AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Together we'll cross the river
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Together we'll cross the river
Junio, 1790 ๑ 22.18 ๑ Circo gitano ๑ N. Keenan & Nói Runa Hauksdóttir
Capítulo 1
Golondrinas
Golondrinas
DIEZ AÑOS ATRÁS
Despuntaban los últimos rayos de sol tras las nubes rosadas. El calor bochornoso del día se desvanecía tras el horizonte. Las golondrinas cantaban desde el cielo, alzaban el vuelo, se dejaban caer, jugaban unas con otras en un baile sin fin sobre nuestras cabezas. Mis ojos se alzaban con ellas, adoraba el sonido que emitían, era relajante, armonioso, como una nana. Por un momento, deseé ser golondrina, volar libre, largarme de allí con la llegada del otoño y no regresar hasta que todo hubiera pasado, cuando algo volviese a estar bien, si es que acaso era posible. Supongo que siempre me gustaron los pájaros, los admiraba y los envidiaba al mismo tiempo, no podía evitar preguntarme dónde habrían estado antes de llegar allí, cuántos lugares insólitos habrían visitado, cuál sería el siguiente. «Algún día yo también seré golondrina» me prometía a mí misma, sin apartar la vista del cielo. Un silbido me hizo despertar de mis ensoñaciones y regresar a la realidad. Alguien trataba de llamar mi atención y me giré para ver de quién se trataba.
— Vuelve al trabajo, niño. Tenemos que acabar esto antes de que anochezca del todo. —Era el jefe, con su acento gitano y una forma de hablar tan ruda como su propia figura. Apenas me dedicó una mirada de desaprensión y siguió a lo suyo, de vez en cuando volvía a mirarme de reojo, pero para entonces yo ya había vuelto a centrar la vista y la concentración en mis manos, en mis pies, en el poste que tenía que clavar al suelo para que la carpa se sostuviera. Por ello me pagaban, aunque fuera una miseria. Levanté el enorme martillo sobre mi cabeza y lo dejé caer con todas mis fuerzas sobre el trozo de madera que poco a poco se iba introduciendo en la tierra seca. Así una vez tras otra.
Los primeros días fueron horribles. Apenas podía sostener el peso del martillo y tras unos cuantos golpes estaba exhausta. Pensé que los músculos de mis brazos se desgarraban. Por no hablar de las agujetas que tuve las semanas venideras. A pesar del agotamiento físico, no podía dejarlo. Necesitaba el dinero, aquel sueldo de mierda era lo único que tenía para alimentarnos, a mí y a mi madre. Ella estaba enferma, aunque no era una enfermedad de estar postrada en la cama. Mi madre estaba loca, desquiciada, y sólo empeoraba. Nos habíamos quedado solas en una ciudad extraña tras el asesinato de mi padre. Aquel acontecimiento fue tan inesperado, tan inmerecido, que todos nos quedamos en shock, pero, sin duda, quien peor lo llevaba era ella. Algo en su mente dejó de funcionar, la cordura se deshizo en mil pedazos y, como esquirlas de cristal, se clavaban en su consciencia, podía verlo en sus ojos. Tenían un brillo extraño y veían a través de la gente, con la mirada siempre perdida en ningún punto en concreto, temblaban sus pupilas. Creo que sólo eran capaces de mirar hacia atrás, hacia el pasado, y eso la estaba destrozando. Al principio pasaba las horas con ella, la abrazaba y trataba de consolarla, mientras ella se derrumbaba en mis brazos. Sus lágrimas eran cascadas de dolor y yo no sabía construir diques. Solamente escuchaba, escuchaba su angustia salir en forma de gemidos y gritos ahogados, y esperaba hasta que se dormía. Entonces me quedaba sola, me recogía sobre mi pequeño cuerpo y sentía cómo mi corazón se desarmaba dentro de mi pecho. No había lágrimas para mí, mi madre las derramaba todas, y a veces pensaba qué egoísta era por ello y me enfadaba, pero en el fondo sabía que sólo era la desolación descontrolada que se convertía en fantasma y apretaba mis entrañas con fuerza. La miraba con una mezcla de lástima y ternura y me acurrucaba junto a ella, susurrando "te quiero". Sabía que en sus sueños aún seguía saliendo el sol, que allí estaba mejor. No tardó en darse al opio, y su adicción se hacía cada vez más fuerte. No soportaba estar despierta, no soportaba ser ella misma, era más sencillo dejarse caer y mi cuerpo era demasiado pequeño, demasiado débil para sujetarla.
Pronto perdimos todo lo que teníamos, pero ella no era consciente de nada. Empezamos a subsistir en una pensión de tejas carcomidas y frío penetrante. Las paredes parecían de papel, los cimientos se estrmecían bajo nuestros pies. Pero incluso eso comenzaba a ser caro sin una fuente de ingresos, sólo tirando de lo que habíamos conseguido años atrás gracias a todos los intercambios comerciales del pasado, todos los viajes, los pedidos, la mercancía. Y de eso ya apenas quedaba nada, ni siquiera el recuerdo. La memoria se desdibujaba en el más oscuro de los colores y dejaba un sabor agrio tras el paladar o en el corazón, según se diera. En mi más absoluta desesperación, empecé a gritar. La agitaba de los brazos, necesitaba que reaccionara de algún modo y ya no sabía que hacer. Sin embargo, ella no estaba allí, nunca estaba. Había empezado a decir que iba a traer a mi padre de vuelta, estaba obsesionada con esa idea, y la determinación con la que hablaba me hacía estremecer. Aprovechaba cuando yo dormía para practicar magia negra. Lo sabía porque, más de una vez, me había despertado asustada por los sonidos guturales que profería. Cuando ella dormía, yo aprovechaba a leer sus libros. No sabía de dónde los había sacado. Las lágrimas corrían por mis mejillas de nuevo, no podía estar más preocupada, más angustiada por lo incontrolable que era la situación. La frustración me devoraba la piel y el alma. Escondí los libros por la casa, a riesgo de saber que los acabaría encontrando, aunque para ello debía estar sobria, pensé, esperaba que fuera suficiente incentivo para que, al menos por un rato, dejase de beber.
La figura de mi madre me aterraba y me enfurecía a un tiempo, ambos sentimientos producto de la profunda impotencia que sentía. No era capaz de ayudarla, había fracasado en eso. A veces, en mi egoísmo, sentía ganas de salir corriendo, de huir de aquella situación que me estaba destrozando, pero sabía que yo era lo único que le quedaba y no podía hacer eso. No era como mis hermanos. Así fue cómo tomé la decisión de volver a salir a la calle en busca de cualquier trabajo que pudiera mantenernos. Pregunté en fruterías, mercados, incluso en casas burguesas, como criada, pero nadie quería a una niña harapienta trabajando para ellos. Una noche, cuando volvía a casa, un hombre grasiento me interceptó en medio de un callejón. — ¿Cuánto cobras? —me preguntó, al tiempo que me cogía de la mano y empezaba a acariciar mi brazo. Yo apenas tenía diez años. Me revolví, tratando de librarme de él, pero sólo se acercaba más. Me produjo un asco terrible y le advertí que se alejara de mí, a lo que hizo caso omiso. Estiré mis brazos, colocando las palmas sobre su gordo vientre y, desesperadamente, pronuncié lo primero que se me vino a la mente. Su sangre empezó a helarse desde su estómago, pasando por sus pies, hasta sus labios, para acabar en sus pulmones, en el corazón. Lo último que vi antes de salir corriendo fueron sus ojos desorbitados y su lengua enloquecida tratando de coger aire. Me fui antes de saber si estaba muerto o no. Cuando regresé a casa, me costaba respirar. Por suerte, mi madre ya se había dormido. Todavía nerviosa, cogí las tijeras de costurera que había en el cajón de su mesilla de noche. A falta de espejo, me coloqué frente a la ventana y empecé a cortar mechón a mechón con determinación. Poco me importaba mi aspecto físico a esas alturas, sólo tenía una idea en mente: debía hacerme pasar por un chico si no quería que me comieran ahí fuera. El resultado fue un poco desastroso, mi pelo caía de forma irregular hasta la altura de la oreja, pero me daba igual.
Días después, tras patearme las calles de nuevo durante horas, sin éxito, me vi inmersa entre el gentío. Me abrí paso como pude y ante mí pude ver las carrozas de los feriantes. Gitanos. La gente los miraba con una mezcla de recelo y expectación, yo vi en ellos mi oportunidad y, sin pensarlo dos veces, me agarré a uno de los carros. Una vez llegados al descampado donde asentarían su campamento, repararon en mi presencia. Trataron de echarme del lugar, pero, haciéndoles caso omiso, me quedé varada en el sitio y les pedí trabajo. Tuve que negociar durante largo rato, pero tenía las ideas claras y de allí no me iría sin conseguir lo que quería. — ¿Qué sabes hacer? —preguntaron, de forma amenazante. Perfecto, mi plan acababa ahí. Miré a mi alrededor, inquieta, buscando algo de lo que poder ayudarme. Justo, en ese mismo instante, sacaban la jaula de un tigre blanco, precioso, que se movía de un lado para otro intranquilo. — Sacad al tigre —casi ordené. Los hombres miraron al tigre, después me devolvieron la mirada, atónitos y al borde de la risa. Les corté —en serio, confiad en mí.
Me acerqué a la jaula. El tigre me miraba fijamente. Dejé que me olisqueara. Uno de los hombres lo dejó salir. Todos estaban alerta, portando cuerdas y ballestas con somníferos por si las cosas se complicaban. Los gitanos me observaban divertidos. Alcé una mano hacia su rostro, en un ademán amistoso, él la olisqueó de nuevo un instante y se sentó, apoyando las nalgas en el suelo húmedo. Dejó que le acariciara la cabeza y procedió a tumbarse, apoyando su barbilla sobre sus peludas patas. Sonreí, estaba saliendo mejor de lo que esperaba. Me agaché frente a él y seguí acariciándole. Giró su cuerpo y se puso panza arriba, como un pequeño gatito mimoso. Miré a los hombres, entusiasmada.
— Es un domador.
— El domador más joven del mundo, ¡seguro!
— Y si no, diremos que lo es. ¿Cuántos años tienes, chico?
— ¿Diez? —respondí, casi más como una pregunta.
— Bien, diremos que son siete, con ese cuerpecillo fijo que da el pego. ¿Cuál es tu nombre?
— Nói. —Nói a secas. Era un nombre extranjero, para ellos lo suficientemente extraño como para no saber si era femenino o masculino.
Pronto se armó un jolgorio. Uno de ellos se acercó a mí. —Muy bien, estás dentro —dijo.— No nos decepciones.
Sentí una mirada clavada en mi nuca. Me giré y vi a una anciana en la distancia. No sonreía. Pude percibir que le faltaba un ojo y en su lugar llevaba un parche oscuro. Tuve la certeza de que ella sabía lo que era, me veía, era consciente de que se trataba de simple brujería, un hechizo de dominación no demasiado complicado. Se limitó a asentir y se marchó, caminando con una extraña majestuosidad, acompañada de su bastón. Me pregunté si sería la matriarca, no recordaba haber visto nunca a una señora tan vieja.
Desde ese día, aquél se convirtió en mi trabajo. Ayudaba a montar el circo y, una vez empezado el espectáculo, simplemente llevaba a cabo mi número. Las horas antes de mi entrada en el escenario se hacían largas y pesadas. Las pasaba de pie al lado del tigre enjaulado. Le había bautizado como Rökkur, que en mi idioma significa "atardecer". Su pelo blanco era como las estrellas y las franjas negras como el caer de la noche. Se mostraba agresivo frente a los gitanos, pero conmigo era increíblemente manso, incluso sin magia de por medio. Solía acariciarle durante largo rato para tranquilizarle, siempre cuidaba de él por encima de cualquier otra cosa. Adoraba a ese animal, al fin y al cabo era mi único amigo allí.
Dejé el martillo a un lado y me froté las manos. Ya había clavado el poste de madera en la tierra y, habiéndome asegurado de que estaba bien sujeto, me dirigí a la jaula de Rökkur para darle de comer. Se movía nervioso de un lado a otro. Quizás le inquietan las golondrinas, pensé. Le acaricié la cabeza un par de veces y dejé caer el pedazo de carne entre sus patas. Lo comió con avidez, pero sin bajar la guardia. Constantemente elevaba la mirada y la clavaba en algún punto tras mi espalda. De pronto se irguió, en actitud defensiva. Yo me giré, intrigada.
A lo lejos, una figura humana se acercaba al campamento. Caminaba con total naturalidad, dando zancadas de vez en cuando para sobrepasar algún que otro bache del terreno. Entrecerré los ojos, tratando de reconocer la silueta, sin éxito. Se trataba de un hombre, no muy mayor al parecer, no llegaría a los treinta. Llevaba el pelo revuelto y tenía un aire despreocupado. Por alguna razón que se me escapaba, me resultaba familiar, aunque debido a la oscuridad de la noche, no era capaz de distinguir sus rasgos. Se dirigía al jefe, el mismo hombre corpulento que solía regañarme por cualquier cosa, parecía un rinoceronte al lado de recién llegado. A semejante distancia no podía escuchar su voz, sólo la del gitano, pues tenía la mala costumbre de gritar en lugar de hablar con ese deje tan bruto en su lenguaje. Miré a Rökkur de nuevo. Había dejado de comer y olfateaba el aire en su dirección. Mostraba levemente los colmillos, como si intentase advertir de algo. La curiosidad era más fuerte que yo y no pude evitar acercarme por uno de los laterales de la carpa, sin llamar la atención. No sabía por qué, pero su presencia no me resultaba amenazante, más bien me intrigaba, ¿qué o quién podría alterar los nervios de Rökkur de esa forma?
— Busco trabajo.
— Pues te equivocas de sitio, muchacho, aquí está todo cubierto, ¿es que no lo ves? —respuso el gitano, haciendo ademán de regresar al trabajo.— Anda, lárgate.
Pero él no movió ni un sólo músculo, no tenía intención de rendirse tan fácilmente, podía leer la determinación en su mirada. Sonreía de forma cálida, casi hipnótica y de pronto me di cuenta de que ya le había visto antes. Esa misma sonrisa, caminando bajo la Luna por las calles de París. Yo regresaba a casa después de una larga noche de trabajo, él iba en dirección contraria a la mía. Era alto, demasiado alto para mi estatura, y su figura acercándose a mí me imponía de alguna manera, más por experiencias pasadas que por la situación en sí. Apreté el paso, por si acaso. Imagino que se percató de mis indicios de nerviosismo, ya que, al pasar a mi lado, me dedicó la misma sonrisa dulce, tranquilizadora, inclinando levemente la cabeza, casi como un saludo, y continuó andando. Aquel hombre desprendía algo que no había visto nunca antes. Tenía una mirada antigua, apacible y sabia, como la de un viejo ermitaño, pensé; pero lo que más me extrañaba era, sin duda, el peculiar color de su aura. Un tono pálido, casi transparente, como de vidrio, se antojaba delicado y a la vez suave. Me dije a mí misma que ese color no existía en nuestro mundo, no había un nombre para él y, al igual que el renacuajo que sale del agua por primera vez y queda fascinado por la nueva tierra que se abre ante él, algo en mí me instaba a descubrir más de ese color.
Dicen en las novelas que, cuando se menciona a un personaje sin aparente importancia, a un suceso aleaotorio más de una vez, implica que tarde o temprano se convertirá en alguien relevante, si no en protagonista. Me pregunté qué significaría aquel segundo encuentro fortuito.
— Hombre, dame al menos una oportunidad. Prometo que será menos de un minuto y me marcharé —proseguía, en un tono totalmente informal. Se adecuaba al nivel, allí no había lugar para protocolos. El gitano le devolvió una mirada y se cruzó de brazos.
— Está bien, pero más te vale no hacerme perder el tiempo —gruñó.— ¿Qué sabes hacer?
A modo de respuesta, colocó una mano tras su espalda y sacó un laud impoluto de la más absoluta nada. No pude contener mi asombro. Abrí mucho los ojos, procurando no perderme un sólo detalle de lo que estaba por venir. ¿Cómo lo había hecho? No tenía ni idea. Sin embargo, el gitano no mostraba ni el más mínimo indicio de sorpresa. Me acerqué un poco más, expectante. El hombre colocó el laud a la altura del pecho y empezó a tocar. Era una canción alegre, desenfadada, de ritmo extraño y complejo que, por alguna razón, instaba a echar un baile. Sus dedos tenían una destreza envidiable y una técnica infalible, el instrumento parecía una prolongación de su cuerpo. Hacía falta una vida para tocar así, pensé. Entonces comenzó a cantar, pronunciando con claridad cada palabra. La letra era increíblemente ingeniosa, satírica y absurdamente cómica al mismo tiempo, aunque a veces empleaba arcaísmos, para mí desconocidos debido a mi limitado conocimiento del idioma. Parecía una historia. Hablaba de un largo viaje, un viaje en busca de algo más que unas simples monedas cuyo único valor era el que los humanos querían darle y de cómo un amable gitano le permitió el paso a lo que consideraba su destino. Estaba improvisando y era increíble la soltura con que lo hacía. Denotaba una seguridad en sí mismo casi contagiosa y, aunque el jefe se mostraba impasivo, le conocía lo suficiente como para saber que una pequeña brecha se abría en su caparazón. A mí me costaba contener la risa. Lentamente, el matiz de la canción fue cambiando a un tono algo más nostálgico. Su voz mantenía una nota sostenida en el tiempo mientras una mano soltaba el laud y la otra lo pasaba de nuevo por su espalda. Por el lado contrario apareció un violín de color oscuro con su respectivo arco. Lo colocó sobre su hombro rápidamente y en un trémolo dramático, se desprendió de la melodía vocal. Clavó una mirada grave, imponente, en los ojos sucios del gitano al tiempo que seguía tocando una pieza compleja. Se concentró en él, como si hubiese algún tipo de conexión entre ambos. La obra llegaba a su clímax.
— Puedo darte lo que más deseas. —Y casi daba medio. La intensidad subía y el último tritono me quitó el aliento, mis músculos se tensaron. De pronto, silencio. Esperé a que resolviera y lo hizo de una forma tranquila, inocente, la calma tras la tormenta. Así acababa la obra y me costó contener las ganas de aplaudir. Como ya parecía costumbre, con una mano soltó el violín y con la otra lo pasó por detrás de su espalda, pero esta vez no sacó ningún instrumento, sólo su puño cerrado. Extendió el brazo frente al jefe.— Creo que esto te pertenece.
Abrió la mano y en la palma reposaba un pequeño objeto que no logré reconocer a la distancia a la que me encontraba. ¿Era un colgante, un talismán? Estiré el cuello, ansiosa por verlo mejor, pero no había manera. El gitano miró al hombre con el ceño fruncido y bajó la vista hacia el objeto. Despacio, descruzó un brazo y lo acercó, cogiéndolo con extraño cuidado para lo que solía ser él. Volvió a mirar al hombre con una expresión que no sabría cómo describir y acercó el pequeño obsequio a su rostro, analizándolo. Cerró la mano, aprisionándolo entre sus dedos y se dio la vuelta, dispuesto a volver al trabajo o a largarse simplemente.— Puedes quedarte. —Y desapareció en la noche.
No entendía nada de lo que acababa de ocurrir. Me quedé allí mirando, atónita, entre las sombras. Esperé a que el jefe se fuese del todo y casi corriendo me acerqué a él. Me planté justo delante y le miré de arriba abajo, examinándolo al completo. Di una vuelta a su alrededor, escrutando ambos lados y, en especial, la espalda. Ahí escondía las cosas. Él a su vez giraba sobre sí mismo, claramente divertido, hasta volvernos a encontrar frente a frente. Me mostró las palmas de sus manos para que quedara constancia de que ahí tampoco había nada. Sonreía. Yo fruncía el ceño.
— ¿Dónde está el truco? —inquirí, exaltada. Aquel hombre no era brujo, eso era lo único que tenía claro, y sin embargo era capaz de hacer magia, un tipo de magia mucho más sofisticada que la mía, que la de mi madre y que la de todos los brujos que había conocido. ¿Quién era él?
Como toda respuesta, se encogió de hombros. —El truco está en que no hay truco. —replicó. Se reía; se reía de mí, estaba claro. Le sostuve la mirada, cruzada de brazos, contemplando su aura cristalina con total fascinación. Miles de preguntan rondaban mi cabeza y ninguna sería formulada aquella noche, tan sólo la primera obtendría respuesta.— Mi nombre es Keenan —dijo, encantador, tendiéndome una mano enorme en comparación a la mía.
— Nói —respondí chocando mi mano contra la suya, sonriendo. Sostuve su mirada por un instante, metí las manos de vuelta en los bolsillos del pantalón y comencé a caminar lentamente de un lado para otro de forma teatral, fingiendo poner voz de adulto.— Bueeeno, Keenan, ¿y qué te trae por aquí? —Curioseaba, aunque algo me decía que no llegaría muy lejos.
— Supongo que lo mismo que a ti: la curiosidad, la necesidad, la monotonía o el destino. Puedes llamarlo como prefieras. —Seguía sonriendo. No miraba hacia ningún lugar en concreto. Sus rodillas se inclinaban y se extendían constantemente, sus pies parecían bailotear y me hacía gracia. Al parecer, no podía parar quieto ni un instante y al mismo tiempo simulaba estar alerta en todo momento. Se hizo un silencio breve, aunque en ningún caso incómodo. Simplemente parecía estar pensando en otra cosa.
— ¿Sabes? El jefe nunca dice nada, pero me da a mí que le has impresionado, aunque no lo reconozca. —Corté, bajando la voz, como quien cuenta un secreto a otro en medio de una masa de gente, señalando con el dedo pulgar el camino que había seguido el gitano.
— ¿Tú crees?
— Claro que sí. He llegado a la conclusión de que cuanto más seca es su respuesta, más le gusta lo que ha visto. Últimamente se ha vuelto muy exigente, supongo que no tiene mucho dinero y no sobra mucho sitio. Sólo queda gente que de verdad es buena en lo suyo.
— ¿Sí? ¿Y qué es eso tan impresionante que hace una niña como tú? —La pregunta me pilló por sorpresa. ¿Cómo que niña? Yo era un niño, o al menos eso se suponía. De pronto, la duda asaltó mi mente. Me pregunté, preocupada, si alguien más se habría dado cuenta, si sólo fingían mi masculinidad porque yo me había presentado como tal. No lo creía, la verdad, los gitanos no perdían el tiempo con nimiedades y si hubieran descubierto que mentía, seguro ya tendría un cardenal en alguna parte del cuerpo que marcara el engaño. Cómo había llegado a esa conclusión entonces, era un misterio para mí, pero esperaba que mi condición no fuera demasiado evidente. Aparté de mi mente aquellos pensamientos como pude.
— ¡Yo soy domador! —exclamé orgullosa— bueno, o algo así. Solamente me encargo de controlar al tigre. —Eché un vistazo a mi espalda, en su dirección. Él también giró la cabeza hacia el felino, quien le devolvió una mirada desafiante.— Se llama Rökkur, antes no tenía nombre. ¿A que es bonito?
— Mucho. ¿No te da un poco de miedo?
— Para nada, es amigo mío, sé que no me haría daño y es muy bueno, como un gatito. ¿Quieres tocarlo?
— No, no parece que le caiga muy bien. —Había cierto sarcasmo en su tono de voz, aunque su expresión era tan alegre como siempre.
— Hmmm... Puedes quedarte a ver el espectáculo esta noche, así mañana, cuando te toque salir, sabrás más o menos cómo funciona todo esto. Si quieres, puedo ayudarte.
— Eso sería genial, me vendrá muy bien tu ayuda. —Soltó una risita y se inclinó un poco hacia mí. — Gracias.
— De nada. —Le devolví la sonrisa.— Ve hacia la entrada, ¿vale? Está al otro lado de la carpa, verás gente que ya está entrando. Dentro de poco empieza la función y tengo que recoger algunas cosas todavía, tardaré un poco. —Eché a andar hacia la jaula de Rökkur, mientras, en la distancia, exclamaba para hacerme oír— Nos vemos allí directamente, si te parece.
— Muy bien. Ha sido un placer, Nói —inclinó un poco la cabeza hacia delante, exactamente como la primera vez que nos encontramos, y se puso en marcha. Yo me despedí con la mano y me lancé a la carrera, dando zancadas sobre la tierra seca. Pronto lo dejé a mi espalda.
Miraba al firmamento mientras corría. Las nubes oscuras se cerraban, atrapando la Luna entre ellas. La brisa estival nos daba un respiro tras el calor infernal del día. En el cielo sólo quedaban dos golondrinas rezagadas que bailaban en soledad y sólo en contadas ocasiones se reencontraban en la inmensidad del cielo. Durante un segundo gorjeaban juntas y al instante volvían a separarse. Seguían revoloteando, como si se buscaran continuamente y así en una danza eterna, tan sutil como el aleteo de sus alas. Eché la vista atrás un instante, pero allí ya no había nadie. El desconocido se había desvanecido, como un fantasma y, desde aquella perspectiva, en la lejanía del tiempo, todo lo que había ocurrido minutos antes parecía aún más extraño. Acaricié la cabeza de Rökkur distraída. Volvía a estar calmado, tumbado sobre el sucio suelo de la jaula. Miré sus ojos azules, como pidiendo permiso para molestar durante un rato su descanso, y tiré de la carreta con ruedas en la que estaba subido, con bastante esfuerzo. Lo llevaba hasta la parte trasera de la carpa. Por suerte, no era un tramo muy largo. Alcé de nuevo la mirada al cielo al tiempo que, a tirones, arrastraba la carreta. No quedaba rastro de las golondrinas, habían desaparecido, dejando tras ellas la aparición estelar de algún que otro murciélago extraviado.
«Algún día yo también seré golondrina»
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Nói Runa Hauksdóttir- Hechicero Clase Media
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