AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Hermosa {Lyudmilla Blavatsky} Flashback
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Hermosa {Lyudmilla Blavatsky} Flashback
Tabaco, naipes, armas, mujeres y alcohol: Oda a la masculinidad en el centro de París, al interior de un exclusivo club. Se iba la moral en un imparable degradé en cada uno de los asistentes, la mayoría jóvenes adultos en planes de compromiso o recientemente casados. Actividades irresponsables como esas les hinchaba el ego, así como lo haría después engendrar un hijo varón en sus mujeres. Ahora bien, esa nefasta regla se cumplía en toda clase de hombres, excepto en aquellos cuya naturaleza no admitía clasificación alguna. A ese desafortunado grupo lanzado al vacío pertenecía el desdichado cazador. Incómodo, fuera de lugar. Así se sentía Octavien Chevigné en el centro de la viciada estancia, sentado entre pares, mas no entre confidentes. Estaba en continua inspección, lo presentía. El débil Octavien, el cara de nena, el marica que no bebía cerveza, a ese había que vigilarlo. No fuera a ser que saliera desviado. Porque o desvirgabas mujeres en frente a tus pares o no eras un hombre, así como las mujeres que no podían parir, no merecían ser ni consideradas más que como malos ejemplos. Cosas de “gente normal”. ¿Y qué sabía él? Nunca había encajado. No lo haría nunca, porque en vez de abrazar el sable que colgaba de su cintura, herencia familiar, prefería dormir con las palabras de sus historias. Estaba orientado a ellas.
El alcohol lo hizo toser. Nunca aprendería a beber ni tampoco a fumar; el humo le impedía pensar, y él pretendía narrar en su cabeza hasta la muerte. Como si fuera poco, inmediatamente después de estabilizarse en su puesto, sintió una mano femenina circular por su bajo vientre. Alzó la vista y se encontró con una coqueta sonrisa que cada vez se acercaba más, asechando, como buscando algo de él. Octavien arrugó la nariz, asqueado. ¡Dios, esa mujer apestaba a sexo! Se la quitó de encima sin procesar ni el cómo ni el cuándo, como si acabase de quemarse con ella. La desafortunada muchacha impactó contra el piso chillando de espanto ante las risas de los presentes. Ay, ese ortodoxo. No podían creer que fuera hermano de Zaccharie. El culpable de la escena ni miró a la mujer. Prostitutas… destructoras de la romántica visión que guardaba hacia la figura femenina. ¡A su padre le encantaban! Qué insoportable. Aire. ¡Eso necesitaba!
—Iré a hacer ronda. Continúen sin mí, caballeros. —anunció cortante antes de salir hacia el exterior. La excusa del cazador era la que más detestaba emplear para salir de los aprietos, pero a veces ciertos males eran necesarios para acallar otros peores. O al menos eso decía su madre, que en paz descansara.
Así se quedó de pié contra a una columna, deseando por un súbito instante ser fumador como los amigos de la familia para callar la ansiedad. No dejaba de reflexionar; pensamientos le llegaban resbalándole hacia dentro como un diluvio. Quizás por eso necesitaba de hojas en blanco con la misma urgencia que ellos saturaban el hígado.
En vez de eso, una figura irrumpió la quietud de la noche parisina. Pasando por allí, contrastando con el negro del firmamento, Octavien distinguió unas hebras rubias bailando, marcando un ritmo sin música ni tinta, pero rebosante de poesía. La mirada se le iluminó, buscando difuminar la oscuridad que volvía borroso el contorno de lo que vislumbraba. Era una mujer, pero ¡cómo se diferenciaba de la que había huido! Ni siquiera perdió el tiempo fijándose en sus vestimentas como quien tenía dos dedos de frente, oh no. Sólo había que verla, ni siquiera mirarla, sino echarle un vistazo sólo una vez para quedarse, con mucho gusto, pendiente como un idiota, contemplando. ¡Y se hacía llamar a sí mismo un escritor! Qué vergüenza. Podía quemar sus páginas tan pronto como llegara a casa. Qué fortuna para él no poder despegar los ojos; así no la perdería
—Hermosa —fue todo cuanto pudo murmurar para sí, inaudible. El poeta se había quedado sin palabras. Quiso idear versos por arte de magia y recitárselos como fuera, que ella supiera lo que había generado simplemente por pasar por ahí, pero se quedó pasmado, sonriendo como el tonto que era— Sus labios no caben en su boca. Su grácil andar no calza contra las piedras. Usted… usted no tiene lugar en esta tierra.
¿Cuánto tiempo se quedaría mirándola? Hasta que desapareciera de su vista, porque él no la apartaría. Pero entonces vino lo impensado: siguiendo a la musa, venía una sombra siniestra. Los cielos de Octavien se enturbiaron ipso facto; conocía ese caminar a la perfección. Eran los pasos de un depredador, y la presa era… ella.
Los segundos comenzaron a correr tan rápido como la imagen desapareció de los ojos azulados del escritor clandestino. Tenía que actuar rápido. Agradeciendo por única vez la carga familiar que toda su vida había maldecido, empuñó el sable y salió tras el sospechoso. El tiempo que tenía era escaso, así como las oportunidades para que salieran ilesos, pero no analizó lo segundo. No había sido un verdadero cazador hasta esa noche.
Octavien Chevigné- Cazador Clase Alta
- Mensajes : 19
Fecha de inscripción : 30/06/2014
Re: Hermosa {Lyudmilla Blavatsky} Flashback
"El que dice una mentira no sabe qué tarea ha asumido, porque estará obligado a inventar veinte más para sostener la certeza de esta primera."
Alexander Pope
Alexander Pope
Lyudmilla había dejado su hogar envuelta en lágrimas. Víktor no había parado de quejarse, de llamar a Yulia -su difunta esposa- de lanzar maldiciones producto de las alucinaciones febriles, y por último, le había rogado que se quedase a su lado, cuidándolo. Si ella era enfermera, debía mantenerse con él, sosteniendo su mano, protegiéndolo de la enfermedad, como había sido siempre. La rubia, no pudo quedarse mucho tiempo, y el láudano no había hecho su efecto cuando separó lentamente los dedos, que apretaban su pequeña mano. Su padre había separado los párpados levemente, pero a ella le pareció ver ruego en sus pupilas oscurecidas por el padecimiento. La enfermera que lo cuidaba le dio una palmada de aliento en el hombro, y se sentó en la silla que había estado ocupando anteriormente la joven. Lyudmilla siempre creyó que aquella mujer de canas platinadas, que nunca sonreía, pero de gran pericia, conocía su secreto mejor guardado, sin embargo, no había hecho nunca una pregunta, y lo agradecía.
No había podido acicalarse. La enfermedad y la vida real la habían absorbido por completo, había dormido pocas horas, si es que contaban como tal, los pequeños instantes de descanso que Víktor no había lamentado su debilidad, sus pérdidas, la vida a la que había condenado a sus hijos, el pasado, el presente y el futuro que no vislumbraba con lucidez, pero el cual se convertía en pesadillas que lo atormentaban por la noche. Ese día, su hermano tampoco había estado en la casa, y Lyudmilla, por primera vez en mucho tiempo, deseó que fuese un niño, para poder dejarlo durmiendo en su cama, tras haberle leído un cuento. En ocasiones, de las cuales se arrepentía rápidamente, deseaba volver al calabozo que los mantuvo prisioneros tanto tiempo. Allí era ajena a todo, sólo tenía a Rhostislav y la esperanza, y eso era mucho más de lo que poseía en su actualidad. En la cárcel, su virginidad estaba intacta, no se abría de piernas para el mejor postor, ni siquiera mostraba su piel. El único contacto era con su hermano, aún pequeño, miedoso y desprotegido.
Lamentaba tener que llegar al burdel con los ojos hinchados, rojizos y llorosos, con el cabello desarreglado y sus ropas decentes. Había olvidado su peluca colorada en el armario de su habitación, y no le gustaba usar la que le prestaba la madame que las regenteaba, la hacía sentir aún más sucia. Sin embargo, aceptaba su suerte con resignación, ya sin hacerse preguntas, sin evocar la felicidad, ni siquiera sin aspirar a ella. Lyudmilla había abandonado sus sueños, y se había moldeado al destino que le había tocado, con la creencia de que era lo mejor para todos. La consolaba poder comprar las medicinas para su padre, hacerle regalos costosos a Rhostislav, hacer alguna mínima refacción para mejorar su morada, darles de comer bien a su familia y las dos empleadas, y también, por intermediación de clientes de renombre, conseguir que especialistas de gran prestigio atendiesen a Víktor por una suma mucho menor a la que cobraban habitualmente.
A pocas cuadras del prostíbulo, alzó la vista, que la había mantenido clavada en el empedrado de las calles. Su mirada, por un instante, cruzó la de un extraño, pero fue tan fugaz, que no prestó más atención que a los pasos que venían siguiéndola desde hacía varios metros. La rubia había perdido la capacidad de temer, se refugiaba tras la ropa liviana y la cabellera artificial, y era capaz de todo. Sin embargo, con aquel aspecto de mujer corriente, de familia, su pelo rubio mecido por la suave brisa y por la caminata, se sintió completamente desnuda ante los ojos del vampiro que la seguía. Había murmurado su nombre cuando la observó pasar frente a un callejón, y supo de su naturaleza porque la había reconocido por su olor, ya que en su trabajo cambiaba por completo. Deseó que él encontrase la voluntad de interceptarla en el burdel, que esperase que llegase y se convirtiese en aquella ramera capaz de todo para satisfacer. Pero no, sus ruegos fueron vanos, y cuando la tomó del brazo con violencia, obligándola a girar, no pudo ocultar el temor en su mirada.
—Hermosa tu cabellera, cariño. Nunca había tenido la posibilidad de observarla —tomó uno de sus bucles dorados y se lo llevó a la nariz, inspirando sonoramente. —Siempre hueles tan bien…
—Déjame, por favor. Te veré más tarde, pero déjame llegar —murmuró. No se atrevía a pedir ayuda, no quería involucrar a nadie en aquel acto.
—Me gustas así, pareces una mujer de familia respetable. Tan natural, tan indefensa, tan asustada. Nunca te había visto de ésta manera, y me excitas tanto… —le rodeó la cintura y la pegó a su cuerpo. —Lyudmilla, Lyudmilla… —murmuró.
—Basta, por favor —le apoyó las manos en el pecho, intentando separarse, sabiendo que sería en vano.
La rubia dio un respingo cuando la mano del vampiro se apoyó en su pecho y le rasgó el vestido, dejando expuestos parte de sus senos. Rezó para que fuera rápido, para que la arrastrase donde nadie los viese, eyaculara en pocos minutos, le diese el dinero, y la dejase continuar con su camino. Sin embargo, no podía relajar su cuerpo, sus puños se mantenía apretados y se clavaba las uñas en las palmas, provocándose dolor. También había contraído los dedos de sus pies, que de pronto le parecieron demasiado grandes en zapatos pequeños, había dejado de respirar, y un par de lágrimas de horror se sumaron a las de tristeza que no la habían abandonado en todo el trayecto hasta el lugar. <<Dios, por favor…>> rogó, y cerró los ojos, esperando un milagro.
No había podido acicalarse. La enfermedad y la vida real la habían absorbido por completo, había dormido pocas horas, si es que contaban como tal, los pequeños instantes de descanso que Víktor no había lamentado su debilidad, sus pérdidas, la vida a la que había condenado a sus hijos, el pasado, el presente y el futuro que no vislumbraba con lucidez, pero el cual se convertía en pesadillas que lo atormentaban por la noche. Ese día, su hermano tampoco había estado en la casa, y Lyudmilla, por primera vez en mucho tiempo, deseó que fuese un niño, para poder dejarlo durmiendo en su cama, tras haberle leído un cuento. En ocasiones, de las cuales se arrepentía rápidamente, deseaba volver al calabozo que los mantuvo prisioneros tanto tiempo. Allí era ajena a todo, sólo tenía a Rhostislav y la esperanza, y eso era mucho más de lo que poseía en su actualidad. En la cárcel, su virginidad estaba intacta, no se abría de piernas para el mejor postor, ni siquiera mostraba su piel. El único contacto era con su hermano, aún pequeño, miedoso y desprotegido.
Lamentaba tener que llegar al burdel con los ojos hinchados, rojizos y llorosos, con el cabello desarreglado y sus ropas decentes. Había olvidado su peluca colorada en el armario de su habitación, y no le gustaba usar la que le prestaba la madame que las regenteaba, la hacía sentir aún más sucia. Sin embargo, aceptaba su suerte con resignación, ya sin hacerse preguntas, sin evocar la felicidad, ni siquiera sin aspirar a ella. Lyudmilla había abandonado sus sueños, y se había moldeado al destino que le había tocado, con la creencia de que era lo mejor para todos. La consolaba poder comprar las medicinas para su padre, hacerle regalos costosos a Rhostislav, hacer alguna mínima refacción para mejorar su morada, darles de comer bien a su familia y las dos empleadas, y también, por intermediación de clientes de renombre, conseguir que especialistas de gran prestigio atendiesen a Víktor por una suma mucho menor a la que cobraban habitualmente.
A pocas cuadras del prostíbulo, alzó la vista, que la había mantenido clavada en el empedrado de las calles. Su mirada, por un instante, cruzó la de un extraño, pero fue tan fugaz, que no prestó más atención que a los pasos que venían siguiéndola desde hacía varios metros. La rubia había perdido la capacidad de temer, se refugiaba tras la ropa liviana y la cabellera artificial, y era capaz de todo. Sin embargo, con aquel aspecto de mujer corriente, de familia, su pelo rubio mecido por la suave brisa y por la caminata, se sintió completamente desnuda ante los ojos del vampiro que la seguía. Había murmurado su nombre cuando la observó pasar frente a un callejón, y supo de su naturaleza porque la había reconocido por su olor, ya que en su trabajo cambiaba por completo. Deseó que él encontrase la voluntad de interceptarla en el burdel, que esperase que llegase y se convirtiese en aquella ramera capaz de todo para satisfacer. Pero no, sus ruegos fueron vanos, y cuando la tomó del brazo con violencia, obligándola a girar, no pudo ocultar el temor en su mirada.
—Hermosa tu cabellera, cariño. Nunca había tenido la posibilidad de observarla —tomó uno de sus bucles dorados y se lo llevó a la nariz, inspirando sonoramente. —Siempre hueles tan bien…
—Déjame, por favor. Te veré más tarde, pero déjame llegar —murmuró. No se atrevía a pedir ayuda, no quería involucrar a nadie en aquel acto.
—Me gustas así, pareces una mujer de familia respetable. Tan natural, tan indefensa, tan asustada. Nunca te había visto de ésta manera, y me excitas tanto… —le rodeó la cintura y la pegó a su cuerpo. —Lyudmilla, Lyudmilla… —murmuró.
—Basta, por favor —le apoyó las manos en el pecho, intentando separarse, sabiendo que sería en vano.
La rubia dio un respingo cuando la mano del vampiro se apoyó en su pecho y le rasgó el vestido, dejando expuestos parte de sus senos. Rezó para que fuera rápido, para que la arrastrase donde nadie los viese, eyaculara en pocos minutos, le diese el dinero, y la dejase continuar con su camino. Sin embargo, no podía relajar su cuerpo, sus puños se mantenía apretados y se clavaba las uñas en las palmas, provocándose dolor. También había contraído los dedos de sus pies, que de pronto le parecieron demasiado grandes en zapatos pequeños, había dejado de respirar, y un par de lágrimas de horror se sumaron a las de tristeza que no la habían abandonado en todo el trayecto hasta el lugar. <<Dios, por favor…>> rogó, y cerró los ojos, esperando un milagro.
Lyudmilla Blavatsky- Prostituta Clase Media
- Mensajes : 94
Fecha de inscripción : 24/10/2011
Re: Hermosa {Lyudmilla Blavatsky} Flashback
No esperaría a que una mano invisible lo fuera a empujar. Tendría que fabricarse la opción. El hierro que colgaba de sus ropas parecía palpitar, como si quisiera ser usado. Por primera vez, el arma se comunicaba con su usuario. Decidido, un sigiloso Octavien desenvainó silenciosamente su instrumento y comenzó a seguir al individuo por detrás. Cuidaba estar lo suficientemente cerca como para no perder su rastro, pero no tanto como para que éste lo detectara. Sería cuestión de tiempo antes de que los tres individuos que caminaban en cadena se detuvieran.
Pasaron un par de calles hasta que los pasos dejaron de ser regulares para tomar patrones inconstantes. Estaba claro que ella no quería la compañía de ese sujeto. Inmediatamente Octavien tomó posición tras una cercana pared, esperando que el aroma de la fémina aturdiese al blanquecino. Sólo un minuto del poderoso efecto de su sangre de mujer sería óptimo para acabar con su amenaza.
Procurando respirar lo menos posible, el escritor asomó la vista hacia la escena que enclaustraba la estrechez de las calles. Estaban enfrentados mortal e inmortal. Pero ella no se veía muy sorprendida; ¿debía suponer que conocía al sujeto? ¿Y cómo se atrevía éste a llamarla por su nombre? ¿A tocarla de esa manera? Octavien tuvo que molerse las encías para no salir de su escondite en ese momento y despedazar al vampiro no con su espada, sino con sus propias manos. Un ciego deseo propagado por la ira, algo que no lo dejaba pensar. Sólo porque era profundamente criterioso logró escuchar esa voz de la experiencia que le dijo: «Espera. Si quieres salvarla, espera»
—Repugnante —pensó horrorizado ante lo que veía— Quita tus sucias zarpas de ella. —y su mano izquierda bajó por voluntad propia a la espada.
Y pensó: ¿Podía enfrentarlo directamente? Sí, podía hacerlo, y sería la opción más inteligente estando por su cuenta, pero en el cuadro estaba también la desafortunada belleza. Si se presentaba frente a frente, corría el riesgo considerable de que el hijo de belcebú le fracturara le quebrara el cuello a su víctima para beber rápido y luego atacarlo a él con el poder de un ejército gracias a la sangre fresca. No, sería una tontería. Tendría que cometer el deshonor de asesinarlo por la espalda.
—Ahora —se dijo antes de aparecer por la espalda de su blanco y cortar firmemente su cuello.
En ese momento, Octavien maldijo no haberse desempeñado mejor en los entrenamientos como hubiera querido su padre. Envidió a Zaccharie con todo su ser. Ellos hubieran acabado con el inmortal con un movimiento de su espada, pero en lugar de ello, el filo se atoró en la mitad, justo en el nacimiento de la columna del vampiro, el cual, al verse atrapado, se giró con una macabra sonrisa y vio despectivo al menor de una larga dinastía de cazadores. Oh, claro que lo conocía.
—Puerco Chevigné —escupió y rió— El vivo retrato de tu zorra madre.
No era más fuerte, pero era más listo. Así fue que con todas las fuerzas que tenía, Octavien empujó hacia atrás. La presión terminó por decapitar al que, se suponía, viviría para siempre. Podía perdonar muchas cosas, tantas que tenía esa reputación de blando y compasivo. Hasta algunos lo denominaban marica por lo mismo. La carencia de hombría pertenecía al que humillaba a las mujeres.
Se encontraron solos los que renegaban de su ocupación.
—Mademoiselle. Cuánto lo siento. Debí haber sido más rápido —se expresó Octavien visiblemente afectado removiendo su chaqueta y cubriendo la semidesnudez de Lyudmilla— Está bien. No se preocupe. Ya pasó.
Cielo bendito, era incluso más bella de cerca. Sus ojos, sus labios, todo era perfecto.
—Venga, déjeme que la saque de aquí. No quiero exponerla a que vengan más como él.
Pasaron un par de calles hasta que los pasos dejaron de ser regulares para tomar patrones inconstantes. Estaba claro que ella no quería la compañía de ese sujeto. Inmediatamente Octavien tomó posición tras una cercana pared, esperando que el aroma de la fémina aturdiese al blanquecino. Sólo un minuto del poderoso efecto de su sangre de mujer sería óptimo para acabar con su amenaza.
Procurando respirar lo menos posible, el escritor asomó la vista hacia la escena que enclaustraba la estrechez de las calles. Estaban enfrentados mortal e inmortal. Pero ella no se veía muy sorprendida; ¿debía suponer que conocía al sujeto? ¿Y cómo se atrevía éste a llamarla por su nombre? ¿A tocarla de esa manera? Octavien tuvo que molerse las encías para no salir de su escondite en ese momento y despedazar al vampiro no con su espada, sino con sus propias manos. Un ciego deseo propagado por la ira, algo que no lo dejaba pensar. Sólo porque era profundamente criterioso logró escuchar esa voz de la experiencia que le dijo: «Espera. Si quieres salvarla, espera»
—Repugnante —pensó horrorizado ante lo que veía— Quita tus sucias zarpas de ella. —y su mano izquierda bajó por voluntad propia a la espada.
Y pensó: ¿Podía enfrentarlo directamente? Sí, podía hacerlo, y sería la opción más inteligente estando por su cuenta, pero en el cuadro estaba también la desafortunada belleza. Si se presentaba frente a frente, corría el riesgo considerable de que el hijo de belcebú le fracturara le quebrara el cuello a su víctima para beber rápido y luego atacarlo a él con el poder de un ejército gracias a la sangre fresca. No, sería una tontería. Tendría que cometer el deshonor de asesinarlo por la espalda.
—Ahora —se dijo antes de aparecer por la espalda de su blanco y cortar firmemente su cuello.
En ese momento, Octavien maldijo no haberse desempeñado mejor en los entrenamientos como hubiera querido su padre. Envidió a Zaccharie con todo su ser. Ellos hubieran acabado con el inmortal con un movimiento de su espada, pero en lugar de ello, el filo se atoró en la mitad, justo en el nacimiento de la columna del vampiro, el cual, al verse atrapado, se giró con una macabra sonrisa y vio despectivo al menor de una larga dinastía de cazadores. Oh, claro que lo conocía.
—Puerco Chevigné —escupió y rió— El vivo retrato de tu zorra madre.
No era más fuerte, pero era más listo. Así fue que con todas las fuerzas que tenía, Octavien empujó hacia atrás. La presión terminó por decapitar al que, se suponía, viviría para siempre. Podía perdonar muchas cosas, tantas que tenía esa reputación de blando y compasivo. Hasta algunos lo denominaban marica por lo mismo. La carencia de hombría pertenecía al que humillaba a las mujeres.
Se encontraron solos los que renegaban de su ocupación.
—Mademoiselle. Cuánto lo siento. Debí haber sido más rápido —se expresó Octavien visiblemente afectado removiendo su chaqueta y cubriendo la semidesnudez de Lyudmilla— Está bien. No se preocupe. Ya pasó.
Cielo bendito, era incluso más bella de cerca. Sus ojos, sus labios, todo era perfecto.
—Venga, déjeme que la saque de aquí. No quiero exponerla a que vengan más como él.
Octavien Chevigné- Cazador Clase Alta
- Mensajes : 19
Fecha de inscripción : 30/06/2014
Re: Hermosa {Lyudmilla Blavatsky} Flashback
Si algo había aprendido, era que los milagros la rodeaban. Que siguiera con vida, era uno de ellos. Había cruzado un continente, sorteando todo tipo de obstáculos, sometiéndose a lo que fuere, con el sólo fin de conseguir algo para su enfermo padre; trabajaba indignamente para darle de comer a su familia y que a ésta no le faltase nada. Todo aquello era un milagro, especialmente que no hubiera muerto en la cantidad de veces que había corrido riesgos. Encerrada en aquel calabozo que la mantuvo prisionera, en el que vio morir a su madre, en el que no vio la luz durante lo que le pareció una eternidad, había empezado a perder la fe, hasta que la persona que ella había convertido en la personificación del diablo, se convirtió en un ángel salvador, y la sacó junto a su padre y hermano de la prisión. Solía recibir un sobre con dinero, que llegaba misteriosamente a su puerta durante la mañana; sin remitente, sin una nota, sin embargo, Lyudmilla quería creer que aquel hombre con el que había soñado formar una familia, era quien solía colaborar con su economía. Las primeras donaciones las sintió casi como una ofensa, y las fue guardando hasta que decidió dejar su orgullo de lado y agradecer aquel gesto. Se percató que había acumulado una pequeña fortuna, y pudo refaccionar la humilde morada que habitaban.
Quizá porque su existencia entera era un milagro, es que tuvo fe que Dios no la abandonaría en aquel callejón. Y así fue… Todo había ocurrido tan rápido, que cuando abrió los ojos, vio la cabeza del vampiro en un sitio, y el cuerpo separado. No era una mujer que se espantase fácilmente, pero ahogó una exclamación con ambas manos. La sangre la había salpicado, sentía las diminutas gotas rojizas mezclarse con su transpiración. Estaba demasiado asqueada para caer en la cuenta de que alguien había recurrido a ayudarla, por lo que dio un respingo al notar a un hombre que le hablaba, aunque su voz sonaba distante, todavía conmocionada por la escena de la que había formado parte. Se irguió cuando lo vio quitarse la chaqueta, e intentó enfocar sus sentidos en él, y se dio cuenta que él se había convertido en su salvador y que, en ese momento, estaba cubriéndola, como si se tratase de una jovencita en apuros. La invadió la ternura y la gratitud.
—Le…le agradezco profundamente lo que ha hecho por mí —balbuceó mientras acomodaba el cuello del abrigo para posteriormente cerrarlo y cubrir su desnudez. Pudo observarlo de reojo, era joven y elegante, y si bien había actuado con valentía y ferocidad, no tenía el aspecto que se espera de los héroes de los cuentos, ni tenía en su mirada aquel salvajismo que caracteriza a los que hacen del asesinato de sobrenaturales una tarea. Conocía a algunos de ellos; todos engreídos y con aires de superación. Aunque repletos de coraje, eso no podía negárseles. Ella no hubiera tenido jamás el valor ni la frialdad para actuar con tanta rapidez. El miedo, en más de una ocasión, la había paralizado.
—Mi nombre es Lyudmilla, Monsieur —se presentó antes de comenzar a caminar. Le hubiera gustado aferrarse a su brazo, se sentía segura. No obstante, sentía que todo su cuerpo le temblaba. No había sido consciente del terror hasta ese momento, en que no pudo contener el llanto, y rompió a llorar en silencio, con el rostro cubierto por las manos —Lo siento, lo siento… —se disculpó por el ridículo espectáculo que estaba brindando ante un desconocido. <<Papá, Rhos, ¿qué hubiera sido de ustedes si me moría? ¿Qué habría pasado con las deudas, con la medicación, con la comida...? >> La sola idea de dejarlos sin recursos era el mayor motivo de su desmedido ataque de nervios. Alzó levemente el rostro, para inspirar profundo, y exhalar entrecortado, intentando controlarse. —Me ha salvado la vida… Oh Dios mío. ¿Cómo haré para devolverle esto que ha hecho por mí? —se atrevió a mirarlo a los ojos, descubriendo una moral que le exudaba por los poros. Cayó en la cuenta que ante la mirada de aquel muchacho, ella era una simple mujer, y no la prostituta que todos querían poseer. Se sintió más digna que nunca.
Quizá porque su existencia entera era un milagro, es que tuvo fe que Dios no la abandonaría en aquel callejón. Y así fue… Todo había ocurrido tan rápido, que cuando abrió los ojos, vio la cabeza del vampiro en un sitio, y el cuerpo separado. No era una mujer que se espantase fácilmente, pero ahogó una exclamación con ambas manos. La sangre la había salpicado, sentía las diminutas gotas rojizas mezclarse con su transpiración. Estaba demasiado asqueada para caer en la cuenta de que alguien había recurrido a ayudarla, por lo que dio un respingo al notar a un hombre que le hablaba, aunque su voz sonaba distante, todavía conmocionada por la escena de la que había formado parte. Se irguió cuando lo vio quitarse la chaqueta, e intentó enfocar sus sentidos en él, y se dio cuenta que él se había convertido en su salvador y que, en ese momento, estaba cubriéndola, como si se tratase de una jovencita en apuros. La invadió la ternura y la gratitud.
—Le…le agradezco profundamente lo que ha hecho por mí —balbuceó mientras acomodaba el cuello del abrigo para posteriormente cerrarlo y cubrir su desnudez. Pudo observarlo de reojo, era joven y elegante, y si bien había actuado con valentía y ferocidad, no tenía el aspecto que se espera de los héroes de los cuentos, ni tenía en su mirada aquel salvajismo que caracteriza a los que hacen del asesinato de sobrenaturales una tarea. Conocía a algunos de ellos; todos engreídos y con aires de superación. Aunque repletos de coraje, eso no podía negárseles. Ella no hubiera tenido jamás el valor ni la frialdad para actuar con tanta rapidez. El miedo, en más de una ocasión, la había paralizado.
—Mi nombre es Lyudmilla, Monsieur —se presentó antes de comenzar a caminar. Le hubiera gustado aferrarse a su brazo, se sentía segura. No obstante, sentía que todo su cuerpo le temblaba. No había sido consciente del terror hasta ese momento, en que no pudo contener el llanto, y rompió a llorar en silencio, con el rostro cubierto por las manos —Lo siento, lo siento… —se disculpó por el ridículo espectáculo que estaba brindando ante un desconocido. <<Papá, Rhos, ¿qué hubiera sido de ustedes si me moría? ¿Qué habría pasado con las deudas, con la medicación, con la comida...? >> La sola idea de dejarlos sin recursos era el mayor motivo de su desmedido ataque de nervios. Alzó levemente el rostro, para inspirar profundo, y exhalar entrecortado, intentando controlarse. —Me ha salvado la vida… Oh Dios mío. ¿Cómo haré para devolverle esto que ha hecho por mí? —se atrevió a mirarlo a los ojos, descubriendo una moral que le exudaba por los poros. Cayó en la cuenta que ante la mirada de aquel muchacho, ella era una simple mujer, y no la prostituta que todos querían poseer. Se sintió más digna que nunca.
Lyudmilla Blavatsky- Prostituta Clase Media
- Mensajes : 94
Fecha de inscripción : 24/10/2011
Re: Hermosa {Lyudmilla Blavatsky} Flashback
— Octavien Chevigné, señorita Lyudmilla. Es un placer conocer a vuestra merced. —se presentó en una refinada reverencia «el ángel» Chevigné antes de
Mientras caminaban, Octavien miró a Lyudmilla durante algunos momentos que hubiera deseado que se prolongaran indefinidamente como un océano de tiempo, contemplando el rostro suave y más bien curvo de la joven. Su misma suavidad era un atractivo; naturaleza cándida y gentil donde uno podía encontrar la paz de una vida entera. Estaba gélida por dentro, a pesar de que la había cubierto con su abrigo. Si la dejaba en silencio moriría de frío. Y es que aun en la oscuridad notaba que lloraba y que lloraba amargamente, con una angustia aturdida, punzante. Sólo sollozaba desde profundidades insondables de desesperación, con el terrible pesar de una criatura que no conoce agotamiento.
El tiempo pasó inconsciente y desconocido para el Chevigné. El corazón se le retorcía por dentro, exigiéndole que actuara o dejaría de colaborar. ¿Así eran las llamadas oportunidades que aparecían una vez en la vida?
Enlenteció la caminata de repente. Tenía que decir algo, lo que fuera. Y lo hizo mirándola a los ojos.
—Señorita Lyudmilla, verla llorar es peor que estar indefenso. —expresó en un susurro apesadumbrado al tiempo que dejaba de andar. Es que sin querer solamente estaba concentrándose en ella— Quisiera que no tuviera motivos para llorar, pero no es mi intención ser mezquino con su desdicha, sobretodo después de ver en peligro su honra. Así que sólo le pediré que si va a dejar que esas lágrimas salgan, no las contenga, por favor. No soy una amenaza para usted.
En su afán consolador, Octavien se preguntó si Lyudmilla sabía que estaba siendo admirada bajo su mirada. Ladeó la cabeza hacia un lado, abandonando la quietud y moviéndose por esas pestañas femeninamente curvas. Si antes había dudado que aquella mujer fuera real, ahora se cuestionaba si siquiera algo de esa velada podía estar realmente ocurriendo. No quiso saber. ¿Qué importaba saber cuando había tanto para admirar?
—Mire qué flor encontré. —dijo él mirándola con una sonrisa— Perdóneme el atrevimiento, señorita Lyudmilla, pero es usted muy hermosa.
Entonces llenó su corazón una pasión caliente de ternura. Posó una de sus manos en el hombro derecho de la mujer con sutileza, esperando que ella hallara consuelo en sus palabras que nunca le habían sonado tan corrientes e indignas. Miró el resto de ella nuevamente y ¡oh! Era tan delicada en su asombro luminoso, en sus miedos. La maravillosa luz celeste de sus ojos era tersa y rendida. ¿Y él? Se estaba rindiendo segundo a segundo a pasos agigantados sin darse cuenta.
—¿Me he excedido? —preguntó retirando su tacto del hombro de Lyudmilla. No esperó respuesta.
Octavien sonrió algo avergonzado, tomando la mano de ella entre las suyas. Quería que ella supiera que podía buscarlo a él en su abatimiento.
—No se preocupe. Una vez que esté a salvo podrá librarse de mí. Dígame cómo servirle con total libertad, adónde la llevo. Se lo pido, que de todos los tipos de testarudos en esta tierra usted ha tenido el infortunio de toparse con uno de la especie de los ciegos e irreflexivos. No aceptaré un no. —ofreció su brazo, caballeroso y atento. Se preguntaba qué le estaba pasando que sentía la necesidad de volverse tan osado.
Mientras caminaban, Octavien miró a Lyudmilla durante algunos momentos que hubiera deseado que se prolongaran indefinidamente como un océano de tiempo, contemplando el rostro suave y más bien curvo de la joven. Su misma suavidad era un atractivo; naturaleza cándida y gentil donde uno podía encontrar la paz de una vida entera. Estaba gélida por dentro, a pesar de que la había cubierto con su abrigo. Si la dejaba en silencio moriría de frío. Y es que aun en la oscuridad notaba que lloraba y que lloraba amargamente, con una angustia aturdida, punzante. Sólo sollozaba desde profundidades insondables de desesperación, con el terrible pesar de una criatura que no conoce agotamiento.
El tiempo pasó inconsciente y desconocido para el Chevigné. El corazón se le retorcía por dentro, exigiéndole que actuara o dejaría de colaborar. ¿Así eran las llamadas oportunidades que aparecían una vez en la vida?
Enlenteció la caminata de repente. Tenía que decir algo, lo que fuera. Y lo hizo mirándola a los ojos.
—Señorita Lyudmilla, verla llorar es peor que estar indefenso. —expresó en un susurro apesadumbrado al tiempo que dejaba de andar. Es que sin querer solamente estaba concentrándose en ella— Quisiera que no tuviera motivos para llorar, pero no es mi intención ser mezquino con su desdicha, sobretodo después de ver en peligro su honra. Así que sólo le pediré que si va a dejar que esas lágrimas salgan, no las contenga, por favor. No soy una amenaza para usted.
En su afán consolador, Octavien se preguntó si Lyudmilla sabía que estaba siendo admirada bajo su mirada. Ladeó la cabeza hacia un lado, abandonando la quietud y moviéndose por esas pestañas femeninamente curvas. Si antes había dudado que aquella mujer fuera real, ahora se cuestionaba si siquiera algo de esa velada podía estar realmente ocurriendo. No quiso saber. ¿Qué importaba saber cuando había tanto para admirar?
—Mire qué flor encontré. —dijo él mirándola con una sonrisa— Perdóneme el atrevimiento, señorita Lyudmilla, pero es usted muy hermosa.
Entonces llenó su corazón una pasión caliente de ternura. Posó una de sus manos en el hombro derecho de la mujer con sutileza, esperando que ella hallara consuelo en sus palabras que nunca le habían sonado tan corrientes e indignas. Miró el resto de ella nuevamente y ¡oh! Era tan delicada en su asombro luminoso, en sus miedos. La maravillosa luz celeste de sus ojos era tersa y rendida. ¿Y él? Se estaba rindiendo segundo a segundo a pasos agigantados sin darse cuenta.
—¿Me he excedido? —preguntó retirando su tacto del hombro de Lyudmilla. No esperó respuesta.
Octavien sonrió algo avergonzado, tomando la mano de ella entre las suyas. Quería que ella supiera que podía buscarlo a él en su abatimiento.
—No se preocupe. Una vez que esté a salvo podrá librarse de mí. Dígame cómo servirle con total libertad, adónde la llevo. Se lo pido, que de todos los tipos de testarudos en esta tierra usted ha tenido el infortunio de toparse con uno de la especie de los ciegos e irreflexivos. No aceptaré un no. —ofreció su brazo, caballeroso y atento. Se preguntaba qué le estaba pasando que sentía la necesidad de volverse tan osado.
Octavien Chevigné- Cazador Clase Alta
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Fecha de inscripción : 30/06/2014
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