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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Sølvi Hjördís Miér Sep 10, 2014 7:15 pm

El fuego es un ente destructor que, llevado por las manos equivocadas, puede acabar con ciudades enteras en pocas horas. El fuego es poderoso, y utilizado como arma, resulta ser una de las más temibles. El fuego es temible, imparable. Poderoso. No hay barreras lo bastante fuertes para controlable. El fuego es impredecible, es fruto del caos. El fuego es la furia desmedida, la ira desorbitada. El fuego es incontrolable. Como ella. Paseaba por las calles angostas y vacías de la París más miserable, observando a su alrededor con una mezcla de indiferencia y desprecio. Odiaba esa ciudad, la odiaba como odiaba a sus gentes, a sus paisajes y a su absurda hipocresía. La odiaba como odiaba a la familia que ella misma había asesinado, años atrás, a sangre fría. Y dado que los sentimientos que tenía hacia esa ciudad eran los mismos que tuvo por aquellos de su misma sangre, ¿quién podría negar la posibilidad de que los parisinos corrieran la misma suerte? Desde luego, a ella no le costaría nada. Prendería una chispa, una simple chispa de aquel fuego al que tanto envidiaba y adoraba, y en poco tiempo aquel lugar echaría a arder desde sus cimientos. El mundo cambiaría, el caos se haría con el control de las calles. Los mendigos sacrificarían nobles y los nobles comerían ratas. Y ella lo vería, desde el lugar más oscuro que encontrase, y se reiría de todos ellos.

Se reiría de todos ellos porque siempre se ven guiados, controlados, por las circunstancias. Eran incapaces de ver más allá de sus narices, de decidir por sí mismos cómo avanzar, cómo seguir, como vivir. Eran títeres jugando a ser libres. Marionetas de una sociedad que no tenía otro propósito más que el de despojar a las personas de su dignidad, de su identidad, de su libertad, sin que éstas pudieran darse cuenta. Ella, que siempre había vivido fuera de esa mentira, de esa farsa que nadie se atrevía a desmentir, veía todo lo que acontecía a su alrededor como un oscuro experimento. De alguien más inteligente que ellos, desde luego. Y si ella había podido verlo era porque, a diferencia del resto, era totalmente libre. La marioneta que se cortó los hilos. Y como tal, tenía todo el derecho -y la obligación, casi- de experimentar también con ellos. El mundo entero era su laboratorio particular, y sus gentes eran simples ratas a punto de ser sacrificadas. Los hacía y los seguiría haciendo sufrir. De forma cada vez más retorcida, hasta conseguir entender cuál era el mecanismo que los hacía parecer autómatas sin capacidad de elección. Para utilizarlo en su propio beneficio, por supuesto. Ella, que había nacido con el don de convertir a los demás en auténticas marionetas vivientes, aún era incapaz de despojarlos de esa parte autónoma, de esa parte de su mente que aún les confería capacidad de elección. Sus experimentos tenían un único propósito, por tanto: permitirle hacer la marioneta más perfecta de todas.

Entonces, trascendería. Se convertiría en algo mejor y más poderoso que un Dios. Y no lo veía como un ejemplo de egocentrismo, ni como una muestra más de su altivez y percepción de superioridad ante los demás. No. Ella era superior a ellos, y sentirse así no era otra cosa que exigir lo que le pertenecía por derecho. La bruja siguió caminando durante horas, observando con ojo crítico a todas y cada una de las personas con las que se iba topando, tratando de averiguar cuál de todas ellas sería la presa perfecta para aquella noche estrellada. Aquella que haría las delicias de su retorcida mente, aquella que contribuiría con su sacrificio a que mejorara en sus poderes hasta alcanzar el punto más alto, que culminaría con la destrucción de aquella ciudad, y de todas las criaturas que en ella vivían. Pero ninguna era lo suficientemente buena. No en aquella ocasión. No merecían sus atenciones, ni formar parte de su siniestro experimento. Eran insectos. Y jugar con la mente de los insectos no era lo suficientemente divertido como para que ella le prestase atención. Al cabo de un rato de divagar mentalmente, se dio cuenta de que se había alejado tanto de la ciudad que apenas si podía vislumbrarla en la lejanía. Y entonces, lo vio. Un enorme caserón con aspecto bastante tétrico, a menos de cien metros. El lugar perfecto para observar la ciudad sin ser vista, y de torturar a sus presas sin que sus gritos fuesen oídos por nadie más. Un escalofrío de placer le recorrió la espalda sólo de pensarlo. La casa de los horrores, la llamarían, con tantos cadáveres despedazados en cada habitación que fuera casi imposible contarlos todos.

Un nuevo juego acababa de empezar.
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Mensaje por Iblís Noctum Dom Oct 26, 2014 12:56 am

Enfundé mis manos llenas de pecado en un par de guantes negros. En su par de guantes negros. Después de limpiarme la sangre, su sangre, en la desgastada chaqueta que llevaba puesta. No es como si fuera a quejarse, ¿no? No. Los muertos, una vez muertos, rara vez se levantan. Dicen que sólo aquellos que dejaron algo por hacer en vida, y bueno, aquel tipo no es que hubiese hecho mucho jamás. Era un simple mendigo. Una de esas patéticas criaturas que dedican toda su existencia a vagar por las calles pidiendo a otros una suerte que ellos nunca tuvieron. Hasta sentí un poco de lástima al rajarle la garganta. Bueno, no, a quién vamos a engañar. A aquellas alturas de mi vida había pocas cosas que casasen en mi una emoción distinta a la indiferencia, y obviamente, un ser humano que se comportaba como una rata no era una de ellas. Incluso su sangre apestaba tanto como él mismo. Olía a podrido, a corrupción, ambas producto de la vida de mierda que era evidente que había tenido. Ni que la culpa hubiera sido mía para importarme ni un poco lo que le había ocurrido. Él se lo había gustado. ¿Llamarme a mi "señor"? ¡A quién se le ocurre! Menudo despropósito. Yo soy un ser venido de otro plano, del mismísimo infierno, no es nadie para rebajarme tanto. No podía permitirlo. La única duda que me asaltaba era cómo demonios un muerto de hambre como él habría podido permitirse unos guantes de cuero semejantes. La gente cada vez era más rara.

Después del crimen, me sentí lo bastante satisfecho como para ignorar el repulsivo aroma a vida que desprendía la ciudad en una noche como esa y decidirme a dar un paseo. ¿Hacía cuánto que no me tomaba un minuto de respiro, sólo para mi, al margen de los crímenes que tanto trabajo me daban? Mucho, demasiado. Y estaba empezando a cansarme. Así que supuse que el paseo me vendría bien para relajarme y olvidarme, aunque fuese mínimamente, de esas patéticas criaturillas que son los humanos... Obviamente, me equivocaba. Debía ser un día festivo y algo por el estilo, porque parecía que toda la maldita ciudad estaba concentrada en el centro de la capital, interrumpiendo un paseo que debía resultar tranquilo. Perturbando mi calma, mi tranquilidad. ¿Por qué demonios se empeñaban siempre en recordarme ese eterno odio que siempre he sentido hacia ellos? ¿Por qué me provocaban, sacándome de quicio, a fin de que volviera a demostrarles mi fortaleza y superioridad mediante esos crímenes que ellos mismos me obligaban a cometer? ¡Era absurdo! Me temían e invocaban al mismo tiempo. Porque sí, yo había regresado a París después de muchos años, a petición de alguno de esos idiotas. Había clamado mi nombre, deseado mi aparición. Porque cada vez que la calma y la monotonía recubría una ciudad, un país, ahí acudía yo para sembrar el caos. Sólo necesitaba una llamada. Y yo, Iblís, el demonio, aparecía para ejercer ese trabajo que el destino me había asignado. Como sesgador de vidas, destructor de sueños y de ilusiones. Como agente de la desesperanza.

Sumido en mis pensamientos seguí caminando durante varias horas, lejano a todo cuanto acontecía a mi alrededor. No me interesaba. Me alejé cada vez más del bullicio, esperando que sus voces acabaran por aplacarse. Estaba aburrido de ellos, de todos y cada uno de ellos. De sus estúpidos problemas y de aquella necesidad que tenían de planear cada segundo de sus insulsas y predecibles vidas. Antes el mundo era mucho más divertido. Las guerras, las enfermedades, las tragedias, todas tenían la facultad de ocurrir de forma totalmente inesperada, destruyendo la armonía que imperaba en el mundo hasta ese momento de fractura. Pero con el paso de los siglos mi presencia se fue haciendo más y más necesaria, debido a la escasez de catástrofes que asolaban a la población mundial desde un tiempo para acá. ¡Al final, todo el trabajo acababa recayendo sobre mis hombros! Y no es que no me gustara, al contrario, siempre he encontrado particularmente entretenido destruir lo que otros construyen, pero cuando ese "juego" se convierte en una obligación, pierde parte de su encanto. Se vuelve más... Aburrido. Y eso no podía aceptarlo.

De pronto, me detuve, sin motivo aparente, en mitad de un páramo tan desierto como tétrico. ¿Dónde estaba? Por más que mirase a mi alrededor no podía encontrar ningún punto de referencia para ubicarme. Y bueno, no es que importara, pero a veces mi mente cavilaba tanto y a un nivel tan profundo que podía acabar cambiando de país sin darme cuenta. Y mi misión en aquella ciudad no había terminado todavía. Aquella noche era un simple descanso. Me giré un par de veces, intentando encontrar el camino de vuelta cuando... ¡oh! ¿Qué era ese aroma? Un poder lo suficientemente grande para compararse, de lejos, por supuesto, con el mío. Un esencia maligna. Un semejante. Una... ¿niña? Vi su cuerpo moverse con parsimonia a lo lejos, aproximándose a lo que parecía ser un caserón abandonado. No lo era. Noté la presencia de los chupasangres desde aquella distancia. De pronto, una sonrisa se adueñó de mi semblante, ¿cómo reaccionaría aquel pequeño ser ante la amenaza que se cernía sobre ella? ¡Qué bonita estampa se avecinaba! ¡¿Cómo iba a perdérmelo?! Mi cuerpo se volvió cada vez más liviano, hasta desaparecer entre las brumas nocturnas, y me aproximé a ella. Su perfume, su alma, eran lo más oscuro que había sentido en mucho tiempo. ¿Acaso la humanidad estaba cambiando? Eso tenía que verlo.
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Mensaje por Sølvi Hjördís Lun Nov 10, 2014 3:40 pm

El interior de la casa provocó en ella una repentina sensación de decepción. Mientras que su exterior le había creado la expectativa de que aquel podría convertirse en un buen lugar para jugar, por dentro aquel caserón se convirtió en un completo y absoluto montón de basura inservible. Parecía consumido hasta los cimientos, y los escombros se acumulaban cerca de las paredes, dándole un aspecto aún más destartalado. El polvo le hizo arrugar la nariz en un gesto muy impropio de ella, quien solía ser absolutamente inexpresiva, incluso con aquella única cosa que le provocaba alergia. Pero ese día era diferente, en ese momento, en aquel lugar, no tenía necesidad de fingir, de mantener aquella fachada de frialdad impasible. Podía ser ella misma, en todas y cada una de sus terribles facetas. Dejó que sus dedos se deslizaran por la larga y envejecida barandilla que bordeaba la escalera principal, prestando una atención casi exagerada a la pequeña nube de polvo que aquel gestó levantó en la sala. Casi parecía un ente fantasmal entre toda aquella bruma. Eso le gustó. Aunque la casa había resultado ser un completo desastre, tenía un toque fantasmagórico que incluso había conseguido despertar cierto cosquilleo en su estómago. Y eso no era algo que ocurriera con demasiada frecuencia. En ese cuerpo gobernado por aquella mente de psicópata, no había nunca atisbo de emoción alguna, así que cualquier escenario o acción que despertase algo en su interior, le resultaba de lo más... Estimulante. Interesante. Curioso. Por ese motivo decidió adentrarse aún más en su interior, en lugar de marcharse. Si había algo que descubrir en ese sitio, ella lo lograría.

Se deslizó por los largos pasillos de aquella construcción fijándose atentamente en todos los detalles. No sabía muy bien por qué ni hacia dónde se movía, pero su mente parecía saber perfectamente hacia dónde dirigirse. Ignoraba unas habitaciones y se adentraba en otras, encontrando en cada una de ellas algunos objetos de lo más extraño. Cepillos y cubertería de colores y formas extrañas. Sábanas cubiertas de telarañas, espejos rotos y otros cubiertos por pesadas lonas de color oscuro. Las ventanas estaban tapiadas y las cortinas que las cubrían eran de una tela parecida al terciopelo. Todo en aquella casa parecía fuera de lugar, como venido de otra época, sacado de contexto. ¿Quién había vivido allí? ¿Cuándo fue la última vez que alguien la había habitado? ¿Y por qué se había quedado abandonada? ¿Qué le había pasado para que se quedara tan derruida? ¿Escondería algún secreto lo bastante oscuro para llamar su atención? Si no era así, ella impregnaría aquellas paredes con la sangre de sus crímenes. Siguió caminando por el pasillo del primer piso. Extrañamente, había algo en aquella casa que le resultaba terriblemente familiar. Los recuerdos de aquella última noche en su casa acudieron a su memoria rápidamente. Antes de que el fuego la consumiera hasta sus entrañas, el ala en el que había permanecido confinada durante años se parecía bastante a aquel sitio. Todo estaba cubierto de polvo y telarañas, como un recordatorio permanente de esa soledad que siempre la acompañó. Una soledad en la que se sentía cómoda, pero que únicamente acrecentaba más y más su ya de por sí bastante grande sensación de vacío. De hastío. De nada.

De pronto, aquella casa recuperó parte de su misterio, de su encanto, y nuevamente pudo imaginarse a sí misma desarrollando su siniestra "misión" tras aquellas cuatro corroídas paredes. Serían testigo de sus crímenes, de la sangría que se avecinaba sobre la ciudad de París. ¡Casi no cabía en sí misma de la emoción! Sin darse cuenta, sus andares tranquilos se habían tornado más y más animosos, hasta el punto de acabar saltando cual bailarina sobre el crujir de aquel suelo de madera gastada. Dio una vuelta, y otra, y otra, observando una hermosa y siniestra lámpara de araña que parecía observarla desde lo alto. Lágrimas de sangre parecían gotear desde ella, a lo que la joven respondió con una retorcida sonrisa, más parecida a una mueca que a una risa real. Llevaba mucho tiempo sin sonreír, pero eran cosas como aquella, el descubrimiento de un nuevo lugar en el que jugar a su oscuro juego, las que la hacían parecerse un poco más a la chica que se suponía que debía ser. Si alguien hubiese sabido lo que había en el interior de esa cabeza, no encontrarían tan armónica su sonrisa. La maldad, más pura y más absoluta, se encargaba de maquinar mil y una posibilidades, mil y una formas de torturar a sus víctimas. El ambiente le resultaba de lo más inspirador, hasta el punto de que logró concentrar una pequeña borrasca localizada encima del edificio, que la iba siguiendo a medida que caminaba explorando lo que le rodeaba. Sus poderes estaban creciendo, podía percibirlo. Y pronto, la ciudad también se daría cuenta.
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