La historia de las cicatrices... [+18]

por **Berger Reifenhelm** Lun Sep 08, 2014 7:26 am

6 de junio de 1794
La Batalla de Szczekociny

Berger se levantó de pronto tras percibir los agitados golpes provenientes del exterior de la tienda. Tras abrirla, pudo comprobar que al otro lado se formaban filas, su sargento pedía que tocasen los tambores con más fuerza para despertar a la tropa. Aquello le estresó, supuso que era hora de marchar. Acostumbrado por la similitud que aquello tenía con otras ocasiones, ni tan siquiera preguntó. Se giró y acudió a tomar un trago de agua antes de ir a marchar, como un día más. Pero aquel no lo era. Quizá ya no hubiese más días.

-Es cerca de Szczekociny-Exclamó un soldado que se posó en la entrada de la tienda, con un rostro palidecido que la rutina no permitió apreciar a Berger.

De pronto, aún con el agua descendiendo por su laringe, se volvió de nuevo y le miró a los ojos. Ahora era en su rostro donde se reflejaba el horror. Pero no dijo una palabra. "Preparados para todo, por la patria" solían decirle durante su entrenamiento militar.

Sin embargo sí sintió sudores fríos, el aliento de la mismísima muerta susurrándole al oído que había llegado su hora. Miró un pequeño retrato de su esposa. Le aterraba no poder despedirse de ella. Ni tan siquiera tuvieron tiempo de hacerse con todo el equipo. Marchó raudo por el terreno, junto a los cientos de hombres asustados y confusos que conformaban el ejercito prusiano. Se detuvieron para la inspección, todos se miraron durante un instante. Nadie supo qué decir. Aunque nadie se atreviese a admitirlo, todos tenía muy claro que habían dicho su último adiós a sus mujeres e hijos.

Recorrieron en total silencio los pocos más de 10km que separaban el campamento montado para el ejercito del campo de batalla. En la retaguardia marchaba Berger, el ambiente allí era infinitamente más frío y plomizo que otras ocasiones. Ya nadie mandaba comprobar las armas. Nadie deseaba suerte. Simplemente aguardaban en silencio la llamada de la muerte. Uno de los más jóvenes estalló a llorar, nadie le consoló. En el fondo, todos estaban tan desolados como él.

Nada más llegar, el hasta entonces agitado pulso de Berger se detuvo por completo. Una columna de humo y llamas se alzaba hasta donde la vista alcanzaba a vislumbrar, y el hollín cubría por completo el campo. Pero no estaban solos. Junto a los prusianos, marchaban los rusos que heroicamente se había decidido una alianza para combatir a los polacos.

Comenzaron lentamente a caminar hacia el enemigo. A medida que avanzaban, sentían como se les iban quedando hombres en el camino. Se abstenían de mirarse los unos a los otros, algo demasiado difícil debido a la densa cortina de humo que no permitía ver más allá de 20 centímetros. Se sentían como ovejas dirigiéndose al matadero, impotentes, asfixiados. A algunos les movía el honor, otros caían al suelo y era aplastados y pateados por los compañeros. El miedo fue haciéndose cada vez más insoportable, ni tan siquiera necesitaban ver para cerciorarse de lo poco que quedaba para encontrarse con el enemigo. El sonido era ensordecedor; las balas silbaban a su alrededor y las bolas de cañón desmembraban a sus compañeros que rompían en gritos sin consuelo. Uno de los más jóvenes perdió parte de la masa encefálica y un ojo y, a consecuencia, produjo que una docena de hombres rompieran la línea.

Berger contemplaba el inquieto reflejo de hombres cañoneados que se situaban a su alrededor. En más de una ocasión pensó en huir, pero el honrar a su país ejercía sobre él un efecto magnético. Así le habían educado. Levantó la mirada y lo que creyó una toma del último recuerdo, y no vio a nadie a su alrededor. Quizá se hubiese perdido. O quizá fuese ya el último vivo. Prosiguió el camino, notando como la sangre chorreaba por su uniforme. Caminaba sobre estanques embarrados, rodeado por los los hombres chamuscados y muertos, al tiempo que sus lágrimas comenzaban a mezclarse con el hollín que impregnaba su piel.

Cada vez andaba más lento. Cada vez estaba más desorientado. Al fin, dirigió una última mirada hacia el cielo, sintió un fuerte impacto en el hombro y se dejó caer sobre el atestado suelo. Asfixiándose, decidió arrancarse el casco para moverse mejor en aquella incomoda postura. Puso los brazos en cruz y cerró los ojos. Todo había acabado.