AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Ratas y rateros [Corbeau]
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Ratas y rateros [Corbeau]
Algo poco habitual en ella, era que se deslizara por las calles de París sin prisa, tranquila y ausente de enfado. Sin embargo, aquel día parecía estar sonriéndole. Le habían comprado varios cuadros, tantos que llegado el atardecer, se retiraba hacia su hogar con tan solo uno sujeto en la mano.
Satisfecha, cogió la curva que la llevaba lejos del mercado, cuando un destello esmeralda, llamó su atención. Se detuvo en el camino con sus ropajes de hombre ocultando su figura afeminada, y un sombrero ensombreciendo sus rasgos dulces. Con curiosidad rodó los ojos hacia la culpable de su despiste, topándose con un puesto repleto de piedras exóticas en forma de colgantes y anillos. Allí estaba el brillo esmeralda que la había hecho detenerse en su camino; un colgante. El color era tan intenso y bello, como los ojos traicioneros de su pérdida madre. Aquella mujer le había llevado tan solo miseria y abandono, pero no pudo evitar evocar el roce de sus labios cariñosos en el rostro, y el cantar de una nana en sus sueños.
Endulzándose, Helida dejó el cuadro sobre los pies del puesto y alzó la mano para preguntar el precio, olvidando por poco, hablar como un hombre. No dudo en comprar el objeto una vez informada, al fin y al cabo ahora tenía dinero de sobra. Guardó el colgante entre sus ropajes, y se dispuso a rebuscar el dinero cuando se cercioró de que había dejado de sentir su cuadro junto a la punta del zapato. Sobresaltada miró al suelo reafirmando sus sospechas; el cuadro había desaparecido. Maldijo sobre los siete pecados capitales, provocando un sobresalto en el tendero. Totalmente olvidada del colgante que guardaba y de su deber de pagar, se disparó sobre sus pies y salió corriendo, buscando al ladrón entre la multitud.
Ni si quiera reparó en que el tipo que se veía encargado del puesto, salió, tardío, detrás de ella acusándola de ladrón, y dejando a su compañero al cargo del puesto. Todavía sin haber caído en la cuenta de aquello, la muchacha vestida de muchacho, se fijó en una pequeña figura que correteaba entre saltos con el lienzo alzado, casi más grande que su diminuto cuerpo. Helida sonrió, peligrosa y victoriosa.
—¡Venid aquí pequeña rata! —gruñó— ¡Venid aquí antes de que os arranque los dedos uno a uno!
Saltó por encima de un puesto de frutos, derrumbando la esquina del mismo, y provocando que el frutero chillara alarmado. En el mercado comenzó a congregarse el caos, algunos aprovecharon el mismo para alargar la mano a robar, y más ladronzuelos fueron perseguidos. Pero ella tan solo tenía ojos para su pequeña presa, que acababa de doblar la esquina hacia un callejón oscuro.
“Te tengo”, pensó.
Satisfecha, cogió la curva que la llevaba lejos del mercado, cuando un destello esmeralda, llamó su atención. Se detuvo en el camino con sus ropajes de hombre ocultando su figura afeminada, y un sombrero ensombreciendo sus rasgos dulces. Con curiosidad rodó los ojos hacia la culpable de su despiste, topándose con un puesto repleto de piedras exóticas en forma de colgantes y anillos. Allí estaba el brillo esmeralda que la había hecho detenerse en su camino; un colgante. El color era tan intenso y bello, como los ojos traicioneros de su pérdida madre. Aquella mujer le había llevado tan solo miseria y abandono, pero no pudo evitar evocar el roce de sus labios cariñosos en el rostro, y el cantar de una nana en sus sueños.
Endulzándose, Helida dejó el cuadro sobre los pies del puesto y alzó la mano para preguntar el precio, olvidando por poco, hablar como un hombre. No dudo en comprar el objeto una vez informada, al fin y al cabo ahora tenía dinero de sobra. Guardó el colgante entre sus ropajes, y se dispuso a rebuscar el dinero cuando se cercioró de que había dejado de sentir su cuadro junto a la punta del zapato. Sobresaltada miró al suelo reafirmando sus sospechas; el cuadro había desaparecido. Maldijo sobre los siete pecados capitales, provocando un sobresalto en el tendero. Totalmente olvidada del colgante que guardaba y de su deber de pagar, se disparó sobre sus pies y salió corriendo, buscando al ladrón entre la multitud.
Ni si quiera reparó en que el tipo que se veía encargado del puesto, salió, tardío, detrás de ella acusándola de ladrón, y dejando a su compañero al cargo del puesto. Todavía sin haber caído en la cuenta de aquello, la muchacha vestida de muchacho, se fijó en una pequeña figura que correteaba entre saltos con el lienzo alzado, casi más grande que su diminuto cuerpo. Helida sonrió, peligrosa y victoriosa.
—¡Venid aquí pequeña rata! —gruñó— ¡Venid aquí antes de que os arranque los dedos uno a uno!
Saltó por encima de un puesto de frutos, derrumbando la esquina del mismo, y provocando que el frutero chillara alarmado. En el mercado comenzó a congregarse el caos, algunos aprovecharon el mismo para alargar la mano a robar, y más ladronzuelos fueron perseguidos. Pero ella tan solo tenía ojos para su pequeña presa, que acababa de doblar la esquina hacia un callejón oscuro.
“Te tengo”, pensó.
Helida Darsian- Cazador Clase Media
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Fecha de inscripción : 25/04/2014
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Re: Ratas y rateros [Corbeau]
El pequeño pajarraco se encontraba paseando por las calles parisinas sin más intención que la de encontrar algo que llevarse. Aquella noche no le apetecía colarse en ninguna casa a robar, sólo quería saciar el hambre que se arremolinaba en su estómago. Cualquiera que se le acercara a menos de dos metros, le hubiese acusado de ser un cambiaformas, pero de un león por el rugir de sus tripas. Se frotó el vientre con suavidad, haciendo una leve mueca ladeada con sus labios. Necesitaba acallar ya a la hambruna que le consumía.
Se acercó a la zona del mercado ambulante, sabiendo que allí encontraría algo que engullir a escondidas, pero le resultaría difícil pues aquello estaba infestado de rateros como él. Estaba convencido que los mercaderes tendrían mil ojos puestos en los ladronzuelos y que a más jóvenes se vieran los que pasearan por allí, más fichados estarían. Pero lo tenía que intentar, era su mejor opción a fin de cuentas. No había mayor concentración de comida sin guardias uniformados en toda la ciudad.
Pasado un rato, había logrado robar un higo y dos nueces. En realidad había conseguido cuatro nueces, pero un pequeño niño le había dado pena y ahora sólo le quedaban dos... En el fondo era un trozo de pan, pero le gustaba hacerse el duro para contrarrestar su apariencia aniñada a pesar de su edad. Se andaba comiendo el higo sin pelas (porque así caía más cosa al buche), cuando vio a un hombre comprando en una parada de joyas feas. Primero decidió pasar de todo, porque esas piedras eran un crimen para sus ojos de urraca, pero de refilón, vio algo en el suelo que le llamó la atención. Era un cuadro, y aunque no entendía nada de arte, sabía de alguien que sí y necesitaba tener contento a ese licántropo.
Se guardó las nueces en uno de los hondos bolsillos de su abrigo emplumado negro y se tragó de un solo golpe la mitad del higo que tenía en la mano. Se relamió y chuperreteó los dedos y ya estuvo listo para atacar. Se acercó silenciosamente, agazapado y en cuanto lo tuvo al alcance, agarró el marco y tiró de él para emprender una carrera a través de los puestos de comida y otras cosas. Saltó por encima de un carnicero que estaba recogiendo algo del suelo y por poco se cae él. Siguió adelante, esquivando a todos cuantos se le ponían al alcance, huyendo de su perseguidor que se había percatado del hurto. No quiso mirar atrás, temiendo que eso le rezagara o incluso le hiciera tropezar. En cuanto vio que le resultaría imposible avanzar, giró una esquina y se metió en un estrecho callejón, que aunque no estaba tapiado, se estrechaba tanto que le resultó imposible seguir adelante. Lanzó el cuadro por la rendija entre los edificios y antes de poder cambiar de forma, se encontró acorralado por su captor... a. ¡Era una mujer! Se quedó tan sorprendido, que hasta gritó. -¡Ah!
Se acercó a la zona del mercado ambulante, sabiendo que allí encontraría algo que engullir a escondidas, pero le resultaría difícil pues aquello estaba infestado de rateros como él. Estaba convencido que los mercaderes tendrían mil ojos puestos en los ladronzuelos y que a más jóvenes se vieran los que pasearan por allí, más fichados estarían. Pero lo tenía que intentar, era su mejor opción a fin de cuentas. No había mayor concentración de comida sin guardias uniformados en toda la ciudad.
Pasado un rato, había logrado robar un higo y dos nueces. En realidad había conseguido cuatro nueces, pero un pequeño niño le había dado pena y ahora sólo le quedaban dos... En el fondo era un trozo de pan, pero le gustaba hacerse el duro para contrarrestar su apariencia aniñada a pesar de su edad. Se andaba comiendo el higo sin pelas (porque así caía más cosa al buche), cuando vio a un hombre comprando en una parada de joyas feas. Primero decidió pasar de todo, porque esas piedras eran un crimen para sus ojos de urraca, pero de refilón, vio algo en el suelo que le llamó la atención. Era un cuadro, y aunque no entendía nada de arte, sabía de alguien que sí y necesitaba tener contento a ese licántropo.
Se guardó las nueces en uno de los hondos bolsillos de su abrigo emplumado negro y se tragó de un solo golpe la mitad del higo que tenía en la mano. Se relamió y chuperreteó los dedos y ya estuvo listo para atacar. Se acercó silenciosamente, agazapado y en cuanto lo tuvo al alcance, agarró el marco y tiró de él para emprender una carrera a través de los puestos de comida y otras cosas. Saltó por encima de un carnicero que estaba recogiendo algo del suelo y por poco se cae él. Siguió adelante, esquivando a todos cuantos se le ponían al alcance, huyendo de su perseguidor que se había percatado del hurto. No quiso mirar atrás, temiendo que eso le rezagara o incluso le hiciera tropezar. En cuanto vio que le resultaría imposible avanzar, giró una esquina y se metió en un estrecho callejón, que aunque no estaba tapiado, se estrechaba tanto que le resultó imposible seguir adelante. Lanzó el cuadro por la rendija entre los edificios y antes de poder cambiar de forma, se encontró acorralado por su captor... a. ¡Era una mujer! Se quedó tan sorprendido, que hasta gritó. -¡Ah!
Corbeau- Cambiante Clase Baja
- Mensajes : 20
Fecha de inscripción : 17/08/2014
Localización : Depende del día
Re: Ratas y rateros [Corbeau]
Una sonrisa victoriosa partió el rostro de la muchacha en cuanto tuvo al pequeño atrapado. No permitió siquiera que diera un paso atrás; alargó el brazo y lo aferró por el cuello de sus ropajes.
—Eso es, gritad pequeño ratero, no sabéis con quién os habéis meti...
Helida se silenció al sentir el cabello libre al viento, y comprendió que su sombrero había dejado de cubrir su pelo y sus rasgos hacía varios minutos. Contuvo el aliento, clavando los ojos en el niño, que tenía un claro reflejo de sorpresa en su rostros. ¡Maldito fuera su infortunio! Tras ellos, las voces del mercado los alcanzaban.
—¡Ladrón! —rugió un hombre cerca de su posición.
La cazadora adivinó la voz del tendero que le había presentado la joya que...no había pagado. Dejó caer su odio sobre el diablo y sin girarse para comprobar la distancia del hombre, soltó al pequeño para alargar la mano hacia su cuadro. No podía enfrentar al tendero como hombre y ser reconocido como el pintor, y mucho menos como mujer, tirando por la borda toda su farsa.
Acostumbrada a saltar de rama en rama y trepar por arboles y tejados noche tras noche, escaló con facilidad la fachada de una de las casas de aquel callejón, y se coló por la ventana con maña. Afortunadamente, no pareció haber ningún ocupante en aquel momento. Dispuesta a abandonar el lugar, se introdujo en la casa cuando escuchó la voz del mercader en la boca del callejón.
—¡Pequeño monstruo! ¿Estabais con ese vulgar ladrón? ¡Os haré un precioso lazo con vuestros intestinos, y luego os echaré a los cerdos para que devoren ese cuerpecito huesudo que tenéis!
Desde la ventana de aquel hogar, la cazadora asomaba los ojos disimuladamente. Algo retorcido y venenoso aguijoneó su pobre corazón cuando reparó en el pequeño con atención; infantil ladrón que solo buscaba algo que llevarse a los labios. El recuerdo de un pequeño similar conquistó sus pensamiento, y recordó...Recordó aquella noche torcida y equívoca, en la que un pequeño ladrón había muerto salvajemente a manos de un vampiro que ella no había sido capaz de matar, y no un vampiro cualquiera, sino ÉL. Sus memorias doloridas vieron una oportunidad de aliviar su alma salvando al niño, salvarlo de verdad. Le debía una, podía remediarlo. Buscó un sombrero en el cuarto en el que se había colado, se lo colocó, y ahogada en la oportunidad, volvió a salir por la ventana, aterrizando sobre sus pies a escasos centímetros de la pareja. El mercader dirigió entonces su atención hacia ella.
—Aquí estáis rata, pagarme o...
La frase quedó en el aire cuando al hombre se le antojó comer en vez de hablar, comer el zapato de Helida. Ella bajó la pierna tras asestar el golpe, y no tuvo porqué castigar más el cuerpo del hombre, ya que cayó redondo y desorientado. Aprovechó para tomar al pequeño fuera del callejón. Le tiró de la oreja, obligando a que la siguiera.
—Decidme diablillo, ¿habéis tenido la oportunidad de cenar hoy?
Bajó la vista hacia el niño, y enarcó una ceja interrogativa que ocultaba cierta diversión.
—Eso es, gritad pequeño ratero, no sabéis con quién os habéis meti...
Helida se silenció al sentir el cabello libre al viento, y comprendió que su sombrero había dejado de cubrir su pelo y sus rasgos hacía varios minutos. Contuvo el aliento, clavando los ojos en el niño, que tenía un claro reflejo de sorpresa en su rostros. ¡Maldito fuera su infortunio! Tras ellos, las voces del mercado los alcanzaban.
—¡Ladrón! —rugió un hombre cerca de su posición.
La cazadora adivinó la voz del tendero que le había presentado la joya que...no había pagado. Dejó caer su odio sobre el diablo y sin girarse para comprobar la distancia del hombre, soltó al pequeño para alargar la mano hacia su cuadro. No podía enfrentar al tendero como hombre y ser reconocido como el pintor, y mucho menos como mujer, tirando por la borda toda su farsa.
Acostumbrada a saltar de rama en rama y trepar por arboles y tejados noche tras noche, escaló con facilidad la fachada de una de las casas de aquel callejón, y se coló por la ventana con maña. Afortunadamente, no pareció haber ningún ocupante en aquel momento. Dispuesta a abandonar el lugar, se introdujo en la casa cuando escuchó la voz del mercader en la boca del callejón.
—¡Pequeño monstruo! ¿Estabais con ese vulgar ladrón? ¡Os haré un precioso lazo con vuestros intestinos, y luego os echaré a los cerdos para que devoren ese cuerpecito huesudo que tenéis!
Desde la ventana de aquel hogar, la cazadora asomaba los ojos disimuladamente. Algo retorcido y venenoso aguijoneó su pobre corazón cuando reparó en el pequeño con atención; infantil ladrón que solo buscaba algo que llevarse a los labios. El recuerdo de un pequeño similar conquistó sus pensamiento, y recordó...Recordó aquella noche torcida y equívoca, en la que un pequeño ladrón había muerto salvajemente a manos de un vampiro que ella no había sido capaz de matar, y no un vampiro cualquiera, sino ÉL. Sus memorias doloridas vieron una oportunidad de aliviar su alma salvando al niño, salvarlo de verdad. Le debía una, podía remediarlo. Buscó un sombrero en el cuarto en el que se había colado, se lo colocó, y ahogada en la oportunidad, volvió a salir por la ventana, aterrizando sobre sus pies a escasos centímetros de la pareja. El mercader dirigió entonces su atención hacia ella.
—Aquí estáis rata, pagarme o...
La frase quedó en el aire cuando al hombre se le antojó comer en vez de hablar, comer el zapato de Helida. Ella bajó la pierna tras asestar el golpe, y no tuvo porqué castigar más el cuerpo del hombre, ya que cayó redondo y desorientado. Aprovechó para tomar al pequeño fuera del callejón. Le tiró de la oreja, obligando a que la siguiera.
—Decidme diablillo, ¿habéis tenido la oportunidad de cenar hoy?
Bajó la vista hacia el niño, y enarcó una ceja interrogativa que ocultaba cierta diversión.
Helida Darsian- Cazador Clase Media
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