Lothar Darkwood

→ Hechicería: Habilidad para hacer que cosas sucedan, ya sean a favor o en contra de alguna persona, por medio de conjuros, hierbas y pociones. Esto incluye altos conocimientos de herbolaria que les permiten hacer también curaciones.

→ Percepción del aura: Habilidad para ver las auras de otros seres, cuyos colores indican su humor, identidad y nivel de hostilidad, de este modo saben si están bajo amenaza. Este poder les permite reconocer a licántropos y cambiaformas cuando no están transformados e identificar a los vampiros gracias a su aura pálida.

→ Nigromancia: Habilidad que consiste en la adivinación mediante la consulta a los muertos y sus espíritus o cadáveres. Permite controlar temporalmente a alimañas y criaturas muertas para sus propósitos.

→ Dominación: Capacidad para controlar la voluntad de otro mortal, obligándolo a  hacer cosas sin que pueda evitarlo a pesar de resistirse.

→ Titiritero: Capacidad para adherir un alma errante a un objeto inanimado y controlarlo a voluntad.

La historia de Lothar, no es demasiado larga. Para alguien que pasó la mayor parte de su vida en un orfanato, la historia es demasiado predecible y sufrida. Le dejaron abandonado a las puertas del mismo, cobijado por un par de mantas andrajosas, sin nada más que una cadena rodeada a su cuello, con la estrella de David. Y así fue como le llamaron: David. Predecible, pero ¿Había que darle un nombre al crío no es así? ¿para qué romperse la cabeza buscando un nombre especial? una pista, un nombre. Fácil, sencillo. Con tantos niños hambrientos y abandonados, el tiempo escaseaba en aquellos días.

Así pues, desde aquella noche, David, se unió a la enorme fila de huérfanos en Paris. El numero 135, pabellón “A” de recién nacidos. Los primeros años, no los tiene demasiado claros, pero ciertos chispazos en su memoria le hacen recordar algunos altercados con “amiguitos” de su edad, que abusaban de el por ser más pequeño. David y otro chico más -que luego de varios años se enteró llegó la misma noche de su abandono- eran el blanco de las burlas y abusos de los más grandes.

En algún momento, su instinto de supervivencia le hizo querer protegerle. Eso fue lo que ocurrió, lo que pasó, sin embargo David era demasiado travieso, demasiado vivaz para estarse quieto y seguir reglas, no así su nuevo amigo quien parecía ser más introvertido. Por tal motivo fueron separados por el bienestar de ambos. Una separación más, un despojo. David, siendo tan pequeño, aún no compendia el por qué de aquella situación, por lo que pensó que la culpa la tenía enteramente aquel niño a quien consideró más que eso. “El” le había traicionado. Desde ese instante las cosas cambiaron, aún más. David prefería pasar el tiempo alejado de las multitudes. Siempre solitario, callado, divagando en su propio mundo mental. Como si estuviera ido de la realidad. Por más intentos que hacían las madres que manejaban el orfanato, por reintegrarle, el resultado siempre fue el mismo: Fracaso. Vanos intentos por educarle a la manera tradicional, le trajeron más problemas aún, por su reticencia a seguir las reglas de las “mujeres vestidas de negro”. Castigo tras castigo, pelea tras pelea. Motivos que fueron curtiéndole el carácter, convirtiéndole en un chico agresivo y poco paciente. Apenas había aprendido a leer.

Para cuando la adolescencia llegó, el destino de David de catorce años, era aún más que incierto. Inesperadamente una mañana de invierno, David descubrió que era diferente a los demás huérfanos. Si, todavía más, si acaso eso fuera posible. Algo sucedía con el cada que se encontraba delante de alguna llama encendida. Los colores que fluctuaban entre el naranja amarillo y azul, parecían hechizarle, como un imán. Algo extraño y enigmático tenía aquello que no podía resistirse a su encanto. Cada que podía, robaba caja de cerillas de la cocina, corría a la azotea del inmueble y ahí pasaba largas y largas horas, pensando, meditando. Así fue como comenzó todo, aquella noche en que decidió acercar la llama a una cortina de uno de los dormitorios del segundo piso. La tela de hilos no muy finos, comenzó a arder en su totalidad en cuestión de segundos. El humo no se hizo esperar. Los gritos de los niños muertos de miedo, despertaron a todo mundo en varias cuadras a la redonda. Fue tanto el alboroto, que David, viendo cumplido su cometido, tomó sus pocas pertenencias, se las echó al hombro y huyó de aquel lugar de mala muerte. Abandonó el lugar que más había odiado en su vida. Al que nunca consideró su hogar. Ahora su verdadera casa, sería la calle.

Valiéndose de algunas artimañas, lograba conseguir dinero para sobrevivir. Robando principalmente a personas acomodadas. Robar para él era casi como respirar, era tan sencillo, que sólo bastaba con estirar la mano y aquel objeto que llamara su atención, “volaba por los aires” directo hasta sus manos. Un truco recién descubierto que le facilitaba las cosas. Un truco que guardaba celosamente porque aunque pequeño de edad, sabía que no era del todo normal que le ocurrieran éstas cosas. Siempre que hacía uso de ésta habilidad, recordaba las palabras de la madre superiora: “Eres el mismo demonio David.” quizás si lo era, por eso el abandono a su suerte apenas había nacido. Sus padres no le habían querido, habrían visto en él la maldad. Malditos sean…

Para cuando cumplió dieciséis, aquella noche de su cumpleaños (había decidido que su cumpleaños fuera un 27 de Agosto, fecha en que abandonó el Orfanato) su vida dio un vuelco. Uno más. Se había suscitado una trifulca en una taberna de mala muerte, apostada en lo más oscuro y recóndito de los callejones parisienses. Dos hombres cuchillo en mano pelearon a muerte. El hombre más robusto y ebrio, parecía llevar la delantera, aunque, el más bajo y esbelto arremetió con todas sus fuerzas. La lucha atrajo miradas curiosas, inclusive atrajo a la policía, quien se encargo de dispersar a la muchedumbre. Pero los ojos de David, no perdieron de vista un objeto que cayó al suelo. Perdiéndose entre todo el remolino de gente, se abrió paso, apoderándose de aquella cartera revestida de piel. Dentro había algunos billetes que le permitirían comprar algo decente para cenar, centavos y… La foto de un hombre rubio de ojos azules. Un hombre joven y apuesto. Debajo de la imagen y con letras muy adornadas se podía leer: Lothar Darkwood. Aquel sujeto bien podría pasar por su padre, el también era rubio y de ojos claros por supuesto (de tener un padre, debía ser muy parecido) Un nombre y apellido. Lothar Darkwood, lo repitió varias veces en voz alta. Sonaba mucho mejor que un simple y llano: David. Bien, entonces ya tenía dos regalos aquella noche: Dinero y un nuevo nombre. Ya podía sentirse una persona en toda la extensión de la palabra.

Años más pasaron y él… Sigue viviendo como le gusta vivir. Sin ataduras, haciendo lo que le place, metiéndose en problemas, peleando aquí y allá, amores esporádicos… Todo un capullo.