AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La carta que esa mañana había llegado de su padre, ¡había terminado por volverlo loco! Vincent Dantès, líder de la organización nombrada los Guardianes Dantescos, de la cual él era miembro, hacía un llamado a sus cazadores. La misiva, que solo llevaba el sello de un dragón que se mordía la cola sobre el sobre, no era diferente a las que recibiría cualquier otro de su grupo. Impersonal. Una orden. Si algo le sorprendió a Alastor, fue darse cuenta que su padre seguía sin querer reconocerlo como el futuro sucesor de aquélla dinastía. ¿Pero por qué lo hacía? Solo porque fuese una tradición que el liderazgo pasase al primer hijo varón del actual regente, no significaba que su padre la seguiría, no después de la muerte de Maï, su amada hija. Se lo había dejado en claro esa fúnebre noche y, por su manera de proceder, los años no le habían hecho cambiar de parecer. Vincent expresaba que era inminente una junta y eso solo significaba, que algo iba jodidamente mal. ¡¿Lo sabía?! ¿Sabía que su hijo estaba vendido con los mismos seres que había jurado exterminar? Era esa llamada, ¿el preludio de su próxima tortura? Las marcas en su espalda, que habían sido grabadas con hierro al rojo vivo, escocieron ante ese pensamiento. El mismo símbolo de los Dantès se podía apreciar en el centro, excepto que, para humillación suya; una horrible equis había sido anexada, señal de que los había deshonrado a todos. Como si eso no fuese suficiente, sus brazos y antebrazos, cuello y muslos, estaban tatuados con el lema “Un guardián no abandona su puesto jamás”. Su padre había cumplido su palabra. Después de los castigos para limpiar su cuerpo de la sangre sucia de los vampiros, no habría manera de que las olvidara. Solo bastaba con que mirase sus brazos para recitarlas, aunque no hacía falta, se sabía el maldito código de memoria.
Mientras se adentraba en los bosques, con las manos temblorosas y unas envidiables monedas de oro atadas a su cinturón, como si de un maldito pirata se tratara; solo podía pensar en llegar a la Tienda de Antigüedades de Merlyn, misma que se había hecho famosa en el submundo porque sus clientes siempre encontraban allí lo que deseaban. Él, por experiencia, sabía que no eran simples habladurías. No sería ni la primera, ni la última vez, que el enano pondría fin a su sufrimiento. Desde que Eve le había abandonado a su suerte, tras haber olvidado aparentemente que tenía un esclavo que requería de su sangre para sobrevivir, Alastor se las había tenido que apañar con pequeñas dosis. Nunca eran suficientes. Jamás lo serían. Los viales que el brujo podía venderle, solo harían más llevadero su dolor por un par de horas. Últimamente, ni siquiera eso, pero tenía, ¡requería de unas malditas gotas de la ambrosía que los Dioses se habían dejado sobre la Tierra! A cada paso que daba, sentía cientos de pares de ojos clavándose en él. ¿Habían llegado a capturarlo? ¿Eran los hombres que su padre había enviado? Maï dejó escapar su encantadora risa, como solía hacer siempre. Era el mismo tono que había usado mientras jugaban a las escondidillas antes de que muriera, pero a Alastor más bien le pareció una risa fría. Desde que se había enterado que su padre llegaría, había estado aplaudiendo con entusiasmo falso. – Papá va a matarte, Al. Cuando te vea, hará rodar tu cabeza. Sirves al monstruo que asesinó a su princesa. Te dije que la mataras, pero no, eres tan débil, que no haces más que suplicar por su sangre. – Tenía que llegar, ¡maldición! Si conseguía esos viales, quizás su hermana desaparecería por unos instantes. Solo un respiro, necesitaba solo un jodido respiro. Entonces, podría enfocarse. Tenía un serio problema llamando a la puerta. ¿Cómo fingiría cordura ante los guardianes, si estaba hecho una mierda para enfrentarse a su padre?
Mientras se adentraba en los bosques, con las manos temblorosas y unas envidiables monedas de oro atadas a su cinturón, como si de un maldito pirata se tratara; solo podía pensar en llegar a la Tienda de Antigüedades de Merlyn, misma que se había hecho famosa en el submundo porque sus clientes siempre encontraban allí lo que deseaban. Él, por experiencia, sabía que no eran simples habladurías. No sería ni la primera, ni la última vez, que el enano pondría fin a su sufrimiento. Desde que Eve le había abandonado a su suerte, tras haber olvidado aparentemente que tenía un esclavo que requería de su sangre para sobrevivir, Alastor se las había tenido que apañar con pequeñas dosis. Nunca eran suficientes. Jamás lo serían. Los viales que el brujo podía venderle, solo harían más llevadero su dolor por un par de horas. Últimamente, ni siquiera eso, pero tenía, ¡requería de unas malditas gotas de la ambrosía que los Dioses se habían dejado sobre la Tierra! A cada paso que daba, sentía cientos de pares de ojos clavándose en él. ¿Habían llegado a capturarlo? ¿Eran los hombres que su padre había enviado? Maï dejó escapar su encantadora risa, como solía hacer siempre. Era el mismo tono que había usado mientras jugaban a las escondidillas antes de que muriera, pero a Alastor más bien le pareció una risa fría. Desde que se había enterado que su padre llegaría, había estado aplaudiendo con entusiasmo falso. – Papá va a matarte, Al. Cuando te vea, hará rodar tu cabeza. Sirves al monstruo que asesinó a su princesa. Te dije que la mataras, pero no, eres tan débil, que no haces más que suplicar por su sangre. – Tenía que llegar, ¡maldición! Si conseguía esos viales, quizás su hermana desaparecería por unos instantes. Solo un respiro, necesitaba solo un jodido respiro. Entonces, podría enfocarse. Tenía un serio problema llamando a la puerta. ¿Cómo fingiría cordura ante los guardianes, si estaba hecho una mierda para enfrentarse a su padre?
Alastor Dantès- Esclavo de Sangre/Clase Alta
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Fecha de inscripción : 16/09/2014
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Re: Apariciones | Privado
"Tenía alas, pero le faltaba un poco creer en ellas"
A ella lo que le pasaba es que nadie la entendía. Nadie comprendía que a veces tenían que mecerle los miedos y romperle las telarañas en la mente, esas que no eran otra cosa más que las memorias punzantes que le habían grabado con fuego mientras permanecía de rodillas. Nadie le había dicho que su tristeza era un pájaro que vuela, ni que no sería siempre alguien para poseer mientras le llamaban con irrespeto “Mía”. En general, nadie se había encargado de decirle que podía ser más que un cuerpo para usar y unas habilidades para explotar. Y ella se creía todas las mentiras.
La vida se le resumía en la necesidad de obtener dinero, en una lista de imposibilidades y en escenarios negros. En marcas que no tenían cara ni cura, en venganzas ahogadas en llantos sordos y esperanzas envueltas en niebla, tan ciegas como ella. Sin embargo, el problema real era su deber con Rylan, con el gitano que le había dado posada y ropas de una cultura en las que jamás se sentiría cómoda. El pan y el agua tenían un costo, al igual que la carpa bajo la que dormía. Y sus cambios de forma tenían un uso para el que jamás había sido entrenada: Robar.
Entrenada era por lejos la mejor palabra para describir lo que el gitano le hacía, lo que la obligaba a tomar con el pico cada vez que se convertía en un ave de ojos inútiles pero olfato activo, a lo que la llevaba la imposibilidad de ver, e incluso, el hecho de no poder hablar el francés con un acento correcto y entendible. El hurto era su forma de trabajo, de recompensar a Rylan por cada favor hecho, favores, que según ella, no tenían nada de desinteresado. Lo obtenido servía para pagarle una especie de alquiler completo, que de paso le apartara a él de la boca el poder llamarla inservible, inútil o carga. Era en su visión, el poder pagarse un día más de vida pese a no tener un propósito fijo o ganas siquiera de respirar de nuevo. Y por lo mismo era que había dado marcha atrás en el hecho de no querer cambiar nunca más de forma si no era para quedarse así, como un animal para siempre, para que el cerebro pequeño del ave le hiciera el recorte suficiente como para mutilarle una buena cantidad de recuerdos y reducirla aún más a cenizas.
En el proceso, Monicke había aprendido a diferenciar el olor característico de las monedas y a determinar su valor de acuerdo al peso promedio que poseía cada una. Podía diferenciar también el aroma de los billetes, de algunas joyas e incluso, de aquello tan utilizado tanto por la clase alta, como lo eran el oro y la plata. Cuando cambiaba de forma, sus sentidos se volvían más agudos que de costumbre, y ella se limitaba a dar un espectáculo guiado en teoría por Rylan, que luego terminaba en un rápido agarre de algo de valor justo antes de emprender el vuelo y desaparecer de la escena con el botín.
Hasta la fecha, únicamente una hechicera había sido capaz de encontrarla de nuevo para obtener de vuelta lo suyo, aunque por suerte, no hubo represalia alguna cuando supo la condición de “semi esclava” que jugaba Monicke en medio de las tiendas gitanas y de su reciente ceguera. De hecho, la alemana llevaba apenas más de un mes desde el acontecimiento que la desbaratara completa.
Y para esa tarde, el sabor a deber le humedecía la garganta y la consciencia. El gitano no estaba, pero se había encargado de dejarle en claro la necesidad de dinero para comprar comida antes de partir. Con el miedo recorriéndole cada centímetro de piel, avanzó descalza y con ropas más grandes de lo que pedía su cuerpo a través del bosque. Como era de esperarse, mantenía los ojos cerrados y en un silencio tal que le permitiera concentrar sus atrofiados sentidos para encontrar un botín cualquiera. Nunca había salido sola, pero era necesario para silenciar un poco al que llamaba su salvador tirano.
Al avanzar por un poco más de media hora, se detuvo apenas para dejar caer sin dificultad sus ropas y continuar avanzando con las alas a través de las copas de los árboles. Y fue de ese modo cuando un tintineo con aroma a oro le llegó hasta las fosas nasales y supo que debía seguirlo. Debido a su ceguera, Monicke no podía diferenciar a ninguna especie de otra. El asunto de las auras había desaparecido y con ello, la dejaba en una mayor exposición a la hora de usurpar a quien no debía.
Pero no tenía opción, los pasos se sentían alejarse y por lo mismo supo que su próxima víctima le daba la espalda. Se arrojó como si fuera una caída libre a pesar de su perpendicularidad y agarró con el pico aquello que le olía a oro. Casi chocó fuerte con el cuerpo que lo llevaba colgando como si lo hiciera a propósito, pero tenía claro que luego de halarlo, tenía que levantar aún más rápido el vuelo desde ese lugar tan bajo y huir.
La vida se le resumía en la necesidad de obtener dinero, en una lista de imposibilidades y en escenarios negros. En marcas que no tenían cara ni cura, en venganzas ahogadas en llantos sordos y esperanzas envueltas en niebla, tan ciegas como ella. Sin embargo, el problema real era su deber con Rylan, con el gitano que le había dado posada y ropas de una cultura en las que jamás se sentiría cómoda. El pan y el agua tenían un costo, al igual que la carpa bajo la que dormía. Y sus cambios de forma tenían un uso para el que jamás había sido entrenada: Robar.
Entrenada era por lejos la mejor palabra para describir lo que el gitano le hacía, lo que la obligaba a tomar con el pico cada vez que se convertía en un ave de ojos inútiles pero olfato activo, a lo que la llevaba la imposibilidad de ver, e incluso, el hecho de no poder hablar el francés con un acento correcto y entendible. El hurto era su forma de trabajo, de recompensar a Rylan por cada favor hecho, favores, que según ella, no tenían nada de desinteresado. Lo obtenido servía para pagarle una especie de alquiler completo, que de paso le apartara a él de la boca el poder llamarla inservible, inútil o carga. Era en su visión, el poder pagarse un día más de vida pese a no tener un propósito fijo o ganas siquiera de respirar de nuevo. Y por lo mismo era que había dado marcha atrás en el hecho de no querer cambiar nunca más de forma si no era para quedarse así, como un animal para siempre, para que el cerebro pequeño del ave le hiciera el recorte suficiente como para mutilarle una buena cantidad de recuerdos y reducirla aún más a cenizas.
En el proceso, Monicke había aprendido a diferenciar el olor característico de las monedas y a determinar su valor de acuerdo al peso promedio que poseía cada una. Podía diferenciar también el aroma de los billetes, de algunas joyas e incluso, de aquello tan utilizado tanto por la clase alta, como lo eran el oro y la plata. Cuando cambiaba de forma, sus sentidos se volvían más agudos que de costumbre, y ella se limitaba a dar un espectáculo guiado en teoría por Rylan, que luego terminaba en un rápido agarre de algo de valor justo antes de emprender el vuelo y desaparecer de la escena con el botín.
Hasta la fecha, únicamente una hechicera había sido capaz de encontrarla de nuevo para obtener de vuelta lo suyo, aunque por suerte, no hubo represalia alguna cuando supo la condición de “semi esclava” que jugaba Monicke en medio de las tiendas gitanas y de su reciente ceguera. De hecho, la alemana llevaba apenas más de un mes desde el acontecimiento que la desbaratara completa.
Y para esa tarde, el sabor a deber le humedecía la garganta y la consciencia. El gitano no estaba, pero se había encargado de dejarle en claro la necesidad de dinero para comprar comida antes de partir. Con el miedo recorriéndole cada centímetro de piel, avanzó descalza y con ropas más grandes de lo que pedía su cuerpo a través del bosque. Como era de esperarse, mantenía los ojos cerrados y en un silencio tal que le permitiera concentrar sus atrofiados sentidos para encontrar un botín cualquiera. Nunca había salido sola, pero era necesario para silenciar un poco al que llamaba su salvador tirano.
Al avanzar por un poco más de media hora, se detuvo apenas para dejar caer sin dificultad sus ropas y continuar avanzando con las alas a través de las copas de los árboles. Y fue de ese modo cuando un tintineo con aroma a oro le llegó hasta las fosas nasales y supo que debía seguirlo. Debido a su ceguera, Monicke no podía diferenciar a ninguna especie de otra. El asunto de las auras había desaparecido y con ello, la dejaba en una mayor exposición a la hora de usurpar a quien no debía.
Pero no tenía opción, los pasos se sentían alejarse y por lo mismo supo que su próxima víctima le daba la espalda. Se arrojó como si fuera una caída libre a pesar de su perpendicularidad y agarró con el pico aquello que le olía a oro. Casi chocó fuerte con el cuerpo que lo llevaba colgando como si lo hiciera a propósito, pero tenía claro que luego de halarlo, tenía que levantar aún más rápido el vuelo desde ese lugar tan bajo y huir.
Victoria M. Austerlitz- Cambiante Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/04/2014
Re: Apariciones | Privado
Los sentidos aumentados de Alastor debían estar fallando por falta de la sangre de vampiro porque, demasiado tarde, sintió la presencia del cambiante. Tampoco ayudaba que Maï jugase a contar números, insistiendo que en esa ocasión, era su turno de buscar. Su hermana había añadido, además, que esperaba que nadie saliese dañado en el proceso; lo cual habría sido creíble si no sonriese esperanzada por un final fatídico y cruel, donde la víctima fuese él. El guardián, incluso podría apostar su vida a que la había escuchado suspirar mientras alzaba la voz para gritar “Listo o no, ahí voy”. Algunas cosas, pensó con malhumor, nunca cambiarían. Maï jamás lo perdonaría. Día tras día, noche tras noche, no cesaba de martillear en su cabeza sobre sus errores. La culpa no lo había abandonado desde que los demás cazadores, siguiendo órdenes de su padre, lo marcaron para toda su maldita vida. ¿Por qué no solo dejaba de importarle lo que los Dantès tuviesen que decir? ¿Por qué no simplemente se convertía en el monstruo que todos insistían que era, por haber permitido que un vampiro lo corrompiera? Su cuerpo se puso en tensión al sentir la pérdida del peso de sus monedas, ¡su jodido pase para obtener los viales! Se agachó con rapidez, no para protegerse del ser que alzaba el vuelo, sino para coger una de las dagas que llevaba metidas en sus botas. La lanzó con la misma velocidad, rozando una de las alas del ladrón. La punta se clavó en el tronco de uno de los árboles. Alastor gruñó, cogiendo la daga gemela. Todo Guardián Dantesco, en su iniciación, recibía un par de esas preciosas armas. En la empuñadura, se podía apreciar el dragón distintivo de su organización. Maï apareció a su lado, susurrándole que era una vergüenza no solo como hermano y protector, sino también como cazador. Aquello lo enfureció tanto que, los nudillos con que sostenía el arma, se pusieron blancos por la manera en que ejerció presión. Ese incentivo, fue suficiente para que dejara de temblar por la abstinencia y lanzase el arma limpiamente como si se tratase de una flecha.
Sin poderlo evitar, el cambiante cayó cuando su daga atravesó una de sus alas, a unos metros de distancia. En cualquier otra ocasión, Alastor habría sentido pena por haber dañado un ave tan preciosa. Era difícil sentir tal cosa cuando ésta le había robado. Nada se interpondría entre los viales y él. Sin prisa, fue en busca del arma que había atravesado la corteza del árbol. No había forma de que su presa huyese. Si cambiaba con la hoja atravesada, se haría un daño aún más grande. Por su bien, esperaba que no fuese tan estúpido como para hacerlo. El cazador no tenía nada en contra de ningún ser, siempre que no se metiesen con él. Podría perdonarlo, dejarlo atrás, a merced de otros depredadores; mientras él se dirigía hacia la tienda para detener el fuego que quemaba en su interior, devorándolo. Deslizó su dedo índice sobre la filosa hoja mientras caminaba en busca del arma gemela y, por ende, de sus monedas. Una gota escarlata se apresuró a salir por el corte que se hizo. En esa ocasión, la herida no sanó rápidamente. Sin la sangre de Eve, estaba perdiendo cualquier habilidad que como su esclavo había obtenido. El inglés llevó el dedo a su boca para lamerlo. No había nada distintivo en su sabor, a diferencia del éxtasis que le provocaba el beber de un vampiro. Iba a perder la cabeza pronto de seguir por ese camino. No fue sino hasta que encontró al ave herida, que notó su delicadeza. Tenía el ala extendida, donde su daga había perforado por varios centímetros. Maï, asombrosamente, había desaparecido. Alastor se puso en cuclillas, asombrado por el hecho de que, a pesar del dolor que ésta debía estar sintiendo, no había soltado el botín. Se lo arrebató, sacando las monedas del bolso para asegurarse que estaban todas. Merlyn no aceptaría menos. – Esto pasa cuando robas al tipo equivocado. – Sermoneó con enojo. Después de todo, no había sido atacado. Él tenía lo que era suyo y el cambiante, la lección que se merecía. Con delicadeza y dedos temblorosos, pasó la mano sobre el ala. – Ahora cogeré mi arma y me marcharé. Olvidaré que has intentado quitarme lo que promete sacarme de la miseria por esta noche. – Nunca había sonado tan desesperado.
Sin poderlo evitar, el cambiante cayó cuando su daga atravesó una de sus alas, a unos metros de distancia. En cualquier otra ocasión, Alastor habría sentido pena por haber dañado un ave tan preciosa. Era difícil sentir tal cosa cuando ésta le había robado. Nada se interpondría entre los viales y él. Sin prisa, fue en busca del arma que había atravesado la corteza del árbol. No había forma de que su presa huyese. Si cambiaba con la hoja atravesada, se haría un daño aún más grande. Por su bien, esperaba que no fuese tan estúpido como para hacerlo. El cazador no tenía nada en contra de ningún ser, siempre que no se metiesen con él. Podría perdonarlo, dejarlo atrás, a merced de otros depredadores; mientras él se dirigía hacia la tienda para detener el fuego que quemaba en su interior, devorándolo. Deslizó su dedo índice sobre la filosa hoja mientras caminaba en busca del arma gemela y, por ende, de sus monedas. Una gota escarlata se apresuró a salir por el corte que se hizo. En esa ocasión, la herida no sanó rápidamente. Sin la sangre de Eve, estaba perdiendo cualquier habilidad que como su esclavo había obtenido. El inglés llevó el dedo a su boca para lamerlo. No había nada distintivo en su sabor, a diferencia del éxtasis que le provocaba el beber de un vampiro. Iba a perder la cabeza pronto de seguir por ese camino. No fue sino hasta que encontró al ave herida, que notó su delicadeza. Tenía el ala extendida, donde su daga había perforado por varios centímetros. Maï, asombrosamente, había desaparecido. Alastor se puso en cuclillas, asombrado por el hecho de que, a pesar del dolor que ésta debía estar sintiendo, no había soltado el botín. Se lo arrebató, sacando las monedas del bolso para asegurarse que estaban todas. Merlyn no aceptaría menos. – Esto pasa cuando robas al tipo equivocado. – Sermoneó con enojo. Después de todo, no había sido atacado. Él tenía lo que era suyo y el cambiante, la lección que se merecía. Con delicadeza y dedos temblorosos, pasó la mano sobre el ala. – Ahora cogeré mi arma y me marcharé. Olvidaré que has intentado quitarme lo que promete sacarme de la miseria por esta noche. – Nunca había sonado tan desesperado.
Alastor Dantès- Esclavo de Sangre/Clase Alta
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Re: Apariciones | Privado
La vida como la generosidad del columpio, que encadena antes de enseñar a volar
Por aquél entonces ella volaba con los ojos cerrados, imaginando otro espacio totalmente diferente al que la rodeaba. Pero notaba su cuerpo estrellarse, chocar como otras planetas contra sí. Por aquél entonces ella no se quería mejor, se malquería, y desgraciada su suerte que le apagaba la luz de la más mínima esperanza. Ya no había sol.
Una daga le rozó el ala, pero ella aleteó más fuerte, con ese pequeño corazón de ave golpeándole enérgicamente el pecho, agitándole las plumas con más potencia que cualquier viento, y potenciándole la angustia hasta volar recto, sin mucho sentido. No obstante, acelerar no duró más que un suspiro y pronto, un dolor agudo logró que cayera en picada al suelo, rodando por el impacto y manchándole de sangre el pecho. En la caída, el objeto filoso que se le clavara en el ala se había terminado de incrustar en ella y de hecho la atravesaba. El dolor era insoportable, pero debía hacer algo para salvarse, aquél a quien había robado no era cualquiera, y su mala suerte lo sabía.
El temor por la inquisición regresó a su mente y aleteó desesperada en el suelo, intentando incorporarse pero sin éxito. No era capaz de cambiar, porque prefería que la tomasen por un ave entrenada, si es que quien decidía cazarla era un humano. En su pico sostenía la bolsa que ahora le pesaba más, pero si regresaba a la carpa herida y sin nada, pagaría por días cualquier atención que tuviera que darle Rylan a causa de su torpeza. Al tomar su forma humana seguramente tendría atravesado el brazo y, ese mismo temor, impidió que hiciera nada más.
Los pasos se acercaron, la bolsa con las monedas se fue y el tintineo de quien las cuenta llegó a sus oídos. Ahí podría estrangularla, eliminarla fácil en esa debilidad evidente luego de recordarle que no era él a quién debía robar. “Él”; su voz adquirió una identidad y también más terror en ella, que aleteó con más fuerza cuando sintió de nuevo la daga en una de sus alas, aunque, para su sorpresa, fue retirada. La sangre manó de la herida y eso, sumado al impacto de la caída, logró que se quedara inmóvil, con los ojos cerrados como siempre porque no veía. Intentó respirar lento, pausado, pero tirando con fuerza y constancia de la cuerda de la vida, como siempre. Pero era justo cuando le daba en la cara que deducía que nadie tiraba del otro lado y que Monicke, desorientada, no hacia otra cosa que caminar de puntillas sobre ella.
Y dedujo también que él era humano, le hablaba, pero muchos humanos le hablan a los animales, sin deducir lo que en realidad pueden ser. Lo más probable, pensó ella, es que desapareciera pronto, dándole la posibilidad a ella de cambiar para usar sus piernas y desaparecer en busca de curarse el brazo. Jamás le habían atravesado las alas, pero se sentía como si el ala pudiese desprenderse en cualquier momento. Por lo mismo, agachó la cabeza, la dejó caer como si muriera y dejó de respirar para que él se fuera. Su pecho ya no se agitaba, sus ganas del botín ya desaparecían.
Y permaneció así, hasta que el desespero tomó posesión de ella y con la poca energía que le quedaba se incorporó, batió las alas con toda la fuerza aunque la desgarrara y emprendió un vuelo, bajo pero al fin vuelo. Cruzó un par de árboles, salpicó el cercano suelo con su propia sangre y no se detuvo hasta que chocó con un tronco y cayó al suelo. Y no se oía nada, más que el viento agitar las hojas augurando pronta lluvia. Y entonces cambió, quedando tendida en el suelo, con el brazo sangrando y con moretones en el rostro que poco le importaban y que tampoco notaría. Estaba desnuda, pero tampoco eso importaba, necesitaba descansar, apenas unos minutos, porque después, todo sería correr, todo sería recordarse lo realmente inútil para obtener dinero que era.
Una daga le rozó el ala, pero ella aleteó más fuerte, con ese pequeño corazón de ave golpeándole enérgicamente el pecho, agitándole las plumas con más potencia que cualquier viento, y potenciándole la angustia hasta volar recto, sin mucho sentido. No obstante, acelerar no duró más que un suspiro y pronto, un dolor agudo logró que cayera en picada al suelo, rodando por el impacto y manchándole de sangre el pecho. En la caída, el objeto filoso que se le clavara en el ala se había terminado de incrustar en ella y de hecho la atravesaba. El dolor era insoportable, pero debía hacer algo para salvarse, aquél a quien había robado no era cualquiera, y su mala suerte lo sabía.
El temor por la inquisición regresó a su mente y aleteó desesperada en el suelo, intentando incorporarse pero sin éxito. No era capaz de cambiar, porque prefería que la tomasen por un ave entrenada, si es que quien decidía cazarla era un humano. En su pico sostenía la bolsa que ahora le pesaba más, pero si regresaba a la carpa herida y sin nada, pagaría por días cualquier atención que tuviera que darle Rylan a causa de su torpeza. Al tomar su forma humana seguramente tendría atravesado el brazo y, ese mismo temor, impidió que hiciera nada más.
Los pasos se acercaron, la bolsa con las monedas se fue y el tintineo de quien las cuenta llegó a sus oídos. Ahí podría estrangularla, eliminarla fácil en esa debilidad evidente luego de recordarle que no era él a quién debía robar. “Él”; su voz adquirió una identidad y también más terror en ella, que aleteó con más fuerza cuando sintió de nuevo la daga en una de sus alas, aunque, para su sorpresa, fue retirada. La sangre manó de la herida y eso, sumado al impacto de la caída, logró que se quedara inmóvil, con los ojos cerrados como siempre porque no veía. Intentó respirar lento, pausado, pero tirando con fuerza y constancia de la cuerda de la vida, como siempre. Pero era justo cuando le daba en la cara que deducía que nadie tiraba del otro lado y que Monicke, desorientada, no hacia otra cosa que caminar de puntillas sobre ella.
Y dedujo también que él era humano, le hablaba, pero muchos humanos le hablan a los animales, sin deducir lo que en realidad pueden ser. Lo más probable, pensó ella, es que desapareciera pronto, dándole la posibilidad a ella de cambiar para usar sus piernas y desaparecer en busca de curarse el brazo. Jamás le habían atravesado las alas, pero se sentía como si el ala pudiese desprenderse en cualquier momento. Por lo mismo, agachó la cabeza, la dejó caer como si muriera y dejó de respirar para que él se fuera. Su pecho ya no se agitaba, sus ganas del botín ya desaparecían.
Y permaneció así, hasta que el desespero tomó posesión de ella y con la poca energía que le quedaba se incorporó, batió las alas con toda la fuerza aunque la desgarrara y emprendió un vuelo, bajo pero al fin vuelo. Cruzó un par de árboles, salpicó el cercano suelo con su propia sangre y no se detuvo hasta que chocó con un tronco y cayó al suelo. Y no se oía nada, más que el viento agitar las hojas augurando pronta lluvia. Y entonces cambió, quedando tendida en el suelo, con el brazo sangrando y con moretones en el rostro que poco le importaban y que tampoco notaría. Estaba desnuda, pero tampoco eso importaba, necesitaba descansar, apenas unos minutos, porque después, todo sería correr, todo sería recordarse lo realmente inútil para obtener dinero que era.
Victoria M. Austerlitz- Cambiante Clase Media
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Re: Apariciones | Privado
¿En qué demonios se había convertido? ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! Cerró los ojos con fuerza, a la par que pasaba sus dedos por sus cabellos, tirando de ellos. Desesperación. Frustración. Resignación. Todos esos sentimientos convergían en su mente, colisionando sin piedad dentro de su pecho, haciéndole odiar lo que era. ¿Cómo había terminado siendo tan miserable? ¿Tan patético? Jamás hubiese imaginado que lucharía con un cambiante por unas jodidas monedas. Era rico, maldita sea. Los Dantès poseían un imperio. Su padre, su abuelo, su tatarabuelo – incluso más atrás en su árbol genealógico –, habían trabajado duramente para construir y respaldar aquélla increíble organización de cazadores. Las conexiones que dichos líderes de la Guardia habían creado, era asombrosa, incomparable con nada que hubiese visto antes. Los dosieres que poseían de cada miembro de la realeza, de los personajes con renombre dentro de la sociedad londinense y parisiense – y más allá – era tal que, en manos equivocadas, sería un desastre. Cualquiera mataría por ser él, Alastor Dantès. Lo había visto en la mirada de los otros niños que entrenaban junto con él. Vincent siempre había estado orgulloso de su trabajo, y había esperado que su hijo también lo estuviera; después de todo, un día continuaría con su legado. Pero Al nunca tuvo tiempo de compartir tal visión, pues una noche – una jodida noche – su destino había cambiado. Las palabras pacientes de su padre se convirtieron en puro desdén y pasó de ser su heredero, a ser una carga, una vergüenza. Todo habría sido más fácil si la fiebre se lo hubiese llevado, como había prometido cada infección que había cogido por culpa de las heridas en carne viva; mismas que dejaban los cazadores bajo las órdenes de Vincent, su líder. Su cuerpo era un maldito recordatorio de sus fallas y lo odiaba. Las mujeres con las que se había acostado, habían mirado las marcas y sentido asco. Incluso cuando pagaba por sus honorarios. Pero de eso hacía mucho. Alastor tenía ahora una necesidad más básica que el sexo y eso era conseguir los putos viales.
Si los vampiros no fuesen tan egoístas como para compartir su sangre con un esclavo, él no se vería en el interés de mendigar. Jamás volvería a mandar una carta a su padre pidiéndole ayuda. Vincent lo trataba como un guardián más, enviando su pago cada mes, lo que debería de bastar para cubrir sus necesidades. Excepto que no lo era. Costaban demasiado. Apenas y podía sobrevivir. Abrió los ojos. En esos momentos, mirando al ave muerta; con la respiración contenida, temblando por la falta de su droga, se sintió idiota. ¿Alguna vez había pensado que se preocuparía por unas cuantas monedas? Nunca. Era Alastor. El futuro líder de los Guardianes Dantescos que, como un ángel caído, había perdido sus alas antes siquiera de saber que las necesitaba para volar. Tal como le había arrancado toda oportunidad al cambiante. Sea como sea, necesitaba continuar. Maï volvería y no la quería. No más. No esa noche en especial, donde la derrota se cernía sobre él con crudo pesar. Estaba por abandonar su puesto cuando el ave, aparentemente, resucitó. Una de sus cejas se enarcó con curiosidad y asombro. Por supuesto, ella haría lo que se necesitara para sobrevivir. Admiró su intento de alzar vuelo. Sabía que no llegaría lejos. El daño en su ala, aún no había curado. Era demasiado pronto. ¿O no? Su respuesta llegó en forma de un sonido sordo. Se levantó y limpió las perneras de su pantalón, en un inútil intento de aparentar normalidad. La demencia se leía en su mirada de color desigual, en su ligero temblor, en el sudor que parecía bajar a través de su columna vertebral. Frío. ¡Estaba tan frío! Fue testigo del magnífico cambio. Nunca antes había visto tal cosa, pues no era un cazador común. Su misión, era proteger, no atacaba si no existía una amenaza. Eso, aunado a que el ave era una mujer, le hizo sentir un visceral odio por sí mismo. Incapaz de detenerse, sus pasos le llevaron hasta su lado. Soltó una maldición. Ella, sin duda, era lo más hermoso que había visto en toda su vida. La piel desnuda le invitaba a tocarla. Ni siquiera la sangre en su brazo dañado, hacía disminuir su belleza. Una gota cayó sobre su cabeza y luego otra, los cielos se abrirían, desatando su furia. ¿La mujer o los viales? Desabrochó su chaqueta y la tendió sobre el cuerpo desnudo. La cogió en sus brazos, decidiendo que conseguirá un refugio para ella y entonces, se marcharía. Se demostraría que no era un monstruo, que podía controlarse.
Si los vampiros no fuesen tan egoístas como para compartir su sangre con un esclavo, él no se vería en el interés de mendigar. Jamás volvería a mandar una carta a su padre pidiéndole ayuda. Vincent lo trataba como un guardián más, enviando su pago cada mes, lo que debería de bastar para cubrir sus necesidades. Excepto que no lo era. Costaban demasiado. Apenas y podía sobrevivir. Abrió los ojos. En esos momentos, mirando al ave muerta; con la respiración contenida, temblando por la falta de su droga, se sintió idiota. ¿Alguna vez había pensado que se preocuparía por unas cuantas monedas? Nunca. Era Alastor. El futuro líder de los Guardianes Dantescos que, como un ángel caído, había perdido sus alas antes siquiera de saber que las necesitaba para volar. Tal como le había arrancado toda oportunidad al cambiante. Sea como sea, necesitaba continuar. Maï volvería y no la quería. No más. No esa noche en especial, donde la derrota se cernía sobre él con crudo pesar. Estaba por abandonar su puesto cuando el ave, aparentemente, resucitó. Una de sus cejas se enarcó con curiosidad y asombro. Por supuesto, ella haría lo que se necesitara para sobrevivir. Admiró su intento de alzar vuelo. Sabía que no llegaría lejos. El daño en su ala, aún no había curado. Era demasiado pronto. ¿O no? Su respuesta llegó en forma de un sonido sordo. Se levantó y limpió las perneras de su pantalón, en un inútil intento de aparentar normalidad. La demencia se leía en su mirada de color desigual, en su ligero temblor, en el sudor que parecía bajar a través de su columna vertebral. Frío. ¡Estaba tan frío! Fue testigo del magnífico cambio. Nunca antes había visto tal cosa, pues no era un cazador común. Su misión, era proteger, no atacaba si no existía una amenaza. Eso, aunado a que el ave era una mujer, le hizo sentir un visceral odio por sí mismo. Incapaz de detenerse, sus pasos le llevaron hasta su lado. Soltó una maldición. Ella, sin duda, era lo más hermoso que había visto en toda su vida. La piel desnuda le invitaba a tocarla. Ni siquiera la sangre en su brazo dañado, hacía disminuir su belleza. Una gota cayó sobre su cabeza y luego otra, los cielos se abrirían, desatando su furia. ¿La mujer o los viales? Desabrochó su chaqueta y la tendió sobre el cuerpo desnudo. La cogió en sus brazos, decidiendo que conseguirá un refugio para ella y entonces, se marcharía. Se demostraría que no era un monstruo, que podía controlarse.
Alastor Dantès- Esclavo de Sangre/Clase Alta
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Re: Apariciones | Privado
Sé bien que la torpeza me muerde las muñecas,
y que no habrá pan caliente esta noche.
y que no habrá pan caliente esta noche.
Inútil, como el perro guía de un faro ciego, con habilidades como piel de fruta podrida y sin mangas para esconder un as que le salvara la vida. No había nada que buscar en ella, porque encontrarla era una pérdida de tiempo. La luz de su juventud se había extinguido al tiempo que la de sus ojos, y ahí, recostada sobre la hierba húmeda, se hacía más inútil a cada momento ¿Dónde estaban sus cosas? ¿Dónde estaba ella? Un agudo sonido le invadió los oídos a causa del golpe, y por lo mismo es que no había escuchado los pasos tras de ella. Había cambiado de forma frente a uno de puntería certera, un desconocido que podía ser tan eficaz como su daga de plata. Estando en el suelo, suspiró justo cuando él lanzó una maldición. Un par de gotas más cayeron sobre su cuerpo, como consuelo a una posible despedida.
Monicke se sentía desarticulada, como una muñeca que tiran cuando ya no importa. El brazo atravesado antes por la daga dolía, y continuaba sangrando. Si bien es cierto que los cambiantes sanan velozmente, ella no podía hacerlo por dos razones: Una, las heridas de plata jamás sanaban tan rápido y siempre dejaban marca. Y dos ¿Cómo podría mejorar cuando llevaba durante más de sesenta días una dieta de sólo pan y agua? Rylan no le daba nada más, ella no había llevado dinero suficiente para merecerlo. Pero todo se notaba, su cuerpo era bastante delgado y de apariencia frágil, a pesar de tener la fortaleza propia de su especie, aunque desgastada. Desnuda, mostraba las cicatrices que dejaran las cadenas de plata por las que fuera apresada durante días antes que la lanzaran al mar. Desnuda, no había nada que ocultar. Quien sea que fuera que la viera en ese momento, la tomaría como culpable, como ladrona, como fugitiva y también como moribunda.
Y no había nada por hacer, no así, aunque todo quedó más confuso cuando el zumbido en los oídos desapareció y sintió parte de su cuerpo cubierto por una prenda que no le pertenecía. El aroma del perfume masculino estaba impregnado en esa prenda, el único sentido hábil que le quedaba a Monicke lo sentía claramente y lo declaraba como aquél a quien había intentado robar minutos antes. Pero eso no servía de nada, menos aun cuando sintió su cuerpo desligarse del suelo para pasar a sentir los brazos ajenos. Aunque estaba tan mareada, que ya no diferenciaba de cuando la sujetaban a cuando la empujaban.
Una marcha inició, el dolor del brazo y de la cabeza por tan intenso golpe logró que ella frunciera el ceño, sin abrir aún los ojos. Y no los abriría, no quería que él notara que ella estaba ciega ¿Para qué? si al final eso sería como gritar a la tormenta que no hay con qué defenderse. —Perdóneme, necesitaba mucho el dinero. Por favor déjeme ir, perdóneme— susurró con su mala pronunciación del francés y con un temor que la sobrecogía, que la hacía temblar en los brazos ajenos por más que intentara contenerse. Y era apenas normal, porque apenas si habían pasado dos meses desde el fatídico suceso que le cambiara la vida. Los nervios aún los tenía de porcelana, tan sensibles que se quebrarían en mil pedazos a la menor caída. La salud era de papel, alimentada a medias, con pésimas dormidas y con exigencias frecuentes que no hacían más que hacerla sentir más inútil. Y él, era su nuevo miedo, porque a pesar del mareo, sentía el olor típico de la plata, como si la mantuviera bajo los bolsillos. Debió haber percibido aquello antes de elegirlo como víctima de uno de sus pésimos intentos de hurto.
Monicke se sentía desarticulada, como una muñeca que tiran cuando ya no importa. El brazo atravesado antes por la daga dolía, y continuaba sangrando. Si bien es cierto que los cambiantes sanan velozmente, ella no podía hacerlo por dos razones: Una, las heridas de plata jamás sanaban tan rápido y siempre dejaban marca. Y dos ¿Cómo podría mejorar cuando llevaba durante más de sesenta días una dieta de sólo pan y agua? Rylan no le daba nada más, ella no había llevado dinero suficiente para merecerlo. Pero todo se notaba, su cuerpo era bastante delgado y de apariencia frágil, a pesar de tener la fortaleza propia de su especie, aunque desgastada. Desnuda, mostraba las cicatrices que dejaran las cadenas de plata por las que fuera apresada durante días antes que la lanzaran al mar. Desnuda, no había nada que ocultar. Quien sea que fuera que la viera en ese momento, la tomaría como culpable, como ladrona, como fugitiva y también como moribunda.
Y no había nada por hacer, no así, aunque todo quedó más confuso cuando el zumbido en los oídos desapareció y sintió parte de su cuerpo cubierto por una prenda que no le pertenecía. El aroma del perfume masculino estaba impregnado en esa prenda, el único sentido hábil que le quedaba a Monicke lo sentía claramente y lo declaraba como aquél a quien había intentado robar minutos antes. Pero eso no servía de nada, menos aun cuando sintió su cuerpo desligarse del suelo para pasar a sentir los brazos ajenos. Aunque estaba tan mareada, que ya no diferenciaba de cuando la sujetaban a cuando la empujaban.
Una marcha inició, el dolor del brazo y de la cabeza por tan intenso golpe logró que ella frunciera el ceño, sin abrir aún los ojos. Y no los abriría, no quería que él notara que ella estaba ciega ¿Para qué? si al final eso sería como gritar a la tormenta que no hay con qué defenderse. —Perdóneme, necesitaba mucho el dinero. Por favor déjeme ir, perdóneme— susurró con su mala pronunciación del francés y con un temor que la sobrecogía, que la hacía temblar en los brazos ajenos por más que intentara contenerse. Y era apenas normal, porque apenas si habían pasado dos meses desde el fatídico suceso que le cambiara la vida. Los nervios aún los tenía de porcelana, tan sensibles que se quebrarían en mil pedazos a la menor caída. La salud era de papel, alimentada a medias, con pésimas dormidas y con exigencias frecuentes que no hacían más que hacerla sentir más inútil. Y él, era su nuevo miedo, porque a pesar del mareo, sentía el olor típico de la plata, como si la mantuviera bajo los bolsillos. Debió haber percibido aquello antes de elegirlo como víctima de uno de sus pésimos intentos de hurto.
Victoria M. Austerlitz- Cambiante Clase Media
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Re: Apariciones | Privado
Había dado tan solo unos pasos cuando todo a su alrededor cambió. Él, por supuesto, no lo notó. ¿Quién lo haría? Los árboles que se cernían sobre ellos como centinelas, no eran diferentes a los que habían alrededor de la mansión Dantès, en Inglaterra. Coger a la cambiante en brazos, había desatado ese particular recuerdo. Alastor no era dueño de su mente. Había perdido las llaves a su memoria hacía tanto tiempo. Ese era el costo de su traición. No saber en qué realidad existía, su maldición. Se detuvo abruptamente al ver a su padre, cargando un bulto parecido al que él sostenía. La mirada de Vincent no solo era acusatoria, estaba cargada de odio y de desprecio. El corazón del cazador pareció detenerse por un segundo y enseguida, se disparó en un rápido latir. Había cerrado sus manos sobre el cuerpo desnudo de la fémina, acercándola más a su pecho, como si quisiera protegerla. No. ¡No era cierto! Lo que no quería era mancharla con su vergüenza. Suficiente era que lo hubiese visto desesperado por las monedas. – Tú la mataste. – Las palabras que escupía la boca de su padre, eran más letales que las dagas que utilizaba. El daño que ocasionaban, jamás cicatrizaba. – ¡Yo no quería hacerlo, padre! ¿Cuándo vas a entenderlo? ¡Yo también la amaba! – Sus gritos estaban cargados de ira. Atrás había quedado toda súplica. En realidad, no recordaba alguna vez haber rogado. Había aceptado su culpa, ¿por qué Vincent no podía verlo? – ¿Me amabas? – Le preguntó una voz tras su espalda. Él se envaró, viendo cómo el recuerdo frente a él se disolvía. Maï era una acaparadora. Quería ser el centro de su atención. Negándose a reconocer que la había escuchado, retomó su marcha. – Suéltala, Alastor. No me gusta como la estás sosteniendo. – Esa no sería la primera vez que su hermana expresara sus celos. Para tener sexo, la mayoría de las veces, Alastor se aseguraba de estar malditamente drogado. Si bien ella no se atrevía a estar presente durante el acto, cuando terminaba, jugaba con sus remordimientos; como si alguna jodida vez, pudiese olvidar que estaba muerta, como si alguna vez, ella se lo permitiera.
La lluvia pronto se desató en todo su esplendor, llevándose – ahora sabía - permanentemente a Maï. Su hermana, temía a las tormentas. Solo por ello, él podría quedarse a la intemperie, a merced de los rayos que surcaban el firmamento. Si no tuviese que asegurarle un sitio a la cambiante, eso habría hecho. Las ropas se pegaban a su cuerpo, calándole hasta los huesos. De sus cabellos caían gruesas gotas, mismas que resbalaban por su rostro y caían sobre su carga. Si su vista no fuese más aguda – privilegio de ser un esclavo de sangre – no habría podido continuar bajo esa furiosa cortina que descendía desde los cielos. Más allá, divisó una cabaña deteriorada. No tenía puerta y la mitad del techo se había caído. Por supuesto que había escuchado las palabras de la joven. Su padre, su hermana, ella, ¡Todos! Absolutamente todos, querían reclamar una parte de su alma; pero era esa preciosa voz la que más le atormentaba. Le estaba confirmando que había robado por necesidad, y él, ¡demonios! Él la había herido sin titubear. Que le pidiera perdón, había sido lo más terrible. ¿Se podía sentir más asco por uno mismo? Alastor pensó que sí. – Tú no entiendes. – Murmuró, unos pasos más allá, de pronto necesitando darle una respuesta. No importaba que ella hubiese hecho una petición, no una cuestión. – Si te dejo ir… – No pudo terminar esa frase. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué la necesitaba para no ir corriendo tras su droga? – No importa. – Dijo en su lugar. – No voy hacerte más daño. Solo estoy cuidando de ti. – La sintió temblar en sus brazos y quiso pensar, patéticamente, que era por el frío. – ¿Cuál es tu nombre? – Ahora, había urgencia en su voz. Quería oírla de nuevo. Era un bálsamo para su cuerpo. Conforme se acercaba a su destino, Alastor notó que había empezado a ir más lento. Sabía que una vez estuviesen dentro, no habría más excusas para sostenerla.
– Voy a necesitar que me hables de lo que sea. No me preguntes porqué, solo hazlo, ¿quieres? – Finalmente, subió la escalinata y entró a la cabaña. Dentro, vio algunos muebles viejos. Parecía que sus habitantes habían tenido prisa cuando partieron. Un pedazo de vela estaba pegado a una mesa, pero no había forma de conseguir fuego. Estaban a oscuras, solo protegidos por el techo. O al menos, por lo que quedaba de éste. La dejó cuidadosamente sobre un sillón largo, dubitativo sobre cómo proceder. A pesar de que en teoría no podían coger un resfriado, él sufría por la falta de sangre de vampiro y ella; a pesar de ser una cambiante, no parecía estar en mejores condiciones. De modo que le quitó la chaqueta empapada y por varios segundos solo se limitó a observarla. Su garganta ardió, pero esta vez de deseo. No hizo nada, excepto mirarla. Quería decirle que abriera los ojos y le riñera, justo como había hecho su padre hacía unos instantes, pero sobre todo, quería saber de qué color tenía los iris. – No estás hablando. – Gruñó, no soportando el silencio aplastador que los envolvía. – ¿Está mejor tu brazo? – Se inclinó sobre ella y gotas cristalinas cayeron de sus mechones de pelo a la piel ajena. El cazador frunció el ceño, tentado a seguir el mismo rastro con las yemas de sus dedos. Con más fuerza de la que habría deseado, le cogió el brazo, necesitando ver por sí mismo la herida. A pesar de la oscuridad, sus ojos se habían adaptado, como lo haría de ser un vampiro. – ¿Por qué no sana? – Demandó, ya enojado. – ¿Puedes mirarme siquiera cuando estoy hablando? – La cambiante no había abierto los ojos y él no pudo evitar sentirse castigado. Molesto, retrocedió y comenzó a desabotonar su camisa. – Te guste o no, estaremos atrapados aquí por un tiempo. – La sentencia, había sido dictada. Los viales, tendrían que aguardar, solo un poco más.
La lluvia pronto se desató en todo su esplendor, llevándose – ahora sabía - permanentemente a Maï. Su hermana, temía a las tormentas. Solo por ello, él podría quedarse a la intemperie, a merced de los rayos que surcaban el firmamento. Si no tuviese que asegurarle un sitio a la cambiante, eso habría hecho. Las ropas se pegaban a su cuerpo, calándole hasta los huesos. De sus cabellos caían gruesas gotas, mismas que resbalaban por su rostro y caían sobre su carga. Si su vista no fuese más aguda – privilegio de ser un esclavo de sangre – no habría podido continuar bajo esa furiosa cortina que descendía desde los cielos. Más allá, divisó una cabaña deteriorada. No tenía puerta y la mitad del techo se había caído. Por supuesto que había escuchado las palabras de la joven. Su padre, su hermana, ella, ¡Todos! Absolutamente todos, querían reclamar una parte de su alma; pero era esa preciosa voz la que más le atormentaba. Le estaba confirmando que había robado por necesidad, y él, ¡demonios! Él la había herido sin titubear. Que le pidiera perdón, había sido lo más terrible. ¿Se podía sentir más asco por uno mismo? Alastor pensó que sí. – Tú no entiendes. – Murmuró, unos pasos más allá, de pronto necesitando darle una respuesta. No importaba que ella hubiese hecho una petición, no una cuestión. – Si te dejo ir… – No pudo terminar esa frase. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué la necesitaba para no ir corriendo tras su droga? – No importa. – Dijo en su lugar. – No voy hacerte más daño. Solo estoy cuidando de ti. – La sintió temblar en sus brazos y quiso pensar, patéticamente, que era por el frío. – ¿Cuál es tu nombre? – Ahora, había urgencia en su voz. Quería oírla de nuevo. Era un bálsamo para su cuerpo. Conforme se acercaba a su destino, Alastor notó que había empezado a ir más lento. Sabía que una vez estuviesen dentro, no habría más excusas para sostenerla.
– Voy a necesitar que me hables de lo que sea. No me preguntes porqué, solo hazlo, ¿quieres? – Finalmente, subió la escalinata y entró a la cabaña. Dentro, vio algunos muebles viejos. Parecía que sus habitantes habían tenido prisa cuando partieron. Un pedazo de vela estaba pegado a una mesa, pero no había forma de conseguir fuego. Estaban a oscuras, solo protegidos por el techo. O al menos, por lo que quedaba de éste. La dejó cuidadosamente sobre un sillón largo, dubitativo sobre cómo proceder. A pesar de que en teoría no podían coger un resfriado, él sufría por la falta de sangre de vampiro y ella; a pesar de ser una cambiante, no parecía estar en mejores condiciones. De modo que le quitó la chaqueta empapada y por varios segundos solo se limitó a observarla. Su garganta ardió, pero esta vez de deseo. No hizo nada, excepto mirarla. Quería decirle que abriera los ojos y le riñera, justo como había hecho su padre hacía unos instantes, pero sobre todo, quería saber de qué color tenía los iris. – No estás hablando. – Gruñó, no soportando el silencio aplastador que los envolvía. – ¿Está mejor tu brazo? – Se inclinó sobre ella y gotas cristalinas cayeron de sus mechones de pelo a la piel ajena. El cazador frunció el ceño, tentado a seguir el mismo rastro con las yemas de sus dedos. Con más fuerza de la que habría deseado, le cogió el brazo, necesitando ver por sí mismo la herida. A pesar de la oscuridad, sus ojos se habían adaptado, como lo haría de ser un vampiro. – ¿Por qué no sana? – Demandó, ya enojado. – ¿Puedes mirarme siquiera cuando estoy hablando? – La cambiante no había abierto los ojos y él no pudo evitar sentirse castigado. Molesto, retrocedió y comenzó a desabotonar su camisa. – Te guste o no, estaremos atrapados aquí por un tiempo. – La sentencia, había sido dictada. Los viales, tendrían que aguardar, solo un poco más.
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Re: Apariciones | Privado
"...lo mejor que me han dado sin tener que pedirlo, es por muerta"
Monicke jamás supo despedirse, y tampoco iba a hacerlo ahora. Las situaciones siempre se le adelantaban y terminaba desapareciendo de cualquier lugar en un parpadeo, uno de esos que dan los que sí pueden ver y elegir hacia donde se dirigen. Ella en cambio, vivía bajo las determinaciones de otros. Así lo había dictado su condición de cambiante.
Su cuerpo desnudo sintió las manos ajenas cerrarse con fuerza allí donde la sostenían, y su mejilla quedó apoyada en el pecho de quien antes la atacara. Estaba más cerca de su captor, pero no por eso más tranquila. Incluso, casi sentía la plata a través de la ropa, como un gato que se afila las uñas con la piel de su dueño, creyendo que no le duele, pensando que es de cariño. Pero ¿Quién más estaba allí? Él levantó la voz, dirigiéndose a un padre que ella tampoco había sentido llegar ¿Tanto le había afectado el golpe contra el árbol? El grito no lo era todo, allí donde se recostaba su mejilla, también se sentía el corazón. Y ahora latía veloz, se había agitado por la llegada de alguien más, ese que Monicke no había podído sentir. Y ella se puso rígida en sus brazos. La presencia de más de un hombre cerca la aterraba en demasía y un sollozo se escuchó contra el pecho ajeno. Lloraba de nuevo, recordaba otra vez y las coincidencias ya eran demasiadas: Enojo, dos hombres, la plata, ella herida…
Pese a todo, el avance continuó y una torrencial lluvia se desató sin misericordia sobre ellos ¿Qué era entonces lo que había sucedido? Ninguna voz se escuchaba, tampoco se sentían pasos tras de ellos. Sólo repiqueteaban las gotas golpeando contra el suelo, los pesados pasos del hombre que la cargaba al hacer presión contra los charcos y los truenos que no se sentían caer muy lejos. Ah sí, y los sollozos de ella desapareciendo, lavados por el silencio y por la lluvia.
Y él tenía razón, ella no entendía nada, porque toda su vida se convertía en trazos sin sentido ni rumbo, pero tan filosos que parecían flechas disparando hacia ella. Sus labios prefirieron callar, porque aún no le cabía en la cabeza cómo él, precisamente, podía decir que la cuidaba. Y allí fue que el temblor volvió. Lejos de la lluvia era el frío del invierno el que se calaba hasta los huesos, pasando factura de cada comida pendiente y de cada fiebre no atendida correctamente. —Monicke— respondió bajito, débil, dando todo por perdido en cada una de las letras. Aun así, tenía derecho de permanecer en su silencio, porque no iba a abrir la boca cuando creía que se esperaban de ella confesiones. Ya no había nadie a quien vender, ya ella era demasiada mercancía. Así la trataban. Incluso lo sintió aún más cuando la chaqueta fue retirada de su cuerpo y ella recogió las piernas y se las abrazó, así, sentada, desnuda completamente y tiritando mientras el cabello empapado seguía goteando. El rostro se ocultó entre las rodillas e inútilmente intentó cubrirse con ella misma. No estaba cómoda y el brazo continuaba ardiendo. Él estaba enojado.
—No. Duele igual— respondió asustada. El sentirlo cerca la angustiaba de nuevo y sus dientes se escucharon castañear. —Ahh— se quejó cuando le agarraron el brazo y sintió la sangre fluir de nuevo —Es plata, no sanaré pronto, no puedo— explicó a medias, hablando entrecortado, temiendo el doble. Por lo mismo, deseaba terminarlo todo pronto y necesitaba saberlo — ¿Voy a morir hoy? — se atrevió a preguntarle, suponiendo que esa falta de tacto y el mismísimo ataque eran la muestra de algo. Sin querer, lloraba, quería terminarlo todo de una vez por todas, porque total moriría luego de esa lluvia. Su salud no había estado bien desde que llegara a París y esa noche pondría el punto final. —Perdóneme— volvió a decir —No puedo mirarle. Estoy ciega…— musitó, antes de volver a dejar que su rostro se ocultara de cualquier manera. —¿Podría terminar esto por favor? Nadie va a buscarme. Por favor...—
Su cuerpo desnudo sintió las manos ajenas cerrarse con fuerza allí donde la sostenían, y su mejilla quedó apoyada en el pecho de quien antes la atacara. Estaba más cerca de su captor, pero no por eso más tranquila. Incluso, casi sentía la plata a través de la ropa, como un gato que se afila las uñas con la piel de su dueño, creyendo que no le duele, pensando que es de cariño. Pero ¿Quién más estaba allí? Él levantó la voz, dirigiéndose a un padre que ella tampoco había sentido llegar ¿Tanto le había afectado el golpe contra el árbol? El grito no lo era todo, allí donde se recostaba su mejilla, también se sentía el corazón. Y ahora latía veloz, se había agitado por la llegada de alguien más, ese que Monicke no había podído sentir. Y ella se puso rígida en sus brazos. La presencia de más de un hombre cerca la aterraba en demasía y un sollozo se escuchó contra el pecho ajeno. Lloraba de nuevo, recordaba otra vez y las coincidencias ya eran demasiadas: Enojo, dos hombres, la plata, ella herida…
Pese a todo, el avance continuó y una torrencial lluvia se desató sin misericordia sobre ellos ¿Qué era entonces lo que había sucedido? Ninguna voz se escuchaba, tampoco se sentían pasos tras de ellos. Sólo repiqueteaban las gotas golpeando contra el suelo, los pesados pasos del hombre que la cargaba al hacer presión contra los charcos y los truenos que no se sentían caer muy lejos. Ah sí, y los sollozos de ella desapareciendo, lavados por el silencio y por la lluvia.
Y él tenía razón, ella no entendía nada, porque toda su vida se convertía en trazos sin sentido ni rumbo, pero tan filosos que parecían flechas disparando hacia ella. Sus labios prefirieron callar, porque aún no le cabía en la cabeza cómo él, precisamente, podía decir que la cuidaba. Y allí fue que el temblor volvió. Lejos de la lluvia era el frío del invierno el que se calaba hasta los huesos, pasando factura de cada comida pendiente y de cada fiebre no atendida correctamente. —Monicke— respondió bajito, débil, dando todo por perdido en cada una de las letras. Aun así, tenía derecho de permanecer en su silencio, porque no iba a abrir la boca cuando creía que se esperaban de ella confesiones. Ya no había nadie a quien vender, ya ella era demasiada mercancía. Así la trataban. Incluso lo sintió aún más cuando la chaqueta fue retirada de su cuerpo y ella recogió las piernas y se las abrazó, así, sentada, desnuda completamente y tiritando mientras el cabello empapado seguía goteando. El rostro se ocultó entre las rodillas e inútilmente intentó cubrirse con ella misma. No estaba cómoda y el brazo continuaba ardiendo. Él estaba enojado.
—No. Duele igual— respondió asustada. El sentirlo cerca la angustiaba de nuevo y sus dientes se escucharon castañear. —Ahh— se quejó cuando le agarraron el brazo y sintió la sangre fluir de nuevo —Es plata, no sanaré pronto, no puedo— explicó a medias, hablando entrecortado, temiendo el doble. Por lo mismo, deseaba terminarlo todo pronto y necesitaba saberlo — ¿Voy a morir hoy? — se atrevió a preguntarle, suponiendo que esa falta de tacto y el mismísimo ataque eran la muestra de algo. Sin querer, lloraba, quería terminarlo todo de una vez por todas, porque total moriría luego de esa lluvia. Su salud no había estado bien desde que llegara a París y esa noche pondría el punto final. —Perdóneme— volvió a decir —No puedo mirarle. Estoy ciega…— musitó, antes de volver a dejar que su rostro se ocultara de cualquier manera. —¿Podría terminar esto por favor? Nadie va a buscarme. Por favor...—
Victoria M. Austerlitz- Cambiante Clase Media
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Re: Apariciones | Privado
Si ella supiera con quién demonios estaba atrapada en esa cabaña, habría evitado provocarlo. La cambiante temía al ser equivocado. No debía preocuparse por el cazador, ni siquiera por el hombre, pero sí por el esclavo. Su enfermedad, le volvía impredecible. La abstinencia, más temprano que tarde, se presentaría para cobrar su peaje. En sus ojos extraños, de color desigual, se podía tener un atisbo de la locura que dirigía cada uno de sus pasos. El fuego, consumador, crecía; y él ardía, pero su destino, no era terminar en cenizas. Tan furioso como estaba, no había caído en cuenta de que, al despojarse de su camisa, exponía cada una de las marcas que los cazadores habían inmortalizado sobre su piel. La había desabotonado completamente, cuando finalmente recordó por qué no solía estar desnudo alrededor de las mujeres. A la mitad de ellas, les había provocado incomodidad el ver las cicatrices y; a la otra, repudio ante la idea de verse obligadas a tocarlo. Suponía que debía estar agradecido de que no fingieran que estar con él, significaba algo. Alastor odiaba la falsedad. No saber qué era real o imaginario, era suficiente para mantenerlo ocupado. No necesitaba añadir a su lista, tener que despojar de cualquier máscara a sus adversarios. Tampoco podía culparlas por mostrar tan abiertamente su sentir. Él mismo, establecía los términos. Nadie se tocaba más de lo necesario. Detestaba las caricias. Desde pequeño, se le había enseñado que el dolor, era lo único que debía estar en sintonía con su cuerpo. Su padre, creía firmemente que cualquier clase de afecto, convertía a un hombre en un enclenque. Maï, había sido la excepción a la regla. La niña, que era el mismo retrato de su difunta madre, había tocado el corazón negro de Dantès; pero con su muerte, se había renovado la creencia de que sentir era una debilidad que ninguno de sus cazadores debía tener, especialmente él. Su vergüenza, era su aliado. ¿Quién podría desearlo en ese estado? Ahora, se arrepentía de haber insistido en que la joven le mirara. ¿Qué vería? A un demente, con el mismo lema repitiéndose en su cuerpo como una puta plana, con un dragón tatuado en su espalda y la horripilante cruz tachándolo como lo más vil entre los Guardianes Dantescos. ¡Qué absurdo que el nombre de esa Organización derivase de su apellido! Pero más absurdo e irónico era, que el único que debía sentirse orgulloso, fuese desleal a sus principios y a sus miembros. Decidido a mantener sus ropas para comodidad de su compañera hasta que la tormenta pasase, apartó la mirada del cuerpo desnudo de la cambiante. Monicke, se recordó. Ella le había complacido, ya fuese por miedo a represalias o por resignación, pero Alastor no iba a quejarse. Sin embargo, el placer de esa victoria fue jodidamente efímera, más fugaz que una estrella cayendo del firmamento.
Una vez más, le acusaba de asesino, ¡y lo era! Entonces, ¿por qué, maldita sea, le molestaba tanto que lo hiciera? Era el tono en su voz, la suavidad de sus palabras, la fragilidad que representaba, la belleza que poseía, el miedo que irradiaba, las lágrimas que surcaban su mejilla y que la lluvia, ahora no disfrazaba. Era el sentimiento que evocaba, ese que estaba enterrado bajo capas y capas de tierra, rodeado de alimañas y telarañas. ¡Era ella! No lo culpaba, no realmente, solo aceptaba que pronto podía descansar en los brazos de la muerte. Lo convertía en su salvador, a pesar de ser su posible ejecutor; pero ignoraba que él era tinieblas, mientras que ella era luz. ¡No pudo responderle! No le daba tregua. Una y otra vez, ganaba esa batalla sin proponérselo. ¡No dejaba de sorprenderlo! ¿Qué se supone se responde a eso? Hasta donde sabía, los cambiantes no nacían con incapacidades. – ¿Te atreves a mentirme? – Preguntó con desesperación. Necesitaba comprender, pero sobre todo; necesitaba que su confesión, fuese una cruel mentira dicha, en su afán de lastimarlo. – Me robaste. Parecías saber lo que hacías. – Ahora, era él quien la acusaba. Cruzó la distancia que los separaba, misma que él se había autoimpuesto para no sucumbir a la tentación de tocarla. Esa vez, lo hizo. Ella, no era la única que temblaba a esas alturas. Él, también lo hacía, aunque no por las mismas razones. El frío y la sed, eran un factor; pero allí estaba, el deseo de brindar consuelo. Desde su hermana, no había vuelto a sentirlo. Quería que lo necesitara. Por una maldita vez, quería ser más que el monstruo que los cazadores forjaron. Le habían sentenciado a los once años, no haría lo mismo con alguien que parecía tan perdido como él lo había estado. Su mano, llena de cicatrices debido al uso de armas de plata, estuvo cerca de posarse sobre el hombro desnudo de la joven. Se arrepintió de inmediato. Esas manos habían servido para lanzar las dagas que le habían perforado un ala. Era un cazador, no un sanador. Dañar, destruir, eliminar, para eso había sido entrenado. – ¿Estarías más cómoda si espero afuera? – Di que no, demonios. No es que le importara estar bajo la fría lluvia, le preocupaba no poder cumplir su petición si decidía querer estar sola. Incapaz de resistirse, su palma áspera acarició la mejilla de la fémina. Se sentía patético. No sabía cómo hacerlo. Monicke se reiría si supiera que era la primera vez que hacía ese tipo de movimientos. – No me gusta dar explicaciones, pero en esta ocasión lo haré; así que escúchame bien, porque no lo repetiré, no vas a morir. Lo que pasó allá afuera fue un accidente. Es lo que nosotros llamamos autodefensa. No tengo nada en contra de tu raza. – Apartó la mano con un gruñido. Se sentía malditamente bien estar así. – Mi nombre es Alastor, si eso te hace sentir en igualdad de condiciones. – Y no sabía que ser un guardián, verdaderamente estaba en mi sangre hasta que te vi, pensó, con frustración. – Lo único que ocurrirá, sino dejas de temblar, será a mí dándote calor corporal. No hay manera de conseguir fuego y la tormenta, no parece próxima a pasar. Puedes intentar calmarte o atenerte a las consecuencias. – La amenaza, salía de sus labios, más brusco de lo esperado. Sería una tortura, tenerla cerca y desnuda.
Una vez más, le acusaba de asesino, ¡y lo era! Entonces, ¿por qué, maldita sea, le molestaba tanto que lo hiciera? Era el tono en su voz, la suavidad de sus palabras, la fragilidad que representaba, la belleza que poseía, el miedo que irradiaba, las lágrimas que surcaban su mejilla y que la lluvia, ahora no disfrazaba. Era el sentimiento que evocaba, ese que estaba enterrado bajo capas y capas de tierra, rodeado de alimañas y telarañas. ¡Era ella! No lo culpaba, no realmente, solo aceptaba que pronto podía descansar en los brazos de la muerte. Lo convertía en su salvador, a pesar de ser su posible ejecutor; pero ignoraba que él era tinieblas, mientras que ella era luz. ¡No pudo responderle! No le daba tregua. Una y otra vez, ganaba esa batalla sin proponérselo. ¡No dejaba de sorprenderlo! ¿Qué se supone se responde a eso? Hasta donde sabía, los cambiantes no nacían con incapacidades. – ¿Te atreves a mentirme? – Preguntó con desesperación. Necesitaba comprender, pero sobre todo; necesitaba que su confesión, fuese una cruel mentira dicha, en su afán de lastimarlo. – Me robaste. Parecías saber lo que hacías. – Ahora, era él quien la acusaba. Cruzó la distancia que los separaba, misma que él se había autoimpuesto para no sucumbir a la tentación de tocarla. Esa vez, lo hizo. Ella, no era la única que temblaba a esas alturas. Él, también lo hacía, aunque no por las mismas razones. El frío y la sed, eran un factor; pero allí estaba, el deseo de brindar consuelo. Desde su hermana, no había vuelto a sentirlo. Quería que lo necesitara. Por una maldita vez, quería ser más que el monstruo que los cazadores forjaron. Le habían sentenciado a los once años, no haría lo mismo con alguien que parecía tan perdido como él lo había estado. Su mano, llena de cicatrices debido al uso de armas de plata, estuvo cerca de posarse sobre el hombro desnudo de la joven. Se arrepintió de inmediato. Esas manos habían servido para lanzar las dagas que le habían perforado un ala. Era un cazador, no un sanador. Dañar, destruir, eliminar, para eso había sido entrenado. – ¿Estarías más cómoda si espero afuera? – Di que no, demonios. No es que le importara estar bajo la fría lluvia, le preocupaba no poder cumplir su petición si decidía querer estar sola. Incapaz de resistirse, su palma áspera acarició la mejilla de la fémina. Se sentía patético. No sabía cómo hacerlo. Monicke se reiría si supiera que era la primera vez que hacía ese tipo de movimientos. – No me gusta dar explicaciones, pero en esta ocasión lo haré; así que escúchame bien, porque no lo repetiré, no vas a morir. Lo que pasó allá afuera fue un accidente. Es lo que nosotros llamamos autodefensa. No tengo nada en contra de tu raza. – Apartó la mano con un gruñido. Se sentía malditamente bien estar así. – Mi nombre es Alastor, si eso te hace sentir en igualdad de condiciones. – Y no sabía que ser un guardián, verdaderamente estaba en mi sangre hasta que te vi, pensó, con frustración. – Lo único que ocurrirá, sino dejas de temblar, será a mí dándote calor corporal. No hay manera de conseguir fuego y la tormenta, no parece próxima a pasar. Puedes intentar calmarte o atenerte a las consecuencias. – La amenaza, salía de sus labios, más brusco de lo esperado. Sería una tortura, tenerla cerca y desnuda.
Alastor Dantès- Esclavo de Sangre/Clase Alta
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Re: Apariciones | Privado
"Eres así, el río sobre el que agachas la cabeza no va a llevársela esta vez."
No era una gripe, era el preludio de la muerte; se decía. Sólo pasarían unos días sin comer ni beber, mientras trataba de volver al campamento gitano con fiebre, delirios y temores que cobraría su tirano por la pérdida sin ningún aviso. Pronto, perdería aún más peso, si es que salía con vida. Pero eso estaría bien, la anemia quizás no la mataría, pero sí lograría que viera estrellitas y fantasías cuando apoyara los pies en el suelo para empezar a andar. Tranquila, se repetía mentalmente. No era un tumor, tan sólo podía perder la movilidad del brazo derecho de por vida si es que esa herida le afectaba más que la piel y se iba a los tendones. Tranquila, tal vez estaba exagerando y, aunque se mordía los labios de dolor, debía dejar de demostrarlo. Suspiró, con sus menos de cuarenta y cinco kilos temblando a causa del temor y el frío. —No— musitó y negó con la cabeza. No mentía, pero no quería demostrarlo. —Pero no quiero abrir los ojos y comprobar de nuevo que jamás volveré a ver— agregó, con el pecho comprimido por aquella visión perdida. Si él la obligaba, debería dejar que sus párpados se levantaran perezosos y desacostumbrados, dejando en evidencia un epitelio corneal ausente, pero que a cambio, ofrecía una opacidad aterradora y medianamente hueca. El color de su iris había sido reemplazado por una capa blanca producto del ácido. Una gota había bastado en cada ojo para hacerla sentirse en el infierno, y para arruinar la posibilidad de conocer y reconocer a cualquiera a través de aquél sentido. Y le aterraba imaginar que otros, pudieran decirle como era que tal suceso lucía. —Me entrenaron para reconocer el olor del dinero, pero le juro que no pude verlo, como tampoco puedo hacerlo ahora— el robo no iba a pasar a un segundo plano. Quizás, él iba a recordarle en cada oportunidad que había pagado por eso. Y aquello se parecía a las historias antiguas, donde en ciertas culturas, le quitaban dedos o incluso la mano a los ladrones para exponer ante todos su vergüenza.
Y de nuevo, no comprendía nada. Menos aún, cuando los dedos ajenos le rozaron la mejilla, temblando, helados, sintiendo también el frío. La cambiante se alarmó, pero no se movió ni un ápice ¿Con quién era entonces que se había encontrado? ¿Por qué en un momento la acusaba y al siguiente parecía querer cuidar de ella? Todo era un absurdo, pero ella no podía pagar la maldad igual. Para entonces, ya se había resignado a que vengar a su familia era una tarea tan inútil como ahora lo era ella —Hace frío afuera. Llueve muy fuerte— susurró, bajando de nuevo la cabeza para ocultarla, pero respondiendo de ese modo que no pretendía que él esperara bajo la torrencial lluvia. Incluso, un trueno se escuchó caer a escasos metros y el lugar en el que estaban, se estremeció, corroborando su determinación de no perdirle que se fuera.
Pero ella seguía viva, y él, presto a dar una explicación, como si buscara tranquilizarla, como si buscara arrancar las astillas del tronco de confrontaciones a las que la exponía sin conocerla. Y ella, tan débil, cedía, porque el primer y más grande error, había sido suyo ¿Qué pasaba si él también necesitaba ese poco dinero para comer? Esa idea le dio como resultado lo que ya sabía: Había elegido mal su víctima. —No me hace falta ver para saber que ha comenzado el invierno. Quédese cerca, si quiere— el terror era evidente en sus palabras, pero el frío era tan aterrador que sentía que las manos y los pies se le dormían a causa de la baja temperatura. Si no se quedaban cerca, morirían de hipotermia. Estúpidamente, Monicke pretendía vivir. No tenía motivos y, aunque suplicaba la muerte, lo que en realidad esperaba, se parecía más a una esperanza. No podía fiarse del todo, pero necesitaba sujetarse con fuerza de la soga que se le tendía en ese momento. Esa soga podría halarla, o ahorcarla. Pero, para ese instante, parecía más querer ser lo primero. —También tiene frío. Lo sentí temblando—.
Una tristeza, no tan repentina, le embargó el corazón y las ideas. Se negó a levantar el rostro entonces y las lágrimas le recorrieron otra vez las mejillas, a escondidas, en silencio. Monicke había estado enferma los últimos días, y se sentía tan aturdida y débil que incluso creía que, más allá de sus deseos, quizás no pasaría de esa noche. Creía no merecer nada por su error, pero prefería tener cerca a Alastor, como le había dicho él que se llamaba. No quería morir de frío, prefería quedarse dormida imaginando algo diferente. Él no necesitaba quedarse tan cerca, sólo era necesario un poco, mientras sentía al menos un poco más de calor, hasta que pudiera dormir y no volver a amanecer con lo de siempre: Incertidumbre, malestar y hambre.
Y de nuevo, no comprendía nada. Menos aún, cuando los dedos ajenos le rozaron la mejilla, temblando, helados, sintiendo también el frío. La cambiante se alarmó, pero no se movió ni un ápice ¿Con quién era entonces que se había encontrado? ¿Por qué en un momento la acusaba y al siguiente parecía querer cuidar de ella? Todo era un absurdo, pero ella no podía pagar la maldad igual. Para entonces, ya se había resignado a que vengar a su familia era una tarea tan inútil como ahora lo era ella —Hace frío afuera. Llueve muy fuerte— susurró, bajando de nuevo la cabeza para ocultarla, pero respondiendo de ese modo que no pretendía que él esperara bajo la torrencial lluvia. Incluso, un trueno se escuchó caer a escasos metros y el lugar en el que estaban, se estremeció, corroborando su determinación de no perdirle que se fuera.
Pero ella seguía viva, y él, presto a dar una explicación, como si buscara tranquilizarla, como si buscara arrancar las astillas del tronco de confrontaciones a las que la exponía sin conocerla. Y ella, tan débil, cedía, porque el primer y más grande error, había sido suyo ¿Qué pasaba si él también necesitaba ese poco dinero para comer? Esa idea le dio como resultado lo que ya sabía: Había elegido mal su víctima. —No me hace falta ver para saber que ha comenzado el invierno. Quédese cerca, si quiere— el terror era evidente en sus palabras, pero el frío era tan aterrador que sentía que las manos y los pies se le dormían a causa de la baja temperatura. Si no se quedaban cerca, morirían de hipotermia. Estúpidamente, Monicke pretendía vivir. No tenía motivos y, aunque suplicaba la muerte, lo que en realidad esperaba, se parecía más a una esperanza. No podía fiarse del todo, pero necesitaba sujetarse con fuerza de la soga que se le tendía en ese momento. Esa soga podría halarla, o ahorcarla. Pero, para ese instante, parecía más querer ser lo primero. —También tiene frío. Lo sentí temblando—.
Una tristeza, no tan repentina, le embargó el corazón y las ideas. Se negó a levantar el rostro entonces y las lágrimas le recorrieron otra vez las mejillas, a escondidas, en silencio. Monicke había estado enferma los últimos días, y se sentía tan aturdida y débil que incluso creía que, más allá de sus deseos, quizás no pasaría de esa noche. Creía no merecer nada por su error, pero prefería tener cerca a Alastor, como le había dicho él que se llamaba. No quería morir de frío, prefería quedarse dormida imaginando algo diferente. Él no necesitaba quedarse tan cerca, sólo era necesario un poco, mientras sentía al menos un poco más de calor, hasta que pudiera dormir y no volver a amanecer con lo de siempre: Incertidumbre, malestar y hambre.
Victoria M. Austerlitz- Cambiante Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/04/2014
Re: Apariciones | Privado
Podría volverme adicto a su voz, pensó, con el ceño fruncido por esa revelación. Monicke no necesitaba meter la mano en su pecho para tocar su corazón. Si no se hubiese forjado exhaustivamente como guardián y cazador, habría jurado que la cambiante estaba utilizando sobre él alguna habilidad como la persuasión o la seducción. Casi quería creer eso. Alastor sabía que, si se lo permitía, se volvería lo único que importase en su vida. Ella era una amenaza, ¡un peligro! ¡La mujer que podía quitarle lo entumecido! No quería que se volviera su eje y, sin embargo, algo le decía que era demasiado tarde para retroceder. Para intentarlo, por supuesto, primero necesitaba desearlo. ¡Pero no quería dejarle! Su fragilidad le atraía, como la Tierra a la Luna. Estaba desesperado, ansiando, añorando. ¡¿Buscando qué demonios?! ¡¿Que se quedase bajo su cuidado?! ¡¿Que olvidase que hacía unos instantes la había lastimado?! Eran dos extraños, ¡maldita sea! ¡Solo sabía su nombre y poco más! Tan cerca como estaban, su aliento le acariciaba. Oír la desolación en sus palabras, mientras contaba por qué no quería abrir los ojos, le marcó de una forma que ni el hierro caliente hizo sobre su piel. Se instaló en su alma. La fémina no había nacido con esa incapacidad y eso solo llevaba a más cuestiones. ¿Qué demonios le había pasado? Si ella hubiese podido mirar sus ojos, habría visto el tormento y el deseo avasallador de castigar a quienes la tocaron. Para derrumbar y apresar a una criatura como ella, se debía tener conocimiento de lo que era. ¡No era de extrañar que le temiera! Solo un cazador, podía haberle hecho aquello. ¿Pero qué clase de enfermo torturaba a sus víctimas? ¿Cuánto dolor le habían infligido? El inglés, se llevó una mano al pecho, pasando con dureza su palma; como si de esa forma pudiese alejar el vacío. Nunca se había sentido tan solo como en ese momento. A pesar de que tenía compañía, la soledad le recordaba una vez más que; incluso rodeado de una multitud, él siempre estaría sin encajar. Monicke escarbaba inmisericorde ese hoyo, haciéndolo más ancho, más profundo. Su pasado, dejaba de importar a su lado. Lo que había padecido en la cámara donde limpiaron su sangre, donde le infligieron azotes o le marcaron como ganado; palidecía ante la empatía que despertaba ella. Alastor solo había deseado una cosa en toda su puta vida y eso había sido, evitar que mataran a su hermana pequeña. No tenía propósitos. Se convirtió en un guardián que no tenía nada que le importara proteger. Si bien podían pagar sus servicios, solo era esclavo de la sangre de su amo. Hasta entonces, su prioridad había sido hacer desaparecer la desazón que arañaba su garganta. Que se mantuviese al lado de la fémina, era una sorpresa.
– Quiero. – Contestó después de varios segundos. Su voz, rasposa, destilaba agradecimiento. Algo dentro de él, le instaba a decir que ese era su deseo, quedarse a su lado. Para cuidar de ti, para que me necesites como yo te necesito, para que seas mi ancla a la realidad, el escape de mis fantasmas. Por esta noche, tal vez por siempre. Un quiero que guardaba tantos secretos, tantos matices, pero sobre todo, un gran significado. No se conocían, pero Alastor no necesitaba hacerlo. Había hecho caer al ave, pero en el proceso, había sido él quien cayese preso. Monicke no había herido un ala, había hecho algo peor, había puesto sus garras en ese órgano vital que latía con poderío solo con mirarla. Ella debía escucharlo. La manera en que lo cautivaba y no solo por su belleza física, sino por la esperanza que representaba. ¿Quién la había entrenado para robar? ¿Por qué no cuidaban de ella? ¡Estaba delgada! Parecía que no había comido por varios días. Tembloroso, no por el frío, sino por el odio hacia el desconocido que la enviaba allí afuera, a sabiendas de los peligros que acechaban entre las sombras, se apartó unos instantes. – Voy a quitarme la ropa. – Explicó, necesitando prepararla para lo que haría a continuación. No quería tomarla por sorpresa, ni que pensara que iba a aprovecharse de ella. – Me quedaré en calzoncillos, pero es necesario que me quite las prendas húmedas para ayudarnos a entrar en calor. Vas a vivir, preciosa. Y cuando salgamos de aquí, dejarás que me asegure que tu brazo está en mejores condiciones. Voy a necesitarlo. – Hablaba con absoluta sinceridad. Se volvería loco si tuviese que pensar en cómo se encontraba o dónde estaba. Se despojó de su camisa y la tendió en el respaldo de uno de los sillones. La necesitaría para ella, cuando pasase la tormenta. Posteriormente, hizo lo mismo con sus pantalones. – Monicke. – Susurró sobre el lóbulo de la joven, que tenía el rostro escondido y que temblaba por culpa del frío. – ¿Me dejarías abrazarte? – Estaba poniendo todo de su parte para no ser un bruto y dar órdenes. Él también estaba sufriendo los estragos del tiempo. Por varios segundos, se quedó mirando el lema de los cazadores en sus brazos y antebrazos. Si ella sabía leer, solo bastaba con que recorriera sus dedos sobre la superficie para reconocer lo que ponía. Se tensó cuando otro pensamiento más lo golpeó. Si tocaba su espalda, sentiría las marcas de los latigazos, los símbolos grabados sobre su piel, las horrendas cicatrices que ocultaba tras su ropa. Allí, frente a ella, aguardando su respuesta, pensó cuán afortunado era por ser testigo de su belleza. Coló su mano para obligarle a alzar el rostro y, sin poder detenerse, acercó su boca a la ajena. Necesitaba probarla, una maldita vez siquiera, antes de que sintiese asco por tener que tocarlo. Fue un beso persuasivo, perezoso, pero no por ello, menos hambriento. Monicke, le robaba el aliento.
– Quiero. – Contestó después de varios segundos. Su voz, rasposa, destilaba agradecimiento. Algo dentro de él, le instaba a decir que ese era su deseo, quedarse a su lado. Para cuidar de ti, para que me necesites como yo te necesito, para que seas mi ancla a la realidad, el escape de mis fantasmas. Por esta noche, tal vez por siempre. Un quiero que guardaba tantos secretos, tantos matices, pero sobre todo, un gran significado. No se conocían, pero Alastor no necesitaba hacerlo. Había hecho caer al ave, pero en el proceso, había sido él quien cayese preso. Monicke no había herido un ala, había hecho algo peor, había puesto sus garras en ese órgano vital que latía con poderío solo con mirarla. Ella debía escucharlo. La manera en que lo cautivaba y no solo por su belleza física, sino por la esperanza que representaba. ¿Quién la había entrenado para robar? ¿Por qué no cuidaban de ella? ¡Estaba delgada! Parecía que no había comido por varios días. Tembloroso, no por el frío, sino por el odio hacia el desconocido que la enviaba allí afuera, a sabiendas de los peligros que acechaban entre las sombras, se apartó unos instantes. – Voy a quitarme la ropa. – Explicó, necesitando prepararla para lo que haría a continuación. No quería tomarla por sorpresa, ni que pensara que iba a aprovecharse de ella. – Me quedaré en calzoncillos, pero es necesario que me quite las prendas húmedas para ayudarnos a entrar en calor. Vas a vivir, preciosa. Y cuando salgamos de aquí, dejarás que me asegure que tu brazo está en mejores condiciones. Voy a necesitarlo. – Hablaba con absoluta sinceridad. Se volvería loco si tuviese que pensar en cómo se encontraba o dónde estaba. Se despojó de su camisa y la tendió en el respaldo de uno de los sillones. La necesitaría para ella, cuando pasase la tormenta. Posteriormente, hizo lo mismo con sus pantalones. – Monicke. – Susurró sobre el lóbulo de la joven, que tenía el rostro escondido y que temblaba por culpa del frío. – ¿Me dejarías abrazarte? – Estaba poniendo todo de su parte para no ser un bruto y dar órdenes. Él también estaba sufriendo los estragos del tiempo. Por varios segundos, se quedó mirando el lema de los cazadores en sus brazos y antebrazos. Si ella sabía leer, solo bastaba con que recorriera sus dedos sobre la superficie para reconocer lo que ponía. Se tensó cuando otro pensamiento más lo golpeó. Si tocaba su espalda, sentiría las marcas de los latigazos, los símbolos grabados sobre su piel, las horrendas cicatrices que ocultaba tras su ropa. Allí, frente a ella, aguardando su respuesta, pensó cuán afortunado era por ser testigo de su belleza. Coló su mano para obligarle a alzar el rostro y, sin poder detenerse, acercó su boca a la ajena. Necesitaba probarla, una maldita vez siquiera, antes de que sintiese asco por tener que tocarlo. Fue un beso persuasivo, perezoso, pero no por ello, menos hambriento. Monicke, le robaba el aliento.
Alastor Dantès- Esclavo de Sangre/Clase Alta
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Re: Apariciones | Privado
Inconsciente, estás disparando a una sombra mientras me oculto en otra
Había una extraña correlación entre el cazador que lastimaba y luego cuidaba, como una canción que suena violenta mientras regresas agotado a casa queriendo dormir ¿Qué era entonces lo que él quería? Ninguno de ellos podía salir del lugar que se estremecía bajo la incesante tormenta y, por lo mismo, debían permanecer juntos a pesar de lo que minutos antes había sucedido. Pero si Alastor tenía de regreso su dinero ¿Qué era lo que lograba que siguiera junto a ella y que incluso la hubiese cargado con tal de ponerla a salvo? Monicke no quería averiguarlo, porque aún temía. Ella no quería preguntar, porque le preocupaba que la silenciaran.
El tenerlo desnudo tampoco le importaba lo suficiente, porque no podía verlo. Pero no quería sentirlo demasiado cerca y que la textura de su piel le recordara a otros, aunque no fuera lo mismo, porque ellos apenas se habían retirado lo necesario para poder violarla, y era justamente eso lo único que el cazador mencionaba que se quedaría en su lugar; pese a que ella no tenía puesto ni siquiera un calcetín. Pero tenía que ser fuerte para no romper en llanto de nuevo, aunque seguramente ya no le quedaban lágrimas. Por lo mismo, tras asentir, pareció encogerse más, sobreprotegiéndose a sí misma de manera inútil, mientras el brazo seguía en el mismo estado y ella sentía que su cabeza daba vueltas, como un animal que desde lo más alto desciende en caída libre. Y así como estaba, fue que la columna se marcó inmisericorde sobre su espalda, como si estuviera a punto de rasgar la piel. La delgadez de la cambiante empezaba a ser crítica aunque ella no se diera cuenta. Las costillas se le podían contar sin dificultad alguna y en las caderas se le dibujaba la escases. El brazo atravesado sangraba pero no disimulaba su pobreza y, en la piel, se le iba coloreando un tono púrpura que no denotaba otra cosa distinta a la debilidad y al frío. La última comida de Monicke había sido hace casi tres días, porque había salido sin autorización de Rylan con tal de volver con unas cuantas monedas. Ya no quería escucharlo quejarse, ni decir que tenía que alimentar dos bocas, una de las cuales se había vuelto inútil. —No voy a resistir a esta noche. Sólo déjeme aquí cuando eso suceda, por favor— musitó, tan bajo que era bastante probable que él ni siquiera la escuchara. No obstante, ella si lo pudo oír claramente a él cuando pidió su autorización para abrazarla ¿Podría negarse? Quizás no, porque prefería morir sintiendo algo como eso, en lugar del desvanecimiento lento y punzante que ya venía padeciendo. Un cambiante fuerte habría resistido mejor toda su noche, pero la situación de ella era diferente, porque lucía como si el destino le escupiera a la cara lo ruin de su condición.
Tras un suspiro de esos que se dan cuando se llora, de nuevo asintió. Su rostro fue obligado sin fuerza a levantarse y aunque fuera inútil, cerró con más fuerza los ojos. Lo que sucedió después, no logró sino un sobresalto que para él sería evidente. La había tomado por sorpresa y tras la alarma que manifestó su cuerpo, se tensó por completo. No pudo bajar el rostro, y tampoco responder nada. Había aprendido que negarse siempre sería peor, lo había aprendido a las malas, a los golpes, a la sangre deslizándose por su rostro tras un par de pesadas bofetadas. — ¿Qué debo hacer? — preguntó de repente, con dificultad, aunque en un tono tan suave que la destruía. Más que sumisa se sabía esclava y, como tal, actuaba. Todas las piezas de su vida estaban perdidas y desarmadas, y ella ofrecía lo que no tenía como si con eso pudiera encontrarlas. Pero esa sería su última noche, se decía, mientras se gritaba desde lejos que la ilusión de una muerte tranquila era pura mentira. Su mano derecha era la maestra de todo lo que quería olvidar la izquierda, pero al final se retorcían juntas, mientras todos se vengaban de ella de a pocos, por nada, por todo.
Ya no se amaba desnuda, aunque no tuviese nada más a lo cual llamarle suyo. Y tampoco se amaba a sí misma, porque ya estaba demasiado rota como para ser amada por nadie. —Yo no quería escapar, pero no quiero volver a la inquisición. Déjeme morir aquí, se lo suplico— si él no había sido testigo del terror, lo podría corroborar ahora a través del tono de su voz. Monicke no había pensado en nada, porque para ella, Alastor era ahora un inquisidor que la había encontrado, y que terminaría con más astucia lo que otros habían empezado. Ahora no le hablaba el temor normal de un débil, sino el horror de una víctima que no controlaba los temblores de su cuerpo. Estaba mal, porque otros la habían arruinado hasta ser capaces de destruirle los nervios.
El tenerlo desnudo tampoco le importaba lo suficiente, porque no podía verlo. Pero no quería sentirlo demasiado cerca y que la textura de su piel le recordara a otros, aunque no fuera lo mismo, porque ellos apenas se habían retirado lo necesario para poder violarla, y era justamente eso lo único que el cazador mencionaba que se quedaría en su lugar; pese a que ella no tenía puesto ni siquiera un calcetín. Pero tenía que ser fuerte para no romper en llanto de nuevo, aunque seguramente ya no le quedaban lágrimas. Por lo mismo, tras asentir, pareció encogerse más, sobreprotegiéndose a sí misma de manera inútil, mientras el brazo seguía en el mismo estado y ella sentía que su cabeza daba vueltas, como un animal que desde lo más alto desciende en caída libre. Y así como estaba, fue que la columna se marcó inmisericorde sobre su espalda, como si estuviera a punto de rasgar la piel. La delgadez de la cambiante empezaba a ser crítica aunque ella no se diera cuenta. Las costillas se le podían contar sin dificultad alguna y en las caderas se le dibujaba la escases. El brazo atravesado sangraba pero no disimulaba su pobreza y, en la piel, se le iba coloreando un tono púrpura que no denotaba otra cosa distinta a la debilidad y al frío. La última comida de Monicke había sido hace casi tres días, porque había salido sin autorización de Rylan con tal de volver con unas cuantas monedas. Ya no quería escucharlo quejarse, ni decir que tenía que alimentar dos bocas, una de las cuales se había vuelto inútil. —No voy a resistir a esta noche. Sólo déjeme aquí cuando eso suceda, por favor— musitó, tan bajo que era bastante probable que él ni siquiera la escuchara. No obstante, ella si lo pudo oír claramente a él cuando pidió su autorización para abrazarla ¿Podría negarse? Quizás no, porque prefería morir sintiendo algo como eso, en lugar del desvanecimiento lento y punzante que ya venía padeciendo. Un cambiante fuerte habría resistido mejor toda su noche, pero la situación de ella era diferente, porque lucía como si el destino le escupiera a la cara lo ruin de su condición.
Tras un suspiro de esos que se dan cuando se llora, de nuevo asintió. Su rostro fue obligado sin fuerza a levantarse y aunque fuera inútil, cerró con más fuerza los ojos. Lo que sucedió después, no logró sino un sobresalto que para él sería evidente. La había tomado por sorpresa y tras la alarma que manifestó su cuerpo, se tensó por completo. No pudo bajar el rostro, y tampoco responder nada. Había aprendido que negarse siempre sería peor, lo había aprendido a las malas, a los golpes, a la sangre deslizándose por su rostro tras un par de pesadas bofetadas. — ¿Qué debo hacer? — preguntó de repente, con dificultad, aunque en un tono tan suave que la destruía. Más que sumisa se sabía esclava y, como tal, actuaba. Todas las piezas de su vida estaban perdidas y desarmadas, y ella ofrecía lo que no tenía como si con eso pudiera encontrarlas. Pero esa sería su última noche, se decía, mientras se gritaba desde lejos que la ilusión de una muerte tranquila era pura mentira. Su mano derecha era la maestra de todo lo que quería olvidar la izquierda, pero al final se retorcían juntas, mientras todos se vengaban de ella de a pocos, por nada, por todo.
Ya no se amaba desnuda, aunque no tuviese nada más a lo cual llamarle suyo. Y tampoco se amaba a sí misma, porque ya estaba demasiado rota como para ser amada por nadie. —Yo no quería escapar, pero no quiero volver a la inquisición. Déjeme morir aquí, se lo suplico— si él no había sido testigo del terror, lo podría corroborar ahora a través del tono de su voz. Monicke no había pensado en nada, porque para ella, Alastor era ahora un inquisidor que la había encontrado, y que terminaría con más astucia lo que otros habían empezado. Ahora no le hablaba el temor normal de un débil, sino el horror de una víctima que no controlaba los temblores de su cuerpo. Estaba mal, porque otros la habían arruinado hasta ser capaces de destruirle los nervios.
Victoria M. Austerlitz- Cambiante Clase Media
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Re: Apariciones | Privado
Alastor se apartó de inmediato, cuando supo que no era bienvenido. Ella no era suya para tocar y tampoco podía obligarla a que lo sacara de ese abismo llamado locura, sólo porque su necesidad, fuera crucial. Monicke tenía que quererlo, verdaderamente hacerlo, para que él se convirtiera en su guardián. ¡¿Pero cómo podría?! La herida que no sanaba, sin importar su condición de cambiante, era el recordatorio latente de que había actuado como verdugo. No era mejor que el ser que la mandaba a robar. Su cuerpo era gobernado por ese deseo aniquilante de beber sangre de vampiro. La manera en que la fémina se había tensado, sólo le había lanzado de lleno a las garras de esa cruda y vil ansiedad. Temblaba ahora, pero no a causa del frío, sino porque su organismo, clamaba por unas gotas más de ese líquido que le entumecería hasta el alma. Estaba roto, al igual que ella. Las piezas se le habían caído en el camino, con los meses, con los años, durante las noches que pasaba vagando por las calles, sin prestar atención a su alrededor. Vivía en su propio mundo, desierto la mayoría de las veces, excepto por la presencia indeseada de Maï. ¿Era egoísta querer arrastrar a alguien más a sus pesadillas? Lo era, maldita sea, y saberlo le hacía sentir una amargura tan poco característico en él. No quería asustarla, pero la frustración lo estaba consumiendo. Se sentía como un reverendo idiota después de tratar de propiciar un beso. En el fondo, pensó que era lo mejor. Quizás si ella le hubiese respondido, habría intentado fundirse en su piel, más allá de hacerla formar parte del aire que respiraba. El inglés, se pasó la mano por sus cabellos mojados, mientras intentaba escoger las respuestas adecuadas a las palabras que ella pronunciaba. ¿Qué debía hacer? ¡¿Qué debía hacer?! ¿Qué más le habían hecho? Podía imaginarla, sin toda esa delgadez marcando sus huesos. Brutalmente hermosa, con unos ojos que le robarían el aliento, con una sonrisa pegada a sus comisuras, toda inocencia, toda mujer para ser descubierta. Sus dedos ansiaban tocarla, para llevarse el frío, no el que la lluvia inclemente había provocado en sus cuerpos, sino la que la helaba por dentro. – ¿Puedes dejar de suplicar? – Pidió, sin ningún sentimiento impreso en su voz. – Comienzo a sentirme como un verdadero bastardo. Te hiero, te arrastro bajo esa monstruosa tormenta y soy incapaz de brindarte cualquier ayuda. –
No mencionó su intento de acercamiento y, cuando le dio la espalda para acercarse a la entrada de la cabaña y mirar la cortina torrencial que caía desde el cielo, pensó que lo más seguro para ella, sería que él esperara afuera. De esa forma, ella no tendría que fingir que le agradaba su compañía. Suponía que debería estar agradecido, Monicke no tocaría las marcas que cubrían su cuerpo, no tendría la oportunidad de sentir curiosidad o, lo que es peor, asco por tener que tocar relieves que lo exiliaban entre los suyos. Cuando habló, parecía que lo hacía otra persona. – No pertenezco a la Inquisición, Monicke. Mi familia, forma parte de un grupo de cazadores que prestan sus servicios, a aquéllos que pueden pagarlos. – Omitió, por obvias razones, cierta información. Ella no necesitaba saber que, en realidad, era su padre quien lideraba a dicho grupo. O que, ahora éstos ya no sólo protegían, sino que buscaban saciar su sed de venganza. Un vampiro, el mismo que lo había hecho esclavo de su sangre, había provocado un efecto dominó. Ellos no se quedarían quietos, no cuando habían tocado a la familia de su líder. Alastor era ahora un enemigo y, si era juzgado, sin duda sería encontrado culpable. Esa noche con la cambiante, había valido la pena por el sólo hecho de que, cuando su padre finalmente arribara a tierras francesas, él tendría algo en que pensar. Pero eso importaría, siempre y cuando, ella mejorara. En su casa, él podría darle las herramientas para que se recuperara. No pediría nada a cambio, incluso si no quería verlo durante su estancia, se lo concedería. ¿Qué importaba? Por una vez, quería hacer aquello para lo que había sido entrenado. Una vocación que había muerto cuando vio el cadáver de su hermana. – ¿Dejarás que me redima? No pude salvarla a ella, pero contigo aún estoy a tiempo. Nada me ha importado desde que la perdí, no me comprenderías, ni siquiera yo me comprendo, pero siento esta terrible necesidad de hacer lo correcto. Alguna vez te has preguntado, ¿cuán diferente habría sido tu vida si hubieses crecido para lo que estabas destinada? Yo me hago esa pregunta siempre y lo que veo, lo que soy, es sólo la parodia del hombre que pude ser. – Dicho eso, salió de la cabaña. Le daría tiempo para pensar su respuesta. Necesitaba el frío, para apagar el fuego que ardía en su interior. ¿Pero era la sed, o el rastro de sus suaves labios unidos a los suyos, lo que sentía?
No mencionó su intento de acercamiento y, cuando le dio la espalda para acercarse a la entrada de la cabaña y mirar la cortina torrencial que caía desde el cielo, pensó que lo más seguro para ella, sería que él esperara afuera. De esa forma, ella no tendría que fingir que le agradaba su compañía. Suponía que debería estar agradecido, Monicke no tocaría las marcas que cubrían su cuerpo, no tendría la oportunidad de sentir curiosidad o, lo que es peor, asco por tener que tocar relieves que lo exiliaban entre los suyos. Cuando habló, parecía que lo hacía otra persona. – No pertenezco a la Inquisición, Monicke. Mi familia, forma parte de un grupo de cazadores que prestan sus servicios, a aquéllos que pueden pagarlos. – Omitió, por obvias razones, cierta información. Ella no necesitaba saber que, en realidad, era su padre quien lideraba a dicho grupo. O que, ahora éstos ya no sólo protegían, sino que buscaban saciar su sed de venganza. Un vampiro, el mismo que lo había hecho esclavo de su sangre, había provocado un efecto dominó. Ellos no se quedarían quietos, no cuando habían tocado a la familia de su líder. Alastor era ahora un enemigo y, si era juzgado, sin duda sería encontrado culpable. Esa noche con la cambiante, había valido la pena por el sólo hecho de que, cuando su padre finalmente arribara a tierras francesas, él tendría algo en que pensar. Pero eso importaría, siempre y cuando, ella mejorara. En su casa, él podría darle las herramientas para que se recuperara. No pediría nada a cambio, incluso si no quería verlo durante su estancia, se lo concedería. ¿Qué importaba? Por una vez, quería hacer aquello para lo que había sido entrenado. Una vocación que había muerto cuando vio el cadáver de su hermana. – ¿Dejarás que me redima? No pude salvarla a ella, pero contigo aún estoy a tiempo. Nada me ha importado desde que la perdí, no me comprenderías, ni siquiera yo me comprendo, pero siento esta terrible necesidad de hacer lo correcto. Alguna vez te has preguntado, ¿cuán diferente habría sido tu vida si hubieses crecido para lo que estabas destinada? Yo me hago esa pregunta siempre y lo que veo, lo que soy, es sólo la parodia del hombre que pude ser. – Dicho eso, salió de la cabaña. Le daría tiempo para pensar su respuesta. Necesitaba el frío, para apagar el fuego que ardía en su interior. ¿Pero era la sed, o el rastro de sus suaves labios unidos a los suyos, lo que sentía?
Alastor Dantès- Esclavo de Sangre/Clase Alta
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Re: Apariciones | Privado
"Para que tu tristeza muda no oyese mis palabras, te hablé bajito."
¿Podría dejar alguna vez de suplicar? Ella misma se lo cuestionaba, porque en el camino, había perdido la capacidad de creerse fuerte, porque le habían mentido mientras ella decía de verdad que no podía más. Las lágrimas y las gotas de lluvia caían como granadas al suelo a las 20:04, y su explosión le detonaba los nervios y la vida. —Tú no tuviste la culpa— se atrevió a decirle —He sido yo quien ha robado a la persona correcta— agregó, sin sentido audible, aunque con miles de razones para ella, que creía que esa noche era la perfecta para morir, con frío, con el aguacero, con alguien que no la gritaba aunque quizás pretendiera terminar de rebanarle la vida. Monicke lucía escandalosamente humana, pese a que todo su dolor parecía proceder de otro mundo.
La inquisición no estaba presente, pero un cazador no era garantía de nada, sobre todo, cuando a él le había quedado claro que Monicke no tenía ni un franco. Ahí como estaba, tenía todo lo que le pertenecía: unos pocos kilos de carne y huesos que pronto alimentarían la tierra; nada más. Incluso, había perdido en el camino la vista por odio, y el gusto por falta de alimento ¿A qué era que sabían las tostadas con mermelada por las mañanas? Y ¿Cómo era el gusto del té con leche para las tardes de lluvia? Monicke se mordió los labios, porque a pesar de su buena memoria, empezaba a descubrir que eso no aplicaba para los sabores, al igual que no podría reemplazar los besos de sus padres justo antes de dormir. Quizás le convenía vivir más en el presente, aprender que eso sería un techo, una calle, unas cuantas migas de pan, la lluvia mojándole los recuerdos y el pisar suave de las flores cuyo color jamás vería. Claro, a veces las noches le sabrían amargo y se preguntaría si llegaría el día de mañana, y el siguiente, hasta que no aparecieran más.
—Háblame mientras me duermo, y déjame aquí si ya no despierto más ¿Sí?— susurró, con una dulzura de quien le suplica a la muerte por tan sólo unos minutos más de vida, o como suplicaría un vampiro por ver el último amanecer mientras se va convirtiendo en ceniza. La voz de él también sonaba triste, aunque quisiera fingir ser fuerte. Tal vez, también estaba roto, de una manera distinta pero al fin roto ¿A quién no habría podido salvar? No convenía preguntar, porque quizás ninguno quería contar demasiado para esa noche, en la que ambos se congelaban y se agitaban con la vieja casa que se estremecía con cada trueno. A lo lejos, se escuchó un árbol caer; aquello era peor de lo que se temía. — ¿Puedes ver algo que nos sirva de abrigo? Lo que quede de un viejo mantel o un trozo de manta podría servirnos— dijo tras un silencio, justo cuando escuchó sus pasos alejarse sin esperar la respuesta a la pregunta que recién había formulado ¿Había ido a ver qué pasaba afuera? Era absurdo, porque si se había quitado la ropa moriría de frío, o enfermaría. Por lo mismo, en un esfuerzo por no mencionar lo obvio sobre ella, intentó salvarlo a él, sólo porque a pesar del mal causado deseaba redimirse —A veces creo que estoy destinada a esto, porque por más que intento escapar, el dolor parece perseguirme. Tengo un destino tan irónico como el de Edipo, ya no puedo cambiar nada aunque con todas mis fuerzas lo intente— suspiró —Sin embargo tú tienes todo lo que necesitas, puedes ver, correr, sentir, desear. Cuando termine la lluvia, vete de aquí, pero no a ser lo que debiste, sino lo que quieras ser— añadió, con unas palabras que hubiese querido aplicar para ella, que tanto deseaba volar pero se detenía cada vez que chocaba contra un árbol.
—Ven, entra de nuevo, por favor cuéntame cómo se ve la lluvia desde aquí dentro, hasta que me duerma. Dime cómo percibes tú la noche— “Hasta que me vaya para siempre” continuó en su mente, creyendo de nuevo que no amanecería más para ella, si es que podía llamarlo así. La diferencia, es que el deseo sólo permanecería en su mente, porque no quería transmitirle más tristeza a quien lloraba por dentro. Y dentro, pero de ella, la fiebre aumentó, y unos cuarenta grados le perlaron la frente mientras se abrazaba a sí misma e intentaba detener ese horrible temblor de todo su cuerpo. De nuevo, todo se hacía difícil; o tal vez no.
La inquisición no estaba presente, pero un cazador no era garantía de nada, sobre todo, cuando a él le había quedado claro que Monicke no tenía ni un franco. Ahí como estaba, tenía todo lo que le pertenecía: unos pocos kilos de carne y huesos que pronto alimentarían la tierra; nada más. Incluso, había perdido en el camino la vista por odio, y el gusto por falta de alimento ¿A qué era que sabían las tostadas con mermelada por las mañanas? Y ¿Cómo era el gusto del té con leche para las tardes de lluvia? Monicke se mordió los labios, porque a pesar de su buena memoria, empezaba a descubrir que eso no aplicaba para los sabores, al igual que no podría reemplazar los besos de sus padres justo antes de dormir. Quizás le convenía vivir más en el presente, aprender que eso sería un techo, una calle, unas cuantas migas de pan, la lluvia mojándole los recuerdos y el pisar suave de las flores cuyo color jamás vería. Claro, a veces las noches le sabrían amargo y se preguntaría si llegaría el día de mañana, y el siguiente, hasta que no aparecieran más.
—Háblame mientras me duermo, y déjame aquí si ya no despierto más ¿Sí?— susurró, con una dulzura de quien le suplica a la muerte por tan sólo unos minutos más de vida, o como suplicaría un vampiro por ver el último amanecer mientras se va convirtiendo en ceniza. La voz de él también sonaba triste, aunque quisiera fingir ser fuerte. Tal vez, también estaba roto, de una manera distinta pero al fin roto ¿A quién no habría podido salvar? No convenía preguntar, porque quizás ninguno quería contar demasiado para esa noche, en la que ambos se congelaban y se agitaban con la vieja casa que se estremecía con cada trueno. A lo lejos, se escuchó un árbol caer; aquello era peor de lo que se temía. — ¿Puedes ver algo que nos sirva de abrigo? Lo que quede de un viejo mantel o un trozo de manta podría servirnos— dijo tras un silencio, justo cuando escuchó sus pasos alejarse sin esperar la respuesta a la pregunta que recién había formulado ¿Había ido a ver qué pasaba afuera? Era absurdo, porque si se había quitado la ropa moriría de frío, o enfermaría. Por lo mismo, en un esfuerzo por no mencionar lo obvio sobre ella, intentó salvarlo a él, sólo porque a pesar del mal causado deseaba redimirse —A veces creo que estoy destinada a esto, porque por más que intento escapar, el dolor parece perseguirme. Tengo un destino tan irónico como el de Edipo, ya no puedo cambiar nada aunque con todas mis fuerzas lo intente— suspiró —Sin embargo tú tienes todo lo que necesitas, puedes ver, correr, sentir, desear. Cuando termine la lluvia, vete de aquí, pero no a ser lo que debiste, sino lo que quieras ser— añadió, con unas palabras que hubiese querido aplicar para ella, que tanto deseaba volar pero se detenía cada vez que chocaba contra un árbol.
—Ven, entra de nuevo, por favor cuéntame cómo se ve la lluvia desde aquí dentro, hasta que me duerma. Dime cómo percibes tú la noche— “Hasta que me vaya para siempre” continuó en su mente, creyendo de nuevo que no amanecería más para ella, si es que podía llamarlo así. La diferencia, es que el deseo sólo permanecería en su mente, porque no quería transmitirle más tristeza a quien lloraba por dentro. Y dentro, pero de ella, la fiebre aumentó, y unos cuarenta grados le perlaron la frente mientras se abrazaba a sí misma e intentaba detener ese horrible temblor de todo su cuerpo. De nuevo, todo se hacía difícil; o tal vez no.
Victoria M. Austerlitz- Cambiante Clase Media
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Re: Apariciones | Privado
¿Ella quería que le hablara mientras dormía? Conforme veía caer las gotas cristalinas, para verlas perecer al hacer contacto con la tierra, Alastor pensó en su petición y en las memorias que traía a colación. Él, había sido el hermano mayor, quien tenía que contar historias a Maï para que ésta se durmiera. Su padre la consentía tanto que, cuando le tocaba trabajar como cazador y líder de la organización, dejaba a su primogénito la tarea de protegerla. Por supuesto, al pequeño Dantès le gustaba. Solía inventarse fantasiosas historias, cada cual para atrapar a su hermana en esos mundos mágicos. ¡Cuán completamente diferente eran las leyendas que su padre le narraba a él! Ahora que lo pensaba, era fácil llegar a la conclusión de que estaba destinado a ser gobernado por la oscuridad. No había escapatorias. Las tinieblas habían llegado a su vida como si de una neblina se tratara, haciéndole perder la visibilidad y, por ende, el rumbo que trazara. ¿Dónde estaba Maï? ¿Iba a volver cuando la tormenta llegase a su fin? Si bien no extrañaba su presencia, ni sus deseos de venganza, era la única que permanecía fielmente a su lado. La cambiante, estaba claro que no lo quería. Para ella, sólo era un desconocido, el maldito cazador que la había lastimado y que; en la primera oportunidad que tuviera, terminaría con su trabajo. El frío de la noche, sirvió para adormecerlo. Sin embargo, el calor que le provocaba la falta de sangre y las alucinaciones que amenazaban con volver si no se concentraba, perdieron fuerza cuando escuchó su suave voz. ¿Cómo podía tocarlo tan profundamente? ¿Qué poder le había dado sobre sí? Alastor movió la cabeza y gruesas gotas cayeron fuera de sus cabellos. Sus ojos desiguales, se movieron hacia ella, clavándose en su rostro. Ella no podía verlo, pero él sí podía empaparse de su presencia. Sin ser consciente de lo que hacía, pronto se encontró regresando.
– Oscura. Fría. Solitaria. Esas serían las palabras que usaría para describirla, pero he descubierto que hay luz catapultada en las sombras y calor en tu cuerpo mientras caminaba bajo la lluvia. Sin embargo, nunca me había sentido tan solo como hasta ahora. Me has hecho consciente de todo lo que he perdido y de lo que jamás llegaré a tener. Creo que, habría preferido seguir en la ignorancia, inmerso en mi propia estupidez y no idiotizado por anhelar aquello que no me está permitido alcanzar. Me has abierto un nuevo camino en éste infierno. Realmente, no hay a donde escapar. Mientras duermes, déjame contarte una historia, quizás aún pueda reconocer al ser que la protagonizó. – Y así, fue como empezó. Le contó sobre Alastor Edmond Dantès, aunque lo hacía como si se tratara de un tercero y no de sí mismo. No usó nombres, no era necesario. Para ella, era sólo una historia, quizás una que había visto suceder. Habló sobre la sonrisa encantadora de su hermana pequeña, la importante tarea de protegerla y, desde luego, su fracaso: como hijo, guardián y hermano. Si supiera que Monicke no recordaría, su fiebre no se lo permitiría. O quizás sí, después de todo, cuando se dio cuenta de que ella ardía, lo único en lo que podía pensar mientras se atrevía a abrazarla de nuevo; era en que su voz, la mantendría anclada a su mundo. ¡¿No era absurdo?! De pronto, salir bajo la tormenta, no parecía ser terrible. Podría llevarla a un lugar más seguro, darle los cuidados que necesitaba y buscar un jodido médico. No iba a perderla, no en esas circunstancias. Si lo hacía, no creía poder mantener la poca cordura que le quedaba.
– Oscura. Fría. Solitaria. Esas serían las palabras que usaría para describirla, pero he descubierto que hay luz catapultada en las sombras y calor en tu cuerpo mientras caminaba bajo la lluvia. Sin embargo, nunca me había sentido tan solo como hasta ahora. Me has hecho consciente de todo lo que he perdido y de lo que jamás llegaré a tener. Creo que, habría preferido seguir en la ignorancia, inmerso en mi propia estupidez y no idiotizado por anhelar aquello que no me está permitido alcanzar. Me has abierto un nuevo camino en éste infierno. Realmente, no hay a donde escapar. Mientras duermes, déjame contarte una historia, quizás aún pueda reconocer al ser que la protagonizó. – Y así, fue como empezó. Le contó sobre Alastor Edmond Dantès, aunque lo hacía como si se tratara de un tercero y no de sí mismo. No usó nombres, no era necesario. Para ella, era sólo una historia, quizás una que había visto suceder. Habló sobre la sonrisa encantadora de su hermana pequeña, la importante tarea de protegerla y, desde luego, su fracaso: como hijo, guardián y hermano. Si supiera que Monicke no recordaría, su fiebre no se lo permitiría. O quizás sí, después de todo, cuando se dio cuenta de que ella ardía, lo único en lo que podía pensar mientras se atrevía a abrazarla de nuevo; era en que su voz, la mantendría anclada a su mundo. ¡¿No era absurdo?! De pronto, salir bajo la tormenta, no parecía ser terrible. Podría llevarla a un lugar más seguro, darle los cuidados que necesitaba y buscar un jodido médico. No iba a perderla, no en esas circunstancias. Si lo hacía, no creía poder mantener la poca cordura que le quedaba.
Alastor Dantès- Esclavo de Sangre/Clase Alta
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Re: Apariciones | Privado
Es la alarma de no latido, justo cuando las últimas migas son las que caen al suelo
Todos los días eran los más tristes de su vida. Todos los días soñaba con sus muertos, y se los recordaba la vida en sueños sobre baldosas frías, donde su piel se mezclaba con el polvo del suelo y las cenizas de ella misma. Dormir no parecía la salida, morir quizás. Por dentro estaba vestida de luto, por fuera con la sangre de sus ojos perdidos y de sus víctimas de guerra, sin ver nada, sintiendo todo. Estaba triste, y conservaba su derecho a estarlo mientras el efecto de la plata se sentía como una gran espina clavada en un brazo que se adormecía primero que el resto. Ella ya se había rendido, como la mayoría que han sido obligados al completo destierro.
—Te has perdido a ti mismo— musitó, justo cuando pudo controlar ese castañeo de dientes que no dejaría dormir a nadie, mientras de paso intentaba acomodarse formandose ovillo, como si fuera un gato, para dejar de sentir el frío y el viento ingresando gotitas a una casa casi tan destruida como ella misma. Y él, sabía ella, estaba allí tan sólo por la tormenta, porque desde que recordaba, jamás había estado en una tan complicada como esa. Los rayos impactaban en árboles que se estremecían o caían, las hojas volaban empapadas al ser arrancadas con fuerza y muchos animales morirían también esa noche; sobre todo las aves, las más frágiles en situaciones como esa, como ella. —Perdón— dijo otra vez, sabiéndose culpable de cada cosa que él le decía. En su interior no había intenciones de maldad, pero parecía ser una capacidad absurda que impactaba a otros, para al final regresar en formas distintas a ella misma. A pesar de todo su compañía se sentía bien, pero ella no podía hacerle bien a nadie.
—Eres tú el de la historia ¿Verdad? — asumió, porque cada palabra de la narración se había sentido pesada, dejando en evidencia el dolor que todo aquello le causaba. Quizás Monicke era imprudente, pero ¿Qué más podía perder? —Perdóname, yo no quería esto— susurró de pronto, y empezó a llorar, con un dolor tan profundo que casi era imposible el no impactar a otros. Con temblor, estiró la mano hacia un lugar cualquiera y su cuerpo se tensionó —No se lo lleven, por favor ¡Padre, no! Él no ha hecho nada ¡Es humano! — las palabras no salían con claridad, incluso mezclaba el francés con el alemán mientras intentaba moverse de alguna manera y alcanzar algo que nadie más veía. Sus pesadillas se volvían reales, había comenzado a alucinar a causa de la fiebre y, de paso, a revivir la noche en que comenzó a perderlo todo. Las lágrimas caían como granadas al suelo, o sobre el cuerpo, detonando una historia que le quemaba la vida con cada trazo. El corazón empezó a latir distinto, como si se resistiera a quebrarse aunque para allá iba, y ella se llevó una mano al pecho, intentando respirar a las malas, pretendiendo vivir sin ser del todo consciente, sin saber porqué. El rostro de la muerte volvió a sus recuerdos, apuñalando lo que quedaba, regresando como el ladrón en la noche que sabe que no puede dejar bien nada. Su desnudez ya no importaba, poco a poco dejaba de ser ella para volver a ser el escalón roto, el cuchillo de cocina que falta, la tiza en la escena del crimen, la que siempre tendrá las manos llenas de sangre por pasear por donde no debía.
—Te has perdido a ti mismo— musitó, justo cuando pudo controlar ese castañeo de dientes que no dejaría dormir a nadie, mientras de paso intentaba acomodarse formandose ovillo, como si fuera un gato, para dejar de sentir el frío y el viento ingresando gotitas a una casa casi tan destruida como ella misma. Y él, sabía ella, estaba allí tan sólo por la tormenta, porque desde que recordaba, jamás había estado en una tan complicada como esa. Los rayos impactaban en árboles que se estremecían o caían, las hojas volaban empapadas al ser arrancadas con fuerza y muchos animales morirían también esa noche; sobre todo las aves, las más frágiles en situaciones como esa, como ella. —Perdón— dijo otra vez, sabiéndose culpable de cada cosa que él le decía. En su interior no había intenciones de maldad, pero parecía ser una capacidad absurda que impactaba a otros, para al final regresar en formas distintas a ella misma. A pesar de todo su compañía se sentía bien, pero ella no podía hacerle bien a nadie.
—Eres tú el de la historia ¿Verdad? — asumió, porque cada palabra de la narración se había sentido pesada, dejando en evidencia el dolor que todo aquello le causaba. Quizás Monicke era imprudente, pero ¿Qué más podía perder? —Perdóname, yo no quería esto— susurró de pronto, y empezó a llorar, con un dolor tan profundo que casi era imposible el no impactar a otros. Con temblor, estiró la mano hacia un lugar cualquiera y su cuerpo se tensionó —No se lo lleven, por favor ¡Padre, no! Él no ha hecho nada ¡Es humano! — las palabras no salían con claridad, incluso mezclaba el francés con el alemán mientras intentaba moverse de alguna manera y alcanzar algo que nadie más veía. Sus pesadillas se volvían reales, había comenzado a alucinar a causa de la fiebre y, de paso, a revivir la noche en que comenzó a perderlo todo. Las lágrimas caían como granadas al suelo, o sobre el cuerpo, detonando una historia que le quemaba la vida con cada trazo. El corazón empezó a latir distinto, como si se resistiera a quebrarse aunque para allá iba, y ella se llevó una mano al pecho, intentando respirar a las malas, pretendiendo vivir sin ser del todo consciente, sin saber porqué. El rostro de la muerte volvió a sus recuerdos, apuñalando lo que quedaba, regresando como el ladrón en la noche que sabe que no puede dejar bien nada. Su desnudez ya no importaba, poco a poco dejaba de ser ella para volver a ser el escalón roto, el cuchillo de cocina que falta, la tiza en la escena del crimen, la que siempre tendrá las manos llenas de sangre por pasear por donde no debía.
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