AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
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La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
“La paciencia es un árbol de raíz amarga, pero de frutos muy dulces”.
Adagio sufí.
Adagio sufí.
Mercede supo, en el instante en que se levantó, que ese día las cosas no irían bien. Pero nunca imaginó lo tan mal que iba a acabar.
Como era habitual en ella, pese a su fatídico presentimiento, llegó a la Biblioteca Mayor de la Scuola Italiana media hora antes de su hora de entrada y dejó aparte sus notas personales; dispuso con orden metódico los textos que sabía serían los más solicitados esa jornada y abrió la sala de estudios para los estudiantes. Lo cierto era que la mayoría de los alumnos ya había vuelto a sus hogares y sólo permanecían en la Scuola los estudiantes rezagados a causa de notas y exámenes finales En efecto, el primero en ingresar a la biblioteca fue un estudiante ya mayor, cursante de los últimos años, quien le pidió desesperado un ejemplar de gramática para latín. Mercede se lo entregó sin demora, con un disimulado bufido de molestia; una parte de sí envidiaba a los jóvenes varones que se educaban allí y, por ello mismo, era que no toleraba la descarada holgazanería de algunos. Si ella hubiera nacido hombre, muchas cosas serían diferentes. Pero había nacido mujer y aquélla era la suerte que le había tocado. Como una especie de mantra, musitó el nombre de su mentor y los motivos para vengarse de él y continuó entregando los libros que los pocos alumnos insistían en consultar.
Con todo, el día transcurrió sin mayores contratiempos y ella pudo avanzar en su análisis comparativo sobre La Ilíada y La Eneida; a menudo, cuando releía las notas, imaginaba lo que sería que se publicase su trabajo. Sabía, sin que nadie se lo dijera, que la suya era una obra monumental y de gran valor intelectual, pero, viniendo de una mujer, a lo que más podía aspirar era a que le acusaran de haberle robado el trabajo a alguno de los octogenarios profesores de la Scuola. Otro suspiro, de evidente frustración, escapó de sus labios, mientras la jornada avanzaba lentamente para ella y su mundo interior.
Al dar las siete de la tarde el campanario de la capilla estudiantil, Mercede se dio a la misma meticulosa tarea de todos los días: guardó los ejemplares, las notas y los utensilios de escritura en un bolso que podía llevar por ser bibliotecaria, cerró ventanas, ordenó libros y repasó el catálogo de préstamos, para después dirigirse a su sencilla morada para planificar la velada de turno.
Cualquiera que observase a la grácil muchacha, habría dicho de ella lo que su apariencia delataba: introvertida, culta, amable, pero desconfiada, segura y, sobre todo, virtuosa en extremo. Y nada en la vida habría estado más lejos de la verdad. Sin embargo, descubrir tales misterios implicaría que la vida de la joven di Medici hubiere transcurrido sin mayores novedades; parecía, ante todo, que los dioses se habían cebado con la hermana menor de Raimondo y (no pareciéndoles suficiente el martirio vivido en años previos) se intuía una saña particularmente cruel en las cosas que estaban por suceder.
A unas cuantas cuadras de la Scuola, justo en el momento en que Mercede dirigía sus pasos a la Piazza In Piscinula, un hombre encapuchado le cortó el paso y con hábiles y rápidos movimientos, le cubrió la boca con un pañuelo que parecía oler a anís rancio, sumiéndola en un sueño sin imágenes, incómodo y pesado.
Cuando se despertó (horas o días después, realmente no pudo saberlo), estaba encerrada en una burda celda con un simple camastro cuya madera y sábanas olían terriblemente a descomposición. Quiso ponerse de pie para exigir explicaciones y descubrió que sus pies estaban descalzos y que el derecho estaba rodeado de un grueso grillete rematado en una pesada bola de acero; una risa enferma escapó de su boca, reseca de silencio. Entonces fue que un hombre, entrado ya en edad, hizo teatral ingreso en el calabozo y, sin palabras de por medio, la desató para llevársela, sin el menor miramiento. Con la misma violencia fue arrojada al interior de un carruaje en donde alguien le puso una tosca bolsa de lona para cubrirle la vista:
—Será mejor que os quedéis quieta, ragazza, si queréis conservar vuestra vida.— la amenazó una voz gruesa y vulgar.
—¿Y qué os hace pensar que deseo vivir, signor?— respondió con ácida soberbia.
Por toda respuesta recibió una bofetada que la devolvió al suelo del carruaje en donde fue inmovilizada por un corpulento pie que le cubría toda la caja torácica. Nadie volvió a hablar y la joven intentó concentrarse en los giros que daban para tratar de suponer su orientación, lo cual, por supuesto, fue del todo infructuoso. Mucho tiempo después (lo supo por sus manos acalambradas), la misma persona de antes volvió a levantarle del suelo y la empujó hacia un frío exterior. Donde fuese que estuvieran aislaba totalmente cualquier sonido urbano, por lo que ella dedujo que estaban en alguna zona abandonaba de la ciudad o, en su defecto, en algún edificio sacro; descartó rápidamente la segunda opción cuando un penetrante olor a moho pareció inundarlo todo.
Dos hombres frente a ella fue lo primero que vio cuando le quitaron la bolsa de la cara; uno de ellos, estuvo casi segura, era un muerto viviente, que la miraba con suma atención, como si, de alguna demoníaca forma, pudiera leer su mente y pudiera descubrir sus más terribles secretos. Fue entonces, por primera vez desde que era niña, que sintió el deseo apremiante de salir corriendo. Pero sólo pudo quedarse allí, su vista pegada al hombre de dos metros que le miraba de igual a igual, como si pensara que ella debía ser rescatada.
Y entonces, una vez más, su risa enferma acalló cualquier otro sonido.
Tal vez, si Bella Moretti existiera, se le pudiera salvar de algo... Pero a ella, a Mercede di Medici, no había nada de qué salvarla, porque ya todo se había perdido.
Y la Locura brilló en sus ojos, una vez más.
***
Como era habitual en ella, pese a su fatídico presentimiento, llegó a la Biblioteca Mayor de la Scuola Italiana media hora antes de su hora de entrada y dejó aparte sus notas personales; dispuso con orden metódico los textos que sabía serían los más solicitados esa jornada y abrió la sala de estudios para los estudiantes. Lo cierto era que la mayoría de los alumnos ya había vuelto a sus hogares y sólo permanecían en la Scuola los estudiantes rezagados a causa de notas y exámenes finales En efecto, el primero en ingresar a la biblioteca fue un estudiante ya mayor, cursante de los últimos años, quien le pidió desesperado un ejemplar de gramática para latín. Mercede se lo entregó sin demora, con un disimulado bufido de molestia; una parte de sí envidiaba a los jóvenes varones que se educaban allí y, por ello mismo, era que no toleraba la descarada holgazanería de algunos. Si ella hubiera nacido hombre, muchas cosas serían diferentes. Pero había nacido mujer y aquélla era la suerte que le había tocado. Como una especie de mantra, musitó el nombre de su mentor y los motivos para vengarse de él y continuó entregando los libros que los pocos alumnos insistían en consultar.
Con todo, el día transcurrió sin mayores contratiempos y ella pudo avanzar en su análisis comparativo sobre La Ilíada y La Eneida; a menudo, cuando releía las notas, imaginaba lo que sería que se publicase su trabajo. Sabía, sin que nadie se lo dijera, que la suya era una obra monumental y de gran valor intelectual, pero, viniendo de una mujer, a lo que más podía aspirar era a que le acusaran de haberle robado el trabajo a alguno de los octogenarios profesores de la Scuola. Otro suspiro, de evidente frustración, escapó de sus labios, mientras la jornada avanzaba lentamente para ella y su mundo interior.
Al dar las siete de la tarde el campanario de la capilla estudiantil, Mercede se dio a la misma meticulosa tarea de todos los días: guardó los ejemplares, las notas y los utensilios de escritura en un bolso que podía llevar por ser bibliotecaria, cerró ventanas, ordenó libros y repasó el catálogo de préstamos, para después dirigirse a su sencilla morada para planificar la velada de turno.
Cualquiera que observase a la grácil muchacha, habría dicho de ella lo que su apariencia delataba: introvertida, culta, amable, pero desconfiada, segura y, sobre todo, virtuosa en extremo. Y nada en la vida habría estado más lejos de la verdad. Sin embargo, descubrir tales misterios implicaría que la vida de la joven di Medici hubiere transcurrido sin mayores novedades; parecía, ante todo, que los dioses se habían cebado con la hermana menor de Raimondo y (no pareciéndoles suficiente el martirio vivido en años previos) se intuía una saña particularmente cruel en las cosas que estaban por suceder.
A unas cuantas cuadras de la Scuola, justo en el momento en que Mercede dirigía sus pasos a la Piazza In Piscinula, un hombre encapuchado le cortó el paso y con hábiles y rápidos movimientos, le cubrió la boca con un pañuelo que parecía oler a anís rancio, sumiéndola en un sueño sin imágenes, incómodo y pesado.
Cuando se despertó (horas o días después, realmente no pudo saberlo), estaba encerrada en una burda celda con un simple camastro cuya madera y sábanas olían terriblemente a descomposición. Quiso ponerse de pie para exigir explicaciones y descubrió que sus pies estaban descalzos y que el derecho estaba rodeado de un grueso grillete rematado en una pesada bola de acero; una risa enferma escapó de su boca, reseca de silencio. Entonces fue que un hombre, entrado ya en edad, hizo teatral ingreso en el calabozo y, sin palabras de por medio, la desató para llevársela, sin el menor miramiento. Con la misma violencia fue arrojada al interior de un carruaje en donde alguien le puso una tosca bolsa de lona para cubrirle la vista:
—Será mejor que os quedéis quieta, ragazza, si queréis conservar vuestra vida.— la amenazó una voz gruesa y vulgar.
—¿Y qué os hace pensar que deseo vivir, signor?— respondió con ácida soberbia.
Por toda respuesta recibió una bofetada que la devolvió al suelo del carruaje en donde fue inmovilizada por un corpulento pie que le cubría toda la caja torácica. Nadie volvió a hablar y la joven intentó concentrarse en los giros que daban para tratar de suponer su orientación, lo cual, por supuesto, fue del todo infructuoso. Mucho tiempo después (lo supo por sus manos acalambradas), la misma persona de antes volvió a levantarle del suelo y la empujó hacia un frío exterior. Donde fuese que estuvieran aislaba totalmente cualquier sonido urbano, por lo que ella dedujo que estaban en alguna zona abandonaba de la ciudad o, en su defecto, en algún edificio sacro; descartó rápidamente la segunda opción cuando un penetrante olor a moho pareció inundarlo todo.
Dos hombres frente a ella fue lo primero que vio cuando le quitaron la bolsa de la cara; uno de ellos, estuvo casi segura, era un muerto viviente, que la miraba con suma atención, como si, de alguna demoníaca forma, pudiera leer su mente y pudiera descubrir sus más terribles secretos. Fue entonces, por primera vez desde que era niña, que sintió el deseo apremiante de salir corriendo. Pero sólo pudo quedarse allí, su vista pegada al hombre de dos metros que le miraba de igual a igual, como si pensara que ella debía ser rescatada.
Y entonces, una vez más, su risa enferma acalló cualquier otro sonido.
Tal vez, si Bella Moretti existiera, se le pudiera salvar de algo... Pero a ella, a Mercede di Medici, no había nada de qué salvarla, porque ya todo se había perdido.
Y la Locura brilló en sus ojos, una vez más.
***
Mercede di Medici- Humano Clase Alta
- Mensajes : 9
Fecha de inscripción : 17/11/2014
Localización : Al lado de Raimondo, donde pertenece
DATOS DEL PERSONAJE
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Re: La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
“Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
— ¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
— Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.”
Clarice Lispector. Mejor que arder.
— ¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
— Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.”
Clarice Lispector. Mejor que arder.
Francia era, sin la menor duda, su lugar favorito en todo el mundo, no podía negarlo. O al menos, hasta que Hélida Darsian había tenido la ridícula ocurrencia de aparecer en su no vida.
Todo aquel asunto había sido de lo más molesto y, lo peor, es que él sabía que había sido su culpa. En el fondo, le dolía cómo habían concluido las cosas, sobre todo porque hubo un momento en que sí guardó sinceras esperanzas de un porvenir mejor; pero, claro estaba, jamás lo admitiría públicamente. Había renegado tanto de sí mismo para nada, que no deseaba repetir la amarga experiencia. Después de tantos siglos, ser embaucado por una virgen era simplemente de antología.
Así pues, sellado su corazón en la cripta de hielo que era su cuerpo, había llegado el momento de cambiar de aires. Para su fortuna y sin apenas decidirlo, ya una oferta aparecía tentadora en su horizonte, siempre exitoso. Un rico aristócrata italiano le invitaba a Roma para hacer lucrativos negocios de exportación de telas y perfumes, en donde Rashâd sacaría jugosas ganancias como intermediario. Al vampiro, en efecto, no le interesaba tanto el dinero como la experiencia que podrían ofrecerle las damas italianas, cansado como se fingía de las francesas.
Ordenó sus asuntos sin mayores contratiempos. Era momento de dejar atrás al sabio sufí, a la cazadora francesa y reencontrarse consigo mismo y sus pasiones más íntimas y morbosas. Dejó a cargo de todo al Mayordomo, sabiendo que, como esclavo de sangre, jamás se permitiría traicionar a su amo de modo. Unos días después, se instalaba en una de las mansiones más lujosas en las afueras de Roma, desde donde tenía una vista privilegiada del Vaticano, al cual observaba con socarrona indiferencia; tal vez sería que sus enemigos de fe en vida ya nada podían hacerle ahora que había muerto.
Recorrió la ciudad durante la noche, se coló en algunas de esas fiestas romanas que emulaban las salvajes costumbres de los romanos de la Antigüedad, desfloró a dos o tres doncellas de alta cuna, para luego convertirlas en su cena por malcriadas, y, por supuesto, acudió a la cita convenida. El tipo, en sí mismo, le pareció tan insignificante y torpe que casi declaró perdido el viaje hecho, pensando ya en el pronto regreso a Francia, pues el asunto comercial se sellaría a su conveniencia, ya que su interlocutor no era ningún desafío para sus habilidades vampíricas. Pero fue la oferta del mercader, hecha a último minuto lo que le contuvo en la bella Italia.
— Como muestra de agradecimiento y de buena fe en nuestros negocios, deseo hacer un obsequio a vuestra merced. —le tentó sin mayores palabras y resistió cualquier intento de Rashâd por averiguar más sobre el asunto.
Entonces se dio cuenta el vampiro que aquél era un hombre de temer, por cuanto había logrado engañar a un no muerto de su vejez. Un sobresalto de temor le recorrió el cuerpo al comprender la complejidad del aristócrata, a quien había menospreciado tan descuidadamente. Elevó sus defensas personales y aceptó porque, a fin de cuentas, la curiosidad le podía más.
Dos noches después acudió sin falta a una iglesia abandonada, cerca de la Piazza In Piscinula, siempre con el cuidado de su entorno, temiendo la traición a cada paso que daba. Aunque nada ocurrió al llegar al punto acordado, no dudo el valaquio en mantener sus salvaguardas en alto; había aprendido muchas cosas a lo largo de su vida y ahora una humana le recordaba que nada debía estar por encima de sí mismo. Sabiendo que no cometería los errores recientes, se adentro en la vieja edificación, suponiendo ante todo que era una trampa y que él podría escapar de ella.
Cuál no sería su sorpresa cuando, al poco de reunirse con el mercader, hizo su aparición un matón de poca monta arrastrando a una muchacha que vestía de sencilla manera. Su sorpresa aumentó cuando le quitaron la capucha que le cubría la cabeza y tuvo frente a sí a una de las criaturas más bellas que jamás hubiera visto antes. Era, en cierto modo, como estar observando a un ángel caído; tan bella, frágil y desamparada lucía. Una parte de sí mismo (justamente la que deseaba asesinar) saltó dentro suyo desesperada por arrancarla de las manos que toscamente le apresaban; no pudiendo contener su inquietud, espió la mente de la criatura, sin que ella pusiera la menor resistencia; era evidente que la chica no sabía nada acerca del mundo sobrenatural por lo que era totalmente vulnerable a sus poderes inmortales. No tuvo que escudriñar mucho para entenderla; en cierto modo, eran muy parecidos y por eso mismo, tal vez, fue que el impulso de protegerla de sí misma fue más poderoso que cualquier otro arrebato.
Ambos se carcajearon al mismo tiempo.
Ella porque creía que no había nada que proteger.
Él porque había jurado que dejaría de preocuparse de todas chiquillas mortales, demasiado hermosas para que el mundo las mereciera..., y allí estaba, pensando en cómo salvar a la pequeña loca.
— Acepto vuestro obsequio, con la misma buena voluntad que vos me dispensáis. — correspondió el vampiro, con una elegante reverencia.
Conversaron ambos hombres los términos en que la “prenda” sería entregada, luego de lo cual Rashâd se retiró rápidamente de allí, con la extraña debidamente aturdida con un poco de su ayuda. Mientras volvían a su mansión, se dio maña de observarla con detalle y concluyó, sin posibilidades de error, que estaba frente a una aristócrata emparentada con la realeza. Había experimentado demasiados sobresaltos aquella noche para sentirse seguro, pero ahogó la creciente sensación de miedo (¡qué sentimiento tan primitivo!) y la escudriñó con más atención. Sacó certeras conclusiones, pero no las comentó con nadie, ni siquiera con sus siervos más cercanos.
La semana siguiente junto a la joven fue un debatirse entre la testarudez y la locura de su “invitada”. Con sumo esfuerzo logró sonsacarle un nombre (Bella; aunque sabía que no era el verdadero) y averiguar que el sexo era para ella un deporte porque su amor pertenecía a alguien a quien no veía desde hacía mucho. Bella Moretti era una criatura de ideas fijas, carácter obstinado y una locura a prueba de toda paciencia; o al menos era lo que dejaba entrever, pues bajo todas esas caretas se escondía una niña ávida de conocimiento, temerosa del poder masculino y desesperada por un afecto sano y permanente. Después de todo, quizás si hubiera a quien salvar.
O simplemente, Rashâd había empezado a envejecer en serio, debilitado no su cuerpo, ni su mente, sino su marchito corazón. Lo cierto es que el musulmán no tuvo mayor oportunidad de analizarse a sí mismo, pues la octava noche un extraño envuelto en obscuros ropajes que no dejaban a la vista su rostro, entregaba una curiosa carta en la mansión del valaquio. La sucinta epístola le invitaba a una orgía para la velada siguiente en la que se le prometían placeres nunca antes conocidos; la firmaba La Hermandad de Sade y un extraño sello cerraba la misiva; el mismo sello se había usado para lacar el sobre.
Lejos de preocuparse (había tenido suficiente temiendo e investigando al aristócrata mercader), Rashâd se reclinó sobre uno de los elegantes sillones de la biblioteca y meditó las palabras del anónimo interlocutor. ¿Qué placeres pudiera ofrecerle nadie, que él no hubiera experimentado antes? Y, suponiendo que esta posibilidad fuere posible, ¿qué esperaba conseguir el emisor de él, un inmortal de casi un milenio de edad? Decidió dos cosas, mientras bebía un fuerte cabernet añejado: Iría a la cita, sólo para disfrutar de viejos placeres olvidados (sospechaba fuertemente que nada podría sorprenderle); y llevaría a Bella como tributo de buena voluntad. No era que ella no le importara... era simplemente que no deseaba que nadie le volviera a importar tanto como la cazadora francesa; para ello, debía convertir a su “huésped” en lo que era: una posesión más.
Así las cosas, eligió un erótico traje de gasa para Bella y, para sí mismo, escogió un ostentoso traje de corte exclusivo, que delatara a quien lo viera su alta posición social y económica; que tuvieran la impresión de estar mirando a un príncipe del Infierno y le temieren y le amaren con la misma devoción. No sería un juguete de la clandestina Hermandad; llegaría a ellos para gobernarles con mano de hierro si fuere preciso. A fin de cuentas, era Rashâd el máxime sexual que toda criatura mortal, hombre o mujer, desearía llevar a su lecho. Y les haría pagar con sangre el precio de llamarle “hermano” en la clandestinidad.
Bella lucía aquella noche como la virgen de un ritual satánico y mucho sospechaba Rashâd que no estarían lejos de semejante evento. Sin mayores demoras, ordenó al carruaje dirigirse a la dirección que la carta les indicaba.
Muy pronto, Shaitán volvería a plantarse frente a él. Rashâd sonrió ampliamente.
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Todo aquel asunto había sido de lo más molesto y, lo peor, es que él sabía que había sido su culpa. En el fondo, le dolía cómo habían concluido las cosas, sobre todo porque hubo un momento en que sí guardó sinceras esperanzas de un porvenir mejor; pero, claro estaba, jamás lo admitiría públicamente. Había renegado tanto de sí mismo para nada, que no deseaba repetir la amarga experiencia. Después de tantos siglos, ser embaucado por una virgen era simplemente de antología.
Así pues, sellado su corazón en la cripta de hielo que era su cuerpo, había llegado el momento de cambiar de aires. Para su fortuna y sin apenas decidirlo, ya una oferta aparecía tentadora en su horizonte, siempre exitoso. Un rico aristócrata italiano le invitaba a Roma para hacer lucrativos negocios de exportación de telas y perfumes, en donde Rashâd sacaría jugosas ganancias como intermediario. Al vampiro, en efecto, no le interesaba tanto el dinero como la experiencia que podrían ofrecerle las damas italianas, cansado como se fingía de las francesas.
Ordenó sus asuntos sin mayores contratiempos. Era momento de dejar atrás al sabio sufí, a la cazadora francesa y reencontrarse consigo mismo y sus pasiones más íntimas y morbosas. Dejó a cargo de todo al Mayordomo, sabiendo que, como esclavo de sangre, jamás se permitiría traicionar a su amo de modo. Unos días después, se instalaba en una de las mansiones más lujosas en las afueras de Roma, desde donde tenía una vista privilegiada del Vaticano, al cual observaba con socarrona indiferencia; tal vez sería que sus enemigos de fe en vida ya nada podían hacerle ahora que había muerto.
Recorrió la ciudad durante la noche, se coló en algunas de esas fiestas romanas que emulaban las salvajes costumbres de los romanos de la Antigüedad, desfloró a dos o tres doncellas de alta cuna, para luego convertirlas en su cena por malcriadas, y, por supuesto, acudió a la cita convenida. El tipo, en sí mismo, le pareció tan insignificante y torpe que casi declaró perdido el viaje hecho, pensando ya en el pronto regreso a Francia, pues el asunto comercial se sellaría a su conveniencia, ya que su interlocutor no era ningún desafío para sus habilidades vampíricas. Pero fue la oferta del mercader, hecha a último minuto lo que le contuvo en la bella Italia.
— Como muestra de agradecimiento y de buena fe en nuestros negocios, deseo hacer un obsequio a vuestra merced. —le tentó sin mayores palabras y resistió cualquier intento de Rashâd por averiguar más sobre el asunto.
Entonces se dio cuenta el vampiro que aquél era un hombre de temer, por cuanto había logrado engañar a un no muerto de su vejez. Un sobresalto de temor le recorrió el cuerpo al comprender la complejidad del aristócrata, a quien había menospreciado tan descuidadamente. Elevó sus defensas personales y aceptó porque, a fin de cuentas, la curiosidad le podía más.
Dos noches después acudió sin falta a una iglesia abandonada, cerca de la Piazza In Piscinula, siempre con el cuidado de su entorno, temiendo la traición a cada paso que daba. Aunque nada ocurrió al llegar al punto acordado, no dudo el valaquio en mantener sus salvaguardas en alto; había aprendido muchas cosas a lo largo de su vida y ahora una humana le recordaba que nada debía estar por encima de sí mismo. Sabiendo que no cometería los errores recientes, se adentro en la vieja edificación, suponiendo ante todo que era una trampa y que él podría escapar de ella.
Cuál no sería su sorpresa cuando, al poco de reunirse con el mercader, hizo su aparición un matón de poca monta arrastrando a una muchacha que vestía de sencilla manera. Su sorpresa aumentó cuando le quitaron la capucha que le cubría la cabeza y tuvo frente a sí a una de las criaturas más bellas que jamás hubiera visto antes. Era, en cierto modo, como estar observando a un ángel caído; tan bella, frágil y desamparada lucía. Una parte de sí mismo (justamente la que deseaba asesinar) saltó dentro suyo desesperada por arrancarla de las manos que toscamente le apresaban; no pudiendo contener su inquietud, espió la mente de la criatura, sin que ella pusiera la menor resistencia; era evidente que la chica no sabía nada acerca del mundo sobrenatural por lo que era totalmente vulnerable a sus poderes inmortales. No tuvo que escudriñar mucho para entenderla; en cierto modo, eran muy parecidos y por eso mismo, tal vez, fue que el impulso de protegerla de sí misma fue más poderoso que cualquier otro arrebato.
Ambos se carcajearon al mismo tiempo.
Ella porque creía que no había nada que proteger.
Él porque había jurado que dejaría de preocuparse de todas chiquillas mortales, demasiado hermosas para que el mundo las mereciera..., y allí estaba, pensando en cómo salvar a la pequeña loca.
— Acepto vuestro obsequio, con la misma buena voluntad que vos me dispensáis. — correspondió el vampiro, con una elegante reverencia.
Conversaron ambos hombres los términos en que la “prenda” sería entregada, luego de lo cual Rashâd se retiró rápidamente de allí, con la extraña debidamente aturdida con un poco de su ayuda. Mientras volvían a su mansión, se dio maña de observarla con detalle y concluyó, sin posibilidades de error, que estaba frente a una aristócrata emparentada con la realeza. Había experimentado demasiados sobresaltos aquella noche para sentirse seguro, pero ahogó la creciente sensación de miedo (¡qué sentimiento tan primitivo!) y la escudriñó con más atención. Sacó certeras conclusiones, pero no las comentó con nadie, ni siquiera con sus siervos más cercanos.
La semana siguiente junto a la joven fue un debatirse entre la testarudez y la locura de su “invitada”. Con sumo esfuerzo logró sonsacarle un nombre (Bella; aunque sabía que no era el verdadero) y averiguar que el sexo era para ella un deporte porque su amor pertenecía a alguien a quien no veía desde hacía mucho. Bella Moretti era una criatura de ideas fijas, carácter obstinado y una locura a prueba de toda paciencia; o al menos era lo que dejaba entrever, pues bajo todas esas caretas se escondía una niña ávida de conocimiento, temerosa del poder masculino y desesperada por un afecto sano y permanente. Después de todo, quizás si hubiera a quien salvar.
O simplemente, Rashâd había empezado a envejecer en serio, debilitado no su cuerpo, ni su mente, sino su marchito corazón. Lo cierto es que el musulmán no tuvo mayor oportunidad de analizarse a sí mismo, pues la octava noche un extraño envuelto en obscuros ropajes que no dejaban a la vista su rostro, entregaba una curiosa carta en la mansión del valaquio. La sucinta epístola le invitaba a una orgía para la velada siguiente en la que se le prometían placeres nunca antes conocidos; la firmaba La Hermandad de Sade y un extraño sello cerraba la misiva; el mismo sello se había usado para lacar el sobre.
Lejos de preocuparse (había tenido suficiente temiendo e investigando al aristócrata mercader), Rashâd se reclinó sobre uno de los elegantes sillones de la biblioteca y meditó las palabras del anónimo interlocutor. ¿Qué placeres pudiera ofrecerle nadie, que él no hubiera experimentado antes? Y, suponiendo que esta posibilidad fuere posible, ¿qué esperaba conseguir el emisor de él, un inmortal de casi un milenio de edad? Decidió dos cosas, mientras bebía un fuerte cabernet añejado: Iría a la cita, sólo para disfrutar de viejos placeres olvidados (sospechaba fuertemente que nada podría sorprenderle); y llevaría a Bella como tributo de buena voluntad. No era que ella no le importara... era simplemente que no deseaba que nadie le volviera a importar tanto como la cazadora francesa; para ello, debía convertir a su “huésped” en lo que era: una posesión más.
Así las cosas, eligió un erótico traje de gasa para Bella y, para sí mismo, escogió un ostentoso traje de corte exclusivo, que delatara a quien lo viera su alta posición social y económica; que tuvieran la impresión de estar mirando a un príncipe del Infierno y le temieren y le amaren con la misma devoción. No sería un juguete de la clandestina Hermandad; llegaría a ellos para gobernarles con mano de hierro si fuere preciso. A fin de cuentas, era Rashâd el máxime sexual que toda criatura mortal, hombre o mujer, desearía llevar a su lecho. Y les haría pagar con sangre el precio de llamarle “hermano” en la clandestinidad.
Bella lucía aquella noche como la virgen de un ritual satánico y mucho sospechaba Rashâd que no estarían lejos de semejante evento. Sin mayores demoras, ordenó al carruaje dirigirse a la dirección que la carta les indicaba.
Muy pronto, Shaitán volvería a plantarse frente a él. Rashâd sonrió ampliamente.
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Rashâd Al–Farāhídi- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 32
Fecha de inscripción : 28/02/2014
Localización : Donde la noche gobierne
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
En un salón de una lujosa edificación la mayoría de los invitados se relajaba y disfrutaba de la exclusividad de una predecible reunión, así como de la abundancia con la que se bañaban en sus bóvedas. Pero no el heredero de la banca: él apenas notaba las risas, no saboreaba su trago. Para él, aquel rincón adornado con oro, putas, y putas bañadas en oro, le ofrecía una buena vista de la humanidad. Era en el movimiento del poder y la carne frente a sus ojos que Raimondo esperaba encontrar pistas. Hacía semanas que dormía irregularmente y sus ojos habían adquirido un tono muy especial. Eso desde que las pesadillas con su difunta hermana Mercede de protagonista se hacían no solamente más frecuentes, sino que cada vez más explícitas e intensas. Se sentía demasiado real, casi como si lo estuviese apuñalando mientras dormía y se escondiera una vez despierto.
—Venga por aquí, señor. Lo están esperando. —le susurró un sirviente al oído para guiarlo discretamente fuera del sitio en que se reunía la multitud. Aquel era solamente un preludio para lo que acontecía abajo, en unas muy bien disfrazadas mazmorras.
Así fue que, tras pasillos húmedos y lúgubres, el lacayo le ofreció una capucha al sanguinario y abrió una puerta ante él con solemne reverencia. A todas luces era un gesto de cortesía, pero para quienes conocían lo que acontecía cada vez que se reunía ese nido de gárgolas, era un «entre bajo su propio riesgo». Raimondo sonrió con suficiencia e ingresó soberbio, convencido de que no había nada en la tierra lo suficientemente grande como para desdibujarlo.
—Así que las víboras quieren ser alimentadas por la mano del amo. Se tardaron, los maricas. Pero se los cobraré más tarde. —fue lo que pensó. Su fortuna y poderío habían llamado a la hermandad a buscarlo finalmente para ser un miembro activo más. ¿Qué otra cosa?
Un par de pasos dentro y una luz que le salió al paso lo nubló momentáneamente. Un círculo de luz blanqueaba el suelo y a él había ingresado. Miró a su alrededor, hacia arriba, mientras pestañeaba continuamente para acostumbrarse al contraste de luces. Así, con el ceño fruncido, hasta que distinguió unas difusas figuras humanas uniformadas como espectros. Mismas que se autoproclamaban como los detentores del dolor más placentero que pudiese verse o imaginarse en la tierra.
Esa noche, el público era variado. Algunos eran visita habitual de las tradicionales fiestas, pero ahora estaban sentados con contenida emoción en los asientos de felpa, en busca de un nuevo sabor que les distrajera del aburrimiento de sus fáciles vidas. En otros asientos más elevados, los líderes más renombrados esperaban olvidar a sus mojigatas esposas con la vista de aquello de iba veinte pasos más allá de lo desvergonzado.
Raimondo creyó que haber descubierto un mensaje en esa organización. Siempre lo había. Claro que los malditos jamás hablaban hasta que éste hubiera acabado, por supuesto. ¿Querían un conejillo de indias en el centro de su jolgorio? Pues les daría uno. Nada lo intimidaba. Se darían cuenta de que habían invitado al diablo a la mesa y seguramente carcajearían con el hallazgo.
Una desafiante mirada dejó los ojos del sanguinario antes de que ésta reposase en lo que le rodeaba, allí, a la vista de los palcos. Interesante escenario, mortalmente simple.
—¿Qué tenemos aquí? ¿Dos sillas, una frente a la otra? Ya veo. Quieren matar dos pájaros de un tiro. Y supongo que en el espacio que hay entre ambas tendrán su acción. Tiene el similor de un reto. Pues bien… entreténgame, bastardos, o invitaré a sus esposas a la cena, pero no prometo dejarles postre. —y se ubicó en su asiento como quien acababa de ser coronado soberano del universo.
Es que venía con un propósito. Lo que Raimondo quería, por encima de todo, era vencer a Mercede no solamente en cuanto a la físico, —cuota que ya había cumplido— sino que también demostrar su supremacía por fin. Lo que viniera sería trascendental para él. Había emprendido una búsqueda para rescatar su poderío del cadáver de su hermana. Su gloria había sido secuestrada por esa encantadora alimaña, pero la recuperaría. Misma que de niños se colaba por sus sábanas cuando temía o hacía frío.
¿Qué fue lo que cambió ese paisaje de manos hermanas entrelazadas?
Sucedió que Raimondo cometió una aberración. No sólo una. Cometió numerosas monstruosidades mientras estuvieron juntos, hace muchos años. Los recuerdos de su relación devenían confusos, habían cambiado por completo salvo uno: la vida de Mercede alejándose de él y su memoria azotándole con desprecio.
Él sabía que ella intentó ser comprensiva durante su tiempo en vida, pero estaba convencido de que aquella había sido una herramienta para intentar disuadirlo de llegar al poder. Así ella tendría el camino libre. Putas mujeres, no había que confiar en ninguna. Al fin y al cabo, el italiano solamente había tenido la suerte de limpiar el camino antes que ella. ¿Pero quién podía ignorar una mentira culpable, una puñalada trapera? Aun con la banca de la península a sus pies, Raimondo no podía vencer a Mercede. No lo haría hasta que la hubiera asfixiado con todos los vicios del universo sobre su carne. Granjearía el favor de los grandes e imbuiría su victoria a la tumba de quien le arrebató la mitad de la gloria desde el vientre.
A eso iba. Que a su humanidad, aquella que restaba, la hermandad la devorara viva.
Como dijera el César: «Soltad a los leones»
—Venga por aquí, señor. Lo están esperando. —le susurró un sirviente al oído para guiarlo discretamente fuera del sitio en que se reunía la multitud. Aquel era solamente un preludio para lo que acontecía abajo, en unas muy bien disfrazadas mazmorras.
Así fue que, tras pasillos húmedos y lúgubres, el lacayo le ofreció una capucha al sanguinario y abrió una puerta ante él con solemne reverencia. A todas luces era un gesto de cortesía, pero para quienes conocían lo que acontecía cada vez que se reunía ese nido de gárgolas, era un «entre bajo su propio riesgo». Raimondo sonrió con suficiencia e ingresó soberbio, convencido de que no había nada en la tierra lo suficientemente grande como para desdibujarlo.
—Así que las víboras quieren ser alimentadas por la mano del amo. Se tardaron, los maricas. Pero se los cobraré más tarde. —fue lo que pensó. Su fortuna y poderío habían llamado a la hermandad a buscarlo finalmente para ser un miembro activo más. ¿Qué otra cosa?
Un par de pasos dentro y una luz que le salió al paso lo nubló momentáneamente. Un círculo de luz blanqueaba el suelo y a él había ingresado. Miró a su alrededor, hacia arriba, mientras pestañeaba continuamente para acostumbrarse al contraste de luces. Así, con el ceño fruncido, hasta que distinguió unas difusas figuras humanas uniformadas como espectros. Mismas que se autoproclamaban como los detentores del dolor más placentero que pudiese verse o imaginarse en la tierra.
Esa noche, el público era variado. Algunos eran visita habitual de las tradicionales fiestas, pero ahora estaban sentados con contenida emoción en los asientos de felpa, en busca de un nuevo sabor que les distrajera del aburrimiento de sus fáciles vidas. En otros asientos más elevados, los líderes más renombrados esperaban olvidar a sus mojigatas esposas con la vista de aquello de iba veinte pasos más allá de lo desvergonzado.
Raimondo creyó que haber descubierto un mensaje en esa organización. Siempre lo había. Claro que los malditos jamás hablaban hasta que éste hubiera acabado, por supuesto. ¿Querían un conejillo de indias en el centro de su jolgorio? Pues les daría uno. Nada lo intimidaba. Se darían cuenta de que habían invitado al diablo a la mesa y seguramente carcajearían con el hallazgo.
Una desafiante mirada dejó los ojos del sanguinario antes de que ésta reposase en lo que le rodeaba, allí, a la vista de los palcos. Interesante escenario, mortalmente simple.
—¿Qué tenemos aquí? ¿Dos sillas, una frente a la otra? Ya veo. Quieren matar dos pájaros de un tiro. Y supongo que en el espacio que hay entre ambas tendrán su acción. Tiene el similor de un reto. Pues bien… entreténgame, bastardos, o invitaré a sus esposas a la cena, pero no prometo dejarles postre. —y se ubicó en su asiento como quien acababa de ser coronado soberano del universo.
Es que venía con un propósito. Lo que Raimondo quería, por encima de todo, era vencer a Mercede no solamente en cuanto a la físico, —cuota que ya había cumplido— sino que también demostrar su supremacía por fin. Lo que viniera sería trascendental para él. Había emprendido una búsqueda para rescatar su poderío del cadáver de su hermana. Su gloria había sido secuestrada por esa encantadora alimaña, pero la recuperaría. Misma que de niños se colaba por sus sábanas cuando temía o hacía frío.
¿Qué fue lo que cambió ese paisaje de manos hermanas entrelazadas?
Sucedió que Raimondo cometió una aberración. No sólo una. Cometió numerosas monstruosidades mientras estuvieron juntos, hace muchos años. Los recuerdos de su relación devenían confusos, habían cambiado por completo salvo uno: la vida de Mercede alejándose de él y su memoria azotándole con desprecio.
Él sabía que ella intentó ser comprensiva durante su tiempo en vida, pero estaba convencido de que aquella había sido una herramienta para intentar disuadirlo de llegar al poder. Así ella tendría el camino libre. Putas mujeres, no había que confiar en ninguna. Al fin y al cabo, el italiano solamente había tenido la suerte de limpiar el camino antes que ella. ¿Pero quién podía ignorar una mentira culpable, una puñalada trapera? Aun con la banca de la península a sus pies, Raimondo no podía vencer a Mercede. No lo haría hasta que la hubiera asfixiado con todos los vicios del universo sobre su carne. Granjearía el favor de los grandes e imbuiría su victoria a la tumba de quien le arrebató la mitad de la gloria desde el vientre.
A eso iba. Que a su humanidad, aquella que restaba, la hermandad la devorara viva.
Como dijera el César: «Soltad a los leones»
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 20/08/2013
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Re: La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
“Siéntate a esperar y verás pasar el cadáver de tu enemigo”.
Adagio sufí.
Adagio sufí.
Mercede suspiró.
Así que la habían secuestrado para venderla, como se vende una mula.
Una parte de ella (la aristócrata), se enfureció. La otra parte (la loca) quiso echarse a reír. Pero no hizo nada, ninguna de ellas interrumpió la plática que sostenían los dos varones; es más, fue una colaboradora de su venta, con su silencio culpable. Tampoco se opuso a ser entregada de una mano a otra, ni forcejeó con el extraño mientras éste la conducía a una lujosa mansión a las afueras de Roma, como nuevo destino.
Pero.
En efecto, había un “pero”; no por nada, Mercede estaba loca y su matiz de lucha fue el silencio autoimpuesto en el que se encerró. Durante tres días, no habló, ni para lo más básico. Su “dueño” la había llevado a vivir a una bella edificación de estilo florentino, dentro de la cual él la recluyó en una lujosa pero fría habitación, en el sótano de la casa y le indicó que tenía libertad absoluta para recorrer todo el inmueble mientras ello no implicara una fuga. Es decir, podía hacerlo todo, menos irse. La Medici sintió que era una cosa; sintió que siempre lo había sido. Así que eso aumentó su rabieta y se negó a hablar, pese a que el extranjero lo intentó varias veces.
Sin embargo, y contra su propia decisión, no pudo resistir la invitación de su “Señor” y disfrutó, sobre todo, de los numerosos títulos que se habían reunido en la biblioteca de aquella casa. De ese modo, el varón encontró un camino hacia ella. En ese lugar sostuvieron los primeros acercamientos; el extraño, que poseía un predominante acento francés, fue quien primero entregó su identidad y confirmó las sospechas de Mercede, al revelarle su especie. Pese a que ella ya lo intuía, no pudo evitar el gesto de sorpresa; así que, después de todo, los vampiros sí existían. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no se permitió demostrar tales aprensiones. Para distraerse, se concentró en el monólogo de Rashâd, a quien tuvo la tentación de felicitarle por el amplio dominio del italiano; pero hablarle implicaba aceptar su cárcel y olvidarse de sus propósitos personales. No. Debía escapar de allí. Debía guardar silencio.
Pero a la noche siguiente, su voluntad flaqueó estrepitosamente. Su propia locura se revelaba contra ella y se aliaba con el vampiro, quien ejercía su abrumador poder de control sobre ella, obligándola a hablarle, a compartirle sus deseos más inmediatos, a contarle parte de su pasado, que era sólo de la joven. La bibliotecaria trató de luchar, pues ella sólo deseaba someterse a un hombre en todo el mundo, pero su firme voluntad se deshacía al servicio de la voluntad inmortal de su secuestrador. Y él sabía, ¡oh, cuánto sabía él de sus más ruines secretos! Con apenas un movimiento de su gélida mano, la recostó sobre la elegante cama de su “celda” y la había recorrido entera, haciendo suyos los gemidos y anhelos que la Medici quería darle a otro...; y, peor aún, en vez de tomarla, se había limitado a morderla y usarla como alimento. Sin palabras de por medio, la dejó, ardiente y dolorosa, revolcándose en el placer odioso que le había despertado.
En los días siguientes, Rashâd se había hecho acompañar de un doncel de exquisita belleza, al que Mercede odio con toda su alma, no sólo por su belleza rayana en lo insultante, sino y sobre todo por saber cómo tocar a una mujer sin siquiera disfrutarlo. La joven pudo comprender en esos instantes que ese muchacho (como ella) no era otra cosa que un títere del vampiro y que lo que ellos dos hicieran o no hicieran era sólo por el deseo opresor del inmortal.
Mas Mercede no era tonta (a veces hasta creía que su inteligencia había sido su perdición) y supo sacar provecho personal de su compañero de cárcel.
— ¿Cómo os llamáis, dulce ragazza? — preguntó el muchacho, mientras la recostaba y una de sus hábiles manos le recorría las costillas.
— Bella... — musitó en medio de sus quedos gemidos — Bella Moretti. ¿Y vuestra Merced? —
— Silvano Ferrer — fue todo lo que charlaron, a lo largo de todas esa semana. El resto fue lenguaje corporal.
Creyó la muchacha que podía acostumbrarse a esa rutina, pero la octava noche de su reclusión algo diferente ocurrió.
En vez de acudir a su encuentro el rumano (o francés, ya no se acordaba), fue una matrona quien la visitó, acompañada de dos chiquillas que cargaban sobre sí un sinfín de telas, cintas, cordeles y otros accesorios que no supo identificar. La mujer le dedicó una fría mirada:
— ¡Buonanotte, bella signora! — le dijo con ese entusiasmo excesivo, tan propio de los itálicos — El Amo nos ha impuesto una encantadora tarea. comentó, como si ésta no tuviera nada de encantador.
Sin mayores explicaciones, le ordenó ponerse de pie y quitarse toda la ropa. Nunca, como hasta ese instante, se sintió tanto como un objeto. Una mujer normal quizás habría llorado; ella simplemente frunció el ceño y se dejó hacer.
La matrona tomó medidas, sobrepuso telas, mezcló colores y, finalmente empezó a vestirla. Lo primero fue una gruesa gargantilla, muy ceñida a su cuello, luego de lo cual, la envolvió con una cuerda de oro que dibujaba su figura perdiéndose por las zonas más íntimas de Mercede, de tal modo que la joven no podía moverse sin generar reacciones de placer erótico. A la modista le sorprendió gratamente la tenaz indiferencia de la Medici y continuó su trabajo. La cubrió con una tela de gasa que dejaba muy poco a la imaginación, a la cual le dio forma con el uso de joyas y un elegante cinturón. Para cuando estuvo lista, y se miró en el espejo, no pudo reconocerse a sí misma.
Tan sorprendida estaba, que no opuso resistencia cuando Rashâd entró en el cuarto y, arrebatado de placer, la amarró por la cintura y la besó fieramente. Después, con absoluta frialdad, sujetó una correa a la gargantilla y la guió al carruaje para llevarla a quién sabía dónde. Mercede se mantuvo en silencio durante todo el trayecto, e incluso pudo mantenerse impasible cuando ingresaron al lugar a donde acudían. Tampoco le afectó descubrir que aquella cita era claramente orgiástica.
Lo que la desarmó por completo fue el hombre sentado al otro lado de la sala, justo frente a Rashâd y ella.
Era Raimondo. Su hermano.
***
Así que la habían secuestrado para venderla, como se vende una mula.
Una parte de ella (la aristócrata), se enfureció. La otra parte (la loca) quiso echarse a reír. Pero no hizo nada, ninguna de ellas interrumpió la plática que sostenían los dos varones; es más, fue una colaboradora de su venta, con su silencio culpable. Tampoco se opuso a ser entregada de una mano a otra, ni forcejeó con el extraño mientras éste la conducía a una lujosa mansión a las afueras de Roma, como nuevo destino.
Pero.
En efecto, había un “pero”; no por nada, Mercede estaba loca y su matiz de lucha fue el silencio autoimpuesto en el que se encerró. Durante tres días, no habló, ni para lo más básico. Su “dueño” la había llevado a vivir a una bella edificación de estilo florentino, dentro de la cual él la recluyó en una lujosa pero fría habitación, en el sótano de la casa y le indicó que tenía libertad absoluta para recorrer todo el inmueble mientras ello no implicara una fuga. Es decir, podía hacerlo todo, menos irse. La Medici sintió que era una cosa; sintió que siempre lo había sido. Así que eso aumentó su rabieta y se negó a hablar, pese a que el extranjero lo intentó varias veces.
Sin embargo, y contra su propia decisión, no pudo resistir la invitación de su “Señor” y disfrutó, sobre todo, de los numerosos títulos que se habían reunido en la biblioteca de aquella casa. De ese modo, el varón encontró un camino hacia ella. En ese lugar sostuvieron los primeros acercamientos; el extraño, que poseía un predominante acento francés, fue quien primero entregó su identidad y confirmó las sospechas de Mercede, al revelarle su especie. Pese a que ella ya lo intuía, no pudo evitar el gesto de sorpresa; así que, después de todo, los vampiros sí existían. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no se permitió demostrar tales aprensiones. Para distraerse, se concentró en el monólogo de Rashâd, a quien tuvo la tentación de felicitarle por el amplio dominio del italiano; pero hablarle implicaba aceptar su cárcel y olvidarse de sus propósitos personales. No. Debía escapar de allí. Debía guardar silencio.
Pero a la noche siguiente, su voluntad flaqueó estrepitosamente. Su propia locura se revelaba contra ella y se aliaba con el vampiro, quien ejercía su abrumador poder de control sobre ella, obligándola a hablarle, a compartirle sus deseos más inmediatos, a contarle parte de su pasado, que era sólo de la joven. La bibliotecaria trató de luchar, pues ella sólo deseaba someterse a un hombre en todo el mundo, pero su firme voluntad se deshacía al servicio de la voluntad inmortal de su secuestrador. Y él sabía, ¡oh, cuánto sabía él de sus más ruines secretos! Con apenas un movimiento de su gélida mano, la recostó sobre la elegante cama de su “celda” y la había recorrido entera, haciendo suyos los gemidos y anhelos que la Medici quería darle a otro...; y, peor aún, en vez de tomarla, se había limitado a morderla y usarla como alimento. Sin palabras de por medio, la dejó, ardiente y dolorosa, revolcándose en el placer odioso que le había despertado.
En los días siguientes, Rashâd se había hecho acompañar de un doncel de exquisita belleza, al que Mercede odio con toda su alma, no sólo por su belleza rayana en lo insultante, sino y sobre todo por saber cómo tocar a una mujer sin siquiera disfrutarlo. La joven pudo comprender en esos instantes que ese muchacho (como ella) no era otra cosa que un títere del vampiro y que lo que ellos dos hicieran o no hicieran era sólo por el deseo opresor del inmortal.
Mas Mercede no era tonta (a veces hasta creía que su inteligencia había sido su perdición) y supo sacar provecho personal de su compañero de cárcel.
— ¿Cómo os llamáis, dulce ragazza? — preguntó el muchacho, mientras la recostaba y una de sus hábiles manos le recorría las costillas.
— Bella... — musitó en medio de sus quedos gemidos — Bella Moretti. ¿Y vuestra Merced? —
— Silvano Ferrer — fue todo lo que charlaron, a lo largo de todas esa semana. El resto fue lenguaje corporal.
Creyó la muchacha que podía acostumbrarse a esa rutina, pero la octava noche de su reclusión algo diferente ocurrió.
En vez de acudir a su encuentro el rumano (o francés, ya no se acordaba), fue una matrona quien la visitó, acompañada de dos chiquillas que cargaban sobre sí un sinfín de telas, cintas, cordeles y otros accesorios que no supo identificar. La mujer le dedicó una fría mirada:
— ¡Buonanotte, bella signora! — le dijo con ese entusiasmo excesivo, tan propio de los itálicos — El Amo nos ha impuesto una encantadora tarea. comentó, como si ésta no tuviera nada de encantador.
Sin mayores explicaciones, le ordenó ponerse de pie y quitarse toda la ropa. Nunca, como hasta ese instante, se sintió tanto como un objeto. Una mujer normal quizás habría llorado; ella simplemente frunció el ceño y se dejó hacer.
La matrona tomó medidas, sobrepuso telas, mezcló colores y, finalmente empezó a vestirla. Lo primero fue una gruesa gargantilla, muy ceñida a su cuello, luego de lo cual, la envolvió con una cuerda de oro que dibujaba su figura perdiéndose por las zonas más íntimas de Mercede, de tal modo que la joven no podía moverse sin generar reacciones de placer erótico. A la modista le sorprendió gratamente la tenaz indiferencia de la Medici y continuó su trabajo. La cubrió con una tela de gasa que dejaba muy poco a la imaginación, a la cual le dio forma con el uso de joyas y un elegante cinturón. Para cuando estuvo lista, y se miró en el espejo, no pudo reconocerse a sí misma.
Tan sorprendida estaba, que no opuso resistencia cuando Rashâd entró en el cuarto y, arrebatado de placer, la amarró por la cintura y la besó fieramente. Después, con absoluta frialdad, sujetó una correa a la gargantilla y la guió al carruaje para llevarla a quién sabía dónde. Mercede se mantuvo en silencio durante todo el trayecto, e incluso pudo mantenerse impasible cuando ingresaron al lugar a donde acudían. Tampoco le afectó descubrir que aquella cita era claramente orgiástica.
Lo que la desarmó por completo fue el hombre sentado al otro lado de la sala, justo frente a Rashâd y ella.
Era Raimondo. Su hermano.
***
Mercede di Medici- Humano Clase Alta
- Mensajes : 9
Fecha de inscripción : 17/11/2014
Localización : Al lado de Raimondo, donde pertenece
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Re: La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
Casper Jean-Sébastien se retorcía remolón sobre su trono de huesos y cuero. No hacía falta mencionar, que los huesos no eran precisamente de animal, es más, los restos del muerto, parecían chillar el nombre de su dueño, que una vez gobernó aquel erótico submundo; el Marqués de Sade.
¡Aquel sí que había sido un ser vicioso! No negaría que su compañía había resultado entretenida por algún tiempo, sin embargo, pronto, el capricho del vampiro había sido mayor que el pasatiempos que el Marques le ofrecía en su pequeño reino. Casper había deseado ser más que una simple pieza del juego. Había ansiado la corona y el trono del mismo. Y había tomado ambas cosas una de aquellas noches festiva, mientras el Marqués, perdido en las llamas de la perversión, sodomizaba a una joven. El inmortal se había aproximado casualmente por su espalda perlada en sudor, y había hundido la punta de sus dedos en el cuello del hombre, al mismo tiempo que este acometía una última embestida. La sangre entonces, se había derramado sobre la muchacha, junto a la culminación del Marqués. Casper, habría mentido al decir que no había sentido una inminente excitación ante la imagen. Y estaba seguro, de que tantos otros de los invitados también lo habían sentido. Sin embargo el sentimiento que había dominado en aquel preciso instante el pequeño submundo, había sido el del miedo; miedo hacia él. Aquella sociedad había estado formada por humanos tan solo, y Casper se había asegurado de que ninguno de ellos conociera inmortal existente.
Él había sonreído entonces. Los hombres, se habían debatido entre huir, atacar, o continuar donde estaban. Habían dejado sus placeres de lado, atormentados por una arrasadora tensión, para contemplar al inmortal con rostros helados.
El glacial había estallado en pedazos cuando uno de ellos, el más fiel al antiguo Marqués, y también el más estúpido, había corrido hacia Casper con un triste bastón para vengar la muerte de su señor. Por su parte, él, simplemente lo había enviado junto al Marqués. Además de eso, se había encargado de escupir con placentero regocijo su nuevo mandato. Había dejado desnuda su inmortalidad frente a ellos, alzándose sobre sus ojos mortales como el mismísimo Lucifer. Los más codiciosos no habían duda en unirse a él, mientras que los más fieles, habían muerto a manos de los nuevos seguidores de Casper, junto a los cobardes que habían intentado huir. El festín sin embargo, había venido después, cuando tras haber pasado la madrugada entera convirtiendo a su nuevos discípulos, estos se habían dedicado a devorar a todos los sumisos y sumisas que todavía habían quedado prendidos de las cuerdas y las vendas de sus ojos, desorientados y perdidos ante lo que estaba ocurriendo. Más no estaban perdidos aquellos que a ojos descubiertos tan solo habían sido amordazados, adquiriendo como resultado la viva imagen del terror.
El nuevo mandato del Marqués, se había construido pues, sobre sangre y muerte.
Casper regresó sus pensamientos al presente con un leve movimiento de cabeza.
El cabello rubio, casi blanco, le cayó sobre el antifaz negro que siempre llevaba en aquellas ocasiones. Sus ojos claros, recorrieron con pereza depredadora la sala. El show todavía no había dado comienzo, puesto que todos los invitados no habían llegado. Los que sí, se dedicaban a charlar unos con los otros. Se había permitido que cada invitado viniera acompañado de uno, ninguno, o varios sumisos o sumisas. Y por supuesto, Casper tan solo había otorgado la posibilidad de entrar en aquel lugar, a la calaña más enriquecida de su especie. Pero no a hechiceros, no se fiaba de ellos. En cuanto a los humanos, el vampiro se había preocupado de que todos ellos fueran poderosos. Por ello, no se vio sorprendido cuando vio entrar a Raimondo di Medici en la sala. Casper refrenó sus impulsos de realizar una inclinación burlona, más beneficioso sería forjar una amistad de intereses con él que ganarlo como enemigo.
Sin embargo no se movió, todavía. Persiguió al ex monarca con los ojos clavados en su perfil, cuya expresión cambió cuando alguien más asomó por la puerta. No supo decir si sus rasgos se endurecieron todavía más, o se suavizaron. En la sala entro una joven, decididamente deliciosa, acompañada por un vampiro, antiguo sin duda.
Palpó la tensión, y la sobrecogedora carga de sentimientos en su boca. Se mantuvo donde estaba, contemplando con un deliberado interés la escena. La joven tenía ciertos rasgos similares a Raimondo. ¿Podrían ser parientes acaso? ¿Hermanos?
Casper sintió una escalofría de reconocimiento ante la palabra.
Hermanos.
Sin perder de vista a ambos, afinó el oído.
"Hermanos…"
Una sonrisa entre el pesar y la excitación, asomó sus afiladas facciones.
¡Aquel sí que había sido un ser vicioso! No negaría que su compañía había resultado entretenida por algún tiempo, sin embargo, pronto, el capricho del vampiro había sido mayor que el pasatiempos que el Marques le ofrecía en su pequeño reino. Casper había deseado ser más que una simple pieza del juego. Había ansiado la corona y el trono del mismo. Y había tomado ambas cosas una de aquellas noches festiva, mientras el Marqués, perdido en las llamas de la perversión, sodomizaba a una joven. El inmortal se había aproximado casualmente por su espalda perlada en sudor, y había hundido la punta de sus dedos en el cuello del hombre, al mismo tiempo que este acometía una última embestida. La sangre entonces, se había derramado sobre la muchacha, junto a la culminación del Marqués. Casper, habría mentido al decir que no había sentido una inminente excitación ante la imagen. Y estaba seguro, de que tantos otros de los invitados también lo habían sentido. Sin embargo el sentimiento que había dominado en aquel preciso instante el pequeño submundo, había sido el del miedo; miedo hacia él. Aquella sociedad había estado formada por humanos tan solo, y Casper se había asegurado de que ninguno de ellos conociera inmortal existente.
Él había sonreído entonces. Los hombres, se habían debatido entre huir, atacar, o continuar donde estaban. Habían dejado sus placeres de lado, atormentados por una arrasadora tensión, para contemplar al inmortal con rostros helados.
El glacial había estallado en pedazos cuando uno de ellos, el más fiel al antiguo Marqués, y también el más estúpido, había corrido hacia Casper con un triste bastón para vengar la muerte de su señor. Por su parte, él, simplemente lo había enviado junto al Marqués. Además de eso, se había encargado de escupir con placentero regocijo su nuevo mandato. Había dejado desnuda su inmortalidad frente a ellos, alzándose sobre sus ojos mortales como el mismísimo Lucifer. Los más codiciosos no habían duda en unirse a él, mientras que los más fieles, habían muerto a manos de los nuevos seguidores de Casper, junto a los cobardes que habían intentado huir. El festín sin embargo, había venido después, cuando tras haber pasado la madrugada entera convirtiendo a su nuevos discípulos, estos se habían dedicado a devorar a todos los sumisos y sumisas que todavía habían quedado prendidos de las cuerdas y las vendas de sus ojos, desorientados y perdidos ante lo que estaba ocurriendo. Más no estaban perdidos aquellos que a ojos descubiertos tan solo habían sido amordazados, adquiriendo como resultado la viva imagen del terror.
El nuevo mandato del Marqués, se había construido pues, sobre sangre y muerte.
Casper regresó sus pensamientos al presente con un leve movimiento de cabeza.
El cabello rubio, casi blanco, le cayó sobre el antifaz negro que siempre llevaba en aquellas ocasiones. Sus ojos claros, recorrieron con pereza depredadora la sala. El show todavía no había dado comienzo, puesto que todos los invitados no habían llegado. Los que sí, se dedicaban a charlar unos con los otros. Se había permitido que cada invitado viniera acompañado de uno, ninguno, o varios sumisos o sumisas. Y por supuesto, Casper tan solo había otorgado la posibilidad de entrar en aquel lugar, a la calaña más enriquecida de su especie. Pero no a hechiceros, no se fiaba de ellos. En cuanto a los humanos, el vampiro se había preocupado de que todos ellos fueran poderosos. Por ello, no se vio sorprendido cuando vio entrar a Raimondo di Medici en la sala. Casper refrenó sus impulsos de realizar una inclinación burlona, más beneficioso sería forjar una amistad de intereses con él que ganarlo como enemigo.
Sin embargo no se movió, todavía. Persiguió al ex monarca con los ojos clavados en su perfil, cuya expresión cambió cuando alguien más asomó por la puerta. No supo decir si sus rasgos se endurecieron todavía más, o se suavizaron. En la sala entro una joven, decididamente deliciosa, acompañada por un vampiro, antiguo sin duda.
Palpó la tensión, y la sobrecogedora carga de sentimientos en su boca. Se mantuvo donde estaba, contemplando con un deliberado interés la escena. La joven tenía ciertos rasgos similares a Raimondo. ¿Podrían ser parientes acaso? ¿Hermanos?
Casper sintió una escalofría de reconocimiento ante la palabra.
Hermanos.
Sin perder de vista a ambos, afinó el oído.
"Hermanos…"
Una sonrisa entre el pesar y la excitación, asomó sus afiladas facciones.
Casper Jean-Sébastien- Vampiro Clase Media
- Mensajes : 35
Fecha de inscripción : 25/10/2014
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Re: La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
El sanguinario sentado no duró. La verdad lo hizo ponerse de pié.
Raimondo llevaba en sus manos la sangre de cientos de personas. Seguro que sí. Antes de que alcanzara cualquier poder ya lo hacía. En gran parte de su adolescencia mataba a gente por nada, por mirarlo mal. Y prefería ver desvanecerse a la gente de cerca, con el aliento tibio rozándoles el oído trizado. Quería decirles, justo antes de que partieran, que había sido él el artífice de su desastre. Fue el preludio del sanguinario. Obtenía su premio al verlos a los ojos, cuando ellos le devolvían un triste despojo de un gesto que moría. Así él era el último pensamiento que guardaban en sus mentes, llevándose su faz. Y eso era fascinante, pues si se llevaban ese destello al más allá, al tártaro o al inmundo rincón que fuera, pensarían en él todo el tiempo. La mayoría de la gente no podía concebir a un ser humano haciendo aquello a un similar. Raimondo podía entender que no pudieran hacer lo que él. Lo que no entendía era por qué él sí podía.
A uno lo rajó en la nuez de Adán, para ver cuánto demoraba en morir. Un par de minutos fue todo lo que resistió. Se ahogó, de hecho, con su propia sangre. Reía, celebraba con su festín de rojo y no le molestaba para nada. Aun así, nunca salió de un sentimiento superficial. Era decepcionante. Ahí se dio cuenta de que algo le faltaba, como si una fuerza exógena lo apartara mezquina. Porque debería de algún modo haber demostrado sentimiento de empatía, algo, pero nada. ¡Mercede! ¡Siempre Mercede! Y ahí estaba la muy puta, esa bruja que le vendió devoción para que no se diera cuenta de que estaba drenando todo su poder. Mercede la intelectual, el ojo derecho de los maestros, la muñeca de porcelana de mamá, la perfecta, ¡perfecta zorra! Le dio su merecido cuando dejó que la violaran hasta morir. ¡La vio morir! Debía entrar metros bajo tierra. ¡¿Entonces por qué estaba frente a él?!
No vio a nadie más, ni a la hermandad de Sade ni al vampiro carcelero. Sólo vio a su hermana. Ese fue el problema.
—¿Qué estás haciendo aquí? —exigió saber todavía incrédulo. Al no recibir respuesta, despertó— ¡¿Qué mierda estás haciendo aquí?! —empezó a negar con su cabeza. El aire entraba y salía de sus pulmones con el mismo ardor con el que le recorría la garganta— Estás bajo tierra. Muerta y enterrada. Te vi cerrando esos ojos de serpiente para siempre, ¡porca puttana! —tomó la silla con una mano y la estrelló contra el suelo, volviéndola inservible. La adrenalina que corría por sus venas cobró la primera víctima.— ¡¿Por qué?!
Mas continuó mirándola a los ojos. Veía cómo éstos se dilataban al verlo igual de sorprendida que él. Era el reflejo de una parte del alma muriendo. Porque allí no solamente se recolectaban vidas y se marchaban. Vio el último respiro de la sorpresa, el impacto, la cordura. Todo se fue. Y lo que encontró después…. era como si el tiempo no hubiera pasado, pues ella lo veía con el mismo sucio candor que llevaba la noche en que salvó su pellejo asesinando la semilla que los engendró. Ese cerdo de Ottavio había dejado su marca en Raimondo. Y lo peor era que no había importado realmente si estaba ebrio o no; había sido un asqueroso hijo de perra y siempre lo sería hasta su muerte. E incluso fallecido seguía siendo un hijo de perra. Ahora lo escuchaba mofarse de él en su cabeza, volviéndolo loco. Su cepa estaba maldita, porque si seguían vivos era por haberse deshecho de su progenitor.
Fue entonces que, contra todo pronóstico, Raimondo dejó esa expresión iracunda y comenzó a reír. Era una risa macabra, una carcajada sin control. Los ojos se le desorbitaban porque cada energía de sus músculos faciales la llevó a la mandíbula, paralizándose en un retorcido gesto digno de una cuna de larvas. Miró hacia arriba. Aunque él no pudiese distinguir el rostro del líder, sí notó en dónde en dónde estaba ubicado. Y se dirigió a él.
—Ya veo lo que quieren. Desean el estado de caos. Y supongo que se piensan muy omnipotentes. —rió de nuevo. Y de pronto, la risa se acabó, dando paso a la voz y a la mirada de una quimera— ¡Ustedes! ¿¡Se llaman a sí mismos dementes?! ¡Dementes! —se mofó maniáticamente— No son siquiera al asomo de un asesino. Patéticos aficionados. ¿Creen que basta con creer en ustedes mismos? ¡Ahí es donde se equivocan otra vez! El es poder el que debe creer en ustedes. Sono buoni a nulla. —eran unos buenos para nada— ¡Ustedes, que no creen plenamente en nada! Pero verán… somos totalmente diferentes.
Estaba realmente fuera de sus casillas. Oyendo su voz ciega, vengativa. Su corazón se contraía de desprecio, más oscuro que en sombras. Así se volvió a Mercede y al no-muerto. Imponente y a la vez impredecible. Con esos aires sacó su látigo unicola del interior de sus ropas y lo abanicó en el aire, amenazante. No perdí la vista de su presa. Una presa que por años lo había eludido, engañándolo con su deceso.
—Quiero a esa puta en cuatro aquí. —apuntó al piso con su mano disponible— Dámela… ¡dámela, maldita sea!
Raimondo llevaba en sus manos la sangre de cientos de personas. Seguro que sí. Antes de que alcanzara cualquier poder ya lo hacía. En gran parte de su adolescencia mataba a gente por nada, por mirarlo mal. Y prefería ver desvanecerse a la gente de cerca, con el aliento tibio rozándoles el oído trizado. Quería decirles, justo antes de que partieran, que había sido él el artífice de su desastre. Fue el preludio del sanguinario. Obtenía su premio al verlos a los ojos, cuando ellos le devolvían un triste despojo de un gesto que moría. Así él era el último pensamiento que guardaban en sus mentes, llevándose su faz. Y eso era fascinante, pues si se llevaban ese destello al más allá, al tártaro o al inmundo rincón que fuera, pensarían en él todo el tiempo. La mayoría de la gente no podía concebir a un ser humano haciendo aquello a un similar. Raimondo podía entender que no pudieran hacer lo que él. Lo que no entendía era por qué él sí podía.
A uno lo rajó en la nuez de Adán, para ver cuánto demoraba en morir. Un par de minutos fue todo lo que resistió. Se ahogó, de hecho, con su propia sangre. Reía, celebraba con su festín de rojo y no le molestaba para nada. Aun así, nunca salió de un sentimiento superficial. Era decepcionante. Ahí se dio cuenta de que algo le faltaba, como si una fuerza exógena lo apartara mezquina. Porque debería de algún modo haber demostrado sentimiento de empatía, algo, pero nada. ¡Mercede! ¡Siempre Mercede! Y ahí estaba la muy puta, esa bruja que le vendió devoción para que no se diera cuenta de que estaba drenando todo su poder. Mercede la intelectual, el ojo derecho de los maestros, la muñeca de porcelana de mamá, la perfecta, ¡perfecta zorra! Le dio su merecido cuando dejó que la violaran hasta morir. ¡La vio morir! Debía entrar metros bajo tierra. ¡¿Entonces por qué estaba frente a él?!
No vio a nadie más, ni a la hermandad de Sade ni al vampiro carcelero. Sólo vio a su hermana. Ese fue el problema.
—¿Qué estás haciendo aquí? —exigió saber todavía incrédulo. Al no recibir respuesta, despertó— ¡¿Qué mierda estás haciendo aquí?! —empezó a negar con su cabeza. El aire entraba y salía de sus pulmones con el mismo ardor con el que le recorría la garganta— Estás bajo tierra. Muerta y enterrada. Te vi cerrando esos ojos de serpiente para siempre, ¡porca puttana! —tomó la silla con una mano y la estrelló contra el suelo, volviéndola inservible. La adrenalina que corría por sus venas cobró la primera víctima.— ¡¿Por qué?!
Mas continuó mirándola a los ojos. Veía cómo éstos se dilataban al verlo igual de sorprendida que él. Era el reflejo de una parte del alma muriendo. Porque allí no solamente se recolectaban vidas y se marchaban. Vio el último respiro de la sorpresa, el impacto, la cordura. Todo se fue. Y lo que encontró después…. era como si el tiempo no hubiera pasado, pues ella lo veía con el mismo sucio candor que llevaba la noche en que salvó su pellejo asesinando la semilla que los engendró. Ese cerdo de Ottavio había dejado su marca en Raimondo. Y lo peor era que no había importado realmente si estaba ebrio o no; había sido un asqueroso hijo de perra y siempre lo sería hasta su muerte. E incluso fallecido seguía siendo un hijo de perra. Ahora lo escuchaba mofarse de él en su cabeza, volviéndolo loco. Su cepa estaba maldita, porque si seguían vivos era por haberse deshecho de su progenitor.
Fue entonces que, contra todo pronóstico, Raimondo dejó esa expresión iracunda y comenzó a reír. Era una risa macabra, una carcajada sin control. Los ojos se le desorbitaban porque cada energía de sus músculos faciales la llevó a la mandíbula, paralizándose en un retorcido gesto digno de una cuna de larvas. Miró hacia arriba. Aunque él no pudiese distinguir el rostro del líder, sí notó en dónde en dónde estaba ubicado. Y se dirigió a él.
—Ya veo lo que quieren. Desean el estado de caos. Y supongo que se piensan muy omnipotentes. —rió de nuevo. Y de pronto, la risa se acabó, dando paso a la voz y a la mirada de una quimera— ¡Ustedes! ¿¡Se llaman a sí mismos dementes?! ¡Dementes! —se mofó maniáticamente— No son siquiera al asomo de un asesino. Patéticos aficionados. ¿Creen que basta con creer en ustedes mismos? ¡Ahí es donde se equivocan otra vez! El es poder el que debe creer en ustedes. Sono buoni a nulla. —eran unos buenos para nada— ¡Ustedes, que no creen plenamente en nada! Pero verán… somos totalmente diferentes.
Estaba realmente fuera de sus casillas. Oyendo su voz ciega, vengativa. Su corazón se contraía de desprecio, más oscuro que en sombras. Así se volvió a Mercede y al no-muerto. Imponente y a la vez impredecible. Con esos aires sacó su látigo unicola del interior de sus ropas y lo abanicó en el aire, amenazante. No perdí la vista de su presa. Una presa que por años lo había eludido, engañándolo con su deceso.
—Quiero a esa puta en cuatro aquí. —apuntó al piso con su mano disponible— Dámela… ¡dámela, maldita sea!
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
“Por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré”
Apocalipsis 3:16.
Apocalipsis 3:16.
Por un segundo, todo desapareció entre ellos y estuvieron solos, espantados de tenerse frente así, como si hubieran vuelto al único momento de la vida en que compartieron el miedo y la felicidad a partes iguales.
Si ese segundo se hubiera duplicado una sola vez, de seguro Mercede se habría arrojado a los brazos de su hermano, y habría revelado sin culpas todo lo que su negro corazón escondía; pero ese momento pasó y los hermanos se miraron con odio enconado en los profundo de sus almas, como la mala hierba que se aferra a una mansión.
— ¿Qué estás haciendo aquí? — sus gestos eran frenéticos y erráticos, como si no pudiera aceptarla allí, frente a él.
Le gritó de un modo que sólo antes Ottavio había usado contra ella y eso la perturbó. ¿Era ese el mismo Raimondo que la había protegido del cerdo que la vida le dio por padre? En verdad, ella quería vengarse, por haberla abandonado en las manos asquerosas del buitre cardenal, pero jamás pensó en lastimarlo, no a su hermano, no al hombre que amaba…
Y ese hombre ahora se refería a ella como si fuera la más ruin de las meretrices, como si no mereciera en la vida otro trato que el del látigo y la humillación. Lo miró, con sus enormes ojos, con la expresión de un ángel mártir que está dispuesto a entregarse a la hoguera por el alma de un perdido sin remedio; inconscientemente, pese a sus ofensivas palabras, la joven dio un paso hacia adelante porque y pese a todo ella estaba hecha para pertenecer a Raimondo. Pero el vampiro (su dueño, se recordó) la detuvo, jalando suavemente la correa:
— No, ghzala. No hasta que yo lo permita. — musitó apenas el inmortal, con una mirada gélida que ella no se atrevió a desafiar.
Mercede tembló, lo mismo que un perro que desea ir con su amo, pero que sabe que no debe hacerlo; el deseo de su cuerpo y de su corazón era poderoso, más tuvo la férrea voluntad para obedecer a lo que Al–Farāhídi le imponía; era parte de su peculiar comportamiento el obedecer aunque ello le matara de anhelo y nostalgia. Y era que, lo sabía muy bien, ella había nacido para pertenecer.
Fue entonces que el Medici, tan desquiciado como ella, tirano y sanguinario loco, saltó sin preámbulos de la cólera a la risa; una risa furiosa y terrible que habría sobrecogido a los hombres más valientes. Pero, para desgracia del arrogante y depuesto monarca (ella había oído los terribles temores), estaba entre inmortales que, lejos de intimidarse, codiciaban los humores humanos, tan faltos de lógica, pero tan llenos de sentimiento y vida. Como era costumbre en él, nada le podía importar al italiano que fuera considerado presa; esa noche actuaría como el todopoderoso que siempre había pensado que era:
— Ya veo lo que quieren… — los desafió, rugiente, como un león que juega con su presa, como si Raimondo tuviera alguna oportunidad. Había perdido todo control, toda serenidad; estaba eufórico de los más intensos y obscuros sentimientos, todos ellos invocados por el fantasma corpóreo y fogoso que era su hermana. Y Mercede lo deseó todavía más; tanto, que no pudo evitar un movimiento de su pelvis, buscando que la cuerda le diera el placer que su amo le negaba; ¿cómo iba a soportarlo más tiempo? Pero era la tortura misma, el anhelo y la espera lo que precisamente hacía más delicioso el dolor. Y entonces, sucedió: — Quiero a esa puta en cuatro aquí. Dámela… ¡dámela, maldita sea! —
Aquélla fue la frase que la sacó de su embrujo. Ella lo deseaba, tanto o más que el mismo Medici, pero también deseaba verlo sufrir, a costa de su propia cordura y seguridad.
En vez de caminar directamente hacia Raimondo, se sentó entre las piernas de Rashâd, de tal modo que su pelvis (ardiente y dolorosa) chocaba contra el tobillo del muerto viviente y la cabeza de la joven reposaba sobre la hombría del valaquio en una escena que era a la vez un desafío y una invitación. Rashâd entendió en el acto las intenciones de su “Bella” y, con una sonrisa cegadora, deslizó su mano por el cuerpo de la muchacha hasta perderse en la entrepierna, en donde empezó a acariciarla con tal maestría que Mercede pensó morir; como si aquello no fuera suficiente, él la besó de un modo que nadie antes la había besado. Ella pensó que podría entregarse a él para siempre, convertirse en su esclava y dejarle hacer lo que quisiera con tal de que la besara y la tocara de esa misma forma por el resto de su mortalidad.
Pero el juego no podía acabar tan pronto. Rashâd la soltó renuente y le preguntó con la mirada qué deseaba ella.
Y Mercede deseaba el Infierno; había nacido para desearlo.
Sin despegar los labios se puso de pie y caminó hacia su hermano, con la correa azotándole la espalda y la cuerda torturándole su fiebre. Atravesó graciosa y dignamente toda la sala, como si no tuviera la menor prisa en cumplir a su hermano (aunque en su interior tuviera que resistir el deseo insano de arrojarse a sus labios). Cuando estuvo frente a Raimondo, se hincó frente a él y clavó su mirada angelical en sus fieros ojos:
— Aquí me tenéis, hermano. Si no he venido antes, fue porque vos me dejasteis… Porque vos olvidasteis que os pertenecía… Ahora, cobrad o pagad; ambos estamos en deuda con el otro… Y vos a mí me debéis mucho más que una noche de azotes… — lo desafío, sabiendo la respuesta que recibiría.
Lo que para otros era un desatino, para ella era un deseo; nadie podría comprenderla, porque nadie entendía a los dementes; ella deseaba sobre sí la ira de Raimondo, su violencia, su lujuria, su odio: todo le pertenecía a Mercede y lo iba a obtener a costa de lo que fuera.
Desde esa posición falsamente sumisa, en el silencio que les rodeó, la joven arrojó su carta mas cara y metió sus manos dentro del pantalón de Raimondo y lo apretó, en una caricia tan violenta que el placer y el dolor eran uno solo.
Entonces supo que lo había logrado.
La bestia había despertado, por fin, tantos años después.
***
Si ese segundo se hubiera duplicado una sola vez, de seguro Mercede se habría arrojado a los brazos de su hermano, y habría revelado sin culpas todo lo que su negro corazón escondía; pero ese momento pasó y los hermanos se miraron con odio enconado en los profundo de sus almas, como la mala hierba que se aferra a una mansión.
— ¿Qué estás haciendo aquí? — sus gestos eran frenéticos y erráticos, como si no pudiera aceptarla allí, frente a él.
Le gritó de un modo que sólo antes Ottavio había usado contra ella y eso la perturbó. ¿Era ese el mismo Raimondo que la había protegido del cerdo que la vida le dio por padre? En verdad, ella quería vengarse, por haberla abandonado en las manos asquerosas del buitre cardenal, pero jamás pensó en lastimarlo, no a su hermano, no al hombre que amaba…
Y ese hombre ahora se refería a ella como si fuera la más ruin de las meretrices, como si no mereciera en la vida otro trato que el del látigo y la humillación. Lo miró, con sus enormes ojos, con la expresión de un ángel mártir que está dispuesto a entregarse a la hoguera por el alma de un perdido sin remedio; inconscientemente, pese a sus ofensivas palabras, la joven dio un paso hacia adelante porque y pese a todo ella estaba hecha para pertenecer a Raimondo. Pero el vampiro (su dueño, se recordó) la detuvo, jalando suavemente la correa:
— No, ghzala. No hasta que yo lo permita. — musitó apenas el inmortal, con una mirada gélida que ella no se atrevió a desafiar.
Mercede tembló, lo mismo que un perro que desea ir con su amo, pero que sabe que no debe hacerlo; el deseo de su cuerpo y de su corazón era poderoso, más tuvo la férrea voluntad para obedecer a lo que Al–Farāhídi le imponía; era parte de su peculiar comportamiento el obedecer aunque ello le matara de anhelo y nostalgia. Y era que, lo sabía muy bien, ella había nacido para pertenecer.
Fue entonces que el Medici, tan desquiciado como ella, tirano y sanguinario loco, saltó sin preámbulos de la cólera a la risa; una risa furiosa y terrible que habría sobrecogido a los hombres más valientes. Pero, para desgracia del arrogante y depuesto monarca (ella había oído los terribles temores), estaba entre inmortales que, lejos de intimidarse, codiciaban los humores humanos, tan faltos de lógica, pero tan llenos de sentimiento y vida. Como era costumbre en él, nada le podía importar al italiano que fuera considerado presa; esa noche actuaría como el todopoderoso que siempre había pensado que era:
— Ya veo lo que quieren… — los desafió, rugiente, como un león que juega con su presa, como si Raimondo tuviera alguna oportunidad. Había perdido todo control, toda serenidad; estaba eufórico de los más intensos y obscuros sentimientos, todos ellos invocados por el fantasma corpóreo y fogoso que era su hermana. Y Mercede lo deseó todavía más; tanto, que no pudo evitar un movimiento de su pelvis, buscando que la cuerda le diera el placer que su amo le negaba; ¿cómo iba a soportarlo más tiempo? Pero era la tortura misma, el anhelo y la espera lo que precisamente hacía más delicioso el dolor. Y entonces, sucedió: — Quiero a esa puta en cuatro aquí. Dámela… ¡dámela, maldita sea! —
Aquélla fue la frase que la sacó de su embrujo. Ella lo deseaba, tanto o más que el mismo Medici, pero también deseaba verlo sufrir, a costa de su propia cordura y seguridad.
En vez de caminar directamente hacia Raimondo, se sentó entre las piernas de Rashâd, de tal modo que su pelvis (ardiente y dolorosa) chocaba contra el tobillo del muerto viviente y la cabeza de la joven reposaba sobre la hombría del valaquio en una escena que era a la vez un desafío y una invitación. Rashâd entendió en el acto las intenciones de su “Bella” y, con una sonrisa cegadora, deslizó su mano por el cuerpo de la muchacha hasta perderse en la entrepierna, en donde empezó a acariciarla con tal maestría que Mercede pensó morir; como si aquello no fuera suficiente, él la besó de un modo que nadie antes la había besado. Ella pensó que podría entregarse a él para siempre, convertirse en su esclava y dejarle hacer lo que quisiera con tal de que la besara y la tocara de esa misma forma por el resto de su mortalidad.
Pero el juego no podía acabar tan pronto. Rashâd la soltó renuente y le preguntó con la mirada qué deseaba ella.
Y Mercede deseaba el Infierno; había nacido para desearlo.
Sin despegar los labios se puso de pie y caminó hacia su hermano, con la correa azotándole la espalda y la cuerda torturándole su fiebre. Atravesó graciosa y dignamente toda la sala, como si no tuviera la menor prisa en cumplir a su hermano (aunque en su interior tuviera que resistir el deseo insano de arrojarse a sus labios). Cuando estuvo frente a Raimondo, se hincó frente a él y clavó su mirada angelical en sus fieros ojos:
— Aquí me tenéis, hermano. Si no he venido antes, fue porque vos me dejasteis… Porque vos olvidasteis que os pertenecía… Ahora, cobrad o pagad; ambos estamos en deuda con el otro… Y vos a mí me debéis mucho más que una noche de azotes… — lo desafío, sabiendo la respuesta que recibiría.
Lo que para otros era un desatino, para ella era un deseo; nadie podría comprenderla, porque nadie entendía a los dementes; ella deseaba sobre sí la ira de Raimondo, su violencia, su lujuria, su odio: todo le pertenecía a Mercede y lo iba a obtener a costa de lo que fuera.
Desde esa posición falsamente sumisa, en el silencio que les rodeó, la joven arrojó su carta mas cara y metió sus manos dentro del pantalón de Raimondo y lo apretó, en una caricia tan violenta que el placer y el dolor eran uno solo.
Entonces supo que lo había logrado.
La bestia había despertado, por fin, tantos años después.
***
Mercede di Medici- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 17/11/2014
Localización : Al lado de Raimondo, donde pertenece
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Re: La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
Maldita. Sucia. Zorra.
La mente de Raimondo sangraba ante aquella visión. Estaba paralizado no porque quisiese, sino porque una fuerza exógena actuaba implacable sobre sus extremidades. Estaba herido, abrasado; la noción de la realidad estaba como destituida. Él no se había dado cuenta de lo herido que estaba, de cuánto el pasado carcomía leve pero impiadoso su cordura, de cómo lo lesionada una inundación corrosiva de muerte. Ahora, a medida que la imagen de su hermana se había más nítida, el mundo se volvía borroso. Y al verla tan sumisa con ese bastardo supo cuán destruido estaba, como una raíz estallada desde dentro por una helada.
«Lo pagarás. Lo pagarás» se repetía mientras la veía disfrutar con las caricias del vampiro. Llegaba a rechinar los dientes. Sudaba frío. El pasado que había querido enterrar lo buscaba, lo acechaba. No era algo que imaginara; podía verlo caminando hacia él, inclinarse ante su presencia en tiempo presente. Mercede… Mercede… con esa cara de ángel, herencia Visconti, ¿a quién engañaba?
Tumbó a su hermana boca arriba en el piso y se ubicó rápidamente de pié por encima de ella, con una pierna en cada lado de su cuerpo. Desde arriba la miró. Necesitaba disminuirla. Así fue que hizo uso del arma que tenía y golpeó las baldosas con fuertes latigazos que rozaron ese rostro que lo perseguía. Cualquier error generaría una horrenda cicatriz.
—¡Mentirosa! ¡Mientes, arpía! ¡Engañas con tu lengua de serpiente! —apretó el mango del látigo en su mano y dio más duro— ¡Tú! Tú fuiste quien olvidó a quién le debía hasta el último aliento de su miserable vida. Y se lo diste al Cardenal como si nada. ¡Te vendiste y pagaste por puta! No me sorprendería que antes le hubieras mamado la verga a cambio de su favor. Dime si no te gustó el poder, dime si no te gustó beberte la gloria que robaste de mí.
Ella lo tocó de improviso, generó una prohibida fricción que hacía años que debía haber acontecido. Raimondo tuvo que cerrar sus ojos y arquear su cuello hacia arriba para esconder la liberación que experimentó su rostro, aunque los labios entreabiertos lo delataron. Ese dolor era un consuelo;
De pronto se sentó sobre su hermana regresando el látigo a una posición pasiva, pero él estaba más agresivo que nunca. No era algo que se viese por fuera, sino por dentro. Una mirada y quedaría Italia vuelta en ruinas. Le dio un nuevo uso a su herramienta cogiendo las muñecas de Mercede y atándolas por sobre su cabeza fuertemente, hasta que no pudiera moverlas. Le dedicó una sádica sonrisa y bajó los labios enrojecidos de coraje hasta el oído de su consanguínea. Así la quería, muy quieta y dispuesta. Pero solamente para él.
—Trata de imaginar lo que va a suceder ahora, porque ni Dios podría adivinar lo que estoy apunto de hacer. ¿No te aventuras? Usa tu cabeza, hermanita. Haz eso de esa lucidez tuya tan propia. —la quiso oír, pero nada de lo que oyó lo convenció. Es que tenía una idea fija y no había forma de empujar un carro de lado— ¿Sabes qué es irónico, Mercede? Que para ser la más inteligente, no eres tan brillante.
Y así fue que el Medici de firme boca hizo reventar algo en su sangre al bajar a besar como un relámpago la boca de su hermana. Así la dominaba y la poseía con furia, desquitándose. Quería llevarse en medio de un ósculo, a ver si con su carne podía purificarla y volverla parte de su cuerpo como una extensión más. Sus brazos fueron rápidos sobre ella, reacio a que fuera a escaparse o que alguien se la quitase. No se disolvería nuevamente. Parecía estar recogiéndola, bebiendo ávidamente el derrame de su ser físico. Parecía servírsela como se sirve el vino en una copa.
«Mía»
Escondió su cabeza entre los senos de ella y apretó esas protuberancias contra él con sus manos. Y sentía cómo su hermana apretaba contra sí con manos temblorosas su cabeza mientras él yacía yuxtapuesto. Quería que Mercede fuese plenamente consciente. El encantador calor nocivo fluía a través de Raimondo como un sueño de fecundidad dentro del útero. Ah, si pudiera recuperar eso que perdió con el nacimiento de ella, él quedaría restaurado, omnipotente, sería completo al fin.
En un instante levantó el rostro e inyectó los ojos deliberadamente en el inmortal. Tenía un mensaje para él.
—¿Crees que eso que obtuviste de ella fue por ti? Observa y aprende lo que es derramar a esta mujer.
La mente de Raimondo sangraba ante aquella visión. Estaba paralizado no porque quisiese, sino porque una fuerza exógena actuaba implacable sobre sus extremidades. Estaba herido, abrasado; la noción de la realidad estaba como destituida. Él no se había dado cuenta de lo herido que estaba, de cuánto el pasado carcomía leve pero impiadoso su cordura, de cómo lo lesionada una inundación corrosiva de muerte. Ahora, a medida que la imagen de su hermana se había más nítida, el mundo se volvía borroso. Y al verla tan sumisa con ese bastardo supo cuán destruido estaba, como una raíz estallada desde dentro por una helada.
«Lo pagarás. Lo pagarás» se repetía mientras la veía disfrutar con las caricias del vampiro. Llegaba a rechinar los dientes. Sudaba frío. El pasado que había querido enterrar lo buscaba, lo acechaba. No era algo que imaginara; podía verlo caminando hacia él, inclinarse ante su presencia en tiempo presente. Mercede… Mercede… con esa cara de ángel, herencia Visconti, ¿a quién engañaba?
Tumbó a su hermana boca arriba en el piso y se ubicó rápidamente de pié por encima de ella, con una pierna en cada lado de su cuerpo. Desde arriba la miró. Necesitaba disminuirla. Así fue que hizo uso del arma que tenía y golpeó las baldosas con fuertes latigazos que rozaron ese rostro que lo perseguía. Cualquier error generaría una horrenda cicatriz.
—¡Mentirosa! ¡Mientes, arpía! ¡Engañas con tu lengua de serpiente! —apretó el mango del látigo en su mano y dio más duro— ¡Tú! Tú fuiste quien olvidó a quién le debía hasta el último aliento de su miserable vida. Y se lo diste al Cardenal como si nada. ¡Te vendiste y pagaste por puta! No me sorprendería que antes le hubieras mamado la verga a cambio de su favor. Dime si no te gustó el poder, dime si no te gustó beberte la gloria que robaste de mí.
Ella lo tocó de improviso, generó una prohibida fricción que hacía años que debía haber acontecido. Raimondo tuvo que cerrar sus ojos y arquear su cuello hacia arriba para esconder la liberación que experimentó su rostro, aunque los labios entreabiertos lo delataron. Ese dolor era un consuelo;
De pronto se sentó sobre su hermana regresando el látigo a una posición pasiva, pero él estaba más agresivo que nunca. No era algo que se viese por fuera, sino por dentro. Una mirada y quedaría Italia vuelta en ruinas. Le dio un nuevo uso a su herramienta cogiendo las muñecas de Mercede y atándolas por sobre su cabeza fuertemente, hasta que no pudiera moverlas. Le dedicó una sádica sonrisa y bajó los labios enrojecidos de coraje hasta el oído de su consanguínea. Así la quería, muy quieta y dispuesta. Pero solamente para él.
—Trata de imaginar lo que va a suceder ahora, porque ni Dios podría adivinar lo que estoy apunto de hacer. ¿No te aventuras? Usa tu cabeza, hermanita. Haz eso de esa lucidez tuya tan propia. —la quiso oír, pero nada de lo que oyó lo convenció. Es que tenía una idea fija y no había forma de empujar un carro de lado— ¿Sabes qué es irónico, Mercede? Que para ser la más inteligente, no eres tan brillante.
Y así fue que el Medici de firme boca hizo reventar algo en su sangre al bajar a besar como un relámpago la boca de su hermana. Así la dominaba y la poseía con furia, desquitándose. Quería llevarse en medio de un ósculo, a ver si con su carne podía purificarla y volverla parte de su cuerpo como una extensión más. Sus brazos fueron rápidos sobre ella, reacio a que fuera a escaparse o que alguien se la quitase. No se disolvería nuevamente. Parecía estar recogiéndola, bebiendo ávidamente el derrame de su ser físico. Parecía servírsela como se sirve el vino en una copa.
«Mía»
Escondió su cabeza entre los senos de ella y apretó esas protuberancias contra él con sus manos. Y sentía cómo su hermana apretaba contra sí con manos temblorosas su cabeza mientras él yacía yuxtapuesto. Quería que Mercede fuese plenamente consciente. El encantador calor nocivo fluía a través de Raimondo como un sueño de fecundidad dentro del útero. Ah, si pudiera recuperar eso que perdió con el nacimiento de ella, él quedaría restaurado, omnipotente, sería completo al fin.
En un instante levantó el rostro e inyectó los ojos deliberadamente en el inmortal. Tenía un mensaje para él.
—¿Crees que eso que obtuviste de ella fue por ti? Observa y aprende lo que es derramar a esta mujer.
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
“No desearás a la mujer de tu prójimo”
Noveno Mandamiento de la Ley de Moisés.
Noveno Mandamiento de la Ley de Moisés.
Un silencio más entre ellos, como un ángel de la muerte aleteando entre ellos, con aliento fétido y aire congelado. Así se sentía la ira de Raimondo sobre ella; y no había cosa en el mundo más exquisita o deseable para Mercede que aquello que estaba ocurriendo en ese preciso momento.
Su hermano la cogió del cabello con una fuerza desmedida y la tumbó contra el suelo, obligándola a arquearse sobre sus rodillas, dejando de ese modo tensa la cuerda que la torturaba y el camino listo para someterla. Sin embargo, contrario a los obscuros deseos de Mercede, cuyo gemido agónico escapaba de sus labios, delatando la tortura candente de la cuerda sobre su intimidad, Raimondo optó por ubicarse sobre ella, de pie, como el gigante que debía ser para su hermana pequeña. De quién sabe dónde, extrajo un látigo de cuerdo cuyas cuerdas azotó a cada lado del rostro femenino; si él fallaba, la cicatriz sería horrenda y permanente. Pero Mercede no pestañeó ni por una vez; clavados sus ojos anhelantes en la mirada fúrica de su hermano, sabía que el Medici no fallaría. La deseaba demasiado, la amaba de un obscuro y terrible modo, lo suficiente para cuidar su belleza inmaculada, aunque él lo negase hasta la muerte, aunque sus palabras, ponzoñosas, la humillaran frente a toda la corte vampírica que les rodeaba.
La acusó de venderse a Rezzonico, como si ella (¡ella que era parte de él!) hubiera deseado alguna vez que esa rata advenediza la poseyera. Si hubiera sabido Raimondo que lloró amargamente la pérdida de su inocencia, no por el acto mismo, sino porque en su infantil y retorcido corazón siempre había pensado que su hermano la desfloraría; si supiera que ella deseaba la muerte de Carlo sólo por haberla arrebatado de él. Pero Raimondo no sabía.
Y tampoco importaba ya. Luchó contra la gravedad dominante, a costa de dolor y heridas que la cuerda, tensa al máximo, le dejaba sobre la piel inmaculada y besó a su hermano en su hombría, sobre el pantalón duro que parecía a punto de estallar. Una vez más, lo mismo que cuando metiera su mano dentro de la prenda, el Medici tuvo que arquearse para ocultar de ella la expresión perversa de placer, carente de toda culpa que tuviera que ver con la sangre y la familia. Y ella sonrió, porque sabía que el destino tanto tiempo negado iba a consumarse esa noche por voluntad de su hermano… Por fin, tantos años después, ella volvería a quien siempre había pertenecido.
Olvidó por completo a los Vampiros. Olvidó a Rashâd y su experto control sobre ella. Lo olvidó todo, excepto a Raimondo, y nunca antes sino cuando se entregaba a su hermano era Mercede tan poderosa e independiente. Raimondo volvió a recostarla y, no conforme con ello, le cogió las manos y las ató con el látigo, de tal forma que estaba a su más absoluta sumisión. Él podría matarla si lo deseara y la joven no podría impedirlo. Como si pudiera caber en su desquiciada mente enferma el deseo de contradecirlo. Era un hecho revelado para Raimondo esa noche: Mercede siempre sería suya y él podría usarla del modo que quisiera; ella nunca le negaría nada; así de fiel era su amor por su hermano; tonto e irreflexivo como el de un labrador dorado. El embrujo no hizo más que aumentar cuando le habló al oído:
— Trata de imaginar lo que va a suceder ahora… — la amenazó, como si ella no lo supiera ya, como si no fuera la única cosa que quería desde que tuvo razón y entendió lo que era el deseo y el amor — ¿Sabes qué es irónico, Mercede? Que para ser la más inteligente, no eres tan brillante. — remató el Medici, con crueldad insana.
Y ella, superando a su hermano, le dedicó una cándida sonrisa, al tiempo que le besaba la mejilla, mientras lo dejó solazarse en su triunfo temporal. La besó entonces, con la fuerza del mar rompiendo un arrecife, como si quisiera desaparecerla dentro de sí, convertirse ambos en un todo violento y brutal, como si el niño que aún vivía dentro de Raimondo temiera, a fin de cuentas, perderla una vez más.
Experto (furiosa lo descubrió y deseó la muerte de toda mujer que hubiera encontrado placer en el cuerpo de su hermano), el aristócrata metió su rostro entre los pechos de la Medici y los apretó en una caricia violenta y profunda que desató cada fibra del cuerpo de la muchacha, cuyos jadeos y gritos de placer inundaron el silencioso lugar. Podía sentir cada célula del cuerpo de Raimondo frotándose contra ella, a través de las telas que separaban a sus pieles; quiso arrancarle la ropa despiadada que la separaba de su hermano, de su otra completa mitad; si él la quería entera, ella lo deseaba todavía más. Gimió llorosa de no poder moverse, jadeó y gritó por el placer que su hermano insistía en negarle, perdiendo el tiempo en desafiar a los inmortales. Entonces ella, también experta (como él, furioso, empezaba a descubrir), movió sus manos atadas y lo enganchó por el cuello para obligarlo a mirarle sólo a ella, únicamente a ella:
— Puede que yo no sea tan inteligente, hermano… O puede que, tal vez, deseo que penséis que soy una estúpida a la que podéis someter… Sólo para orillaros a cumplir mis negras intenciones… ¿O acaso creéis que, siendo yo la posesión de un vampiro, podríais vos tocarme si no fuera yo misma quien así lo deseara? — respondió, altanera y desafiante, sabiendo que Raimondo no perdonaría semejante insulto y la castigaría sin demora alguna.
Eso era lo que la muchacha loca quería. Que Raimondo la creyera bruja, que la castigara del único modo en que él sabía imponerse. Quería dolor y placer sin medidas; quería que él la tomara una y otra vez hasta que su semilla floreciera en ella –única y exclusivamente en ella– para construir juntos un imperio de poder y lujuria semejante a lo que alguna vez Caligula el Emperador pudo haber logrado de la mano de Drusilla… ¿Tendría el valor Raimondo de desafiar a los inmortales que les amenazaban a cada instante? ¿O (terrible e intempestiva duda que surgía de la nada para asustarla y matarle el deseo al que tanto deseaba entregarse) acaso Raimondo se había convertido en alguien tan despreciable como Ottavio?
De pronto, arrebatada por el miedo ilógico y primitivo del recuerdo de su padre, fue incapaz de moverse; su mirada abyecta de terror era capaz de helar hasta al mismísimo Infierno y sólo Raimondo tenía la respuesta crucial.
Pero el silencio se imponía entre ellos una vez más, lastimándola, hiriéndola de verdad, reduciéndola a una nada que ella no sabía que podía llegar a ser… ¡Qué enorme, qué gigante invencible era su miedo! Y Raimondo dejaba que el silencio la consumiera en su propia y aterrada locura…
***
Su hermano la cogió del cabello con una fuerza desmedida y la tumbó contra el suelo, obligándola a arquearse sobre sus rodillas, dejando de ese modo tensa la cuerda que la torturaba y el camino listo para someterla. Sin embargo, contrario a los obscuros deseos de Mercede, cuyo gemido agónico escapaba de sus labios, delatando la tortura candente de la cuerda sobre su intimidad, Raimondo optó por ubicarse sobre ella, de pie, como el gigante que debía ser para su hermana pequeña. De quién sabe dónde, extrajo un látigo de cuerdo cuyas cuerdas azotó a cada lado del rostro femenino; si él fallaba, la cicatriz sería horrenda y permanente. Pero Mercede no pestañeó ni por una vez; clavados sus ojos anhelantes en la mirada fúrica de su hermano, sabía que el Medici no fallaría. La deseaba demasiado, la amaba de un obscuro y terrible modo, lo suficiente para cuidar su belleza inmaculada, aunque él lo negase hasta la muerte, aunque sus palabras, ponzoñosas, la humillaran frente a toda la corte vampírica que les rodeaba.
La acusó de venderse a Rezzonico, como si ella (¡ella que era parte de él!) hubiera deseado alguna vez que esa rata advenediza la poseyera. Si hubiera sabido Raimondo que lloró amargamente la pérdida de su inocencia, no por el acto mismo, sino porque en su infantil y retorcido corazón siempre había pensado que su hermano la desfloraría; si supiera que ella deseaba la muerte de Carlo sólo por haberla arrebatado de él. Pero Raimondo no sabía.
Y tampoco importaba ya. Luchó contra la gravedad dominante, a costa de dolor y heridas que la cuerda, tensa al máximo, le dejaba sobre la piel inmaculada y besó a su hermano en su hombría, sobre el pantalón duro que parecía a punto de estallar. Una vez más, lo mismo que cuando metiera su mano dentro de la prenda, el Medici tuvo que arquearse para ocultar de ella la expresión perversa de placer, carente de toda culpa que tuviera que ver con la sangre y la familia. Y ella sonrió, porque sabía que el destino tanto tiempo negado iba a consumarse esa noche por voluntad de su hermano… Por fin, tantos años después, ella volvería a quien siempre había pertenecido.
Olvidó por completo a los Vampiros. Olvidó a Rashâd y su experto control sobre ella. Lo olvidó todo, excepto a Raimondo, y nunca antes sino cuando se entregaba a su hermano era Mercede tan poderosa e independiente. Raimondo volvió a recostarla y, no conforme con ello, le cogió las manos y las ató con el látigo, de tal forma que estaba a su más absoluta sumisión. Él podría matarla si lo deseara y la joven no podría impedirlo. Como si pudiera caber en su desquiciada mente enferma el deseo de contradecirlo. Era un hecho revelado para Raimondo esa noche: Mercede siempre sería suya y él podría usarla del modo que quisiera; ella nunca le negaría nada; así de fiel era su amor por su hermano; tonto e irreflexivo como el de un labrador dorado. El embrujo no hizo más que aumentar cuando le habló al oído:
— Trata de imaginar lo que va a suceder ahora… — la amenazó, como si ella no lo supiera ya, como si no fuera la única cosa que quería desde que tuvo razón y entendió lo que era el deseo y el amor — ¿Sabes qué es irónico, Mercede? Que para ser la más inteligente, no eres tan brillante. — remató el Medici, con crueldad insana.
Y ella, superando a su hermano, le dedicó una cándida sonrisa, al tiempo que le besaba la mejilla, mientras lo dejó solazarse en su triunfo temporal. La besó entonces, con la fuerza del mar rompiendo un arrecife, como si quisiera desaparecerla dentro de sí, convertirse ambos en un todo violento y brutal, como si el niño que aún vivía dentro de Raimondo temiera, a fin de cuentas, perderla una vez más.
Experto (furiosa lo descubrió y deseó la muerte de toda mujer que hubiera encontrado placer en el cuerpo de su hermano), el aristócrata metió su rostro entre los pechos de la Medici y los apretó en una caricia violenta y profunda que desató cada fibra del cuerpo de la muchacha, cuyos jadeos y gritos de placer inundaron el silencioso lugar. Podía sentir cada célula del cuerpo de Raimondo frotándose contra ella, a través de las telas que separaban a sus pieles; quiso arrancarle la ropa despiadada que la separaba de su hermano, de su otra completa mitad; si él la quería entera, ella lo deseaba todavía más. Gimió llorosa de no poder moverse, jadeó y gritó por el placer que su hermano insistía en negarle, perdiendo el tiempo en desafiar a los inmortales. Entonces ella, también experta (como él, furioso, empezaba a descubrir), movió sus manos atadas y lo enganchó por el cuello para obligarlo a mirarle sólo a ella, únicamente a ella:
— Puede que yo no sea tan inteligente, hermano… O puede que, tal vez, deseo que penséis que soy una estúpida a la que podéis someter… Sólo para orillaros a cumplir mis negras intenciones… ¿O acaso creéis que, siendo yo la posesión de un vampiro, podríais vos tocarme si no fuera yo misma quien así lo deseara? — respondió, altanera y desafiante, sabiendo que Raimondo no perdonaría semejante insulto y la castigaría sin demora alguna.
Eso era lo que la muchacha loca quería. Que Raimondo la creyera bruja, que la castigara del único modo en que él sabía imponerse. Quería dolor y placer sin medidas; quería que él la tomara una y otra vez hasta que su semilla floreciera en ella –única y exclusivamente en ella– para construir juntos un imperio de poder y lujuria semejante a lo que alguna vez Caligula el Emperador pudo haber logrado de la mano de Drusilla… ¿Tendría el valor Raimondo de desafiar a los inmortales que les amenazaban a cada instante? ¿O (terrible e intempestiva duda que surgía de la nada para asustarla y matarle el deseo al que tanto deseaba entregarse) acaso Raimondo se había convertido en alguien tan despreciable como Ottavio?
De pronto, arrebatada por el miedo ilógico y primitivo del recuerdo de su padre, fue incapaz de moverse; su mirada abyecta de terror era capaz de helar hasta al mismísimo Infierno y sólo Raimondo tenía la respuesta crucial.
Pero el silencio se imponía entre ellos una vez más, lastimándola, hiriéndola de verdad, reduciéndola a una nada que ella no sabía que podía llegar a ser… ¡Qué enorme, qué gigante invencible era su miedo! Y Raimondo dejaba que el silencio la consumiera en su propia y aterrada locura…
***
Mercede di Medici- Humano Clase Alta
- Mensajes : 9
Fecha de inscripción : 17/11/2014
Localización : Al lado de Raimondo, donde pertenece
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Re: La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
«Puede que yo no sea tan inteligente, hermano… O puede que, tal vez, deseo que penséis que soy una estúpida a la que podéis someter… Sólo para orillaros a cumplir mis negras intenciones… ¿O acaso creéis que, siendo yo la posesión de un vampiro, podríais vos tocarme si no fuera yo misma quien así lo deseara?»
Encima de ella, Raimondo meneó la cabeza con desagrado y rodeó lentamente a su hermana. Y buscó con el rostro la poca luz de la estancia para que ella pudiera verle la cara. Mercede reclamaba que la tomase como una niña clamaba por un caramelo. Venía rebelde y contestadora. Eso no lo permitía en su presencia. No lo admitía en ninguna parte. Con mucho placer domesticaría a esa fiera escurridiza y mentirosa para que de una vez por todas adoptara el lugar que le correspondía de nacimiento: debajo de él. Se preguntó por un instante si sería divertido dedicar a ello toda la noche que duraría el ritual o si mejor era guardar algo para cuando estuvieran a solas, para que supiera que ya no estaban jugando en el jardín. Desde luego tiempo iba a sobrarle; podía oír cómo los depravados que los observaban comenzaban a salivar.
Le agarró la cabellera tensa y tiró hasta que ella alzó la cabeza. Tenía los ojos azules y vidriosos. Los genes maternos le habían ganado en el color de su mirada, pero no en la intensidad; ahí era toda una Medici. Porque ya fuera que un Medici amara, aborreciera, acunara o deseara, sus ventanas enseñarían la misma expresión de odio, sin importar la pasión que la despertase.
—Esto no funciona así, Mercede. ¡Cómo todavía no tienes ni puta idea del lugar en el que estás! ¡Mira! —extendió los brazos momentáneamente— Fíjate como a nadie ha importado tu ausencia como para venir a auxiliarte. Incluso Al–Farāhídi nos ve con paciencia. Eres el becerro, y soy yo quien te sacrificará en el altar. ¿Qué, quieres algo? —fingió una sonrisa amable solamente para transformarla en una aterradora expresión. Inmediatamente después romperle la parte superior de sus ropas, dejándola con los pechos expuestos— Veamos cómo te comportas y decidiré si me interesa oír lo que tengas para decir.
Le divertía en demasía que la propia Mercede tuviese esa pasión obnubilada que no era capaz de dominarse. A Raimondo no le importaba; de hecho, apreciaba el desafío. Así le desharía la moral con cada envestida, la haría pagar por todo lo que le había hecho con su ausencia.
—Aprenderás a obedecer cueste lo que cueste.
Le mordió la boca. Pareció como si su cuerpo se recuperara con esta agresión sexual.
Raimondo la rodeó con rapidez, posicionó sus caderas sobre las propias y le zurró el trasero que quedó levantado hacia él. No se le olvidó añadir una advertencia:
—Te burlaste de mí desapareciéndote, pero se acabó la libertad. No te correrás a menos que yo te lo diga. —y se guardó el bendito gemido que le siguió cuando comenzó a tironear de sus pezones.
El italiano cerró los ojos y respiró hondo, haciendo crecer la incertidumbre de la joven y, con ello, su nerviosismo, su temblorosa necesidad. Él se recreó en el aliento entrecortado, los tensos gemidos y el intenso olor a deseo. Su excitación creció. La sangre inundó su erección, endureciéndola hasta que la sensación resultó casi dolorosa. Casi lo mismo que estaba pasando con Mercede. Perfecto.
Bueno, tan perfecto como podía ser. Pero antes de aprovechar la sangre acumulada en los pechos de su hermana para hacerla estallar con su lengua, decidió que debía añadir a otro espectador que hacía rato los veía como los animales de su jaula: el líder de la hermandad.
—¡Tú, el de arriba! —llamó— ¿Te diviertes? ¿Te gusta mi hermana? Mírala, cómo está preciosa, cómo gime. —como si fuera un perro dio un áspero lametón al pezón izquierdo y levantó la cabeza con suficiencia— Y es toda mía…
Encima de ella, Raimondo meneó la cabeza con desagrado y rodeó lentamente a su hermana. Y buscó con el rostro la poca luz de la estancia para que ella pudiera verle la cara. Mercede reclamaba que la tomase como una niña clamaba por un caramelo. Venía rebelde y contestadora. Eso no lo permitía en su presencia. No lo admitía en ninguna parte. Con mucho placer domesticaría a esa fiera escurridiza y mentirosa para que de una vez por todas adoptara el lugar que le correspondía de nacimiento: debajo de él. Se preguntó por un instante si sería divertido dedicar a ello toda la noche que duraría el ritual o si mejor era guardar algo para cuando estuvieran a solas, para que supiera que ya no estaban jugando en el jardín. Desde luego tiempo iba a sobrarle; podía oír cómo los depravados que los observaban comenzaban a salivar.
Le agarró la cabellera tensa y tiró hasta que ella alzó la cabeza. Tenía los ojos azules y vidriosos. Los genes maternos le habían ganado en el color de su mirada, pero no en la intensidad; ahí era toda una Medici. Porque ya fuera que un Medici amara, aborreciera, acunara o deseara, sus ventanas enseñarían la misma expresión de odio, sin importar la pasión que la despertase.
—Esto no funciona así, Mercede. ¡Cómo todavía no tienes ni puta idea del lugar en el que estás! ¡Mira! —extendió los brazos momentáneamente— Fíjate como a nadie ha importado tu ausencia como para venir a auxiliarte. Incluso Al–Farāhídi nos ve con paciencia. Eres el becerro, y soy yo quien te sacrificará en el altar. ¿Qué, quieres algo? —fingió una sonrisa amable solamente para transformarla en una aterradora expresión. Inmediatamente después romperle la parte superior de sus ropas, dejándola con los pechos expuestos— Veamos cómo te comportas y decidiré si me interesa oír lo que tengas para decir.
Le divertía en demasía que la propia Mercede tuviese esa pasión obnubilada que no era capaz de dominarse. A Raimondo no le importaba; de hecho, apreciaba el desafío. Así le desharía la moral con cada envestida, la haría pagar por todo lo que le había hecho con su ausencia.
—Aprenderás a obedecer cueste lo que cueste.
Le mordió la boca. Pareció como si su cuerpo se recuperara con esta agresión sexual.
Raimondo la rodeó con rapidez, posicionó sus caderas sobre las propias y le zurró el trasero que quedó levantado hacia él. No se le olvidó añadir una advertencia:
—Te burlaste de mí desapareciéndote, pero se acabó la libertad. No te correrás a menos que yo te lo diga. —y se guardó el bendito gemido que le siguió cuando comenzó a tironear de sus pezones.
El italiano cerró los ojos y respiró hondo, haciendo crecer la incertidumbre de la joven y, con ello, su nerviosismo, su temblorosa necesidad. Él se recreó en el aliento entrecortado, los tensos gemidos y el intenso olor a deseo. Su excitación creció. La sangre inundó su erección, endureciéndola hasta que la sensación resultó casi dolorosa. Casi lo mismo que estaba pasando con Mercede. Perfecto.
Bueno, tan perfecto como podía ser. Pero antes de aprovechar la sangre acumulada en los pechos de su hermana para hacerla estallar con su lengua, decidió que debía añadir a otro espectador que hacía rato los veía como los animales de su jaula: el líder de la hermandad.
—¡Tú, el de arriba! —llamó— ¿Te diviertes? ¿Te gusta mi hermana? Mírala, cómo está preciosa, cómo gime. —como si fuera un perro dio un áspero lametón al pezón izquierdo y levantó la cabeza con suficiencia— Y es toda mía…
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 20/08/2013
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Re: La Hermandad de Sade: 1. El origen [Privado] {+18}
“Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.”
Franz Kafka. Buitres.
Franz Kafka. Buitres.
El vampiro la observó con indiferencia. Hacía tanto ya que no podía contarse entre los hombres que cada vez más le parecían criaturas patéticas e incomprensibles. ¿Qué mujer –más aún, qué persona en el mundo– querría ser tratada con semejante crueldad y desprecio?
Podía entender a Raimondo, su locura y ese amor tan obsesivo que él (en toda su magnífica arrogancia) jamás podría decirlo; lo entendía porque él también había sido varón y habíase enfrentado a los mismos dilemas. No era, después de todo, que el hombre tuviera permiso de sentir; de ellos se esperaban otras cosas, que distaban mucho de las frágiles emociones y sensiblerías femeninas.
Pero Mercede, en toda su infinita perfección, en la candidez de su ser… ¿Cómo podía esa criatura divina tener un alma tan ruin y corrupta? ¿Cómo podía ella desear y venerar única y exclusivamente a su hermano, cuando él representaba todo lo que ella misma parecía despreciar? Estaba loca, era un hecho. Pero su hermano también lo estaba. Y, sin embargo, Rashâd entendía a Raimondo, pero jamás entendería a Mercede. Y era esa falta de comprensión y de absoluta empatía lo que usaría para protegerse de sus debilidades. Dejaría libre a su demonio interior y se serviría de los hermanos mortales para su propio placer y goce. Se frotó las manos, ansioso, mientras una mueca horrible desfiguraba su bello rostro.
Les oyó revolcarse, gemir y luchar en el deseo mutuo que ambos alimentaban sin consumar. La oyó desafiarlo, alentando a la bestia que habitaba bajo la piel de un destronado mortal. Y entonces, temió por ella (¿quién era el patético ahora?). Se puso de pie sin tardanza en el momento mismo en que ella se encogió y, fría, perdía todo interés en el deseo que su hermano había avivado tan solo unos segundos antes. Observó, ansioso, al tiempo que un jadeo de angustia se le escapó de los labios, pero no se movió. No aún, pues, pese a todo, todavía esperaba que él se diera cuenta. Rechinó los dientes, furioso consigo mismo, al tiempo que se repetía una y otra vez que no era por ella, que no era por su alma pura y tonta. Era, después de todo, una cuestión de negocios. Se la habían dado como tributo, así que le pertenecía y quería conservarla tan perfecta como estaba el día de la adquisición.
Pero esperar era perder el tiempo; Raimondo estaba extasiado de poder; más allá del amor que pudiera sentir (y que no le importaba demostrar), el Medici estaba desesperado por imponerse, glorioso sobre ella, deseaba desplegar toda su arrogancia frente a los inmortales, dejando claro que nadie podría intimidarle, que nadie –ni el deseo por su hermana– podría someterlo jamás.
Los otros muertos vivientes adivinaron sus nobles intenciones incluso antes que Rashâd mismo y se pusieron de pie con la misma nerviosa velocidad; varios incluso tuvieron la intención de detenerle, pero aquél en las sombras, el Líder de todos ellos, les impelió a quedarse donde estaban. Rashâd soltó una carcajada, más de sorpresa que de burla. Siempre había estado solo y aquella jerarquía tan cerrada entre sus pares le era totalmente ajena. Admiró el poder que ese Líder (oculto entre las sombras, resguardado por un control mental superior al suyo, dueño de una voluntad aún más férrea) podía desplegar en el anonimato que le otorgaba su elevada posición. No perdió tiempo, sin embargo, aunque le dedicó al vampiro “rey” una mirada desafiante; que supiera que él no era un muñeco más de su corte.
A lo lejos, Raimondo humillaba a su hermana y la mordía hasta lo indecible del dolor; se retorció de ira. Aquella muñeca no estaba hecha para el dolor ni para las marcas. Mercede (o Bella, daba igual) estaba hecha para ser contemplada en su divina perfección. Por supuesto que no reprobaba los azotes, los golpes; bien aplicados eran un estímulo incomparable sobre el frágil y excitable cuerpo humano. Pero había que prodigarlos con experticia; de lo contrario, se arruinaba a la criatura para siempre. Y él no deseaba arruinar a la joven italiana. Así pues, dejó a sus congéneres para que batallasen entre ellos su descarada desobediencia y apuró sus pasos hacia el improvisado altar.
Sin dilación, en lo que dura un pestañeo, ya estaba el valaquio junto a su “Bella”, en el momento mismo en que Raimondo cometía la estupidez de desafiar a los inmortales. Tan embebido estaba de su poder y de su enfrentamiento con el Líder que jamás prestó atención a su espalda. Y eso, en un campo de batalla –así fuera éste una orgía sexual–, era un error que se pagaba con la vida. O, en este caso, con el deseo delirante. Porque Rashâd sabía que Raimondo estaba loco por esa mujer que era su hermana. La deseaba como al poder, la necesitaba como al aire (pero no lo diría jamás); sabía que Raimondo buscaba consumar un deseo negro y oculto a través de muchos años. Desde la niñez misma, ellos se habían atraído y se habían buscado a través de los recovecos y las oscuridades y los silencios. Así era como Mercede había ido convirtiéndose en una extensión aparente de Raimondo, cuando a fin de cuentas él era quién más la necesitaba. Sólo con ella sometida podría el burócrata completar su sed de poder y gloria.
Se solazó el italiano mortal ante el Líder de la Corte Vampírica, mientras se aprestaba a penetrar a su hermana y sembrar dentro de ella la semilla de su estirpe, sin antelar lo que estaba a punto de suceder…
Pues en ese preciso instante, Rashâd le cogía por el cuello y de un solo y feroz movimiento arrojaba al humano lejos del cuerpo frío y atemorizado de Mercede. Con suma presteza, soltó las prendas de la criatura y la desnudaba para solaz de todos los varones del lugar. Los jadeos y gemidos de placer se multiplicaron como zumbidos de avispa por todo el lugar; más de alguno de los sujetos tuvo un violento orgasmo con la sola visión del cuerpo de la joven italiana, pero Rashâd no se detuvo. Lo siguiente fue romper la cuerda de oro (él podía darse esos lujos) y arrojarla lejos, lo mismo que el curioso látigo que le apresara las manos. Entonces, la acomodó entre los brazos de tal modo que la espalda de la mujer quedó completamente pegada a su pecho; era como si ella se hubiera sentado sobre él, como una especie de muñeco que no tuviera voluntad propia. La respiración de Mercede se relanzó; el miedo y los escalofríos escaparon lejos de su frágil corazón. Se relajó, a medida que Rashâd invadía su mente y le daba la paz que segundos antes Raimondo le robara:
— Decís que no sabemos lo que es derramar a esta mujer. — le miró desafiante, al tiempo que masajeaba el cuerpo de la Medici y volvía a calentarla; los gemidos de la muchacha no tardaron en llenar el espacio antes acallado por su hermano. Ciertamente, Mercede era una zorra, pero sería “su” zorra — Y yo os digo que sois vos el que no sabéis beber de este precioso “cáliz”. — musitó, con voz ronca, arrebatado del elixir que empezaba a emanar de la muchacha.
La orgía había comenzado. Y él sería el primero en montarse al cervatillo del altar.
***
Podía entender a Raimondo, su locura y ese amor tan obsesivo que él (en toda su magnífica arrogancia) jamás podría decirlo; lo entendía porque él también había sido varón y habíase enfrentado a los mismos dilemas. No era, después de todo, que el hombre tuviera permiso de sentir; de ellos se esperaban otras cosas, que distaban mucho de las frágiles emociones y sensiblerías femeninas.
Pero Mercede, en toda su infinita perfección, en la candidez de su ser… ¿Cómo podía esa criatura divina tener un alma tan ruin y corrupta? ¿Cómo podía ella desear y venerar única y exclusivamente a su hermano, cuando él representaba todo lo que ella misma parecía despreciar? Estaba loca, era un hecho. Pero su hermano también lo estaba. Y, sin embargo, Rashâd entendía a Raimondo, pero jamás entendería a Mercede. Y era esa falta de comprensión y de absoluta empatía lo que usaría para protegerse de sus debilidades. Dejaría libre a su demonio interior y se serviría de los hermanos mortales para su propio placer y goce. Se frotó las manos, ansioso, mientras una mueca horrible desfiguraba su bello rostro.
Les oyó revolcarse, gemir y luchar en el deseo mutuo que ambos alimentaban sin consumar. La oyó desafiarlo, alentando a la bestia que habitaba bajo la piel de un destronado mortal. Y entonces, temió por ella (¿quién era el patético ahora?). Se puso de pie sin tardanza en el momento mismo en que ella se encogió y, fría, perdía todo interés en el deseo que su hermano había avivado tan solo unos segundos antes. Observó, ansioso, al tiempo que un jadeo de angustia se le escapó de los labios, pero no se movió. No aún, pues, pese a todo, todavía esperaba que él se diera cuenta. Rechinó los dientes, furioso consigo mismo, al tiempo que se repetía una y otra vez que no era por ella, que no era por su alma pura y tonta. Era, después de todo, una cuestión de negocios. Se la habían dado como tributo, así que le pertenecía y quería conservarla tan perfecta como estaba el día de la adquisición.
Pero esperar era perder el tiempo; Raimondo estaba extasiado de poder; más allá del amor que pudiera sentir (y que no le importaba demostrar), el Medici estaba desesperado por imponerse, glorioso sobre ella, deseaba desplegar toda su arrogancia frente a los inmortales, dejando claro que nadie podría intimidarle, que nadie –ni el deseo por su hermana– podría someterlo jamás.
Los otros muertos vivientes adivinaron sus nobles intenciones incluso antes que Rashâd mismo y se pusieron de pie con la misma nerviosa velocidad; varios incluso tuvieron la intención de detenerle, pero aquél en las sombras, el Líder de todos ellos, les impelió a quedarse donde estaban. Rashâd soltó una carcajada, más de sorpresa que de burla. Siempre había estado solo y aquella jerarquía tan cerrada entre sus pares le era totalmente ajena. Admiró el poder que ese Líder (oculto entre las sombras, resguardado por un control mental superior al suyo, dueño de una voluntad aún más férrea) podía desplegar en el anonimato que le otorgaba su elevada posición. No perdió tiempo, sin embargo, aunque le dedicó al vampiro “rey” una mirada desafiante; que supiera que él no era un muñeco más de su corte.
A lo lejos, Raimondo humillaba a su hermana y la mordía hasta lo indecible del dolor; se retorció de ira. Aquella muñeca no estaba hecha para el dolor ni para las marcas. Mercede (o Bella, daba igual) estaba hecha para ser contemplada en su divina perfección. Por supuesto que no reprobaba los azotes, los golpes; bien aplicados eran un estímulo incomparable sobre el frágil y excitable cuerpo humano. Pero había que prodigarlos con experticia; de lo contrario, se arruinaba a la criatura para siempre. Y él no deseaba arruinar a la joven italiana. Así pues, dejó a sus congéneres para que batallasen entre ellos su descarada desobediencia y apuró sus pasos hacia el improvisado altar.
Sin dilación, en lo que dura un pestañeo, ya estaba el valaquio junto a su “Bella”, en el momento mismo en que Raimondo cometía la estupidez de desafiar a los inmortales. Tan embebido estaba de su poder y de su enfrentamiento con el Líder que jamás prestó atención a su espalda. Y eso, en un campo de batalla –así fuera éste una orgía sexual–, era un error que se pagaba con la vida. O, en este caso, con el deseo delirante. Porque Rashâd sabía que Raimondo estaba loco por esa mujer que era su hermana. La deseaba como al poder, la necesitaba como al aire (pero no lo diría jamás); sabía que Raimondo buscaba consumar un deseo negro y oculto a través de muchos años. Desde la niñez misma, ellos se habían atraído y se habían buscado a través de los recovecos y las oscuridades y los silencios. Así era como Mercede había ido convirtiéndose en una extensión aparente de Raimondo, cuando a fin de cuentas él era quién más la necesitaba. Sólo con ella sometida podría el burócrata completar su sed de poder y gloria.
Se solazó el italiano mortal ante el Líder de la Corte Vampírica, mientras se aprestaba a penetrar a su hermana y sembrar dentro de ella la semilla de su estirpe, sin antelar lo que estaba a punto de suceder…
Pues en ese preciso instante, Rashâd le cogía por el cuello y de un solo y feroz movimiento arrojaba al humano lejos del cuerpo frío y atemorizado de Mercede. Con suma presteza, soltó las prendas de la criatura y la desnudaba para solaz de todos los varones del lugar. Los jadeos y gemidos de placer se multiplicaron como zumbidos de avispa por todo el lugar; más de alguno de los sujetos tuvo un violento orgasmo con la sola visión del cuerpo de la joven italiana, pero Rashâd no se detuvo. Lo siguiente fue romper la cuerda de oro (él podía darse esos lujos) y arrojarla lejos, lo mismo que el curioso látigo que le apresara las manos. Entonces, la acomodó entre los brazos de tal modo que la espalda de la mujer quedó completamente pegada a su pecho; era como si ella se hubiera sentado sobre él, como una especie de muñeco que no tuviera voluntad propia. La respiración de Mercede se relanzó; el miedo y los escalofríos escaparon lejos de su frágil corazón. Se relajó, a medida que Rashâd invadía su mente y le daba la paz que segundos antes Raimondo le robara:
— Decís que no sabemos lo que es derramar a esta mujer. — le miró desafiante, al tiempo que masajeaba el cuerpo de la Medici y volvía a calentarla; los gemidos de la muchacha no tardaron en llenar el espacio antes acallado por su hermano. Ciertamente, Mercede era una zorra, pero sería “su” zorra — Y yo os digo que sois vos el que no sabéis beber de este precioso “cáliz”. — musitó, con voz ronca, arrebatado del elixir que empezaba a emanar de la muchacha.
La orgía había comenzado. Y él sería el primero en montarse al cervatillo del altar.
***
Rashâd Al–Farāhídi- Vampiro Clase Alta
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