AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
Espacios libres: 11/40
Afiliaciones élite: ABIERTAS
Última limpieza: 1/04/24
En Victorian Vampires valoramos la creatividad, es por eso que pedimos respeto por el trabajo ajeno. Todas las imágenes, códigos y textos que pueden apreciarse en el foro han sido exclusivamente editados y creados para utilizarse únicamente en el mismo. Si se llegase a sorprender a una persona, foro, o sitio web, haciendo uso del contenido total o parcial, y sobre todo, sin el permiso de la administración de este foro, nos veremos obligados a reportarlo a las autoridades correspondientes, entre ellas Foro Activo, para que tome cartas en el asunto e impedir el robo de ideas originales, ya que creemos que es una falta de respeto el hacer uso de material ajeno sin haber tenido una previa autorización para ello. Por favor, no plagies, no robes diseños o códigos originales, respeta a los demás.
Así mismo, también exigimos respeto por las creaciones de todos nuestros usuarios, ya sean gráficos, códigos o textos. No robes ideas que les pertenecen a otros, se original. En este foro castigamos el plagio con el baneo definitivo.
Todas las imágenes utilizadas pertenecen a sus respectivos autores y han sido utilizadas y editadas sin fines de lucro. Agradecimientos especiales a: rainris, sambriggs, laesmeralda, viona, evenderthlies, eveferther, sweedies, silent order, lady morgana, iberian Black arts, dezzan, black dante, valentinakallias, admiralj, joelht74, dg2001, saraqrel, gin7ginb, anettfrozen, zemotion, lithiumpicnic, iscarlet, hellwoman, wagner, mjranum-stock, liam-stock, stardust Paramount Pictures, y muy especialmente a Source Code por sus códigos facilitados.
Victorian Vampires by Nigel Quartermane is licensed under a
Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.
Creado a partir de la obra en https://victorianvampires.foroes.org
Últimos temas
Melodía nocturna [Aimee Windsor]
2 participantes
Página 1 de 1.
Melodía nocturna [Aimee Windsor]
Una fría y densa oscuridad se cernía sobre París. La noche, quizás algo lúgubre, se mostraba tranquila y calmada, con una quietud casi inconcebible. Allí, alejado del centro de la urbe se extendía la masa de troncos y hojas secas que configuraban la moribunda arboleda del bosque: el otoño había llegado, y algo había cambiado. Al tiempo que caminaba y mis pies descargaban su peso sobre la hojarasca, sumergiéndose levemente en ella, podía notar cómo una sensación de angustia y alerta me invadía, contra la que pretendía luchar en un vano intento por calmarme. La luna, menguante, no ayudaba mucho a la leve luz que el candil que colgaba oscilante de mi mano expandía varios metros alrededor. El contraste de la frigidez del entorno, que provenía de las últimas palabras de agonía que gritaban mudos los árboles antes de sumirse en el ineludible y profundo sopor del invierno, con el cálido fulgor que provenía de aquella vela, no hacía sino acentuar la sensación de pesadumbre que me envolvía, intranquilo de mí, como si detrás de aquellos pilares irregulares, cárcel inmóvil de los espíritus del bosque, se escondiera cualquier bestia que solo anidara en las leyendas populares y que, todo inicio de razón o cordura se apresuraba a negar. En ello me amparaba yo, a la espera de que nunca se confirmaran esas turbadoras habladurías.
Al tiempo que avanzaba, en busca de mi destino, pude escuchar el muy lejano y grave rumor de un campanario anunciando la medianoche. Pensé en mi mala suerte y en mi poca previsión a la hora de elegir el momento en el que abandonar aquel lugar al que llamara hogar, pero poco podía hacer ya: deshacer el camino andado o seguir hacia adelante. Yo creía considerarme un muchacho, quizás hombre, fuerte, que afrontaba las dificultades y que no dejaba tumbarse por adversidades, sobretodo si éstas se debían a percepciones exageradas de la realidad, por mucho que en mí, por alguna extraña razón, se acentuaran. Acorde a esta forma de descubrirme, me negué a huir del lugar. Aceleré el paso, apretando contra mí aún más el pedazo de madera trabajada que guardaba bajo el abrigo, esperando hallarme ya pronto en el punto al que quería llegar, notando como mis piernas se adecuaban al incremento de velocidad que mi alterado corazón ya llevaba hacía un largo tiempo. A medida que mis pies recorrían una mayor distancia, creí adivinar un innumerable cómputo de sombras, figuras en movimiento o afónicos sonidos encerrados al amparo de las tinieblas, allá donde mi limitada visión no alcanzara a comprobar la veracidad de esas apariciones. Sumido en aquella falta de conocimiento, mi excitación solo logró a aumentarse, algo a lo que, precisamente, considerábame demasiado proclive.
Al fin creí adivinar a lo lejos, entre los obstáculos que se trababan en mi camino, el lugar al que me dirigía. El tan ansiado destino no era otro que uno de los muchos claros que se abrían en medio de la foresta, aunque éste era mi predilecto, por presentar unas características que lo hacían especial a mí. La bien definida linde del bosque no tardaba en dejar crecer una verde hierba que, si bien presentaba muchos pedazos de tierra infecunda, en la que se entremezclaba el barro y las hojas muertas. Pero lo que hacía único a aquel lugar era el pequeño remanso de agua, que un afortunado riachuelo formaba, renovando el nuevo líquido, como savia nueva. Algo extenso se le podía considerar, ya que en el hubieran cabido varias personas, extendidas cuan largas fueran, sin que tan siquiera llegaran a tocarse, a pesar de que su profundidad no hubiese llegado más allá del medio mecho de una persona adulta y de estatura normal. Sintiendo que, nuevamente me adentraba en terreno propio, que quizás me perteneciera por algún tratado moral, no firmado pero sí efímeramente vinculante, mi ánimo pareció relajarse, como habiendo hallado la seguridad de haber atravesado las fronteras del único lugar donde no pudiera penetrar nada ni nadie más que yo.
Con paso tenue y, al fin, tranquilo, procedí a dejar que la blanquecina luz celeste me diera de pleno, alzando la mirada hacia las estrellas al tiempo que desprotegía aquel pequeño tesoro que había guardado al lado de mi pecho. La barnizada madera del violín brilló casi perlada con la leve luminosidad del ambiente al tiempo que mi respiración se tornaba en un largo suspiro y una pequeña y casi espontánea sonrisa. Dejando el abrigo a mi vera, me instalé de pies, con las piernas algo separadas, repartiendo mi peso entre ellas, al tiempo que acercaba el borde del instrumento a mi cuello, donde debiera cuidar de que no se moviera de la postura indicada. Cogiendo lentamente aire, me dispuse a acercar el arco, formado por cabellos de la crin de algún caballo, a las tensadas cuerdas que debieran producir sonido dentro de apenas unos segundos. Cerré mis ojos, dejando que una lastimera melodía me envolviera, separándome del mundo.
Al tiempo que avanzaba, en busca de mi destino, pude escuchar el muy lejano y grave rumor de un campanario anunciando la medianoche. Pensé en mi mala suerte y en mi poca previsión a la hora de elegir el momento en el que abandonar aquel lugar al que llamara hogar, pero poco podía hacer ya: deshacer el camino andado o seguir hacia adelante. Yo creía considerarme un muchacho, quizás hombre, fuerte, que afrontaba las dificultades y que no dejaba tumbarse por adversidades, sobretodo si éstas se debían a percepciones exageradas de la realidad, por mucho que en mí, por alguna extraña razón, se acentuaran. Acorde a esta forma de descubrirme, me negué a huir del lugar. Aceleré el paso, apretando contra mí aún más el pedazo de madera trabajada que guardaba bajo el abrigo, esperando hallarme ya pronto en el punto al que quería llegar, notando como mis piernas se adecuaban al incremento de velocidad que mi alterado corazón ya llevaba hacía un largo tiempo. A medida que mis pies recorrían una mayor distancia, creí adivinar un innumerable cómputo de sombras, figuras en movimiento o afónicos sonidos encerrados al amparo de las tinieblas, allá donde mi limitada visión no alcanzara a comprobar la veracidad de esas apariciones. Sumido en aquella falta de conocimiento, mi excitación solo logró a aumentarse, algo a lo que, precisamente, considerábame demasiado proclive.
Al fin creí adivinar a lo lejos, entre los obstáculos que se trababan en mi camino, el lugar al que me dirigía. El tan ansiado destino no era otro que uno de los muchos claros que se abrían en medio de la foresta, aunque éste era mi predilecto, por presentar unas características que lo hacían especial a mí. La bien definida linde del bosque no tardaba en dejar crecer una verde hierba que, si bien presentaba muchos pedazos de tierra infecunda, en la que se entremezclaba el barro y las hojas muertas. Pero lo que hacía único a aquel lugar era el pequeño remanso de agua, que un afortunado riachuelo formaba, renovando el nuevo líquido, como savia nueva. Algo extenso se le podía considerar, ya que en el hubieran cabido varias personas, extendidas cuan largas fueran, sin que tan siquiera llegaran a tocarse, a pesar de que su profundidad no hubiese llegado más allá del medio mecho de una persona adulta y de estatura normal. Sintiendo que, nuevamente me adentraba en terreno propio, que quizás me perteneciera por algún tratado moral, no firmado pero sí efímeramente vinculante, mi ánimo pareció relajarse, como habiendo hallado la seguridad de haber atravesado las fronteras del único lugar donde no pudiera penetrar nada ni nadie más que yo.
Con paso tenue y, al fin, tranquilo, procedí a dejar que la blanquecina luz celeste me diera de pleno, alzando la mirada hacia las estrellas al tiempo que desprotegía aquel pequeño tesoro que había guardado al lado de mi pecho. La barnizada madera del violín brilló casi perlada con la leve luminosidad del ambiente al tiempo que mi respiración se tornaba en un largo suspiro y una pequeña y casi espontánea sonrisa. Dejando el abrigo a mi vera, me instalé de pies, con las piernas algo separadas, repartiendo mi peso entre ellas, al tiempo que acercaba el borde del instrumento a mi cuello, donde debiera cuidar de que no se moviera de la postura indicada. Cogiendo lentamente aire, me dispuse a acercar el arco, formado por cabellos de la crin de algún caballo, a las tensadas cuerdas que debieran producir sonido dentro de apenas unos segundos. Cerré mis ojos, dejando que una lastimera melodía me envolviera, separándome del mundo.
Última edición por Anatol K. Trubetzkoy el Mar Oct 12, 2010 2:33 am, editado 1 vez
Anatol K. Trubetzkoy- Humano Clase Baja
- Mensajes : 779
Fecha de inscripción : 13/08/2010
Localización : Lejos de la Santa Madre Rusia
Re: Melodía nocturna [Aimee Windsor]
Como cada atardecer, cada día, y como llevaba haciendo por miles de siglos, esperaba bajo las sombras de mi hogar, el momento preciso en que los mortíferos rayos del astro sol de ocultaran, para al fin ser libre de aquella maldición a la que cada ser de la noche como yo, estábamos condenados a padecer. Hacia mas de mil años que llevaba haciendo lo mismo, se había convertido en mi rutina, siempre esperar a que caiga la noche, esperar a que esos rayos de luz, inofensivos para los humanos, pero letales para mí, no me alcancen, esperar a encontrar un humano cayendo en mis manos para terminar muerto por el hecho de que yo necesitaba alimentarme de aquel liquido escarlata que le daba vida. Si, eran siglos de solo supervivencia. Pero tampoco podía quejarme, no todos esos años de vivir en un mundo de mortales, habían sido solo rutina. Este mundo cambiaba tan rápido, y los humanos también.
En fin… ahí estaba yo esperando a ser libre con la llegada del anochecer y poder salir de mi hogar a una nueva tarde de rutinas. Ahora tenía algo en mente, alimentarme, no lo hacía desde aproximadamente una semana, y no es que le afectara mucho, tantos siglos de inmortalidad no habían pasado en vano en ella, podía aguantar hasta un mes sin probar ese liquido que le daba vida, pero no le gustaba esperar, para que hacerlo si era tan fácil conseguir un poco con un solo guiñar de ojos?
En cuanto se ocultó el sol, me puso un vestido con delicados encajes, que resaltaba enormemente mi figura, nada muy extravagante, pero tampoco sencillo. Ya estaba lista para salir a una noche de “cacería”, y así lo hice, me despedí de mis hermanos, que tenían sus propios planes para esa noche, y salí en mi carruaje, directo al centro de Paris, un lugar donde sin duda, siempre podía encontrar lo que buscaba. Llegue a la plaza más concurrida de la ciudad, y a pesar de que ya estaba bien entrada la noche, aún había muchos humanos que al parecer buscaban pasar un buen rato en la oscuridad parisina.
Durante bastantes minutos estuve caminando y mirando, en busca de quien se convertiría en mi presa, también me encontré con algunos conocidos inmortales, que, o estaban haciendo lo mismo que yo, o simplemente disfrutaban de un agradable paseo, acompañados por otros. Y no solo con vampiros me encontré, había muchos cambiaformas, y me sorprendía como, al pasar de los años, estos iban en aumento. Antes, era suerte si veías a uno solo, en un mes, ahora los veías por montones cada día. De lo que si me alegraba de no ver, era lobos, para mi suerte y la de muchos, no era una noche de luna llena.
Caminando con mi andar coqueto y elegante, logré divisar a un humano que sin duda sería un manjar para cualquier ser como yo. “Manjar” pensé mientras me acercaba, siempre me gustaba pensar en los humanos como simple comida, o al menos eso trataba, en el fondo, sufría por cada vida humana que arrebataba, pero que podía hacer, era mi destino, los seres de la noche viven así, es nuestra maldición, a cambio de la inmortalidad. Llegué hacia aquel humano, que enseguida capto mi mirada y se dejo prendar de ella. “Qué pensaría aquel humano? Me vería como una jovencita de clase alta, elegante y de buena familia, que seguramente solo buscaba buena compañía en una noche tan hermosa” eso era lo que normalmente pensaban de mi al verme, pero solo los que eran como yo, sabían lo que era en el fondo.
No me costó absolutamente nada lograr que el humano me siguiera por voluntad propia, hacia un lugar más… “privado”. En pocos minutos, estábamos resguardados de los ojos curiosos de otros mortales, y cuando pretendía por fin clavar mis colmillos en su amplio cuello, me di cuenta de que no quería hacerlo, no quería su sangre, simplemente sabía que no me iba a satisfacer, era como todos los humanos, y yo quería algo diferente. “Estas de suerte mortal” pensé antes de mirarlo fijamente y atraparlo en una hipnosis que le haría olvidar todo lo ocurrido desde el momento en que había cruzado miradas conmigo.
Luego me alejé, me sentía frustrada, en qué momento me había comenzado a sentir tan desmotivada? Eso era algo para lo que no tenía respuesta, por más que intentara buscar una. Sin darme cuenta realmente de a donde me llevaban mis pasos, terminé llegando al linde de un frondoso bosque, uno al que solía ir cada vez que me sentía así, en ese lugar podía ser quien yo realmente era, no necesitaba aparentar que era una humana mas en este planeta.
Comencé a adentrarme en la oscuridad del bosque, mientras mi mente vagaba en muchos momento de mi vida en que me había sentido perdida, perdida en un mundo al cual ya no pertenecía. No tenía la mente clara en esos momentos, me sentía desorientada y cansada, y lo único que hice fue apoyarme contra el viejo tronco de un árbol, y mirar el amplio manto negro lleno de brillantes estrellas que me cubría. Cerré los ojos, queriendo olvidar todo por un momento, queriendo pensar que aun era una humana, una que no necesitaba hacer cosas tan bajas, como matar a un humano, para sobrevivir, cuando de pronto, una melancólica melodía llego a mis oídos. De donde venia? Eso no lo sabía, podía escuchar aquella música provenir de todos lados, era como si el bosque entero hubiera sido invadido por esos armoniosos sonidos que eran capaces de atrapar a cualquiera. Quería encontrar la fuente de esa melodiosa música, y caminando y caminando, logre captar algo más que me llamó la atención, un aroma por el cual inmortal mataría por conseguir. Era lo que buscaba, un humano con él cual si podría saciar esta sed que sentía.
Después de caminar durante unos minutos, sin prisa, disfrutando de aquella música y de aquella esencia que me llamaba, logré dar con el paradero del mortal. Me quedé tras un árbol, en las sombras más oscuras del lugar, para que no me viera y así no interrumpirlo. Mientras el tocaba su violín, pude apreciarlo en todo su esplendor. Era una extraña combinación él, por una parte, tenía el porte y la elegancia de un chico de clase alta, había un aire de grandeza sobre él, pero por otra parte, sus ropas eran las de alguien que no disfrutaba de muchas riquezas. Me causó una gran curiosidad todo ello.
Cuando al fin terminó de tocar aquella melancólica música, salí de las sombras y sigilosamente me situé tras él, con una sonrisa un tanto maliciosa, pero que cambie inmediatamente, esperando no asustar al humano si me veía, a veces los mortales tenían un instinto que lo hacía temernos aunque no supieran lo que éramos.
- Jamás había escuchado melodía más hermosa Monsieur – murmuré con un fino tono de voz y con una sonrisa que mostraba mi admiración ante tan grandioso talento, y esperando a que se girara y verle a la cara.
En fin… ahí estaba yo esperando a ser libre con la llegada del anochecer y poder salir de mi hogar a una nueva tarde de rutinas. Ahora tenía algo en mente, alimentarme, no lo hacía desde aproximadamente una semana, y no es que le afectara mucho, tantos siglos de inmortalidad no habían pasado en vano en ella, podía aguantar hasta un mes sin probar ese liquido que le daba vida, pero no le gustaba esperar, para que hacerlo si era tan fácil conseguir un poco con un solo guiñar de ojos?
En cuanto se ocultó el sol, me puso un vestido con delicados encajes, que resaltaba enormemente mi figura, nada muy extravagante, pero tampoco sencillo. Ya estaba lista para salir a una noche de “cacería”, y así lo hice, me despedí de mis hermanos, que tenían sus propios planes para esa noche, y salí en mi carruaje, directo al centro de Paris, un lugar donde sin duda, siempre podía encontrar lo que buscaba. Llegue a la plaza más concurrida de la ciudad, y a pesar de que ya estaba bien entrada la noche, aún había muchos humanos que al parecer buscaban pasar un buen rato en la oscuridad parisina.
Durante bastantes minutos estuve caminando y mirando, en busca de quien se convertiría en mi presa, también me encontré con algunos conocidos inmortales, que, o estaban haciendo lo mismo que yo, o simplemente disfrutaban de un agradable paseo, acompañados por otros. Y no solo con vampiros me encontré, había muchos cambiaformas, y me sorprendía como, al pasar de los años, estos iban en aumento. Antes, era suerte si veías a uno solo, en un mes, ahora los veías por montones cada día. De lo que si me alegraba de no ver, era lobos, para mi suerte y la de muchos, no era una noche de luna llena.
Caminando con mi andar coqueto y elegante, logré divisar a un humano que sin duda sería un manjar para cualquier ser como yo. “Manjar” pensé mientras me acercaba, siempre me gustaba pensar en los humanos como simple comida, o al menos eso trataba, en el fondo, sufría por cada vida humana que arrebataba, pero que podía hacer, era mi destino, los seres de la noche viven así, es nuestra maldición, a cambio de la inmortalidad. Llegué hacia aquel humano, que enseguida capto mi mirada y se dejo prendar de ella. “Qué pensaría aquel humano? Me vería como una jovencita de clase alta, elegante y de buena familia, que seguramente solo buscaba buena compañía en una noche tan hermosa” eso era lo que normalmente pensaban de mi al verme, pero solo los que eran como yo, sabían lo que era en el fondo.
No me costó absolutamente nada lograr que el humano me siguiera por voluntad propia, hacia un lugar más… “privado”. En pocos minutos, estábamos resguardados de los ojos curiosos de otros mortales, y cuando pretendía por fin clavar mis colmillos en su amplio cuello, me di cuenta de que no quería hacerlo, no quería su sangre, simplemente sabía que no me iba a satisfacer, era como todos los humanos, y yo quería algo diferente. “Estas de suerte mortal” pensé antes de mirarlo fijamente y atraparlo en una hipnosis que le haría olvidar todo lo ocurrido desde el momento en que había cruzado miradas conmigo.
Luego me alejé, me sentía frustrada, en qué momento me había comenzado a sentir tan desmotivada? Eso era algo para lo que no tenía respuesta, por más que intentara buscar una. Sin darme cuenta realmente de a donde me llevaban mis pasos, terminé llegando al linde de un frondoso bosque, uno al que solía ir cada vez que me sentía así, en ese lugar podía ser quien yo realmente era, no necesitaba aparentar que era una humana mas en este planeta.
Comencé a adentrarme en la oscuridad del bosque, mientras mi mente vagaba en muchos momento de mi vida en que me había sentido perdida, perdida en un mundo al cual ya no pertenecía. No tenía la mente clara en esos momentos, me sentía desorientada y cansada, y lo único que hice fue apoyarme contra el viejo tronco de un árbol, y mirar el amplio manto negro lleno de brillantes estrellas que me cubría. Cerré los ojos, queriendo olvidar todo por un momento, queriendo pensar que aun era una humana, una que no necesitaba hacer cosas tan bajas, como matar a un humano, para sobrevivir, cuando de pronto, una melancólica melodía llego a mis oídos. De donde venia? Eso no lo sabía, podía escuchar aquella música provenir de todos lados, era como si el bosque entero hubiera sido invadido por esos armoniosos sonidos que eran capaces de atrapar a cualquiera. Quería encontrar la fuente de esa melodiosa música, y caminando y caminando, logre captar algo más que me llamó la atención, un aroma por el cual inmortal mataría por conseguir. Era lo que buscaba, un humano con él cual si podría saciar esta sed que sentía.
Después de caminar durante unos minutos, sin prisa, disfrutando de aquella música y de aquella esencia que me llamaba, logré dar con el paradero del mortal. Me quedé tras un árbol, en las sombras más oscuras del lugar, para que no me viera y así no interrumpirlo. Mientras el tocaba su violín, pude apreciarlo en todo su esplendor. Era una extraña combinación él, por una parte, tenía el porte y la elegancia de un chico de clase alta, había un aire de grandeza sobre él, pero por otra parte, sus ropas eran las de alguien que no disfrutaba de muchas riquezas. Me causó una gran curiosidad todo ello.
Cuando al fin terminó de tocar aquella melancólica música, salí de las sombras y sigilosamente me situé tras él, con una sonrisa un tanto maliciosa, pero que cambie inmediatamente, esperando no asustar al humano si me veía, a veces los mortales tenían un instinto que lo hacía temernos aunque no supieran lo que éramos.
- Jamás había escuchado melodía más hermosa Monsieur – murmuré con un fino tono de voz y con una sonrisa que mostraba mi admiración ante tan grandioso talento, y esperando a que se girara y verle a la cara.
Aimee Windsor- Vampiro/Realeza
- Mensajes : 735
Fecha de inscripción : 29/06/2010
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: Melodía nocturna [Aimee Windsor]
El suave y estridente rasgar de aquellos hilos se configuraba en torno a aquellas notas que expelían ese susurro, ese antiguo lamento que, pese al paso del tiempo, aún conservaba toda la crudeza de su expresión. Un desgarro, un desgarro tenue, el sollozo de un alma atormentada, ¿por qué? El muchacho no lo sabía; ni siquiera creía querer saber. ¿Acaso se necesitaba una razón tangible para poder llorar? ¿Acaso se necesitaban palabras para expresar un sentimiento? ¿No era mejor una expresión pura, sin la corrupción engañosa de la lengua, una emoción sin mayores artificios? Quizás aquellas lágrimas en forma de triste melodía no fueran otra cosa que la consecuencia de un duro golpe, hacía ya cuatro años atrás, y los sucesos que siguieron a aquel dramático accidente. Un tropezar, un inconsciente desliz de un hermano de sangre, una bravuconada sinsentido que había terminado en aquel largo camino, lejos de la amada patria, lejos de aquel paraíso en el que habían crecido, encerrados en una ciudad extraña, en una ciudad a la que pertenecían en cierto modo y que, a su vez, no era suya, ajena y lejana, pese a vivir, ahora, irremediablemente en ella.
Anatol perdió la consciencia del tiempo, de la leve brisa que podía chocar contra su rostro en aquellos momentos, de todo lo que sucedía a su alrededor, incluso del propio estridente sonido que expelía el siempre chirriante y armonioso violín y de las propias reacciones de su cuerpo que, ahora, sólo parecía un títere sin vida, un mero objeto inanimado a merced de la oscilación del viento que, por avatares y designios del destino, había acabado por albergar un alma ajena, un alma que, pese a su cadena, quería volar alto y lejos. No, ni siquiera eso; realmente se alejaba, realmente levitaba y se dejaba posar en el aire pese a aquella carnal atadura, odiada y necesaria al mismo tiempo. ¿Pero al muchacho le importaba? No. ¿Realmente le podía importar su cuerpo cuando ni siquiera a éste sentía? Él ya no era carne, él no era hueso, ni siquiera pudiera decirse que fuera alma; él ahora sólo era aquel sonido herido, aquel sonido que flotaba en todo aquel claro, aquel sonido que se extendía inundando todo cuanto había alrededor; ahora él no era él; ahora él era y no era a la vez.
¿Quizás en aquel momento una lágrima surgió de su ojo recorriendo su mejilla a paso lento y tenue? ¿Quizás sus cejas se combaron hacia arriba en fatal delación acerca de aquel mordiente sentir que corroía su corazón? ¿Quién pudiera responder a aquestas y mil y una más preguntas que, en realidad, no tenían respuesta? Ni siquiera el adormecido y vigilante zorro o, siquiera, el búho posado en una lejana rama de aquellos árboles, absorto en aquella adormeciente melodía, o la lechuza, ululante, acompañando con su petulante vocerío, podrían haberse atrevido a romper la soledad, la privacidad de la que aquel joven gozaba. El muchacho era orgulloso, pagado de sí mismo en cierto sentido, reservado, cuidadoso de alejar sus sentires, sus pensamientos o sus realidades de los demás, como si de un precioso tesoro que quisiera conservar, de forma egoísta para él mismo, se tratase. ¿Pero realmente era egoísmo? No, sinceramente, ¿quién pudiera haber tachado de egoísta a aquel hombre que había nacido entre sedas, había sido criado en las mejores academias de la capital peterburguesa, que había crecido entre toda aquella pompa altanera de la corte rusa y que, del día a la noche, había visto su mundo derrumbarse, convertirse en mera ceniza, en medio de la cual debía rescatar unos únicos vestigios, en forma de recuerdos, para intentar tener fe en su propia vida, en luchar por el futuro y en no dejarse abatir por el pesar de lo que en un día fue y que, en ese mismo momento, ya no era? No, el príncipe ruso, miembro de una de las familias más importantes de Rusia, pese a la deshonra que pudiera presentar en ese momento, mantenía la cabeza alta, cargada de esa soberbia que, ya de bien joven, le habían enseñado a mostrar, solamente recrudecida por los insultos y los intentos de afrenta ya en tierras galas, mostrándose al mundo como legítimo heredero de un nombre que bien merecía una respetuosa alabanza del mundo entero. Pero, detrás de aquella fachada de arrogancia, de fuerza y de firmeza, se escondía un chico que, pese a la fortaleza real que su espíritu había adquirido, se encontraba un infante solitario, perdido, sin ánimos y sin esperanzas reales por lograr regresar a su patria. Sólo una tenacidad propia únicamente de pocos hombres, ya empezando a abandonar la virtud para convertirse en terquedad, le permitía luchar por él, por él y lo que quedaba de su aquella ya desgajada familia, rota por las desdichas, los infortunios y las malas decisiones tomadas en un pasado que, por desgracia, no era, en realidad, distante. ¿Pero qué podía él, ahora convertido en un vulgar miembro del populacho? Anatol Kirílovich Trubetzkoy giró su rostro hacia el lado izquierdo, aquel en el que se encontraba tamaño instrumento, en un intento por alzar su mentón, como defendiéndose de injurias que, en realidad, sólo existieran en su atormentada mente.
De pronto, casi sin previo aviso, la música acabó, en un descender lento y a la vez brusco, en un terminar agresivo y a la vez insignificante, en un despertar fugaz o, quizás, un adormecimiento interminable; porque, en realidad, ¿qué era eso? ¿Qué era ese volver a ese mundo que osaban llamaban real? Nada más que un dolor, una punzada en una herida recién sanada, aún presentando en la rosada piel la postilla, abriendo así el antiguo corte que, de nuevo, retornara a sangrar y a sangrar, mostrando ese llanto interminable que, en vez de salada y blanquecina agua, desprendiera ese líquido encarnado y viscoso, esa acuosidad escarlata que pudiera llegar a corroer, lentamente, cualquier muro, cualquier resistencia, hasta desintegrar a una persona en mero odio y rencor. No; Anatol no pertenecía a ese mundo. Él había sido lanzado allí sin siquiera tener la decencia de tomar en cuenta sus intenciones, sus inquietudes o, siquiera, su forma de ser, su yo, su esencia. No; Anatol pertenecía a otro lugar. ¿Cómo podía sino uno entender que tamaño talento, tamaña expresión, tamaña emoción dura y pura pudiera surgir de un hombre desplazado a un rincón sin importancia de aquella sociedad, de aquel lugar? No; Anatol era de un mundo aparte; quizás de un mundo que no fuera el real. Pero, obviamente, ¿cómo un muchacho vanidoso hubiera podido desvelar o incluso pensar en aquellas atrocidades? No; Anatol era fuerte y necesitaba pensar que él, cuerpo, mente, alma y esencia pertenecían a ese mundo y que formaban parte irremediablemente de él; de no haber sido así, él mismo se hubiera dejado arrastrar por los desvaríos de la vida y hubiera acabado muerto en algún lugar del bosque, muerto por depauperación, arrojado a su propia autocompasión, eso sí, con el violín adecuado y firmemente agarrado entre sus dedos, en un acorde que configurase una, sin duda, afligida melodía como la que acababa de acaecer.
¿Pero qué era aquello que se escuchaba ahora atreviéndose a romper aquel silencio que había inundado la sagrada soledad de la densa arboleda, la acallada quietud, sacra y santa, que, inevitablemente proseguía a aquel sonar, que ya no se sabía si procedía de cuerdas, dedos o de ambos a la vez? El muchacho abrió los ojos, asustado y sorprendido a la vez, arrebatado así de su estado de inconsciencia, de ese estado de pureza máxima de sí mismo, volviendo a mostrar, poco después, aquella máscara de impasividad, aquel rostro inexpresivo, remoto, precavido y mordaz, siempre preparado, no sólo a encajar bien una estocada ajena, sino, también, a devolverla diez veces diez, quince o veinte, redoblada, con más fuerza, si le era posible y si, en realidad, merecía la pena tamaña proeza. El muchacho entonces, se volvió con paso lento, con ritmo tenue, como si sus movimientos fuesen una prolongación rítmica del trinar del violín, siempre altanero y distinguido, grandilocuente, pero sobretodo, cargado de una prepotencia ineludiblemente virulenta.
El chico clavó los ojos en las claras pupilas de esa chica, que lo observaban, al parecer, esperando una respuesta, como si quisieran, quizás, calmar la saciedad de curiosidad acerca de qué cadencia pudiera tener el chico escondida en las profundidades de su garganta, si, en realidad, su tono era grave, propio de un hombre completamente en edad crecida o, por el contrario, fuese evidentemente aguda, perteneciente a un chiquillo que, tímidamente se pudiera asegurar abandonar aquel periodo púber de la propia existencia. El muchacho, quizás, pudiera haberse mostrado afligido por no encajar en ninguno de los dos perfiles, mostrando un matiz intermedio, más cercano a la adultez que a la niñez, pero, pese a todo, altivo, renunció a apenarse por aquella mujer que, sin previa invitación, había osado penetrar en aquel círculo tan sagrado, tan personal, tan sumamente privado.
Anatol calló unos segundos, evaluando con tono y expresión seria y severa, mostrando así su mesura y moderación con las palabras y las declaraciones y manteniendo la mirada de aquella joven si es que, en realidad, ella le concedía el placer de que aquello se desenvolviese así.
- ¿Quién eres? – le preguntó, consciente del halago que ella acababa de formular, pero añadiéndolo a una ristra de infinita de homenajeantes palabras, de las cuales la mayoría, si bien sinceras, cargadas de una hipocresía y dobles intenciones que llegaba a hastiar al chico. Pagado de sí mismo, como era Anatol, sólo le podía llegar a importar, en realidad, lo que él mismo pensara acerca de sus melodías, de sus piezas, de su arte; es decir: de lo que, sin artificios, era él mismo en esencia.
Anatol perdió la consciencia del tiempo, de la leve brisa que podía chocar contra su rostro en aquellos momentos, de todo lo que sucedía a su alrededor, incluso del propio estridente sonido que expelía el siempre chirriante y armonioso violín y de las propias reacciones de su cuerpo que, ahora, sólo parecía un títere sin vida, un mero objeto inanimado a merced de la oscilación del viento que, por avatares y designios del destino, había acabado por albergar un alma ajena, un alma que, pese a su cadena, quería volar alto y lejos. No, ni siquiera eso; realmente se alejaba, realmente levitaba y se dejaba posar en el aire pese a aquella carnal atadura, odiada y necesaria al mismo tiempo. ¿Pero al muchacho le importaba? No. ¿Realmente le podía importar su cuerpo cuando ni siquiera a éste sentía? Él ya no era carne, él no era hueso, ni siquiera pudiera decirse que fuera alma; él ahora sólo era aquel sonido herido, aquel sonido que flotaba en todo aquel claro, aquel sonido que se extendía inundando todo cuanto había alrededor; ahora él no era él; ahora él era y no era a la vez.
¿Quizás en aquel momento una lágrima surgió de su ojo recorriendo su mejilla a paso lento y tenue? ¿Quizás sus cejas se combaron hacia arriba en fatal delación acerca de aquel mordiente sentir que corroía su corazón? ¿Quién pudiera responder a aquestas y mil y una más preguntas que, en realidad, no tenían respuesta? Ni siquiera el adormecido y vigilante zorro o, siquiera, el búho posado en una lejana rama de aquellos árboles, absorto en aquella adormeciente melodía, o la lechuza, ululante, acompañando con su petulante vocerío, podrían haberse atrevido a romper la soledad, la privacidad de la que aquel joven gozaba. El muchacho era orgulloso, pagado de sí mismo en cierto sentido, reservado, cuidadoso de alejar sus sentires, sus pensamientos o sus realidades de los demás, como si de un precioso tesoro que quisiera conservar, de forma egoísta para él mismo, se tratase. ¿Pero realmente era egoísmo? No, sinceramente, ¿quién pudiera haber tachado de egoísta a aquel hombre que había nacido entre sedas, había sido criado en las mejores academias de la capital peterburguesa, que había crecido entre toda aquella pompa altanera de la corte rusa y que, del día a la noche, había visto su mundo derrumbarse, convertirse en mera ceniza, en medio de la cual debía rescatar unos únicos vestigios, en forma de recuerdos, para intentar tener fe en su propia vida, en luchar por el futuro y en no dejarse abatir por el pesar de lo que en un día fue y que, en ese mismo momento, ya no era? No, el príncipe ruso, miembro de una de las familias más importantes de Rusia, pese a la deshonra que pudiera presentar en ese momento, mantenía la cabeza alta, cargada de esa soberbia que, ya de bien joven, le habían enseñado a mostrar, solamente recrudecida por los insultos y los intentos de afrenta ya en tierras galas, mostrándose al mundo como legítimo heredero de un nombre que bien merecía una respetuosa alabanza del mundo entero. Pero, detrás de aquella fachada de arrogancia, de fuerza y de firmeza, se escondía un chico que, pese a la fortaleza real que su espíritu había adquirido, se encontraba un infante solitario, perdido, sin ánimos y sin esperanzas reales por lograr regresar a su patria. Sólo una tenacidad propia únicamente de pocos hombres, ya empezando a abandonar la virtud para convertirse en terquedad, le permitía luchar por él, por él y lo que quedaba de su aquella ya desgajada familia, rota por las desdichas, los infortunios y las malas decisiones tomadas en un pasado que, por desgracia, no era, en realidad, distante. ¿Pero qué podía él, ahora convertido en un vulgar miembro del populacho? Anatol Kirílovich Trubetzkoy giró su rostro hacia el lado izquierdo, aquel en el que se encontraba tamaño instrumento, en un intento por alzar su mentón, como defendiéndose de injurias que, en realidad, sólo existieran en su atormentada mente.
De pronto, casi sin previo aviso, la música acabó, en un descender lento y a la vez brusco, en un terminar agresivo y a la vez insignificante, en un despertar fugaz o, quizás, un adormecimiento interminable; porque, en realidad, ¿qué era eso? ¿Qué era ese volver a ese mundo que osaban llamaban real? Nada más que un dolor, una punzada en una herida recién sanada, aún presentando en la rosada piel la postilla, abriendo así el antiguo corte que, de nuevo, retornara a sangrar y a sangrar, mostrando ese llanto interminable que, en vez de salada y blanquecina agua, desprendiera ese líquido encarnado y viscoso, esa acuosidad escarlata que pudiera llegar a corroer, lentamente, cualquier muro, cualquier resistencia, hasta desintegrar a una persona en mero odio y rencor. No; Anatol no pertenecía a ese mundo. Él había sido lanzado allí sin siquiera tener la decencia de tomar en cuenta sus intenciones, sus inquietudes o, siquiera, su forma de ser, su yo, su esencia. No; Anatol pertenecía a otro lugar. ¿Cómo podía sino uno entender que tamaño talento, tamaña expresión, tamaña emoción dura y pura pudiera surgir de un hombre desplazado a un rincón sin importancia de aquella sociedad, de aquel lugar? No; Anatol era de un mundo aparte; quizás de un mundo que no fuera el real. Pero, obviamente, ¿cómo un muchacho vanidoso hubiera podido desvelar o incluso pensar en aquellas atrocidades? No; Anatol era fuerte y necesitaba pensar que él, cuerpo, mente, alma y esencia pertenecían a ese mundo y que formaban parte irremediablemente de él; de no haber sido así, él mismo se hubiera dejado arrastrar por los desvaríos de la vida y hubiera acabado muerto en algún lugar del bosque, muerto por depauperación, arrojado a su propia autocompasión, eso sí, con el violín adecuado y firmemente agarrado entre sus dedos, en un acorde que configurase una, sin duda, afligida melodía como la que acababa de acaecer.
¿Pero qué era aquello que se escuchaba ahora atreviéndose a romper aquel silencio que había inundado la sagrada soledad de la densa arboleda, la acallada quietud, sacra y santa, que, inevitablemente proseguía a aquel sonar, que ya no se sabía si procedía de cuerdas, dedos o de ambos a la vez? El muchacho abrió los ojos, asustado y sorprendido a la vez, arrebatado así de su estado de inconsciencia, de ese estado de pureza máxima de sí mismo, volviendo a mostrar, poco después, aquella máscara de impasividad, aquel rostro inexpresivo, remoto, precavido y mordaz, siempre preparado, no sólo a encajar bien una estocada ajena, sino, también, a devolverla diez veces diez, quince o veinte, redoblada, con más fuerza, si le era posible y si, en realidad, merecía la pena tamaña proeza. El muchacho entonces, se volvió con paso lento, con ritmo tenue, como si sus movimientos fuesen una prolongación rítmica del trinar del violín, siempre altanero y distinguido, grandilocuente, pero sobretodo, cargado de una prepotencia ineludiblemente virulenta.
El chico clavó los ojos en las claras pupilas de esa chica, que lo observaban, al parecer, esperando una respuesta, como si quisieran, quizás, calmar la saciedad de curiosidad acerca de qué cadencia pudiera tener el chico escondida en las profundidades de su garganta, si, en realidad, su tono era grave, propio de un hombre completamente en edad crecida o, por el contrario, fuese evidentemente aguda, perteneciente a un chiquillo que, tímidamente se pudiera asegurar abandonar aquel periodo púber de la propia existencia. El muchacho, quizás, pudiera haberse mostrado afligido por no encajar en ninguno de los dos perfiles, mostrando un matiz intermedio, más cercano a la adultez que a la niñez, pero, pese a todo, altivo, renunció a apenarse por aquella mujer que, sin previa invitación, había osado penetrar en aquel círculo tan sagrado, tan personal, tan sumamente privado.
Anatol calló unos segundos, evaluando con tono y expresión seria y severa, mostrando así su mesura y moderación con las palabras y las declaraciones y manteniendo la mirada de aquella joven si es que, en realidad, ella le concedía el placer de que aquello se desenvolviese así.
- ¿Quién eres? – le preguntó, consciente del halago que ella acababa de formular, pero añadiéndolo a una ristra de infinita de homenajeantes palabras, de las cuales la mayoría, si bien sinceras, cargadas de una hipocresía y dobles intenciones que llegaba a hastiar al chico. Pagado de sí mismo, como era Anatol, sólo le podía llegar a importar, en realidad, lo que él mismo pensara acerca de sus melodías, de sus piezas, de su arte; es decir: de lo que, sin artificios, era él mismo en esencia.
Anatol K. Trubetzkoy- Humano Clase Baja
- Mensajes : 779
Fecha de inscripción : 13/08/2010
Localización : Lejos de la Santa Madre Rusia
Página 1 de 1.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.
Miér Sep 18, 2024 9:16 am por Afiliaciones
» REACTIVACIÓN DE PERSONAJES
Mar Jul 30, 2024 4:58 am por Frederick Truffaut
» AVISO #49: SITUACIÓN ACTUAL DE VICTORIAN VAMPIRES
Miér Jul 24, 2024 2:54 pm por Nigel Quartermane
» Ah, mi vieja amiga la autodestrucción [Búsqueda activa]
Jue Jul 18, 2024 4:42 am por León Salazar
» Vampirto ¿estás ahí? // Sokolović Rosenthal (priv)
Miér Jul 10, 2024 1:09 pm por Jagger B. De Boer
» l'enlèvement de perséphone ─ n.
Sáb Jul 06, 2024 11:12 pm por Vivianne Delacour
» orphée et eurydice ― j.
Jue Jul 04, 2024 10:55 pm por Vivianne Delacour
» Le Château des Rêves Noirs [Privado]
Jue Jul 04, 2024 10:42 pm por Willem Fokke
» labyrinth ─ chronologies.
Sáb Jun 22, 2024 10:04 pm por Vivianne Delacour