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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Aleister A. Crowley Vie Sep 12, 2014 1:51 pm

Sed. De nuevo aquella imperiosa necesidad que le obligaba a abandonar su letargo diurno. Era molesta, lo fastidiaba, lo distraía de sus propios pensamientos. Encima debía dejar su orgullo de lado y saciar aquella sed que le acosaba como un fantasma, lo único que lo hacía sentir condenado. Matar era sencillo. Acostumbraba hacerlo cuando humano. Sin embargo no existía ninguna clase de dependencia hacia su víctima, él podía decidir si levantarse o no y nada lo molestaría. Maldito Gilgamesh. El nombre y la necesidad lo pusieron de malas. Aleister de mal humor. Nada nuevo. Maldita sed.

Corrió el pestillo del ataúd, mas quedó dentro de él un momento. Inmóvil, esperando a que la sangre le urgiera de nuevo a alimentarse, esperando a ver si podía prescindir de alimento aquella noche. No podía. De nuevo aquel ardor recorriendo sus venas y espasmos en su cuerpo gritando que deseaba beber. Al quitar la tapa de la urna lo abordaron los diversos olores de la habitación, invitándolo a abandonar el vacío del ataúd. La tierra, el polvo, que se juntaba detrás de los muebles, la gran variedad de vinos y licores que guardaba en el bar, la cera fría de las velas que aún debían encenderse. Un perfume desconocido impregnado en papel.  Una invitación. Su víctima servida en bandeja de plata. Se incorporó y salió del sarcófago, atravesando aquella estancia para tomar entre sus dedos largos, huesudos y lechosos, la misiva. Rompió el sello y el aroma se intensificó. Era de olor fuerte, masculino, que sólo podía hablarle de elegancia, sin embargo él percibió una sutil dulzura en aquel perfume, una invitación erótica deseosa de un trato cercano y una reunión pronta. El remitente era un desconocido, un burgués alemán que le había reconocido mientras el albino salía de una taberna. Aseguraba en el contenido que no deseaba ser impertinente al abordarlo en la calle sin antes haber tenido el placer de ser presentados, por lo que una humilde invitación a su habitación de hotel, ubicado al norte de París, sería mucho más provechosa. Ingenuo. Desventurado sea aquel hombre que osó aparecer cuando la sed controlaba por completo al peliblanco.

Su necesidad de sangre era tal que ni siquiera se tomó la molestia de cambiar sus ropas ni vestirse para la ocasión. Dejó la carta sobre el buró en donde la había encontrado y salió de su mansión sin fijarse, además, si Gilgamesh estaba o no. Beber era más importante. Caminó por todo París sin apresurar el paso, sin hacer evidente que su desesperación era tal, tomándose el tiempo que cualquier humano haría para llegar a su destino. Entró al hotel y aguardó en la recepción a que anunciaran su llegada. Esperaba el regreso del mismo mensajero, sin embargo en su lugar apareció el hombre de la misiva que le recibió con una gran sonrisa y un apretón de manos. Era más alto que Aleister y mucho más avanzado de edad, aun así el tiempo no le había afectado  en aquella belleza que poseía desde su juventud. El alemán ofreció conversar con él en el restaurant del hotel, algo que Aleister se apresuró a replicar. — Le ruego seamos discretos, muy pocos saben que me encuentro en París. — Lo llevaría a su habitación, entonces. Se encaminaron pronto y comenzaron a hablar de negocios, alternando de vez en cuando en lo agradable que era la vida en Alemania y que superaba sobremanera al estilo de vida francés, entre algunas otras cosas que a Aleister poco le importaban.

Una vez dentro de la habitación, Crowley cerró la puerta tras de sí y corrió el pestillo con disimulo, aprovechando la distracción de aquel hombre para asegurarse de no tener intrusos. Sus ojos azules se posaron en el desconocido, anunciando que la paciencia era escaza y que no desperdiciaría ni un segundo más. Se abalanzó contra él, clavando sus colmillos en su cuello y atravesando la laringe, justo donde estaban las cuerdas vocales. Ya no hablaría, pero en cambio tenía menos tiempo para saciarse antes de que la sangre invadiera los pulmones y acabara asfixiando al humano. Extrañamente su sabor le resultó agradable, por lo que decidió dejarle medio muerto, un tanto lejos del borde de la muerte. Lo dejó sobre el diván y miró los ojos desorientados del burgués. Tenía la boca abierta, incapaz de controlar un solo músculo de sí, generando desde su perforada garganta pequeños gemidos que morían al llegar a la cavidad bucal. Pero Aleister ya no prestaba atención a ninguna de estas cosas, no. Él se había alejado en cuanto lo dejara por ahí, buscando entre la alacena una copa de vidrio. Entonces regresó a él, tomó el brazo suelto de su víctima y perforó la muñeca a fin de que la sangre saliera y llenara la copa que había conseguido. Una vez consiguiera lo que deseaba, se sentó junto al moribundo en el diván con la copa en mano. — Salud… — Dio un trago y saboreó la sangre por segunda vez en su lengua y en su paladar, dejándose llevar momentáneamente por los recuerdos que le embargaron de repente mientras su mirada se perdía en el contenido carmesí y aún cálido de la copa.

«La muerte de aquella doncella le había llenado de un éxtasis que le privó de todo cansancio. No deseaba permanecer en la habitación del hotel y descansar, tal y como hacía todos los días desde su llegada a Estocolmo. Quería sentir más de ese vigor en su cuerpo, quería prolongarlo tanto como le fuera posible, pero además quería ocupar su mente en la atractiva noción de la muerte. Esa dulce joven había muerto en sus manos y en ese momento yacía recostada en el diván, con sus exquisitos ojos cerrados, dando la impresión de estar gozando de un sueño placentero, lejos de todo el mal que el mundo pudiera ofrecerle. Tan bella mujer que había muerto en manos de un Crowley. Los malditos Crowley. La mató ahí, en el hotel donde Aleister se hospedaba. Qué descaro.

Abandonó el edificio en un arranque súbito, en una naciente y desesperada necesidad de moverse, de buscar un algo que le urgía a prolongar el éxtasis. Sus pies recorrieron cual fantasma las calles de la ciudad sueca hasta que se detuvieron de súbito frente a un edificio. Una iglesia. Un campanario que le invitaba seductoramente a subir, a descubrir qué tan alto podía llegar, de cuántos metros sería capaz de arrojarse.  Entró a la iglesia y tomó el acceso a la torre, subiendo hasta que la adrenalina le obligó a detenerse sobre una pequeña barda que separaba el interior del campanario con una caída de al menos 20 metros. El viento ahí lo empujaba hacía dentro, envolviendo por completo su cuerpo exigiendo que no cometiera estupidez alguna. »
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Mensaje por Gilgamesh De Uruk Dom Sep 14, 2014 11:16 pm

Siempre recordaré lo que sentí al  verte por primera vez, recordaré el clima fresco de Estocolmo que envolvía a la gente en unas pieles que los ocultaba, y el olor a un frente frío que bajaría pronto del norte. La necesidad cerniéndose sobre mi cuerpo. Una necesidad que solo había sentido una vez. Recordaré como destacaste entre todos. Y como me recibiste lleno de odio.


El ataúd. Aquella tumba de madera que olía a hierro y a terciopelo sintético. Que olía a encierro. Desagradable. Pero reconfortante. Un obsequio que no fue dado con aprecio, pero al mismo tiempo lo fue. Una nueva sensación que se iría convirtiendo en costumbre. Pasaría y, como lo demás, formaría parte de él. Cuando abrió los ojos en la oscuridad, con el ruido de las calles apenas amortiguado por las paredes, las puertas y los lados cerrados de un ataúd al que no se acostumbraba, descubrió que la oscuridad aún no era total; desde el exterior el residuo de calor del sol se colaba hasta su cuerpo, calentándolo ligeramente. Apenas había oscurecido. Madrugaba demasiado, pero no era culpa de una necesidad. Así había sido siempre. Redescubrió la circulación de sangre en su cuerpo, deslizándose por la aorta y bajando hasta sus dedos, dividiéndose en múltiples, en millones de caminos, bajando por sus caderas hasta sus pies solo para volver subir. Una circulación lenta. Sus dedos rascaron con suavidad el terciopelo del ataúd que no se atrevía a dañar. Era un regalo de Aleister, demasiado valioso. Demasiado importante. Algo que iba contra sus principios hasta que lo conoció.

Liberó el pestillo de seguridad en su ataúd que brincó con un satisfactorio sonido. Saboreó la libertad mientras levantaba la tapa, sentándose al mismo tiempo que cerraba los ojos; un aroma extraño proviniendo de un papel, una misiva, uno que no estaba la noche anterior pero que llenó sus pulmones con fuerza. Los celos surgieron y se opacaron en menos de un segundo. No tocó la misiva y pronto ignoró el aroma también. Los ojos aún cerrados. Un acto involuntario. Podía sentir los rayos de luz que se negaban a irse pero se ocultaban detrás de las montañas. Y la noche caía poco a poco, devorando la luz restante. Parpadeó y antes de poder pensarlo, acabó de pie, con sus pies descalzos tocando el terciopelo frío donde pasara el día. Junto a él yacía su neófito, el morador de sus sueños y pesadillas. Aleister. Lo escuchó, lo sintió dentro de su ataúd, en su sueño profundo. Abandonó su sarcófago antes de que el rescoldo del día se desvaneciera por completo y dejó las ventanas a su espalda. Avanzó, se detuvo frente al otro ataúd y se sentó en el suelo. De pronto hubo una calidez que subió por su cuerpo en el momento en que su oreja toco la madera labrada.


Lo vi a través de mis ojos cerrados. Su cuerpo recostado y la respiración suave, como si mi anhelo de compartir aquel intimo espacio se hiciera realidad.


Abrió los ojos. Cuando se movió de nuevo era noche cerrada. Las luces en la ciudad estaban encendidas y las lámparas de gas echaban sus reflejos desde todos los ángulos, haciendo que una iluminación pobre se colara entre las cortinas de la habitación. De pronto otro movimiento. Uno repentino. El espasmo del despertar. Se alejó y volvió a su ataúd, bajando la tapa del ataúd con aquella parsimonia producida por los pensamientos incongruentes. Salió de la habitación por la ventana, reptando hasta el techo dónde esperó sentado. Pronto se movió y como si fuera la primera vez, la necesidad surgió de su cuerpo y dominó el malestar de sus venas y la sed que de pronto punzaba y opacaba su fuerza de voluntad. Lo siguió desde la distancia, por los tejados, como si fuera un día de domingo y solo diera un leve paseo por la plaza. Siglos siendo una sombra lo habían preparado para moverse como si su presencia física fuera nula. Los pasos más silenciosos de todos, se detuvieron en un hotel cuando lo vio ingresar al lugar. Su sola visión le provocó sed. Y orgullo. Su neófito sediento, que renegando, iba de todas maneras en busca de alimento propio.    

Lo buscó en los pisos usando el oído, moviéndose por el exterior usando sus dedos para escalar según iba escuchando. Lo escuchaba detrás de las paredes pero lejano. Lo encontró con el olfato y deslizándose por la pared se detuvo en un balcón. Su visión se detuvo en la ventana, en aquellos labios que tocaban el cristal de la copa y dejaban pasar el líquido garganta abajo. Él continuaba con ese histrionismo que lo hacía apetecible a sus ojos; proseguía demostrándole quién era. Lo deseaba más a él que a la sangre en ese instante, pero era una sensación quemante y dolorosa, cubierta de un deseo que nunca se satisfacía. Empujó la madera y entró en la habitación en silencio. Del festín de sangre quedaba ya poco, pero su neófito seguía allí, en actitud ausente, envuelto en aquel perfume oxido de la sangre.


»El olor de la sangre. Hubo ocasiones, muy pocas, en las que la sangre parecía llevarme a él más que el color de su cabello o el sonido suave y meditabundo de sus pasos. Esas pocas ocasiones me volvían loco, me desesperaban tanto que mi autocontrol se veía diezmado y mis fantasías se envolvían en la sangre que mis dientes arrancaban de su garganta. Y no era el olor, era que yo sabía lo que él hacía. Esa era una de esas noches y pese que aquella charla en la fiesta había calmado mi deseo hacía él, yo acabé siguiéndolo durante unos segundos sin darme cuenta. Tenía un poder sobre mí que nunca le dejaría conocer. Desperté de aquel espasmo antes de llegar a la explanada y detenerme en un edificio frío y cerrado. La iglesia proyectaba sus formas en el suelo gracias a las pocas luces del interior. Por un segundo contemplé las sombras pero su olor me despertó y me incitó a buscarlo de nuevo.

Escalé por el exterior del edificio, mis dedos hundiéndose en la piedra, dejando en claro la facilidad con la que podía moverse. La pared era un suelo que yo pisaba con los dedos. La gravedad no era un problema. Alcancé la parte más alta en segundos y pronto capté su singular perfume encerrado en aquella habitación angosta con pocas ventanas. Su calor me envolvió y embriagó y lo observé, como si su imagen fuera la obra de arte más exquisita que yo jamás hubiese visto.
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Mensaje por Aleister A. Crowley Vie Oct 03, 2014 9:03 am

La sangre espesa inundó por segunda vez su boca y bañó, por centésimas de segundos, su aperlada dentadura, para luego ser ocultos y limpios por sus exquisitos labios carnosos. Su piel permanecía inmóvil cual marfil, aunque recobraba color y calidez de manera evidente, resaltando las escasas pecas que sus pómulos albergaron cuando humano, aquel tono rosado al borde de sus ojos y una vívida blancura en su piel. Pero la ferocidad de esos gélidos ojos azules seguía siendo la misma de siempre. Como vampiro y como humano. Como fenómeno reavivado por el elixir carmesí al que estaba destinado a depender. La blancura de su cabello impecable y acomodado de tal manera que daba la impresión de que le tomaba horas tenerlo tan meticulosamente arreglado. Aleister perfecto y sin necesidad de hacer nada para serlo. Un Crowley cuya finura era natural. Nada a comparación del hombre que yacía muerto a su lado, tendido en el diván, con el ropaje teñido de rojo y esa alborotada melena castaña. Con el olor a muerte cubriéndolo completamente.

No lo escuchó llegar, sin embargo supo que Gilgamesh estaba ahí, mirándolo en su estado de ausencia. Amaba aquel sigilo suyo, aquella presencia pesada y dominante que siempre buscaba sorprenderlo, pero que la frialdad del albino truncaba. ¿Cómo haces siempre para estar a mi lado? Pensó mientras que su mirada permanecía clavada en la alfombra carmín con detalles dorados que adornaba el suelo, destinada a amortiguar el sonido de las pisadas y privar al huésped de la dureza del suelo. Seguía perdido en pensamientos, en recuerdos y en Gilgamesh, ese amor que jamás demoraría en ocultar bajo el manto de un odio justificado y contradictoriamente irracional, a ese hombre de cuya presencia dependía de manera irrevocable, aquél a quien debía esa nueva naturaleza monstruosa y virtuosa.

«El silbido del viento lo ocultó muy bien. El frío había envuelto al alemán en un éxtasis y en el único frenético deseo de adrenalina que tendría en su vida. El último arranque de locura. La única vez que seguiría algo que deseaba. Sólo sus talones se encontraban en la saliente y las puntas de sus zapatos amenazaban con jalarlo al abismo, de manera que quedó balanceándose entre la vida y la muerte, con sus brazos alzados hacia los lados, deseosos de abrazar a la muerte en aquel juego de incertidumbre. No se imaginaba que entonces él llegaría, el hombre a quien había esperado por semanas y cuyo rastro no conseguía encontrar. El hombre que conoció en una fiesta a la que no planeaba asistir. Cosa del destino, será.

Percibió un cambio en el aire. El aroma era el mismo; su propio perfume, polvo, madera astillada. Sin embargo algo era distinto. Sintió de pronto la imperiosa necesidad de volverse hacia el interior de la torre, de dejar aquel juego infantil de balancearse y acabar con la incertidumbre. ¿Estaría aquella figura mirándolo, tal y como había deseado encontrarlo días atrás? ¿De verdad lo vería en sus últimos momentos de vida? Aleister, el último Crowley, debía exigir respuestas hasta el final de sus días. Entonces se giró. Su pie derecho se levantó y su cuerpo se tornó hacia el interior, moviéndose sobre su talón izquierdo y empujándose levemente al exterior. En esa milésima de segundos en que su cuerpo quedó flotando a causa del impulso lo miró, esa sonrisa cínica y descarada suya apareció en sus labios como último gesto y dedicado enteramente para ese hombre extraño. Deseaba morir con la imagen de su amado bien grabado en su mente, ese buen humor que le venía al verlo.

La resistencia del viento y una insuficiente altura lo dejaron malherido. La caída no lo había matado, en cambio estaba tendido sobre la calle adoquinada que suponía la avenida principal, con borbotones de sangre emanando de su boca. Un cielo nublado y el sabor a óxido de la sangre sería lo único que obtendría en su lecho de muerte. Pobre y estúpido Aleister. Era incapaz de sentir dolor, no podía mover siquiera músculo alguno, sino que su pecho padecía contracciones involuntarias a fin de extraer la sangre que inundaba sus perforados pulmones. Moriría así, lentamente igual que su padre.»

Su filosa mirada pareció cobrar vida súbitamente. Sus pulmones se llenaron con aire para olvidar la terrible sensación que le dejó aquella espantosa memoria y exhaló silencioso, con suma tranquilidad y sin denotar emoción alguna. Aquella perfecta estatua estaba moviéndose al fin. Recorrió con la mirada los ridículos y exuberantes detalles de la alfombra hasta llegar a donde estaban los pies de Gilgamesh. No recorrió ese cuerpo anhelado, sino que devolvió la mirada a la copa, aún llena de sangre. Bebió otro tanto a fin de renovar la sensación de ese espeso líquido y pretender indiferencia. — ¿Se te perdió algo, Gil? — Espetó despectivo buscando encontrar esos ojos negros con los propios, cruzar la mirada con la suya y averiguar si, en esa ocasión, se delataría a sí mismo, haciendo evidente que anhelaba su presencia. Sin darle oportunidad alguna de responder, le tendió la copa, invitándolo a beber de ella. — Prueba. — Musitó con naturalidad. — Siempre he preferido la sangre alemana a la francesa. — ¿Había alguna diferencia en realidad? Probablemente era cosa suya, sin embargo siempre había hecho una distinción entre sabores y densidades. La sangre alemana era más fuerte, más espesa y ligeramente más dulce a la francesa, que era más amarga y más sencilla de conseguir. Lo barato del mercado. Quizás por ello tenía la costumbre de cazar extranjeros.
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Mensaje por Gilgamesh De Uruk Miér Oct 15, 2014 5:29 pm

Olmo y árnica. Recordaba la esencia de los bosques impresa en tu piel la noche en que nos conocimos; debajo de toda prueba de cansancio y toque ajeno, debajo de las marcas de la colonia barata de aquel hombre a quien privaste de su existencia. Prueba de lo que tus dedos habían tocado. No era tu olor real, era uno vedado por los largos y agotadores días pasados, pero ese fue el primer y verdadero rastro que me permitiste olfatear y se grabó a fuego en mi mente y mis venas.  

La primera sensación fue la suavidad de la alfombra bajo sus dedos fríos, apretando las fibras hasta aplastarlas contra el suelo, enredándose entre sus dedos, abrigándole inútilmente pero con vehemencia. La segunda sensación fue más intensa, traspasando su epidermis para incrustarse en sus órganos y en cada una de las venas de su anciano cuerpo. La sed quemante, traída a la luz por el cuerpo dejado a posta en el diván, traída por el contenido carmesí de la copa, en manos de su neófito. Regresó a su mente, golpeando duramente en su sien, aquel mensaje de insatisfacción que llevaba ignorando ya varios días, y ardió más con cada paso que daba, como alfileres encajándose debajo de sus uñas, descarnando, abriendo y exponiendo los órganos al aire libre. Una delicia de dolor.

Y cada paso que daba sobre la moqueta se convirtió en una prueba, una prueba que superó a base de engaños, imbuyéndose en esa imagen frívola y serena que Aleister simulaba para él.  En su circo de mentiras, en el autismo y la ausencia que debía soportar. Caminó de frente, moviéndose con una lentitud escabrosa, dejando entrar en su nariz, poco a poco, el hedor de la muerte que a segundos parecía superar al de la sangre. Avanzó mirando todo a su alrededor sin tener que desviar la mirada, sin enfocarla en ningún sitio. Después, se detuvo. Se detuvo porque percibió un cambio, porque esos orbes claros parecieron despertar de un ensueño. Suele pasar, los vampiros siempre tienen cosas en que pensar, siempre  tendrán esos momentos en los que la existencia continua se vuelva muy pesada y deben analizarla. Siempre habrá momentos en la que parezcan estatuas de cera, perfectamente hechas. La sonrisa apareció de improvisto. Respuesta natural de aquel saludo tan suyo. Su Aleister, su amado hijo, el hombre que era dueño de su razón. No, no puede lastimarlo con palabras tan simples, no a él, que ha visto el infierno tres veces en su vida y lo ha sobrevivido. No cuando parece gritar con cada fibra de su ser ¡Vuelve!, y ¡Lárgate!, a la vez. Gilgamesh lo sabe, así que no puede esconderse.  

De acuerdo. — Entonces aparece aquella serenidad, esas palabras que parecen medirse con onzas, pesar su calidad y pensarse por siglos y siglos antes de que dejen su boca. Nunca titubea al hablar, pero siempre piensa bien lo que dirá, no importa lo intrascendente de esto. Aparece la sonrisa nuevamente, pero se queda atascada solo en sus labios cuando continua avanzando y llega a su lado. Levanta la copa sin prisa alguna, rozando la piel blanca con la yema de sus fríos dedos. Un segundo de satisfacción. No más. Bebe un par de tragos. La sangre le alivia un instante y vuelve a martirizarlo. Reconoce el sabor criollo al instante y la sed parece despertar más que nunca. Tendrá que cazar la siguiente noche, tendrá que hacerlo. — Sí, yo también prefiero la sangre alemana. — Concuerda, observándole con ojos duros y fríos, culpándolo por un instante de traerle este dolor, este martirio agonizante, culpándole por hacerle recordar el instante en el que  casi lo destruía.


«La imagen de su caída se repitió en mi mente una y otra vez. La falta de su figura contra la ventana, el hechizo que indujo en mí su sonrisa y después, la desaparición. Nunca lo sabrá, por supuesto, pero esa imagen se quedó grabada en mi mente para siempre. La soñé mientras me debatía entre acabar con su sufrimiento y permitir que continuara su proceso de transformación. Me reventé los nudillos con los dientes en una ansiedad que parecía imposible controlar por momentos… Tardé un segundo en reaccionar. Nunca nada había sido más veloz que yo, ni más fuerte, pero está vez perdí ante la impresión y la gravedad. Me sentí tan lento, tan inútil. Eso fue su culpa también, escarbó demasiado profundo y destruyó mi orgullo, mi entereza y mi fuerza de voluntad. Cuando llegué al suelo, vivía, y yo lo odiaba. Lo odiaba tanto como lo amo ahora. Pero su sangre pareció borrar todo en un instante y de pronto solo era un humano más, un maldito saco de sangre. Y yo tenía sed, tenía muchísima sed, era tanta que me cegaba. La sentí sólo en ese instante, al oler la sangre que provenía de él. Nunca me sucedió antes.  

Fue exquisita. Olvidé quien era, donde estaba y que estaba con él, se había convertido en el platillo más selecto, en el más exclusivo que nunca hubiera comido, en el ser más distinguido del que nunca hubiera bebido. Pero ya no era él. Ya no formaba una identidad ante mis ojos, solo era alimento. Yo lo había degradado en mi necesidad por aliviarme. Sí. Esa noche fui muy cruel, me tomé mi tiempo para desangrarlo, disfrutando al borde del paroxismo cada gota de sangre. Quería morirse ¿no?, por ende, me sentía más que complacido de acabar con su vida de una forma más provechosa. Nunca comprenderé que fue lo que me hizo detenerme, no específicamente, pero el dejar de escuchar su corazón me puso muy tenso y en consecuencia, reaccioné. Los segundos siguientes consumieron mi valor y mientras lo miraba aterrado, esperando, sentí de pronto una succión y lo vi bebiendo de mí. Desee darle todo lo que le había quitado y entregarle lo que quisiera tomar de mí.    

Espero que nunca pase por esto. El momento en el que un humano está recibiendo tu sangre y debes esperar, rogando para que nada salga mal. Siempre me ha provocado terror, la sensación es terrible, te destruye desde adentro y te devora, pero no importa, porque las cosas no pueden ser de otra manera y dejarías que te hiciera polvo con tal de que funcionara. Esa noche yo me entregué a él, deje que me convirtiera en nada y me volviera a reconstruir según su propio deseo. Fue ese instante en que comprendí que aquello iba a suceder, que no iba a entregarlo a la muerte si podía evitarle. Me hice dueño de su vida y la cambie por una más difícil de destruir.»
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Mensaje por Aleister A. Crowley Vie Oct 31, 2014 12:04 am

«Un frío siniestro se apoderó de su cuerpo, una sensación que helaba rápidamente su cuerpo, invadiendo sin misericordia las extremidades fracturadas e insensibles ahora al dolor. Las contracciones en la caja torácica continuaban, muy a pesar de que el alemán no fuera ya el dueño de sí mismo, tan insistente como un molesto cosquilleo que comenzaba en su espalda y se perdía a la altura del coxis. Sus pulmones, inundados, no le permitían respirar, y pronto la sangre inundó su boca y sus fosas nasales también, sensación a la que estaría condenado a revivir en su futura eternidad, siempre que su mente divagara hasta llegar al punto de recordar su propia muerte.

Sus ojos, que perdían lentamente la visibilidad, no estaban centrados absolutamente en nada, ni en el cielo gris, atiborrado de nubes que soltaban finas gotas de agua, pues estaba centrado en los cuestionamientos que referían a su intento fallido. Fue consciente de su propia condición en cuanto una gota calló sobre su frente. La sintió, no por el pequeño golpecito, sino por su temperatura. Esa pequeña cantidad de agua le quemó la piel, tanto en el momento del primer impacto como cuando se fraccionó para esparcirse por su frente descubierta. Cuán gélida debía estar su piel como para que esa insignificante gota lo quemara. Vaciló entonces un momento. Quería morir o quería vivir. Estar al filo de la muerte le hacía sentir un profundo arrepentimiento, no por haber tomado la decisión de suicidarse, sino por no haberse asegurado de que aquella empresa fuera a tener éxito. Sin embargo, a milésimas de segundo tras su caída, la muerte se le había aproximado de manera física y no tendría que lamentarse más.»

La voz de su creador retumbó en cada centímetro de su piel lechosa, reviviéndola como si aquel sonido fuese capaz de otorgarle nuevamente al albino su humanidad; pero sólo era el deseo en manifiesto, el anhelo de un silencio corrompido por el único ser a quien toleraría en sus infinitos años. La distancia menguante no hace más que remontarlo a los días en los que esa criatura de orbes oscuros no podía sino provocarle horror y odio desmedido, la necesidad de mantenerlo alejado y buscar frenéticamente un sitio en donde no pudiera ser encontrado. Así, la indiferencia se muestra auténtica en su mirar, en ese gesto sencillo con que deja en las manos ajenas la copa aún rebosante de sangre para después apartar las propias, con el roce de pieles impregnado tal vez para siempre. Sabía que la única razón por la que compartía esa apetitosa sangre alemana no iba más allá del hecho de querer herirse a sí mismo con sus propios recuerdos, inundar sus pulmones nuevamente y prolongar el desasosiego que lo embargaba cada vez que daba a su mente la oportunidad de sumergirse en los terrenos prohibidos de su memoria. Podría evocar momentos simples, tal como su llegada a Francia, inclusive la muerte de su padre, de su madre y la de su hermana, pero no la de sí mismo. Y por más que sintiera aversión por las memorias de su transformación, sentía un contradictorio placer al desenterrar ese poco de su pasado.

«El tiempo que transcurrió desde su caída hasta el momento en el que una figura negruzca le obligó a utilizar sus ojos no era suficiente como para ser medido en un segundo, sin embargo la agonía era cosa prolongada y lenta, casi tan tortuosa como todo lo que en su existencia se le impuso a vivir. Y aquella figura piadosa y mortal parecía succionar desde su cuello el sufrimiento de la muerte, todos los pesares acarreados desde su infancia y las fuerzas que le quedaban para maldecirse a sí mismo. Supo que hallaría el descanso que buscaba en cuanto se sintió adormecido, débil, cegado finalmente, con el cuerpo relajado y listo para ser abandonado en la tierra. De pronto comenzó a soñar, se veía a sí mismo mirando su propio cuerpo como quien deja atrás una carga innecesaria, y apenas comprendiera que aquello no era real, despertó abruptamente, atraído por el extraño sabor de la sangre. No era como la que invadía su boca y sus fosas nasales, no le provocaba la sensación de óxido en su lengua, sino que poseía algo distinto que lo mantenía aferrado a la fuente de la que emanaba el líquido carmesí. ¿Sería el sabor o que su mismo cuerpo la exigía como remedio a todos los males? Si vivía, lo averiguaría después.

Descubrió, en poco tiempo, un acompasado tamborileo traído del conducto sanguíneo del cual se alimentaba. No se percataba, sin embargo, de que el placer que le provocaba su nuevo y único alimento al pasar de su boca a su garganta, para luego perderse en su cuerpo, sería el más grande que experimentaría en su larga existencia, que no hallaría cosa en el mundo que equiparara a tal éxtasis, pues, de un momento a otro, su cuerpo recuperó la sensibilidad y con ello el dolor que lo apartó de la muñeca ajena.»

Lo observó beber de la copa, preguntándose si, meses atrás, había bebido de él con la misma naturalidad con la que lo hacía en esos momentos, si le había importado tan poco su muerte como la del hombre que yacía inerte en el diván. — Es evidente que sí. — Musitó poniéndose de pie, apartando la mirada de Gilgamesh. Quizás su creador no se había tomado la molestia de precisar tal diferencia al momento de alimentarse de él, de distinguirla de la sangre sueca o de otros tantos países en los que hubiera estado. Aquel vampiro continuaba siendo un misterio para él, envolvía un sinfín de incógnitas de las que Aleister aún no se encontraba lo suficientemente deseoso por conocer y, por tanto, permanecían siendo enigmas.
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Mensaje por Gilgamesh De Uruk Vie Nov 21, 2014 9:14 pm

Detuvo la copa en sus dedos, curvándolos para darle protección al frágil vidrio abandonado en su mano. En un acto de total egoísmo, como si de un crio se tratase, se negó a devolver la copa al tiempo que también se negaba a apresurar el contenido. La sangre se movía apenas al fondo del contenedor, en oleadas de una suave y sensual invitación. Con lo que parecía ser un aire distraído, observó el espacioso salón en el que se encontraban. Un sinsentido más que agregar a la nueva existencia humana. De pronto se sintió sumamente fatigado y un velo cubrió sus ojos mientras, poco a poco, permitía a la sed invadirle nuevamente. Permitió que la sed venciera unos instantes y el dolor se disparó por su cuerpo y lo asfixió, pero él permaneció impávido, indemne, soportándola como había ocurrido desde hacía milenios.

El dolor era un buen aliciente para sentirse vivo. Pero odiaba sentirlo. La contracción de las venas, el espacio vacío en el cuerpo, todo se conjuntaba para reclamarle por el alimento. Sí, se encontraba ansioso por destrozar unas cuantas gargantas. De pronto todo se llenó del ruido de los humanos que habitaban la casona, los pudo escuchar subir y bajar, charlando, pudo oír el roce de sus ropas al caminar, el ruido del zapateo al subir las escaleras, al acercarse a ellos. En aquella quietud, en aquel silencio, permaneció quieto, escuchando, observando su propio reflejo en el cristal tan cerca de sus labios. Sus ojos pétreos reflejaban lo mordaz de sus pensamientos, que de pronto, parecían ser lo único vivo en él. Refugiado dentro de su mente, enfrentándose a aquellos fantasmas, a aquellas incontables noches en las que no fue más un hombre; en las que, cuando debió volver, la agonía amenazó con destrozar su cuerpo inmortal. Se tomó unos segundos para calmar el ansia y, por fin, acabar el contenido frío de la copa.

Lo saboreó lentamente, como si fuera un manjar, escurriendo el líquido con una lentitud espasmódica que hizo que el trayecto durara varios segundos hasta alcanzar sus labios. Entre el cristal, observó a su neófito. La figura delgada y elegante de Aleister, sentado en la butaca, la figura del rey frío observándole, poniéndose de pie y deslizando su cuerpo en un movimiento lento y sensual, silencioso. En aquellos segundos, mientras su voz se perdía en el silencio del lugar, enfocó la vista en el cadáver y lentamente separó los labios del cristal.  No se relamió y mucho menos se expresó de alguna forma al respecto. La sangre estaba fría y le haría daño en el cuerpo, pero no importó tampoco.

Debemos retirarnos, Aleister. — Su voz resonó suave, un eco mudo ante el escenario mórbido y los espectadores frívolos y ajenos, pero la orden iba implícita y no admitía esperas. La habitación comenzaba a oler a muerte, aroma que Gilgamesh despreciaba con intensidad. Retrocedió un paso y se acercó al diván dónde yacía el cuerpo tumbado en una parodia torcida del sueño eterno. Levantó la copa y la dejó caer con desprecio, arrugando levemente el entrecejo. — Merci… — Susurró con seriedad, aunque su palabra aludía, evidentemente, a una especie de broma cínica y cruel. Se dio la vuelta, hastiado de aquella habitación, caminando calmadamente rumbo a la ventana por la que había entrado. Abrirla resultó un respiro sublime, aunque casi al instante el malestar que temía, comenzó. Se lanzó al vacío, alejándose lo más posible de aquel olor nauseabundo y pronto, tuvo la noche fría y cerrada acogiéndolo y refrescándolo, entonces aminoró el paso y permitió que el dolor pasara lentamente. Se detuvo en lo que sería el inicio de un vasto jardín y se recargó levemente en una columna que precedía un tejado griego en la entrada lateral de un pequeño quiosco.  
   


«Mi segundo acto egoísta estaba tomando forma ante mis ojos, se materializaba en mis dedos cuando tocaron la plasta de sus cabellos ensangrentados. Lo sentí en el dolor que recorrió mi cuerpo mientras el chico bebía. Dejé que lo hiciera, pues si por lo menos podía sufrir un poco, quizás su ira hacía mí no fuera tan grande. Temí aquello, yo, con toda mi fortaleza, yo ¡El rey inmortal! Temí la ira de un joven del que acababa de aprovecharme. El dolor era soportable, aunque me arañara por dentro, aunque mi cuerpo pareciera ser destajado permanecí allí junto a él, brindándole la sangre, comprendiendo que, en virtud de lo que observaba, era algo muy sencillo de hacer, pero no sencillo de llevar a cabo.

Yo podría hacerlo con quien quisiera y, sin embargo, las dos únicas veces que yo había deseado darle a un humano mi inmortalidad, había sido porque aquel ser pequeño e insignificante ante mis ojos me preocupaba lo suficiente como para no dejar que la muerte se lo llevara. No era un acto de bondad; me aterraba la idea de soportar más pérdida. Siempre estaré marcado por este hecho, sin importar lo que  llore o las veces que me expíe, siempre lamentare esos segundos en los que mi condición de hombre superó a la de vampiro. Y sin embargo, entre todo aquel dolor que ahora sentía, había algo más creciendo allí. Un sentimiento de pertenencia, de necesidad, de celosa apreciación hacía él.

Permanecí callado incluso cuando soltó mi muñeca y dejo de beber. Por supuesto, su caída no había sido nada sencilla y, como me ocurrió a mí mismo hacía siglos, sufriría durante varios días en los que sus huesos soldaban y sus órganos se reparaban. Y, cómo yo, probablemente estaría despierto la mayor parte del tiempo. Quise decirle algo, aunque no pudiera oírme, quise informarle que esto acabaría pronto, que, de ser posible, me quedaría incluso con ese dolor suyo, acto imposible incluso para mí. Pero entre todo esto, yo sabía, yo comprendía que debía de sufrir aquello, que sin muerte no podría existir como vampiro. Esperé el tiempo suficiente para saber que el proceso comenzaba ya a trabajar en lo más hondo de su cuerpo, pero lo moví antes de que sus huesos comenzaran a soldar. Lo cargué con esa facilidad que siempre he tenido y apretándolo contra mi cuerpo lo lleve lejos, lo lleve al lugar dónde pasaba los días refugiado del ojo humano. No había un lecho allí, pero en muy poco tiempo la incomodidad no sería un problema para él.»
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Mensaje por Aleister A. Crowley Lun Dic 08, 2014 11:13 pm

La piel de su cuerpo, cálida a pesar de la escasa cantidad de sangre ingerida, se erizó ante la resonancia grave de una simple orden proveniente de su creador. Estaba seguro que aquel hombre de mirada azabache se perdería de la súbita reacción de su piel, que nunca conocería que tal era la recibimiento que su cuerpo entero brindaba ante todo lo que se relacionara con él, pues ahora se hallaba dándole la espalda a Gilgamesh, meditabundo y enteramente dueño del tiempo. En sus irises de témpanos se reflejaban las diversas tonalidades de la habitación que ahora se encontraban bajo el escrutinio de sus ojos indiferentes y vidriosos, siempre distantes a los intereses de aquel individuo que se había adueñado enteramente de su vida.

No buscaba nada en absoluto. Detenía su mirar en los extraños rastros de la existencia del ahora difunto alemán, como si aquella habitación se le manifestara cual libro abierto a fin de revelar los secretos de una víctima, quizás inocente, quizás tan pervertido por el mundo como lo fue Adam. Sin embargo, la voz insistente de su creador le hizo girarse levemente y mirarlo con el rabillo del ojo, como quien observa un detalle insignificante que dejó pasar. El hombre miraba al cadáver; las palabras que había pronunciado iban para el muerto cuya sangre se había impregnado de muerte y perdido la suculenta calidez que debía caracterizarla cuando viva. Su entrecejo se frunció, dando la impresión de ser una estatua de mármol cuya maldición lo condenaba a moverse y a no ser visto por ojo humano. Su obra maestra yacía en el sofá con una copa vacía, apenas con el rojizo rastro del elixir vital, amenazando con girar un poco más a fin de apresurarse la llegada al suelo. Mantuvo la mirada fija en el objeto, que poco después cayó sobre la alfombra provocando un sonido sordo y una leve fisura en el cristal. No se fragmentó, la perfección de la muerte no había sido alterada. Todo seguiría pareciendo una muerte natural.

«Si aquel extraño lo hubiera dejado a su suerte, habría muerto. Si aquel extraño no lo hubiese encontrado, el mundo se alteraría con la muerte del magnate. Si aquel extraño no se hubiese fijado en él, la miseria de los Crowley había terminado en ese charco de sangre, bajo la dulce y gélida llovizna de Estocolmo. No hubo momento alguno dentro de su agonía en el que sus recuerdos invadieran su mente ni hubo ocasión en la que sintiera algún remordimiento por sus acciones pasadas. Un Crowley jamás se arrepentía. Aquel instante, entre su separación de la fuente de sangre y el inicio del sufrimiento, había fijado la maldición de su familia, el tiempo se detuvo para la tragedia que impregnaba sus lazos sanguíneos, concentrándose en un mismo cuerpo que cargaría con las penas durante la eternidad de la espera.»

Apartó la vista de su víctima y devolvió la mirada hacia el frente, buscando tranquilizar su mente y sus recuerdos. Acomodó el cuello de su abrigo tras haber dado un profundo respiro y se dio media vuelta, apenas escuchara el pestillo de la ventana al correrse, una leve resonancia que invadió a medias y por un instante la habitación bañada en memorias.  Sus pies comenzaron a andar nuevamente sobre la alfombra que mermaba el ruido de las suelas y fue detrás de su creador tan pronto éste atravesara la ventana.

Si en ese entonces hubiera entendido que lo seguiría de por vida, no me habría arriesgado a una muerte incierta. Si hubiera entendido aquella noche que la sangre que bebí de él me ataría eternamente a su existencia, habría luchado por rechazarla. Pero sé perfectamente que fue imposible negarme, que la muerte perdió su encanto apenas probé lo que me ofrecía el extraño que hoy estoy siguiendo. Jamás habría aprendido que la libertad que experimenté al atravesar el marco de la ventana se debía a que la muerte es más palpable ante nosotros que vivimos de ella ni jamás habría sabido que el fétido olor de París era mucho más agradable que aquel ambiente que encerraba la habitación de mi víctima. ¿Lo sabías tú, Gil? ¿Me creaste porque sabías que no podría separarme de ti? Te recargas en la columna pensativo, mas no dices nada. ¿Te duele haberme hecho pasar por tanto dolor, Gil? ¿Piensas siquiera en ello? Dime, ¿te duele?

«El dolor no tenía modo de ser comparado. Un espasmo recorrió su cuerpo, resaltando la mala condición de sus huesos y de sus músculos, e impidiendo que un alarido de dolor escapara por la garganta del peliblanco. Le resultó imposible respirar, el llenar sus pulmones de oxígeno como se hace naturalmente, puesto que sus músculos quedaron compactos, todos en una posición incómoda y dolorosa en la que sus huesos fracturados parecían moverse dentro de sí. La visión comenzó a ennegrecerse y si en algún momento la lluvia terminó o si se había intensificado no lo sabía, no necesitaba ver siquiera qué ocurría a su alrededor porque el dolor le ofrecía una clara visión de su interior, de cada fractura, de cada músculo y órgano perforado, de su propia boca impregnada con el sabor de la sangre ajena. Alzó la cabeza con dificultad, buscando entre las tinieblas a la figura misteriosa del hombre que lo siguió, con la esperanza de que pudiera terminar con su sufrimiento.»
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Mensaje por Gilgamesh De Uruk Vie Dic 19, 2014 7:27 pm

Los segundos se transformaron en una canción insonora dentro de mi mente. Fluyeron con el tiempo detenido en mi cuerpo pero móvil en mi corazón. Fluyeron en las horas en las que dispuse mi ser entero a tu merced.



Deliraba. En aquel viaje a través de la ciudad, en su deseo por huir de lo que le rodeaba, en su ansiedad por rechazar el calor del hombre. ¿Dónde se encontraban? No era importante siquiera. Sus dedos helados acariciaron la piedra de la columna y, lentamente, se giró para observar el detalle arquitectónico pero errado de lo que era la antigua Grecia, o quizás era Roma lo que intentaban emular. El quiosco era de piedra, de mármol blanco con virutas blancas en el diseño. Tenía cuatro columnas, de una piedra blancuzca, instaladas dos en cada extremo, que funcionaban como salida y entrada. Estaba desierto a esa hora de la noche, desierto y helado, ninguna piedra parecía haber guardado el calor del día en esta. El silencio estaba allí, pero sólo podía escuchar ruidos a su alrededor. Las voces en la lejanía, los cabriolés y carrozas paseando por las avenidas, golpeando los caballos con sus patas y con las ruedas de madera los transportes el duro suelo de piedra.

Subió al quiosco, separado del suelo por dos escalones y entonces se giró a mirar a su vampiro neófito, aquella sombra de la noche de impecable elegancia e innegable belleza que lo había seguido. Podía arrancarle suspiros a cualquier dama o caballero, pero poseía una singularidad que sólo él podía apreciar. Quieto, inmóvil y tácitamente estático, recorrió arriba y abajo, con evidente abandono pero con respeto, el cuerpo largo y delgado de Aleisiter. Como de costumbre, vestía impecablemente, al contrario de sí mismo que, aunque llevaba el pantalón de rigor, la camisa de satén y el saco del traje frac encima, se comía detalles como las calcetas y los zapatos y tampoco llevaba el clásico diseño de la corbata al cuello estilo pajarita. Pero todo esto no era más que una superficialidad, un escape para el cúmulo de sensaciones que lo aquejaban, una pausa en los pensamientos. Desvió el rostro rápidamente y cerró los ojos. Al fresco de la noche descubrió que el dolor se había ido de su cuerpo. La sangre fría había sido finalmente diluida. Se sentó en una de las dos únicas banquetas de piedra del quiosco y observó el infinito de la noche, del campo retocado por el hombre que contrastaba con el verde salvaje de más allá.



«Si hay algo que uno nunca olvida es el dolor. No importa de qué clase sea, el dolor siempre está presente aunque pase el tiempo y los años se vuelvan milenios cómo me sucedió a mí. Lo vivía en ese momento con Aleister tumbado en el suelo, con su cabeza recargada en mi regazo mientras le subía la fiebre y su cuerpo temblaba y tronaba; mientras su sistema osteológico se ponía de nuevo en orden. Nunca lo pensé cuando fue mi creador quien tuvo que pasar por ello. Yo fui un ser egoísta, inundado de dolor, gritando en silencio que todo acabara, suplicando, incapaz de escuchar la voz de Enkidu, incapaz de comprender todo lo que me ofreció para ayudarme a pasar por aquel suplicio.

“Sí, Aleister, se por lo que estás pasando, lo viví en carne propia. Sí, te amo con todo mí ser. Pronto estarás bien….” El tiempo no significaría nada para él porque no sentirá nada más que dolor, por lo menos a principio. Lo transporté a una pequeña buhardilla dónde la oscuridad sería nuestro aliado por estos días. Dónde, temporalmente, yo pasaba los días. El lugar estaba abandonado, estábamos solos. Fui irremediablemente celoso, negándome a que alguien lo escuchara siquiera. Sus cabellos se enroscaban en mis dedos conforme se volvían más sedosos, muy suaves. En aquellas primeras horas vi los golpes de su piel desaparecer lentamente y cuando el alba nos alcanzó, me sumí en un sueño irregular, pasando más tiempo despierto, adorándole, sufriendo en silencio por no poder hacer nada más que esperar mientras me negaba a conciliar el sueño.

Para la noche siguiente la sed se había vuelto terrible. Me carcomía de tal manera que me hacía sufrir. Pero pese al suplicio, no me marché de inmediato. Permanecí horas allí, sentado junto a él, observándole hipnóticamente. Su rostro parecía esculpido en porcelana, sin una sola marca más allá de las estrictamente necesarias y las ya hechas. Parecía no sufrir más de dolor, pero aquello era solo un breve descanso. Decidí aprovecharlo y me marché. Él no notaría mi ausencia. Esa noche no cacé,  no fui una sombra entre los edificios, No, esa noche asesiné sin compasión, hice acto de presencia y despedace sin compasión. Me sentía famélico, débil. Los elegidos fueron dos rufianes que dieron a mi idea de alimentarme un sentido diáfano, artístico, como si no fuera un crimen sino, más bien una opereta. Y cuando me sentí satisfecho, regrese a la buhardilla. Escuché su voz penetrando en mis oídos desde la oscuridad y lentamente me situé junto a él y le ofrecí mi fuente, desde la muñeca. Sangré para él nuevamente.»
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