AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Apariciónes [PRIV]
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Apariciónes [PRIV]
En el convento de San Jerome, a través de la doble reja baja, vi a una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz y guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro adornaban el coro. De pronto, la monja prosternada se incorporó, sin duda para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos paredones derruidos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la monja ochenta años que noventa. Su cara, de una amarillez sepulcral, su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del tiempo.
Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.
Sirviera la casualidad a medida del deseo. La misma noche, tras volver del convento, en la mesa redonda de una acomodada taberna, trabé conversación con un caballero muy comunicativo y más que medianamente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de San Jerome e indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:
-¡Ah! ¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo... Tiene un no sé qué en los ojos... Lleva escrita allí su historia. Donde usted la ve, los dos surcos de las mejillas que de cerca parecen canales, se los han abierto las lágrimas. ¡Llorar más de cuarenta años! Ya corre agua salada en tantos días... El caso es que el agua no le ha apagado las brasas de la mirada... ¡Pobre sor Aparición! Le puedo descubrir a usted la esencia de su vida mejor que nadie, porque mi padre la conoció moza y hasta creo que le hizo unas miajas el amor... ¡Es que era una deidad! – Relató con aclamado ánimo el misterioso hombre de rostro poblado de una extensa barba oscura.
Sor Aparición se llamó en antaño Irene. Sus padres eran gente hidalga, ricachos de pueblo; tuvieron varios retoños, pero los perdieron, y concentraron en Irene el cariño y el mimo de hija única. El Destino, que con las sábanas de la cuna empieza a tejer la cuerda que ha de ahorcarnos, hizo que en ese mismo pueblo viese la luz, algunos años antes que Irene cayera en manos y de toda la clarividencia de Dios. Ahí estaba, el interlocutor relatándome la historia de una hermosa niña que había visto a un tal Juan Camargo, sin que ella le hablara nunca pero si le veía desde la distancia. Juan para ella era ya un mozo a quien admirar pero algo retraído debido a que este, de infante fue huérfano de padres, pero que al final, cuando ambos eran ya mayores, el uno deshonro la pureza de la pobre Inés, engañándola frente a varios ojos curiosos e impuros que vitoreaban alegremente al mismo tiempo que palmeaban con vigor.
-Santo Dios del cielo…que horrible…-Dije mostrándome insegura de lo que en realidad pudiera pasarme a mi si mi amor se torciera de raciocinio. Desearía seguir siendo así como estamos, hasta la boda. Ambos compartiremos una vida juntos en los que poder crecer con nuestros hijos y nuestros nietos. Aun ando en la taberna escuchando más relatos de mi nuevo amigo, pero en la inmensidad de la poca luz de la taberna, se abre la puerta dando paso a una figura enfundada con ropas de cuero, capa oscura y con mucha cantidad de pelo animal – ah! –Sorprendida me quedé al ver tal persona que se iba al fondo de la taberna, para que nadie le molestara.
Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.
Sirviera la casualidad a medida del deseo. La misma noche, tras volver del convento, en la mesa redonda de una acomodada taberna, trabé conversación con un caballero muy comunicativo y más que medianamente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de San Jerome e indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:
-¡Ah! ¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo... Tiene un no sé qué en los ojos... Lleva escrita allí su historia. Donde usted la ve, los dos surcos de las mejillas que de cerca parecen canales, se los han abierto las lágrimas. ¡Llorar más de cuarenta años! Ya corre agua salada en tantos días... El caso es que el agua no le ha apagado las brasas de la mirada... ¡Pobre sor Aparición! Le puedo descubrir a usted la esencia de su vida mejor que nadie, porque mi padre la conoció moza y hasta creo que le hizo unas miajas el amor... ¡Es que era una deidad! – Relató con aclamado ánimo el misterioso hombre de rostro poblado de una extensa barba oscura.
Sor Aparición se llamó en antaño Irene. Sus padres eran gente hidalga, ricachos de pueblo; tuvieron varios retoños, pero los perdieron, y concentraron en Irene el cariño y el mimo de hija única. El Destino, que con las sábanas de la cuna empieza a tejer la cuerda que ha de ahorcarnos, hizo que en ese mismo pueblo viese la luz, algunos años antes que Irene cayera en manos y de toda la clarividencia de Dios. Ahí estaba, el interlocutor relatándome la historia de una hermosa niña que había visto a un tal Juan Camargo, sin que ella le hablara nunca pero si le veía desde la distancia. Juan para ella era ya un mozo a quien admirar pero algo retraído debido a que este, de infante fue huérfano de padres, pero que al final, cuando ambos eran ya mayores, el uno deshonro la pureza de la pobre Inés, engañándola frente a varios ojos curiosos e impuros que vitoreaban alegremente al mismo tiempo que palmeaban con vigor.
-Santo Dios del cielo…que horrible…-Dije mostrándome insegura de lo que en realidad pudiera pasarme a mi si mi amor se torciera de raciocinio. Desearía seguir siendo así como estamos, hasta la boda. Ambos compartiremos una vida juntos en los que poder crecer con nuestros hijos y nuestros nietos. Aun ando en la taberna escuchando más relatos de mi nuevo amigo, pero en la inmensidad de la poca luz de la taberna, se abre la puerta dando paso a una figura enfundada con ropas de cuero, capa oscura y con mucha cantidad de pelo animal – ah! –Sorprendida me quedé al ver tal persona que se iba al fondo de la taberna, para que nadie le molestara.
Elisha Gilmerië- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/07/2013
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