, Sybil. No vas a poder cambiar eso... -enuncié en el mismo tono, bajito, casi temeroso. Porque estaba seguro que no aprobaría lo nuestro-. A menos, que le hagas caso y contraigas matrimonio. -tragué saliva entonces. Si esa era su elección no había más que hablar. Me dejaba claro que si se arriesgaba a una vida que no aseguraba nada, primero tenía que dejar todos los cabos atados. Y era comprensible... Pero no tenía apenas tiempo-. Y, en ese caso, yo no pintaría nada aquí, Syb... -sentencié, contemplando la posibilidad de irme, como de quedarme. Quería estar con ella pero, también, era lo suficientemente egoísta como para no querer sufrir eternamente. Y, al parecer, la baronesa tampoco lo tenía del todo claro.

Deseó poder ver más veces aquella ilusión reflejada en los zarcos irises que él poseía. Deseó poder perderse en aquel beso, permanecer entre sus brazos. Porque aquella propuesta que él le había hecho era su mayor anhelo. Pero le preocupaba su padre. Siempre habían sido muy unidos, solos los dos durante años. ¿Podía irse y dejarlo allí, sin nadie más de su familia? ¿Podía marcharse sin mirar atrás y sin despedirse de él? Quizá unos días más, compartiendo tiempo y detalles con su progenitor fuesen el bálsamo que él requiriese tras su marcha.

Sin embargo, la reacción de Liam después completó el cambio de tornas. Elevó una mano para acariciar con sus dedos una de las mejillas masculinas, deslizando sus yemas hasta el nacimiento de sus cabellos.

-Liam… con los únicos contra los que compites son los demás pretendientes –susurró-. Puedo hacerlo en tres semanas –murmuró con convicción, intentando hacerlo sentir mejor. ¿Realmente sería tiempo suficiente? Tendría que serlo, pensó con terquedad.

Suspiró al verlo apartarse y levantarse. Alzó la mirada hacia la alta figura y luego se detuvo en aquella mano que tomó para incorporarse con gracia sin igual. Pero no lo soltó. Las siguientes palabras de él la hicieron mirar al suelo, consciente de la verdad que había en ellas.

-Lo sé –musitó. Iba a decir algo más cuando escuchó el añadido que él formuló. Sus irises contemplaron el rostro ajeno unos instantes antes de volver a hablar-. Puedo hacerle caso, casarme contigo mañana e irnos de luna de miel indefinida dentro de unos días–respondió, sabiendo que seguramente su padre no lo aprobaría.

Pero la idea del matrimonio secreto durante unos días era bastante tentadora. Y útil. Después de todo, algo así evitaría que la obligasen a casarse con otro. ¿Y qué mejor que hacerlo con el hombre que amaba? Aunque para eso se necesitaban dos. Lamentablemente, no era año bisiesto y no podía esperar cuatro años para pedirle matrimonio a Liam y asegurarse de que dijese que sí. Bendita ley… y qué pena que fuese cada veintinueve de febrero.

Sin embargo, la última frase que escuchó pronunciar a los labios ajenos fue un golpe que la dejó sin habla por un momento. Sus irises se volvieron a acuosos. Sintió un nudo en el estómago, vapuleada por la sola posibilidad de que él se fuese. ¿Pero no le había dicho hacía unos pocos minutos que era cruel pedirle que se quedase? Se llevó la mano libre al torso, por encima del corset. Por momentos le estaba costando respirar ante aquella renovada angustia de perderlo.

-Quédate, por favor. Unas semanas más y nos iremos los dos –le pidió, deslizando su pulgar por el dorso de la mano masculina-. No te quedes aquí, quédate conmigo –susurró. Pues no importaba el lugar siempre que estuviesen juntos-. Soy tuya, Liam. Reclama tu derecho esta noche y siempre que lo desees –agregó, tomando la resolución de acercar su cuerpo al de él y susurrarle al oído mientras sus labios rozaban la parte externa de su oreja, con un marcado acento escocés.