AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Iris de Dragón {Privé}
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Iris de Dragón {Privé}
Un calmo día, Tulipe Enivrant caminaba hacia la ciudad después de haber hecho dormir al joven León. Estaba silenciosa como la mayor parte del tiempo y hablaba consigo misma a medida que sus reflexiones le iluminaban la mente. Calma, demasiada calma. Llevaba una buena parte del camino cuando un raudo jinete se le atravesó en el sendero. Tras la nube de polvo que dejó detrás, un gesto de sorpresa y desconcierto invadió el rostro de la manceba; se había caído de la carga del caballo un bulto muy bien embalado. Era pesado y prolijo. La sirvienta olió el peligro de inmediato. Nadie iba a creer que alguien conseguiría dinero para enviarle algo a una criada analfabeta, a menos que fuera una cortesana. Si alguien la pillaba con eso entre las manos su honor se vería manchado y la expulsarían a la calle. No había otra opción: tenía que devolverlo a su legítimo dueño a la brevedad. Era, además, lo que como buena cristiana correspondía. Sacrificar los pocos momentos libres por su prójimo.
Tuvo que caminar cerca de un kilómetro más, pero finalmente dio con un carro de transporte que transitaba por ahí. Llevaba a dos ocupantes en los asientos y cajas atadas en la zona de carga. No perdía nada con preguntar al más viejo de los dos.
—Am… disculpe, ¿s-señor? —se acercó titubeante— ¿Usted sabe leer? Cayó este paquete en el camino, pero no… —tragó saliva ante la vergüenza.— No sé qué son estas letras. Si me pudiera decir, le agradecería enormemente y la persona a quien pertenece esto sé que también lo haría.
El hombre soltó una gentil risa.
—Pero niña, a eso me dedico. No podría trabajar en la botica de no saber qué fue lo que recetó el médico a sus pacientes. Deme aquí, que yo la ayudo. —echó una leída y alzó una ceja ante la sorpresa— Vaya, qué caminos más divertidos toma la vida. Tiene suerte, pequeña. Voy de viaje a entregar algunas medicinas y esos terrenos me quedan en el camino. Suba.
Con la joven agradecida encima junto a las cajas, la carreta continuó andando, en silencio, teniendo continuamente Tulipe ese extraño brillo de una llama esencial que hubiese sido atrapada, capturada, contravenida. Vivía en gran medida gracias a la deuda que su corazón sentía con el esfuerzo de su madre, y para Dios, trabajando, pasando de un día a otro y rezando siempre, intentando sujetarse a su fe, aferrarla a su frágil existencia como modo de prolongación. Su vida egoísta estaba más bien en suspenso, pero por debajo, en la seguridad de sus sueños, algo se estaba gestando con cada mañana que el sol le sonreía. ¡Si tan solo tuviera el suficiente valor para luchar por algo más grande de lo que soñó o imaginó! Daba la impresión de que alzaba los brazos al cielo como en un bostezo, y no podía, no todavía, alcanzar las nubes. A pesar de todo, últimamente se había desarrollado en ella una bizarra presciencia, la intuición de noticias venideras a su camino accidentado.
Estaba por cerrar los ojos para abandonarse al recuerdo de su madre cuando se frenó el vehículo. Había llegado a su destino, aunque cuando fijó la vista en la residencia, deseó estar equivocada.
—¿Es este el lugar, señor? —preguntó comenzando a jugar preocupadamente con sus manos. El hombre sonrió divertido.— No juegue conmigo y dígame que se equivocó, por favor.
—Es sólo una casa, bien grandota, pero no la va a morder. Aunque no está de más decirle que intente volver temprano. No es seguro para una doncella solitaria transitar ni por aquí ni por ningún lado. —aconsejó antes de volver a emprender la marcha.
Tulipe se mantuvo tensa y fue directo hacia el terreno con el paquete temblando entre sus brazos. A lo lejos se percató del pórtico de piedra que delimitaba la entrada, pero no alcanzó a llegar. Ocurrió que uno de sus pasos la delató ante la audición de los perros, los cuales, en el acto, empezaron a perseguirla con fines poco amistosos. La chica comenzó a correr, sintiéndose como si estuviera cortando el aire, inestablemente, con el corazón contraído, como si en cualquier momento pudiera verse precipitada al suelo. Sus pies anduvieron solos, dirigiéndola a la primera estancia accesible que vislumbró: un establo. Ingresó tratando de no mirar atrás, pero falló unas cuantas veces, viendo horrorizada las grandes mandíbulas que la buscaban. Ya dentro del cobertizo se trepó a la escalera que daba a un rudimentario segundo piso y se sujetó a las tablas como gato atrapado. ¿Cómo no sentirse así, si los canes le ladraban desde abajo? «Ay Dios, ¿en qué me he metido?» se repetía con la cabeza entre las manos «Quiero ir a casa, quiero ir a casa». Pero no tenía idea de a qué hora volvería. Suerte que los patrones no estaban en casa.
Al quedarse quieta y observar a su alrededor, Tulipe se hizo consciente del establo, del olor a heno y animales que la rodeaba. Y ella que se sentía intimidada con la presencia de tamañas criaturas. Le daba miedo la profundidad del sentimiento hostil que los caballos hacían surgir en los desconocidos que invadían su metro cuadrado, su sonora respiración, los golpes que daban al suelo con sus patas cuando se sentían amenazados. Le recordaba su posición en su anacrónica sociedad.
Las horas pasaron, pero ningún ruido o estímulo externo alejó a los perrunos guardianes. Fue que, para no pensar en el hambre, el cuerpo la obligó a quedarse dormida sobre un montón de heno. Toda una ironía, que aun ante el sueño sucumbiendo, el envoltorio contra su pecho continuase permaneciendo.
Tulipe Enivrant- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 04/11/2012
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Re: Iris de Dragón {Privé}
Antes de que el primer rayo de sol de ese día se asomara por detrás de las montañas, Baldric se detuvo a mirar por la ventana lo terrenos de la residencia que ocupaba en la capital francesa. Era grande, la más grande que había tenido sin contar la de Grafschaft Werdenfels que había dejado atrás en aras de su búsqueda eterna. Ese paquete que esperaba hace días que debió haber llegado. No es que en ello le fuera la vida, o lo que fuera que él tuviera, pero cuando el tiempo se cuenta eterno en los relojes y calendario, todo parecía distorsionarse con mucha facilidad, incluso la ansiedad por algo nuevo. No eran más que un par de raros tomos de poesía barroca, primeras ediciones; valioso, claro, pero le interesaba más el contenido de una época que él había vivido presencialmente pero que aún encontraba intrigante por esa sublimación del alma entregada a la religión.
Con ese pensamiento cerró las cortinas para que la luz solar no entrara por su ventana y se retiró a descansar. Sus sirvientes conocían de las excentricidades de su amo, así que no preguntaban demasiado y lo dejaban en paz. No sería el primer noble con manías y rarezas.
A lo lejos escuchó ladrar a los perros, pero no hizo caso. Si no estaba equivocado, la noche aún no había caído, así que no podía hacer mucho de todos modos, pero no pudo volver a cerrar los ojos y sumergirse de nuevo en el mundo onírico. Sólo se quedó ahí, tendido como un muerto, después de todo, eso era, pensando y repasando detalles insignificantes de su existencia.
Supo que era de noche no porque se hubiera puesto de pie para verlo por sí mismo, sino porque tocaron a su puerta. Había una regla, sólo ser interrumpido hasta que la noche reinara la ciudad con su manto color tinta. Se puso de pie y se desperezó, fue a abrir en lugar de dar venia para que pasaran.
—¿Qué sucede? —Preguntó al sirviente con cara de susto y cabello rojizo que había ido hasta su puerta.
—Los perros estuvieron inquietos durante la tarde. Estuvimos revisando pero no vimos nada, creí que era bueno que lo supiera, si es que de hecho se trata de un intruso —explicó el hombre, no tan viejo, apenas entrando en sus 30.
Baldric asintió, abrió la boca como para agregar algo más, pero en cambio, alzó la mano para que el otro no hiciera ruido. El mozo incluso aguantó la respiración. El conde regresó rápidamente a su habitación para ponerse ropa más propia para salir, aunque sólo se colocó unos pantalones negros y una camisa blanca y sin mediar más palabra, salió de la casa, seguido de su valet. Pero no fue demasiado lejos. Los pasos de ambos sobre el pasto húmedo se escuchaban amortiguados y era el único sonido en la insondable noche. Anduvo por las inmediaciones de su casa, olfateando como un perro y el rastro lo llevó a un solo sitio.
Sonrió al ver el establo. Ingresó con calma, siempre seguido del otro hombre, dio una palmadita o dos a algunos de sus caballos para tranquilizarlos y que no hicieran ruido. Al fondo estaban un par de sus sabuesos, enormes bestias, dos bracos de Weimar más bien entrenados para la cacería, parecían estar resguardando la escalera que subía por encima de la viga cumbrera. Hizo un ademán a su mayordomo para que se llevara a los perros que parecían no querer dejar su puesto de vigía, pero tampoco capaces de lastimar al hombre que los tuvo que jalar del collar. Baldric miró un momento mientras el otro desaparecía con los animales. Luego ascendió por la escalera y una vez arriba, tuvo que agacharse pues el techo ahí era demasiado bajo. Su sonrisa se acentuó, no tenía la certeza de qué iba a ser lo que se encontraría, pero sabía que sí, que era un intruso, pero que éste no era peligroso. Y al ver a la joven de piel pálida asida de ese modo al paquete supo que no había nada que temer. Se acercó.
—Hey —la llamó con suavidad mientras la sostenía de un hombro, agachado hacia ella—. ¿Estás bien? —Visiblemente no tenía heridas provocadas por sus perros, tampoco olía sangre cerca, pero bien podía tener algún tobillo lastimado o algo menos evidente—. No te asustes —pidió antes de que sucediera cualquier otra cosa.
Con ese pensamiento cerró las cortinas para que la luz solar no entrara por su ventana y se retiró a descansar. Sus sirvientes conocían de las excentricidades de su amo, así que no preguntaban demasiado y lo dejaban en paz. No sería el primer noble con manías y rarezas.
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A lo lejos escuchó ladrar a los perros, pero no hizo caso. Si no estaba equivocado, la noche aún no había caído, así que no podía hacer mucho de todos modos, pero no pudo volver a cerrar los ojos y sumergirse de nuevo en el mundo onírico. Sólo se quedó ahí, tendido como un muerto, después de todo, eso era, pensando y repasando detalles insignificantes de su existencia.
Supo que era de noche no porque se hubiera puesto de pie para verlo por sí mismo, sino porque tocaron a su puerta. Había una regla, sólo ser interrumpido hasta que la noche reinara la ciudad con su manto color tinta. Se puso de pie y se desperezó, fue a abrir en lugar de dar venia para que pasaran.
—¿Qué sucede? —Preguntó al sirviente con cara de susto y cabello rojizo que había ido hasta su puerta.
—Los perros estuvieron inquietos durante la tarde. Estuvimos revisando pero no vimos nada, creí que era bueno que lo supiera, si es que de hecho se trata de un intruso —explicó el hombre, no tan viejo, apenas entrando en sus 30.
Baldric asintió, abrió la boca como para agregar algo más, pero en cambio, alzó la mano para que el otro no hiciera ruido. El mozo incluso aguantó la respiración. El conde regresó rápidamente a su habitación para ponerse ropa más propia para salir, aunque sólo se colocó unos pantalones negros y una camisa blanca y sin mediar más palabra, salió de la casa, seguido de su valet. Pero no fue demasiado lejos. Los pasos de ambos sobre el pasto húmedo se escuchaban amortiguados y era el único sonido en la insondable noche. Anduvo por las inmediaciones de su casa, olfateando como un perro y el rastro lo llevó a un solo sitio.
Sonrió al ver el establo. Ingresó con calma, siempre seguido del otro hombre, dio una palmadita o dos a algunos de sus caballos para tranquilizarlos y que no hicieran ruido. Al fondo estaban un par de sus sabuesos, enormes bestias, dos bracos de Weimar más bien entrenados para la cacería, parecían estar resguardando la escalera que subía por encima de la viga cumbrera. Hizo un ademán a su mayordomo para que se llevara a los perros que parecían no querer dejar su puesto de vigía, pero tampoco capaces de lastimar al hombre que los tuvo que jalar del collar. Baldric miró un momento mientras el otro desaparecía con los animales. Luego ascendió por la escalera y una vez arriba, tuvo que agacharse pues el techo ahí era demasiado bajo. Su sonrisa se acentuó, no tenía la certeza de qué iba a ser lo que se encontraría, pero sabía que sí, que era un intruso, pero que éste no era peligroso. Y al ver a la joven de piel pálida asida de ese modo al paquete supo que no había nada que temer. Se acercó.
—Hey —la llamó con suavidad mientras la sostenía de un hombro, agachado hacia ella—. ¿Estás bien? —Visiblemente no tenía heridas provocadas por sus perros, tampoco olía sangre cerca, pero bien podía tener algún tobillo lastimado o algo menos evidente—. No te asustes —pidió antes de que sucediera cualquier otra cosa.
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Fecha de inscripción : 29/09/2014
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Re: Iris de Dragón {Privé}
Se sentía bien. Qué irónico era hallar en un mundo originado por el subconsciente la gota de fantasía que se necesitaba para mantener estable la realidad. Tulipe lo vivía en su sueño. Podía verse junto a su madre caminando rauda, alegremente, debido a la brisa sutil de la mañana de Amiens colmando la niebla húmeda. Florecían los tulipanes, en blanco y empapados. Sólo la voz de mamá retumbaba más fuerte.
Un segundo: ¿desde cuándo mamá llevaba una voz tan ronca? Fue el lapso de conciencia que la hizo despertar. Miró de repente. Vio el rostro de un hombre en la franja de luz color cuarzo próxima a ella. Brillaba como el fuego contemplándola, esperando que ella se diese cuenta. Tulipe quedó terriblemente sorprendida. Pensó que iba a desmayarse. Todo su miedo reprimido y subconsciente brotó a la existencia con angustia.
—¡Virgen santa! —exclamó la muchacha, levantándose de golpe y sin pensarlo.
Retrocedió con una mano sujetando la encomienda y con la otra sobre el corazón hasta hacer topar su espalda con una pared no muy lejana. Jesús, María y José. Qué susto. Instintivamente se llevó las manos a los brazos y luego a su cintura; estaba vestida, gracias al cielo. Suspiró de alivio para inmediatamente después reprenderse mentalmente. ¿Pero cómo había sido tan descuidada como para quedarse dormida en un lugar que no conocía? ¡Pudo haberle pasado cualquier cosa! Ese pensamiento hizo que la alerta despertara una nueva pregunta: ¿Quién la había despertado y qué quería? Todavía no podía clamar victoria. Estaba en territorio ajeno. Atinó únicamente a decir lo que fuera que pudiera ayudarla en su desventajosa posición.
Captó la luz. El aura del establo era nítida y dura, un lugar extraño tras la magia suave y difusa que la llenaba. Los ojos de Tulipe fueron a parar a los de quien la había despertado. Ella tenía esa mirada redondeada e interrogativa, desconcertada; su boca temblaba levemente. Parecía un cervatillo acudiendo al encuentro del mundo fuera de su madriguera por primera vez. Había una curiosidad viva y tierna, como una cálida luz de amanecer brillando desde su rostro.
—Yo… n-no soy una ladrona. Sé que esto n-no se ve muy bien, pero créame, señor. Vine a dejarle--- ha sido sin querer. Los perros--- no tenía otra opción más que--- lo lamento.
No estaba hilando ideas. Era un desastre. Pero en medio de su desorden, tuvo un hilo de lucidez. Apenas un destello, pero bastó para que observara dos segundos. ¿Estaba en peligro? Al parecer no. Aquel individuo no estaba amenazándola, ni armas ni con una faz intimidante. Aunque a pesar de eso, Tulipe se sintió sumamente pequeña ante el contacto visual. Tuvo que clavar los ojos en el piso. Caminó entonces con la cabeza gacha de vuelta al hombre. Apenas fue consciente de sus movimientos débiles. Había una fijeza en los imprevistos que apresuraban las actividades del corazón de ella. Tulipe parecía apartada en un silencio detenido, contemplando las tablas a sus pies mientras se desplazaba. Su presencia era tan apacible, casi como un vacío en el aire corpóreo.
Se detuvo sólo a unos pasos del desconocido. No sabía quién era, si el dueño, el capataz, o un pariente que venía de visitar. Así que debía ser prudente e intentar salir del agujero en el que se había metido.
—Disculpe mi falta de delicadeza, señor. No volverá a repetirse. —expresó en un susurro antes de elevar en sus manos el envoltorio— Esto llegó a mis manos después de que a un jinete se le cayó en el camino. Quien me leyó la inscripción dijo que el destino era esta residencia. P-pero ocurrieron imprevistos que no pude controlar.
De repente ella levantó el rostro hacia él y el corazón de la muchacha amenazó con hacerse pedazos del nerviosismo. ¿Y si él la acusaba ante sus patrones? Sería el fin de su travesía de esfuerzo en París; nadie querría darle ni trabajo ni techo ni comida. Si la despreciaban las más altas figuras de Francia, ¿qué la libraría del desprecio de sus súbditos?
—Sé que esto n-no se ve muy bien, pero créame, por favor.
Su rostro se arrugó, su ceño se frunció con pensamiento. Estaba retorcida en un dificultoso esfuerzo de expresión.
Un segundo: ¿desde cuándo mamá llevaba una voz tan ronca? Fue el lapso de conciencia que la hizo despertar. Miró de repente. Vio el rostro de un hombre en la franja de luz color cuarzo próxima a ella. Brillaba como el fuego contemplándola, esperando que ella se diese cuenta. Tulipe quedó terriblemente sorprendida. Pensó que iba a desmayarse. Todo su miedo reprimido y subconsciente brotó a la existencia con angustia.
—¡Virgen santa! —exclamó la muchacha, levantándose de golpe y sin pensarlo.
Retrocedió con una mano sujetando la encomienda y con la otra sobre el corazón hasta hacer topar su espalda con una pared no muy lejana. Jesús, María y José. Qué susto. Instintivamente se llevó las manos a los brazos y luego a su cintura; estaba vestida, gracias al cielo. Suspiró de alivio para inmediatamente después reprenderse mentalmente. ¿Pero cómo había sido tan descuidada como para quedarse dormida en un lugar que no conocía? ¡Pudo haberle pasado cualquier cosa! Ese pensamiento hizo que la alerta despertara una nueva pregunta: ¿Quién la había despertado y qué quería? Todavía no podía clamar victoria. Estaba en territorio ajeno. Atinó únicamente a decir lo que fuera que pudiera ayudarla en su desventajosa posición.
Captó la luz. El aura del establo era nítida y dura, un lugar extraño tras la magia suave y difusa que la llenaba. Los ojos de Tulipe fueron a parar a los de quien la había despertado. Ella tenía esa mirada redondeada e interrogativa, desconcertada; su boca temblaba levemente. Parecía un cervatillo acudiendo al encuentro del mundo fuera de su madriguera por primera vez. Había una curiosidad viva y tierna, como una cálida luz de amanecer brillando desde su rostro.
—Yo… n-no soy una ladrona. Sé que esto n-no se ve muy bien, pero créame, señor. Vine a dejarle--- ha sido sin querer. Los perros--- no tenía otra opción más que--- lo lamento.
No estaba hilando ideas. Era un desastre. Pero en medio de su desorden, tuvo un hilo de lucidez. Apenas un destello, pero bastó para que observara dos segundos. ¿Estaba en peligro? Al parecer no. Aquel individuo no estaba amenazándola, ni armas ni con una faz intimidante. Aunque a pesar de eso, Tulipe se sintió sumamente pequeña ante el contacto visual. Tuvo que clavar los ojos en el piso. Caminó entonces con la cabeza gacha de vuelta al hombre. Apenas fue consciente de sus movimientos débiles. Había una fijeza en los imprevistos que apresuraban las actividades del corazón de ella. Tulipe parecía apartada en un silencio detenido, contemplando las tablas a sus pies mientras se desplazaba. Su presencia era tan apacible, casi como un vacío en el aire corpóreo.
Se detuvo sólo a unos pasos del desconocido. No sabía quién era, si el dueño, el capataz, o un pariente que venía de visitar. Así que debía ser prudente e intentar salir del agujero en el que se había metido.
—Disculpe mi falta de delicadeza, señor. No volverá a repetirse. —expresó en un susurro antes de elevar en sus manos el envoltorio— Esto llegó a mis manos después de que a un jinete se le cayó en el camino. Quien me leyó la inscripción dijo que el destino era esta residencia. P-pero ocurrieron imprevistos que no pude controlar.
De repente ella levantó el rostro hacia él y el corazón de la muchacha amenazó con hacerse pedazos del nerviosismo. ¿Y si él la acusaba ante sus patrones? Sería el fin de su travesía de esfuerzo en París; nadie querría darle ni trabajo ni techo ni comida. Si la despreciaban las más altas figuras de Francia, ¿qué la libraría del desprecio de sus súbditos?
—Sé que esto n-no se ve muy bien, pero créame, por favor.
Su rostro se arrugó, su ceño se frunció con pensamiento. Estaba retorcida en un dificultoso esfuerzo de expresión.
Tulipe Enivrant- Humano Clase Baja
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Re: Iris de Dragón {Privé}
A sus años aún había situaciones, o personas, que lograban conmoverlo. No en el sentido emocional per se, en ese aspecto era un tanto más cínico (y esto no era causa de sus centurias a cuestas, sino de su propio origen y su cruz), sino ciertas intersecciones en los caminos de su intrincado mapa personal que lo movían. Lo descolocaban de ese púlpito seguro y algo arrogante incluso, el de vampiro y conde.
Hizo amago de querer tocarla pero cuando ella se levantó de golpe, invocando a la madre de su maestro —el primero— lo único que pudo hacer fue sonreír de lado y quedarse viendo fijamente los ojos ajenos: asustados, pero inteligentes también. No hizo nada por un segundo y pensó que así había sido mejor, que la pobre chica no tuviera la desgracia de helarse ante su gélido tacto. Parecía asustada, lo que le reafirmó que no era una amenaza. Soslayó aquello que llevaba entre las manos, ¡un paquete! Probablemente aquel que esperaba desde la mañana, aunque eso no podía adivinarlo con certeza.
Alzó el rostro cuando ella volvió a halar, entonces bajó ambos brazos y echó los hombros hacia atrás, muy recto, pero con posición relajada, con el porte que tienen las hojas de las espadas recién pulidas. Su sonrisa taimada se convirtió en una más abierta, cuidó de no mostrar los colmillos, la joven ya parecía lo suficientemente turbada como para empeorar su situación. Abrió la boca para decir algo, pero antes de poder pronunciar palabra alguna, ella continuó. Baldric echó ligeramente el cuerpo hacia atrás cuando ella se acercó, para poder verla mejor, no por otra cosa y la sonrisa amainó, aunque no desapareció. El par de cejas morenas en el vampiro se contrajeron en un gesto inquisitivo.
—Tranquila, tranquila —finalmente dijo con un hilo de voz, con tono desenfadado. Le pareció lo más prudente para decir en ese instante—. Conozco a mis perros, no te culpo de nada, ni te estoy acusando —aclaró—. Vaya —miró el paquete entre las delicadas y blancas manos ajenas.
Suavemente lo retiró de las mismas. Sus movimientos eran certeros, pero medidos también. No quería alterarla más y luego acarició la envoltura que cubría los tomos que había pedido. Estaba satisfecho. Alzó el rostro, esa joven intruso era el heraldo que le traía lo que había estado esperando. Quizá algo material y hasta superficial, pero no dejó pasar por alto la simbología envuelta en todas las acciones mundanas.
—Te creo —repitió con voz suave—. Y te agradezco mucho que hayas venido hasta aquí a dejarme este paquete. Para un hombre como yo, estas son las pocas felicidades que hay. Ven… —la invitó estirando una mano como si la sacara a bailar—. Bajemos de aquí, llevas en este lugar mucho tiempo, debes tener hambre y debo recompensarte por tu buena voluntad —miró a un lado, hacia la escalera que descendía y llegó a una conclusión que no le gustó—. Soy el conde Purcell, dueño de estas tierras, así que créeme cuando te digo que estás a salvo —tener que presentarse como conde nunca había sido algo que añorara, esta vez lo hizo en aras de infundirle seguridad a la muchacha.
—¿Estás muy lejos de casa? Es tarde y estos caminos peligrosos —sentenció con genuina preocupación. Nunca antes había visto a la joven por ahí. Supuso que sería alguna doncella en casa de algún noble, pues aunque su origen, evidentemente era humilde, era demasiado pulcra tanto en su aspecto como en sus modales. Nerviosa tal vez, pero no grosera—. Si quieres te puedo presentar a las dos bestias que te persiguieron y verás que no son tan malos, sólo hacían su trabajo de resguardar los terrenos —rio un poco, para aligerar el ambiente.
Decir que recibía pocas visitas era quedarse corto, pero con los años, Baldric no sólo no había perdido sus enseñanzas, sino que las había refinado y no importaba si se trataba del emperador otomano o de una mozuela como ella, en ese aspecto, trataba a todos igual. Con un ademán de la mano la invitó a seguirlo, no podía seguir en el establo. Su invitación a comer algo iba en serio, y tal vez darle hospedaje por esa noche o asignarle una diligencia si tenía premura alguna por irse.
Hizo amago de querer tocarla pero cuando ella se levantó de golpe, invocando a la madre de su maestro —el primero— lo único que pudo hacer fue sonreír de lado y quedarse viendo fijamente los ojos ajenos: asustados, pero inteligentes también. No hizo nada por un segundo y pensó que así había sido mejor, que la pobre chica no tuviera la desgracia de helarse ante su gélido tacto. Parecía asustada, lo que le reafirmó que no era una amenaza. Soslayó aquello que llevaba entre las manos, ¡un paquete! Probablemente aquel que esperaba desde la mañana, aunque eso no podía adivinarlo con certeza.
Alzó el rostro cuando ella volvió a halar, entonces bajó ambos brazos y echó los hombros hacia atrás, muy recto, pero con posición relajada, con el porte que tienen las hojas de las espadas recién pulidas. Su sonrisa taimada se convirtió en una más abierta, cuidó de no mostrar los colmillos, la joven ya parecía lo suficientemente turbada como para empeorar su situación. Abrió la boca para decir algo, pero antes de poder pronunciar palabra alguna, ella continuó. Baldric echó ligeramente el cuerpo hacia atrás cuando ella se acercó, para poder verla mejor, no por otra cosa y la sonrisa amainó, aunque no desapareció. El par de cejas morenas en el vampiro se contrajeron en un gesto inquisitivo.
—Tranquila, tranquila —finalmente dijo con un hilo de voz, con tono desenfadado. Le pareció lo más prudente para decir en ese instante—. Conozco a mis perros, no te culpo de nada, ni te estoy acusando —aclaró—. Vaya —miró el paquete entre las delicadas y blancas manos ajenas.
Suavemente lo retiró de las mismas. Sus movimientos eran certeros, pero medidos también. No quería alterarla más y luego acarició la envoltura que cubría los tomos que había pedido. Estaba satisfecho. Alzó el rostro, esa joven intruso era el heraldo que le traía lo que había estado esperando. Quizá algo material y hasta superficial, pero no dejó pasar por alto la simbología envuelta en todas las acciones mundanas.
—Te creo —repitió con voz suave—. Y te agradezco mucho que hayas venido hasta aquí a dejarme este paquete. Para un hombre como yo, estas son las pocas felicidades que hay. Ven… —la invitó estirando una mano como si la sacara a bailar—. Bajemos de aquí, llevas en este lugar mucho tiempo, debes tener hambre y debo recompensarte por tu buena voluntad —miró a un lado, hacia la escalera que descendía y llegó a una conclusión que no le gustó—. Soy el conde Purcell, dueño de estas tierras, así que créeme cuando te digo que estás a salvo —tener que presentarse como conde nunca había sido algo que añorara, esta vez lo hizo en aras de infundirle seguridad a la muchacha.
—¿Estás muy lejos de casa? Es tarde y estos caminos peligrosos —sentenció con genuina preocupación. Nunca antes había visto a la joven por ahí. Supuso que sería alguna doncella en casa de algún noble, pues aunque su origen, evidentemente era humilde, era demasiado pulcra tanto en su aspecto como en sus modales. Nerviosa tal vez, pero no grosera—. Si quieres te puedo presentar a las dos bestias que te persiguieron y verás que no son tan malos, sólo hacían su trabajo de resguardar los terrenos —rio un poco, para aligerar el ambiente.
Decir que recibía pocas visitas era quedarse corto, pero con los años, Baldric no sólo no había perdido sus enseñanzas, sino que las había refinado y no importaba si se trataba del emperador otomano o de una mozuela como ella, en ese aspecto, trataba a todos igual. Con un ademán de la mano la invitó a seguirlo, no podía seguir en el establo. Su invitación a comer algo iba en serio, y tal vez darle hospedaje por esa noche o asignarle una diligencia si tenía premura alguna por irse.
Última edición por Baldric Purcell el Mar Feb 17, 2015 3:17 pm, editado 1 vez
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Re: Iris de Dragón {Privé}
—¿C-Cómo dijo?
La sirvienta dio un paso hacia atrás cuando el garboso hombre recibió el objeto perdido entre sus manos, temerosa aún de que hallase algo que le disgustara. Sorprendentemente lo que salió, además de una voz suave, fue algo que no recordaba haber oído en sus cortos diecisiete años de vida: un agradecimiento. ¿Alguien como él, un varón que de sólo mirar transmitía clase, le estaba dando las gracias? Creía que para alguien como ella, mucho menos valiosa que un mueble de salón, acatar y obedecer era su deber, no un favor. Incluso buscaba premiarla, ¿pero por qué? ¿Qué había hecho ella? ¿Se decepcionaría él si sabía que había emprendido camino a su mansión más bien por temor a represalias que por una recompensa? Cuando se dio cuenta de que estaba paralizada y con la mandíbula baja como una tonta, cerró la boca y tímidamente sonrió hacia abajo. Era lo mínimo que podía hacer ante tan sutil y significativo gesto.
El problema vino cuando él ofreció su mano. Y se quedó viéndola un par de segundos sin saber qué hacer o si había entendido bien. Es que incluso cuando servía la merienda notaba cómo sus amos tocaban la vajilla lo menos posible por haberla recibido de los dedos de los criados. Sólo tocaban manos de señoritas, y Tulipe, consciente de su propia insignificancia, sabía que no era ni la sombra de una. Más bien encajaba con lo que era una campesina cualquiera. El caballero que parecía encerrar un dragón en sus ojos no podía darle la mano a ella, pero no quiso ofenderle, y con todo el coraje que pudo juntar en ese momento tomó un respiro y accedió a darle la mano.
—Jesucristo, qué helada está su palma. —fue su primera impresión del contacto. «Debe ser de manos fría» se dijo. Tuvo que ahogar un suspiro de asombro cuando le fue revelada la posición del esbelto señor. «¿Acabo de entrar sin permiso a la residencia de un conde?» Desgraciadamente la tierra no se la tragó. Tuvo que frenar su lento caminar para dar el trato correspondiente— Alto y poderoso señor, es un honor. —inclinó su cabeza prácticamente sin gracia. Delataba su precaria educación— Soy Tulipe Enivrant, criada de sus majestades los Quartermane, a quien Dios resguarde por muchos años. Mis amos estarán de acuerdo en que ha sido gentil en exceso conmigo y no puedo hacer sino agradecer su hospitalidad y prometerle que se oirá de su generosidad. Apuesto a que vuestra merced adivinó que no tengo casa y que mi techo es el que decidan mis amos. Está más o menos lejos, pero es preciso que vuelva. Quedaría corta si dijera que se enfadarán si no me ven ahí al alba y con justa razón.
Suspiró preocupada por quedar bien ante quienes le daban de comer, pero más aún cuando la risa del conde le anunció la llegada de unos semovientes caninos de colas juguetonas y danzantes, en vez de las tensas y amenazantes que había conocido. No supo cómo transmitir su miedo sin ser grosera.
—Eh sí, sobre eso… —retrocedió un par de pasos hacia atrás cuando vio a la criaturas avanzar— Vienen hacia acá.
Por un tonto impulso, como ella denominaría más tarde, Tulipe oprimió el chillido de su garganta antes de que brotara y se ubicó tras Baldric como si él fuera un escudo protector. Al darse cuenta, casi al instante, de que estaba siendo inapropiada, se separó. Quiso disculparse por milésima vez de sus torpezas, pero un hallazgo que no supo explicar mató el intento en el aire. La luz de una antorcha le iluminó el rostro al varón, dejando a la vista las ropas oscuras, el semblante elegante, y su apuesta faz. Pero lo más peligroso que Tulipe pudo apreciar, no sin estupefacción, fue lo blanquecina de su piel. Esa dermis era casi irreal, aguda como astillas de luz; marcada y rubicunda. Algo que no concordaba con su cuerpo aparentemente lleno de energía septentrional.
—Honorable Conde, ¿se encuentra usted bien? Está… muy pálido.
Estiró una mano en el aire hacia delante, queriendo alcanzarlo, mas sin tocarlo; aquel sería un insulto. ¿Qué tan escalofriante era esa capa de nieve que hacía que la criada anhelase tomarlo del brazo y a su refugio llevarlo de vuelta?
La sirvienta dio un paso hacia atrás cuando el garboso hombre recibió el objeto perdido entre sus manos, temerosa aún de que hallase algo que le disgustara. Sorprendentemente lo que salió, además de una voz suave, fue algo que no recordaba haber oído en sus cortos diecisiete años de vida: un agradecimiento. ¿Alguien como él, un varón que de sólo mirar transmitía clase, le estaba dando las gracias? Creía que para alguien como ella, mucho menos valiosa que un mueble de salón, acatar y obedecer era su deber, no un favor. Incluso buscaba premiarla, ¿pero por qué? ¿Qué había hecho ella? ¿Se decepcionaría él si sabía que había emprendido camino a su mansión más bien por temor a represalias que por una recompensa? Cuando se dio cuenta de que estaba paralizada y con la mandíbula baja como una tonta, cerró la boca y tímidamente sonrió hacia abajo. Era lo mínimo que podía hacer ante tan sutil y significativo gesto.
El problema vino cuando él ofreció su mano. Y se quedó viéndola un par de segundos sin saber qué hacer o si había entendido bien. Es que incluso cuando servía la merienda notaba cómo sus amos tocaban la vajilla lo menos posible por haberla recibido de los dedos de los criados. Sólo tocaban manos de señoritas, y Tulipe, consciente de su propia insignificancia, sabía que no era ni la sombra de una. Más bien encajaba con lo que era una campesina cualquiera. El caballero que parecía encerrar un dragón en sus ojos no podía darle la mano a ella, pero no quiso ofenderle, y con todo el coraje que pudo juntar en ese momento tomó un respiro y accedió a darle la mano.
—Jesucristo, qué helada está su palma. —fue su primera impresión del contacto. «Debe ser de manos fría» se dijo. Tuvo que ahogar un suspiro de asombro cuando le fue revelada la posición del esbelto señor. «¿Acabo de entrar sin permiso a la residencia de un conde?» Desgraciadamente la tierra no se la tragó. Tuvo que frenar su lento caminar para dar el trato correspondiente— Alto y poderoso señor, es un honor. —inclinó su cabeza prácticamente sin gracia. Delataba su precaria educación— Soy Tulipe Enivrant, criada de sus majestades los Quartermane, a quien Dios resguarde por muchos años. Mis amos estarán de acuerdo en que ha sido gentil en exceso conmigo y no puedo hacer sino agradecer su hospitalidad y prometerle que se oirá de su generosidad. Apuesto a que vuestra merced adivinó que no tengo casa y que mi techo es el que decidan mis amos. Está más o menos lejos, pero es preciso que vuelva. Quedaría corta si dijera que se enfadarán si no me ven ahí al alba y con justa razón.
Suspiró preocupada por quedar bien ante quienes le daban de comer, pero más aún cuando la risa del conde le anunció la llegada de unos semovientes caninos de colas juguetonas y danzantes, en vez de las tensas y amenazantes que había conocido. No supo cómo transmitir su miedo sin ser grosera.
—Eh sí, sobre eso… —retrocedió un par de pasos hacia atrás cuando vio a la criaturas avanzar— Vienen hacia acá.
Por un tonto impulso, como ella denominaría más tarde, Tulipe oprimió el chillido de su garganta antes de que brotara y se ubicó tras Baldric como si él fuera un escudo protector. Al darse cuenta, casi al instante, de que estaba siendo inapropiada, se separó. Quiso disculparse por milésima vez de sus torpezas, pero un hallazgo que no supo explicar mató el intento en el aire. La luz de una antorcha le iluminó el rostro al varón, dejando a la vista las ropas oscuras, el semblante elegante, y su apuesta faz. Pero lo más peligroso que Tulipe pudo apreciar, no sin estupefacción, fue lo blanquecina de su piel. Esa dermis era casi irreal, aguda como astillas de luz; marcada y rubicunda. Algo que no concordaba con su cuerpo aparentemente lleno de energía septentrional.
—Honorable Conde, ¿se encuentra usted bien? Está… muy pálido.
Estiró una mano en el aire hacia delante, queriendo alcanzarlo, mas sin tocarlo; aquel sería un insulto. ¿Qué tan escalofriante era esa capa de nieve que hacía que la criada anhelase tomarlo del brazo y a su refugio llevarlo de vuelta?
Tulipe Enivrant- Humano Clase Baja
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Re: Iris de Dragón {Privé}
Cuántas veces no había ofrecido su mano a alguna dama y había recibido expresiones y reacciones similares. Infinitas las veces. La mayoría terminaban con él y la mujer en turno alejados del resto de la gente, las seducía, las besaba y luego bebía de ellas y aunque jamás había tenido miramientos para abrazar su realidad, había algo en los últimos segundos que le regalaba a sus víctimas, sobre todo las del sexo opuesto, que las hacía sentir amadas durante su último aliento. Cerró la mano con suavidad sobre la ajena y rio. No supo si porque llegó a la conclusión de que a esta joven no la mataría o porque mencionó el nombre de su maestro —el primero— con tanta claridad; esto, desde luego, comenzaba a darle un norte respecto a ella.
—Qué haces, no… —fue tomado desprevenido, sumido en sus pensamientos. Se detuvo y la tomó por ambos hombros para hacerla erguirse de nuevo—. Eres mi invitada, ¿de acuerdo? Nada de… reverencias y esas cosas —Le dijo como un hombre mayor le habla a un niño, también impregnó sus palabras de un tono cálido. Memorizó el nombre, y también su procedencia. Vaya, los reyes de Francia. Él conocía muy bien su papel en la nobleza, sabía de los privilegios que gozaba y de las responsabilidades que tenía, también, de su lugar en la escalera nobiliaria.
Cuando se giró, lo hizo sólo ante la advertencia de Tulipe. Notó entonces el porqué de su nerviosismo. Sonrió pero no la obligó a salir de su escondite provisional, en cambio le brindó más seguridad cuadrando su cuerpo de forma diferente. Los bracos de Weimar eran animales grandes, esbeltos e ideales para cazar, comprendía la reacción en ella, sobre todo de que esos animales endemoniados la obligaron a llegar hasta el establo y pasar la tarde ahí.
—No pasa nada —le dijo con voz calmada—. Vengan aquí, se han portado muy mal con nuestra invitada —el conde se agachó y acarició la cruz de ambos animales. Sabía que los perros sólo estaban haciendo su labor y siguiendo a su instinto. Ahora que veían a la intrusa con su amo, desde luego su semblante cambió.
—Ven —la miró sobre el hombro—, no te harán nada, llámalos por su nombre: Jacob y Esaú —los perros movieron más la cola cuando mencionó sus nombres. El conde se puso de pie para dejar a ella que hiciera lo mismo, si quería claro. Seguía tratando de mantener a raya a los perros, que cuando se portaban amistosos, a veces podían pasarse y era obvio que habían calado en Tulipe y aún les tenía miedo.
Estaba en eso cuando la pregunta que continuó si que lo tambaleó. Observó la mano de Tulipe como si se moviera más lento de lo que debía, como si ambos, todo, ellos, la casa, los perros, estuvieran bajo el agua. Abrió bien los ojos pero fue incapaz de detenerla. Las preguntas sobre su palidez y su salud no eran nuevas, pero el contexto que las envolvía siempre era distinto y por eso no importaban mucho. En cambio, ahora, le pareció significativo. Contuvo el aire y ella no alcanzó a tocarlo.
Se dio cuenta que tenía la espalda encorvada hacia atrás ligeramente, y el mentón levantado, como si hubiera querido a toda costa que ella no concretara la acción que de todos modos no culminó. Incluso cuando él mismo antes le había ofrecido su mano oronda. Jacob y Esaú chillaron al ya no recibir atenciones de su dueño y eso lo hizo reaccionar. Parpadeó y sacudió la cabeza.
—Estoy bien, es… normal en mí, no te preocupes —entonces declaró bañando sus palabras con vaguedad que le venía bien al no encontrar una explicación no complicada y plausible a la pregunta. Se giró de inmediato, ya sin esperar por ella y caminó entre ambos de sus perros quienes sólo lo miraron pasar con esos ojos grandes y azules como canicas—. Vamos —se detuvo a un par de metros más allá y sin voltear, le dijo; esta vez su voz fue más firme, la que usaba con sus propios subordinados, una que, creyó, sería más común para Tulipe Y aún así, a pesar de imponerse como amo y como conde, sonaba mucho más accesible que muchos en su posición. Era inherente a él, para fortuna de los que lo rodeaban.
Avanzó entonces en línea recta con paso lento, para no dejarla atrás, pero no volvió a encararla hasta que estuvieron en la entrada, misma que se abrió desde dentro gracias al mismo valet que lo había acompañado hasta el establo en busca del supuesto intruso. Uno podría decir por este nuevo comportamiento, que Baldric estaba enojado. Tal vez lo estaba, con él mismo, no con ella. Pero sobre todo, sintió una aterradora vergüenza, como si no quisiera que ella lo viera de nuevo, que viera de nuevo su palidez y el monstruo que en el que se había convertido.
Explicó escuetamente al mozo que Tulipe era su invitada y que preparara un carruaje para llevarla al palacio de los monarcas franceses en cuanto terminaran de cenar. No pudo prolongar más el momento de tener que volver a darle la cara, se giró para guiarla por el pasillo de la entrada, flanqueado por pinturas tan grandes que ocuparían un muro entero en el Louvre (y en el futuro, muy probablemente terminarían ahí), hasta una estancia tan iluminada que ni siquiera parecía de noche allá afuera. De ventanas altas, simétricas y que ocupaban toda una pared, la que daba a los jardines, con cortinas de gasa. Del otro lado había una puerta doble de molduras de un dorado pálido y sobre sus cabezas un candelabro de cristal francés, probablemente traído de Toulouse. El mobiliario, antiguo y a juego, lucía más elegante que cómodo. Era claro que ese salón era donde las visitas, aunque pocas, eran recibidas.
—Bienvenida a mi humilde morada —se inclinó levemente, ahora era su turno.
—Qué haces, no… —fue tomado desprevenido, sumido en sus pensamientos. Se detuvo y la tomó por ambos hombros para hacerla erguirse de nuevo—. Eres mi invitada, ¿de acuerdo? Nada de… reverencias y esas cosas —Le dijo como un hombre mayor le habla a un niño, también impregnó sus palabras de un tono cálido. Memorizó el nombre, y también su procedencia. Vaya, los reyes de Francia. Él conocía muy bien su papel en la nobleza, sabía de los privilegios que gozaba y de las responsabilidades que tenía, también, de su lugar en la escalera nobiliaria.
Cuando se giró, lo hizo sólo ante la advertencia de Tulipe. Notó entonces el porqué de su nerviosismo. Sonrió pero no la obligó a salir de su escondite provisional, en cambio le brindó más seguridad cuadrando su cuerpo de forma diferente. Los bracos de Weimar eran animales grandes, esbeltos e ideales para cazar, comprendía la reacción en ella, sobre todo de que esos animales endemoniados la obligaron a llegar hasta el establo y pasar la tarde ahí.
—No pasa nada —le dijo con voz calmada—. Vengan aquí, se han portado muy mal con nuestra invitada —el conde se agachó y acarició la cruz de ambos animales. Sabía que los perros sólo estaban haciendo su labor y siguiendo a su instinto. Ahora que veían a la intrusa con su amo, desde luego su semblante cambió.
—Ven —la miró sobre el hombro—, no te harán nada, llámalos por su nombre: Jacob y Esaú —los perros movieron más la cola cuando mencionó sus nombres. El conde se puso de pie para dejar a ella que hiciera lo mismo, si quería claro. Seguía tratando de mantener a raya a los perros, que cuando se portaban amistosos, a veces podían pasarse y era obvio que habían calado en Tulipe y aún les tenía miedo.
Estaba en eso cuando la pregunta que continuó si que lo tambaleó. Observó la mano de Tulipe como si se moviera más lento de lo que debía, como si ambos, todo, ellos, la casa, los perros, estuvieran bajo el agua. Abrió bien los ojos pero fue incapaz de detenerla. Las preguntas sobre su palidez y su salud no eran nuevas, pero el contexto que las envolvía siempre era distinto y por eso no importaban mucho. En cambio, ahora, le pareció significativo. Contuvo el aire y ella no alcanzó a tocarlo.
Se dio cuenta que tenía la espalda encorvada hacia atrás ligeramente, y el mentón levantado, como si hubiera querido a toda costa que ella no concretara la acción que de todos modos no culminó. Incluso cuando él mismo antes le había ofrecido su mano oronda. Jacob y Esaú chillaron al ya no recibir atenciones de su dueño y eso lo hizo reaccionar. Parpadeó y sacudió la cabeza.
—Estoy bien, es… normal en mí, no te preocupes —entonces declaró bañando sus palabras con vaguedad que le venía bien al no encontrar una explicación no complicada y plausible a la pregunta. Se giró de inmediato, ya sin esperar por ella y caminó entre ambos de sus perros quienes sólo lo miraron pasar con esos ojos grandes y azules como canicas—. Vamos —se detuvo a un par de metros más allá y sin voltear, le dijo; esta vez su voz fue más firme, la que usaba con sus propios subordinados, una que, creyó, sería más común para Tulipe Y aún así, a pesar de imponerse como amo y como conde, sonaba mucho más accesible que muchos en su posición. Era inherente a él, para fortuna de los que lo rodeaban.
Avanzó entonces en línea recta con paso lento, para no dejarla atrás, pero no volvió a encararla hasta que estuvieron en la entrada, misma que se abrió desde dentro gracias al mismo valet que lo había acompañado hasta el establo en busca del supuesto intruso. Uno podría decir por este nuevo comportamiento, que Baldric estaba enojado. Tal vez lo estaba, con él mismo, no con ella. Pero sobre todo, sintió una aterradora vergüenza, como si no quisiera que ella lo viera de nuevo, que viera de nuevo su palidez y el monstruo que en el que se había convertido.
Explicó escuetamente al mozo que Tulipe era su invitada y que preparara un carruaje para llevarla al palacio de los monarcas franceses en cuanto terminaran de cenar. No pudo prolongar más el momento de tener que volver a darle la cara, se giró para guiarla por el pasillo de la entrada, flanqueado por pinturas tan grandes que ocuparían un muro entero en el Louvre (y en el futuro, muy probablemente terminarían ahí), hasta una estancia tan iluminada que ni siquiera parecía de noche allá afuera. De ventanas altas, simétricas y que ocupaban toda una pared, la que daba a los jardines, con cortinas de gasa. Del otro lado había una puerta doble de molduras de un dorado pálido y sobre sus cabezas un candelabro de cristal francés, probablemente traído de Toulouse. El mobiliario, antiguo y a juego, lucía más elegante que cómodo. Era claro que ese salón era donde las visitas, aunque pocas, eran recibidas.
—Bienvenida a mi humilde morada —se inclinó levemente, ahora era su turno.
Última edición por Baldric Purcell el Mar Feb 24, 2015 9:56 pm, editado 4 veces
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Re: Iris de Dragón {Privé}
La joven tomó su mano del aire de vuelta de inmediato al ver la reacción del conde, como si le quemara su respuesta. Por su falta de cultura no era rara que se viera fuera de lugar, ignorante de las normas más refinadas de protocolo. No podía dejar que la curiosidad le jugara en contra haciéndole pasar un mal rato al señor Purcell. Ahora era su invitada, sin duda la de origen más humilde que hubiera pisado su casa. Agradeció que usara ese tono firme con ella por lo mismo, para que no se le olvidara de dónde venía y que no debía confundir la gentileza con la confianza. Esa no había. Y alguien como ella tampoco la tendría, porque era bien sabido que los de su calaña estaban dispuestos a todo para llevarse algo a la boca. No podía culpar a otro por la reputación de su estrato.
Pero más allá de no errar en sus modales, se preocupó la criada de que ese fuese el estado normal de alguien tan joven como el señor de la casa. Había oído de enfermedades a la sangre que atentaban contra los hijos de la alta sociedad, algo que propinaba ese color tan pálido a la piel de quienes las padecían. Era un blanco tornado no del rojo, sino del gris. Ahí reposaba la diferencia. ¿Y si el señor Purcell estaba enfermo y ni siquiera él lo sabía? ¿O sí lo sabía, pero su orgullo le impedía enfrentarlo?
El jadeo de los perros la sacó de sus pensamientos. La muchacha los observó con desconfianza al principio, pero tomó un respiro para juntar valor. Si el señor Purcell los volvía tan dóciles con sólo una mirada, debían ser buenos, ¿cierto? Tragó saliva.
—T-Tregua, ¿está bien? No soy una liebre. —intentó entrar en terreno a salvo. Entró en confianza al no percibir agresividad.
Girando sobre sí misma siguió al noble caballero. Iba tres pasos detrás de él, cuidando de no posar sus pies en ninguna alfombra excesivamente costosa o metro cuadrado por el cual él no había transitado. Pero se quedó pendiente de una pintura en particular que ocupaba varias veces su diminuto tamaño. Era una maravilla. Se preguntaba la chica qué pasaría si un rayo de luz denso y de color penetrase por la ventana del oeste, inundando los perfiles en la tela. Se quedaría aún más absorta, al igual que cada vez que confirmaba lo insignificante que era en el mundo.
—Quisieran los reyes verse en una pintura como esta. Quisiera cualquiera. Aquí se podría vivir para siempre. —y no quiso preguntarse cuánto había costado el trabajo, o dejaría de gustarle.
Siguió caminando luego de percatarse de que se estaba retrasando, reanudando su andar con una leve carrera de piececillos. Había una inusual libertad en la mansión, que casi equivalía a anarquía. Más que libertad era una resistencia a la autoridad fuera de sus límites, como una nación independiente de Francia y de todas las regiones que la rodeaban. El señor Purcell podía ser Conde, pero no provenía de ahí su fuerza. Era extraño. Sin embargo, el escenario era rural y pintoresco, muy pacífico, y la casa poseía un encanto particular. Lo único, sí, es que el interior del hogar del conde era tan fresco como el contacto de sus dedos.
Miró de repente al varón. Vio su rostro iluminado por las incontables franjas de luces cobre sobre su faz. Brillaba como el fuego, contemplándola, dándole la bienvenida a su hogar que de humilde no tenía ni las telarañas. Pero de todos modos sonrió; quizás esa falsa modestia se debía a que quería hacerla sentir un poco más cómoda. Y trató de corresponde a tal afán a quien le daría de cenar. ¡Cenar, por todos los cielos! Intentó no pensar en esa apetitosa palabra; no fuera a ser que su estómago la traicionara.
Apareció un elegante sirviente que los hizo pasar a la mesa. El aroma de la comida estaba en el aire, prometiendo atender bien a toda nariz que tuviera la fortuna captarlo, pero Tulipe no se atrevió a reflexionar en torno a ello, porque… ¡Dios, tantas cosas sobre las cuales pensar al sentarse en una mesa! Vio brillar esas elegantes piezas de plata en la superficie y tembló de imaginar cuánto debía costar cada una, ¿y ella se las llevaría a la boca? Virgen santísima. Había más de un tenedor, y para qué hablar del tamaño de las cucharas.
—¿Será que voy a poder esconderle quién soy? ¿Será que es posible estar frente a frente a un señor como invitada cuando se lleva la marca de la servidumbre en la frente y en los labios? —pensó— Discúlpeme, alto y poderoso señor, pero usted no está hablando en serio, ¿verdad? Esto es muy lujoso. Es tan… no es como yo. Hasta mis manos están… bueno. —dejó de jugar con sus manos apretadas y las abrió, enseñando las nada prolijas palmas. En una palabra: sucias— Estas no son las manos de una señorita. No merecen tocar la vajilla de una ni mucho menos disfrutar del honor de su compañía.
Pero más allá de no errar en sus modales, se preocupó la criada de que ese fuese el estado normal de alguien tan joven como el señor de la casa. Había oído de enfermedades a la sangre que atentaban contra los hijos de la alta sociedad, algo que propinaba ese color tan pálido a la piel de quienes las padecían. Era un blanco tornado no del rojo, sino del gris. Ahí reposaba la diferencia. ¿Y si el señor Purcell estaba enfermo y ni siquiera él lo sabía? ¿O sí lo sabía, pero su orgullo le impedía enfrentarlo?
El jadeo de los perros la sacó de sus pensamientos. La muchacha los observó con desconfianza al principio, pero tomó un respiro para juntar valor. Si el señor Purcell los volvía tan dóciles con sólo una mirada, debían ser buenos, ¿cierto? Tragó saliva.
—T-Tregua, ¿está bien? No soy una liebre. —intentó entrar en terreno a salvo. Entró en confianza al no percibir agresividad.
Girando sobre sí misma siguió al noble caballero. Iba tres pasos detrás de él, cuidando de no posar sus pies en ninguna alfombra excesivamente costosa o metro cuadrado por el cual él no había transitado. Pero se quedó pendiente de una pintura en particular que ocupaba varias veces su diminuto tamaño. Era una maravilla. Se preguntaba la chica qué pasaría si un rayo de luz denso y de color penetrase por la ventana del oeste, inundando los perfiles en la tela. Se quedaría aún más absorta, al igual que cada vez que confirmaba lo insignificante que era en el mundo.
—Quisieran los reyes verse en una pintura como esta. Quisiera cualquiera. Aquí se podría vivir para siempre. —y no quiso preguntarse cuánto había costado el trabajo, o dejaría de gustarle.
Siguió caminando luego de percatarse de que se estaba retrasando, reanudando su andar con una leve carrera de piececillos. Había una inusual libertad en la mansión, que casi equivalía a anarquía. Más que libertad era una resistencia a la autoridad fuera de sus límites, como una nación independiente de Francia y de todas las regiones que la rodeaban. El señor Purcell podía ser Conde, pero no provenía de ahí su fuerza. Era extraño. Sin embargo, el escenario era rural y pintoresco, muy pacífico, y la casa poseía un encanto particular. Lo único, sí, es que el interior del hogar del conde era tan fresco como el contacto de sus dedos.
Miró de repente al varón. Vio su rostro iluminado por las incontables franjas de luces cobre sobre su faz. Brillaba como el fuego, contemplándola, dándole la bienvenida a su hogar que de humilde no tenía ni las telarañas. Pero de todos modos sonrió; quizás esa falsa modestia se debía a que quería hacerla sentir un poco más cómoda. Y trató de corresponde a tal afán a quien le daría de cenar. ¡Cenar, por todos los cielos! Intentó no pensar en esa apetitosa palabra; no fuera a ser que su estómago la traicionara.
Apareció un elegante sirviente que los hizo pasar a la mesa. El aroma de la comida estaba en el aire, prometiendo atender bien a toda nariz que tuviera la fortuna captarlo, pero Tulipe no se atrevió a reflexionar en torno a ello, porque… ¡Dios, tantas cosas sobre las cuales pensar al sentarse en una mesa! Vio brillar esas elegantes piezas de plata en la superficie y tembló de imaginar cuánto debía costar cada una, ¿y ella se las llevaría a la boca? Virgen santísima. Había más de un tenedor, y para qué hablar del tamaño de las cucharas.
—¿Será que voy a poder esconderle quién soy? ¿Será que es posible estar frente a frente a un señor como invitada cuando se lleva la marca de la servidumbre en la frente y en los labios? —pensó— Discúlpeme, alto y poderoso señor, pero usted no está hablando en serio, ¿verdad? Esto es muy lujoso. Es tan… no es como yo. Hasta mis manos están… bueno. —dejó de jugar con sus manos apretadas y las abrió, enseñando las nada prolijas palmas. En una palabra: sucias— Estas no son las manos de una señorita. No merecen tocar la vajilla de una ni mucho menos disfrutar del honor de su compañía.
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Re: Iris de Dragón {Privé}
“I’ve known rivers:
I’ve known rivers ancient as the world and older than the flow of human blood in human veins.”
—Langston Hughes, The Negro Speaks of Rivers
I’ve known rivers ancient as the world and older than the flow of human blood in human veins.”
—Langston Hughes, The Negro Speaks of Rivers
Todo aquel tiempo había resguardado bajo el brazo el paquete por el que Tulipe había arriesgado tanto. Había ratos en los que ni siquiera recordaba que aún lo mantenía ahí, como un tesoro muy preciado. Porque eso era; como le había dicho, para un hombre como él, conde y vampiro, las alegrías eran muy pocas y debía asirse a ellas para no perder la cordura; la lectura, la cultura y seguir avanzando en esa cruzada suya del saber por el saber era eso, un distractor a la vicisitudes de su solitaria existencia y de sus deberes como noble. Pero ahora, tras el objeto, que era eso nada más, existía un contexto. Una historia que le pareció digna. Un relato y un devenir a la altura. Hacía algunos siglos, Baldric había decidido guardar ese tipo de relatos, secretos íntimos, y en su pequeñez, enormes en significado. Le gustaba escuchar a los mortales, hacían que sus jornadas valieran la pena, pues su existencia entera era una carrera contra el tiempo. Carpe diem, quam minimum credula postero. Pero pocas veces esos trozos de vida lo rozaban a él, lo involucraban, como este era el caso. La chica no estaba enterada de su importancia en ese momento, en ese lugar, y esa era su virtud, la dejaría en la ignorancia en pos de no sacrificar su candor.
Por fin retiró el paquete de su resguardo y lo tomó con ambas manos. Fue a decir algo, pero no referente a eso, sino porque antes la notó curiosa de una de las obras que adornaban su casa. Era un coleccionista de arte porque en él lograba comprender mejor el espíritu humano. Abrió la boca, pero antes de decir algo, otro más de sus sirvientes anunció que la cena se serviría en breve y los condujo al comedor. Dejó pasar a Tulipe primero por esa puerta doble que daba a un rellano, luego a un pasillo y la primera puerta, esa era la del comedor. Un salón más largo que ancho, de techo alto y recubierto en madera fina africana, una mesa larga a juego, con sillas de respaldo alto y tapices italianos, ornamentados con hilo. Más cuadros, de menores dimensiones, adornaban los muros, éstos presentaban más bien paisajes de la Europa del extrarradio de sus capitales, también había algunas mesitas con flores que daban color. Tomó asiento en la cabecera y Tulipe a su diestra.
Con un golpe seco dejó a su lado el paquete, que aún no había revisado, seguía envuelto en papel, maltratado. Esos libros habían tenido un interesante viaje. Acarició levemente su superficie cuando notó a su invitada confundida con la platería y luego la escuchó. Por toda respuesta, en ese instante, sonrió nada más y se inclinó ligeramente hacía ella. Aún se sentía sofocado al recordar sus preguntas sobre su palidez, pero se sobreponía.
—Tranquila, espera —y a pesar de sus propios temores, fue él quien estiró la mano y la posó sobre las ajenas para que dejara de apretarlas. El mismo hombre que los condujo al comedor, llegó con un par de aguamaniles de porcelana, colocó uno enfrente de cada uno de los comensales y vertió agua desde una jarra que hacía juego con los trastos—. Mira, así —lo hizo él, metió las gélidas manos en la cazuelita y comenzó a lavar y tallar, luego el mozo aquél ofreció un lienzo blanco para que se secara—. ¿Lo ves?
Luego se acercó a su sirviente, le dijo algo al oído y el hombre sólo asintió para retirarse, dejándole el paño al conde, quien estuvo atento a que Tulipe terminara de asearse para dárselo. El mayordomo no tardó nada cuando regresó, acompañado de otro par de hombres más jóvenes vestidos de blanco, pinches de la cocina. Uno llevaba un contenedor de madera y los otros dos comenzaron a recoger los cubiertos, dejando sólo tres: cuchara, tenedor y cuchillo. Pronto desaparecieron de nuevo.
—¿Mejor? Nunca he entendido la manía de usar un cubierto para cada alimento, creo que estos tres nos servirán —habló con calma al tiempo que una flotilla de meseros aparecía desde la cocina. La puerta que conectaba el comedor con aquella otra habitación se abría y se cerraba, dejando escapar sus aromas de comida recién hecha.
Poco a poco fueron dejando bandejas y cacerolas sobre la mesa y uno sirvió la sopa para ambos. Así como habían llegado, se fueron, sin hacer ruido y con un orden casi militarizado.
—La comida del Imperio Romano Germánico no es precisamente la más inspiradora, espero te guste —inclinó la cabeza y la observó. Ella debía dar el primer bocado. Por ahora su coartada era esa, que simplemente se trataba del conde de Werdenfels, al sur de Tirol y Baviera. Desde que había asumido el puesto de conde, además, siempre pedía comida de aquella región, de todos modos todo el ejercicio de comer era sólo una puesta en escena. Eso sí, a veces le pedía a alguna repostera pan sin levadura, para recordar su vida mortal.
Última edición por Baldric Purcell el Mar Mar 10, 2015 8:46 pm, editado 1 vez
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Así fue cómo él se abalanzó sobre otro límite, azuzando la osadía. Con ese contacto de manos el Conde mermó la respiración de la joven, pero no así sus temores. Éstos, sin aparente razón, aumentaban. «¿Qué está haciendo» se preguntaba. Por dentro gritaba, pero por fuera se sentía incapaz de hablar. Ni a toser se atrevía, Dios no. ¿Cómo podría?
Finalmente salió una voz, aunque mínima, entrecortada por la sorpresa, porque no se suponía que alguien de sangre real se rebajara ante quien valía menos que los corceles que colmaban su establo.
—S-Señor Purcell. U-Usted no puede lavarme las manos a… mí.
Balbuceaba. Así como Jesús lavó los pies de los apóstoles, el Conde le estaba lavando las manos a ella. ¡A ella! La más indigna de las siervas de una casa. Flaca, inexperta, torpe, ignorante, de origen marginal, sin mencionar que probablemente no llegaría a cumplir los treinta. Tulipe se atrevió a mirar a Baldric con ojos vidriosos mientras él desempeñaba esa tarea que a todas luces no estaba a su nivel. Estaba como pidiéndole disculpas con esas ventanas abiertas. Miró su rostro intenso, de rasgos graves, pero no se atrevió a mirar directamente a sus ojos otra vez, porque estaban cargados de la visión de un mundo que no era el de ella, que no le correspondía. En vez de ello, Tulipe observó cómo a Baldriic le caía el cabello en guedejas desaliñadas sobre las orejas.
Sonrió débilmente hacia el piso pensando esas cosas. Con todo, estaba tensa, sintiendo que ella y el Conde estaban haciendo algo inapropiado, confabulando juntos como traidores de lo sensato, como enemigos dentro del campo de la normalidad. A pesar de todo, sus manos se sintieron más frías cuando él las dejó. Tulipe se descubrió asustada ante aquel fenómeno, como si no se atreviera a comprender. Qué cobarde era, porque comprender significaba ser consciente. Y con la conciencia venía la responsabilidad.
Con gratitud la joven tomó asiento. El aroma incitante de la comida llegó como un cataclismo a su olfato. Quiso olvidar los cubiertos, alargar las manos y devorar los alimentos como lo hacían los perros de la calle con los restos que dejaban los comerciantes. Pero el segundo pensamiento bloqueó el primero. Alzó la vista y se percató de que el Conde no comía. Seguía mirándola; debía querer que ella iniciara.
—Qué inusual es usted, mi señor. Esta sierva se siente más que recompensada con un trozo de pan y usted teme que su mesa no llegue a inspirarme. Le rogaría que no insultara su propia nobleza. —continuó degustando los alimento— Con su permiso. —no sería como la comida de mamá, pero se sentía en casa.
Consciente de que Baldric la contemplaba, fue extremadamente cuidadosa el llevarse el primer bocado a la boca. Sagrado Cristo, ¡estaba delicioso! Y al segundo siguiente se tragó los ojos de hambre para reemplazarlos por movimientos delicados, intento imitar a esas distinguidas mujeres de dedos bellos y pequeños. Fallaba, desde luego. No tenía instrucción ni mucho menos un linaje de nobleza. Sus falanges temblaban al tratar de sujetar con fineza los cubiertos, pero ahí estaba. Insistía. Lo que no tenía de culta lo poseía en perseverancia, porque si iba más lento terminaría por retroceder.
Pero llevando casi un cuarto de la comida la chica se detuvo al reflexionar acerca de lo que recientemente había pasado. Miró a Baldric con la cabeza gacha, un poco dudosa de plantearle sus inquietudes, pero finalmente resolvió que era mejor hablar. Si la consideraba digna de sentarse a su mesa, ¿lo sería también para ser escuchada? Correría el riesgo.
—Señor, si me concede licencia para hablar, quisiera expresarle… —aclaró su garganta antes de continuar— Verá. No es que resista sus consideraciones por rebeldía. Créame que no ha sido mi intención. Pero tengo que reconocer que a veces dejo que el miedo se apodere de mí. Usted no tiene responsabilidad en eso. Aunque a veces admito que imagino que todo hombre tiene un cuchillo bajo la mano para mí. Y no porque sea yo, como alguien individual, sino porque si algo me ocurre no hay consecuencias. Me baso en la vida, en la cruz que me ha tocado cargar, no en usted. Alto y poderoso señor, usted es el primero y el único que ha servido a esta que nació para servir. Estos gestos… muchas gracias por enseñármelos. Aunque no se repitan, ahora los veré para siempre.
Tulipe no esperaba ser tomada en serio, pero Baldric se había convertido en una de las contadas personas de quienes esperaba eso. Y todo por su causa.
Finalmente salió una voz, aunque mínima, entrecortada por la sorpresa, porque no se suponía que alguien de sangre real se rebajara ante quien valía menos que los corceles que colmaban su establo.
—S-Señor Purcell. U-Usted no puede lavarme las manos a… mí.
Balbuceaba. Así como Jesús lavó los pies de los apóstoles, el Conde le estaba lavando las manos a ella. ¡A ella! La más indigna de las siervas de una casa. Flaca, inexperta, torpe, ignorante, de origen marginal, sin mencionar que probablemente no llegaría a cumplir los treinta. Tulipe se atrevió a mirar a Baldric con ojos vidriosos mientras él desempeñaba esa tarea que a todas luces no estaba a su nivel. Estaba como pidiéndole disculpas con esas ventanas abiertas. Miró su rostro intenso, de rasgos graves, pero no se atrevió a mirar directamente a sus ojos otra vez, porque estaban cargados de la visión de un mundo que no era el de ella, que no le correspondía. En vez de ello, Tulipe observó cómo a Baldriic le caía el cabello en guedejas desaliñadas sobre las orejas.
Sonrió débilmente hacia el piso pensando esas cosas. Con todo, estaba tensa, sintiendo que ella y el Conde estaban haciendo algo inapropiado, confabulando juntos como traidores de lo sensato, como enemigos dentro del campo de la normalidad. A pesar de todo, sus manos se sintieron más frías cuando él las dejó. Tulipe se descubrió asustada ante aquel fenómeno, como si no se atreviera a comprender. Qué cobarde era, porque comprender significaba ser consciente. Y con la conciencia venía la responsabilidad.
Con gratitud la joven tomó asiento. El aroma incitante de la comida llegó como un cataclismo a su olfato. Quiso olvidar los cubiertos, alargar las manos y devorar los alimentos como lo hacían los perros de la calle con los restos que dejaban los comerciantes. Pero el segundo pensamiento bloqueó el primero. Alzó la vista y se percató de que el Conde no comía. Seguía mirándola; debía querer que ella iniciara.
—Qué inusual es usted, mi señor. Esta sierva se siente más que recompensada con un trozo de pan y usted teme que su mesa no llegue a inspirarme. Le rogaría que no insultara su propia nobleza. —continuó degustando los alimento— Con su permiso. —no sería como la comida de mamá, pero se sentía en casa.
Consciente de que Baldric la contemplaba, fue extremadamente cuidadosa el llevarse el primer bocado a la boca. Sagrado Cristo, ¡estaba delicioso! Y al segundo siguiente se tragó los ojos de hambre para reemplazarlos por movimientos delicados, intento imitar a esas distinguidas mujeres de dedos bellos y pequeños. Fallaba, desde luego. No tenía instrucción ni mucho menos un linaje de nobleza. Sus falanges temblaban al tratar de sujetar con fineza los cubiertos, pero ahí estaba. Insistía. Lo que no tenía de culta lo poseía en perseverancia, porque si iba más lento terminaría por retroceder.
Pero llevando casi un cuarto de la comida la chica se detuvo al reflexionar acerca de lo que recientemente había pasado. Miró a Baldric con la cabeza gacha, un poco dudosa de plantearle sus inquietudes, pero finalmente resolvió que era mejor hablar. Si la consideraba digna de sentarse a su mesa, ¿lo sería también para ser escuchada? Correría el riesgo.
—Señor, si me concede licencia para hablar, quisiera expresarle… —aclaró su garganta antes de continuar— Verá. No es que resista sus consideraciones por rebeldía. Créame que no ha sido mi intención. Pero tengo que reconocer que a veces dejo que el miedo se apodere de mí. Usted no tiene responsabilidad en eso. Aunque a veces admito que imagino que todo hombre tiene un cuchillo bajo la mano para mí. Y no porque sea yo, como alguien individual, sino porque si algo me ocurre no hay consecuencias. Me baso en la vida, en la cruz que me ha tocado cargar, no en usted. Alto y poderoso señor, usted es el primero y el único que ha servido a esta que nació para servir. Estos gestos… muchas gracias por enseñármelos. Aunque no se repitan, ahora los veré para siempre.
Tulipe no esperaba ser tomada en serio, pero Baldric se había convertido en una de las contadas personas de quienes esperaba eso. Y todo por su causa.
Tulipe Enivrant- Humano Clase Baja
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Re: Iris de Dragón {Privé}
“My soul has grown deep like the rivers.”
—Langston Hughes, The Negro Speaks of Rivers
—Langston Hughes, The Negro Speaks of Rivers
Inusual, dijo ella. Inusual posiblemente sería la palabra que mejor lo definía. Todo en él desafiaba alguna regla. Era un traidor histórico, que no ha pagado su pecado en el infierno, era un vampiro que, si bien bebía de sus víctimas y azoraba por las noches a los despistados transeúntes, jamás había encontrado una real conexión con los suyos, excepto con unos cuantos, y era conde, un conde que invitaba a su mesa a una desconocida, que premiaba su dedicación para entregarle un paquete cuando otro en su posición, no vería nada en ese acto más que su obligación de hacerlo, como sirvienta de nobles. Otro valoraría más la importancia de los viejos tomos (que eran raros, antiguos y costosos) que el de la chica. Inusual. Sí, eso era y sin querer las comisuras de sus labios se curvearon en una media sonrisa que es más de comprensión personal que de otra cosa.
Navegando los mares siempre embravecidos, peligrosos, que se tragan a los marineros, que eran sus pensamientos, Baldric aguardó a que Tulipe probara la comida y diera su veredicto. Entendía a la perfección los temores, ese resquemor en la chica, el leve movimiento telúrico de su mano, pero se negaba a aceptarlo. Esa no era la respuesta a una gran y muda pregunta que se cernía sobre ellos, no era la que él quería o buscaba. Era obvio que el status quo no significaba gran cosa para él. Había negado su propia misión en su pasado mortal, en aras de algo que, él creyó entonces, era más grande y significativo. Un rebelde. Inusual y rebelde.
Comenzó a comer cuando su invitada se llevó la cuchara a la boca por tercera vez. La velada se llevó en santa paz con alguna que otra interrupción de sus mozos o de él mismo que le explicaba cómo usar esto o aquello a la joven. No tenía idea de cómo podían tratarla sus amos, pero si algo había aprendido con los años, es que las personas en la posición de Tulipe siempre tenían hambre y por eso decidió no hacer demasiadas interrupciones, aunque como ella, él tenía mil preguntas revoloteando en su cabeza como aves heridas que buscan la salida y dejan todos los muros llenos de sangre.
Alzó el rostro (hasta entonces la miraba furtivamente) y parpadeó cuando ella se decidió hablar. Algo le indicó, en su fuero interno, que aquel atrevimiento era señal de que ahora le tenía más confianza y se sintió extrañamente, confortantemente bien. Escuchó atento sin interrumpirla y sopesando cada una de sus palabras, que consideró valiosas. Su educación y su historia parecían pesar, calar hondo, permear en ella. Se habían anidado profundamente, como un árbol que hecha hondas raíces.
—Escúchame —comenzó con un tono circunspecto—, ese temor del que hablas, sobre que todos los hombres llevan una daga escondida… consérvalo, te ayudará a sobrevivir. No todos te invitarán a cenar como yo lo he hecho. Está mal que te lo diga, pero la desconfianza tiene un fundamento. Tampoco digo que vayas por la vida creyendo que todos pueden hacerte daño, pero piensa que todos somos animales heridos y que a podemos morder la mano que trata de alcanzarnos, por miedo, no por otra cosa —fue un discurso enrevesado. No podía decirle de buenas a primeras que él era un vampiro y por eso no debía confiar en él o algo por el estilo, pero sintió la necesidad de darlo a entender de manera muy, muy velada. Era lo más que podía decir al respecto, por ahora. Tampoco quería hablarle de la maldad pura, si existía o no, porque eso era relativo y le pareció que contarle que él ha visto a los ojos lo más parecido a eso, era como corromper el último remanso sano que le queda a un mundo enfermo.
—Pero espero que se repitan ocasiones como esta —entonces relajó el rostro y la voz le salió más expresiva, aunque no llegó a sonreír—. Eres mi invitada y no me interesa lo que allá afuera seas o no, ¿comprendes? Trajiste estos libros hasta aquí, aun cuando no eran tu responsabilidad, es lo menos que puedo hacer. Es más, esto es poco —al fin sonrió y ahora sólo estaba exagerando. Su hospitalidad era suficiente por una noche, pero lo que buscaba, como había dicho, era repetir el encuentro.
—Dime una cosa, con sinceridad, ¿crees en el destino? Yo no, o no como los poetas, no creo que todo esté escrito. Pienso que es algo que está en nuestras manos y es nuestra responsabilidad lo que hacemos con él. Tenemos esto entre las manos, ¿qué vamos a hacer, Tulipe? —Se inclinó ligeramente al frente para hablarle más cerca y le guiñó un ojo—. ¿Lista para el postre? —Sus palabras parecieron accionar a sus mozos, que aparecieron de nuevo desde la cocina, se llevaron los trastes sucios y dejaron frente a ellos dos pequeños platos de porcelana con porciones de crème brûlée coronadas con un par de frambuesas silvestres.
Última edición por Baldric Purcell el Lun Mar 23, 2015 9:41 pm, editado 1 vez
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Re: Iris de Dragón {Privé}
Le ayudaría a sobrevivir esta filosa desconfianza que parecía clavarle en su pecho un milímetro más cada vez que lo empleaba. Porque se alargarían sus días, que ya se habían incrementado considerablemente gracias al esfuerzo y amor de una madre, pero era una vida solitaria. Una joven sin nombre ni dote como ella difícilmente podía aspirar a una larga vida sin graves perturbaciones, y ella lo estaba viviendo. Por eso no se atrevía a desear nada más, ni un hogar propio, ni familia, ni hijos. Tulipe ya lo sabía, pero de vez en cuando necesitaba confirmarlo de parte de alguien. Nunca imaginó que ese alguien pudiera ser un Conde, pero el Señor tomaba caminos inexplicables para explicar hasta lo más insólito. Que ella no pudiera entenderlo todavía no quería decir que no estuviera pasando.
Tulipe suspiró de pronto, como si estuviera a punto de llorar, pero no fueron lágrimas lo que salieron de sus ojos, sino consciencia. Era consciente de lo insignificante que era, de que a pesar de no haber nacido en cuna de oro había sido incluso más bendecida que ellos, porque aun teniendo los peores pronósticos de vida ahí estaba, viva, luchando, incluso compartiendo la mesa con un hombre que subestimaba lo mucho que podía perder en la sociedad si se sabía que estaba tratando como a una señorita a una sierva de la tierra.
—A otros sí les importará. Y a mí también. —miró hacia abajo preocupada— Hablarán de usted, señor. Y no para bien. Bendita pobreza que me libera, pues nada tengo que perder, además de mi honra. Pero usted, señor Conde… usted lleva sobre sus hombros los nombres de todos los que lo precedieron. Quedará en la historia para siempre, y lo harán su mujer y sus hijos también. No me perdonaría si lo apuntaran con el dedo por un desatino mío. —en realidad, aunque fuera causa de él, tampoco le gustaría.
¿Qué estaba sintiendo? Era un alivio, uno muy grande. Hacía tiempo que no lo experimentaba. Esos contados instantes en que su lengua no se trababa compulsivamente y podía hilar ideas en una conversación de lo más interesante. Ah, desde que sus tiempos como criada del señor Boussingaut que no le ocurría. Lástima que solamente hubiera alcanzado a enseñarle las vocales; de otra manera le hubiera escrito agradeciéndole sus enseñanzas para estar en ese momento dialogando con Baldric, no solamente siento una autómata de órdenes.
Si no era destino aquello entonces, ¿qué era?
—¿Destino? —dejó que esa palabra hiciera eco en su cabeza. Comenzaba a tomar sentido, uno muy espiritual— Discúlpeme por diferir en su propia mesa, pero como yo lo entiendo, sí creo. Soy cristiana, alto y poderoso señor. Algo tan grande como la vida no puede ser un accidente. Hay un destino para cada uno de nosotros, y estamos llamados a cumplirlos porque somos los únicos que podemos. Él me vio antes de que naciera y cada momento que he pasado fue diseñado antes de que un solo día pasara. No está sorprendido por nada, aunque le confieso que a veces me deja estupefacta. Mírenos, por ejemplo. —se permitió sonreír, aunque mesuró la expresión de inmediato al temer que su espontaneidad pudiera ser malinterpretada o tomada como falta de propiedad— Él hizo todo tan perfecto que nos conectó con ciertas dotes, sueños y pasiones únicas. Si tuviera que ser osada y aventurarme por una explicación, diría que debe ser por eso que el destino es único. Es nuestro destino. No el de nuestros padres ni el de nuestros hermanos, aunque con gusto tomaría la mano de mi madre para volver a la luz del Creador.
Recordó algo triste en ese instante que oscureció levemente su mirada. Pensó en su madre, en la dura vida que le había tocado antes de retomar el buen camino de Dios, y también en las otras niñas del campo que en determinado momento no las vio más en los sembradíos, sino en las esquina nocturna, ofreciéndose a los ricos y poderosos por un plato de comida. Incluso más jóvenes que ella y ya perdidas.
—Pero la parte dolorosa es que podemos perder el destino de Dios en nuestras vidas por nuestras propias elecciones. La gente lo hace todo el tiempo; no hace falta que lo anuncien en las calles para saberlo. Si elegimos los placeres inmediatos, la popularidad o el dinero en lugar de Dios, uno se puede perder. Verlo desde fuera es trágico, pero no darse cuenta del camino errado debe serlo aún más.
La confianza y las reflexiones hicieron que no se diera cuenta de que ya habían servido el postre. Estaba ensimismada en esos pensamientos y en los ojos de quien los hacía brotar con tanta facilidad que llegaba a asustarla. No se parecía a ese miedo de salir de noche. Era más profundo, porque este no podría evitarlo. No existía otra calle que tomar que no fuera aquella.
—¿Por qué me hace esa pregunta? —susurró la joven, intrigada— ¿En qué piensa usted, señor? L-Lo lamento; es que a pesar de que se ha abierto conmigo como la tierra a la lluvia, de alguna manera me está diciendo que tanto queda…
Tulipe suspiró de pronto, como si estuviera a punto de llorar, pero no fueron lágrimas lo que salieron de sus ojos, sino consciencia. Era consciente de lo insignificante que era, de que a pesar de no haber nacido en cuna de oro había sido incluso más bendecida que ellos, porque aun teniendo los peores pronósticos de vida ahí estaba, viva, luchando, incluso compartiendo la mesa con un hombre que subestimaba lo mucho que podía perder en la sociedad si se sabía que estaba tratando como a una señorita a una sierva de la tierra.
—A otros sí les importará. Y a mí también. —miró hacia abajo preocupada— Hablarán de usted, señor. Y no para bien. Bendita pobreza que me libera, pues nada tengo que perder, además de mi honra. Pero usted, señor Conde… usted lleva sobre sus hombros los nombres de todos los que lo precedieron. Quedará en la historia para siempre, y lo harán su mujer y sus hijos también. No me perdonaría si lo apuntaran con el dedo por un desatino mío. —en realidad, aunque fuera causa de él, tampoco le gustaría.
¿Qué estaba sintiendo? Era un alivio, uno muy grande. Hacía tiempo que no lo experimentaba. Esos contados instantes en que su lengua no se trababa compulsivamente y podía hilar ideas en una conversación de lo más interesante. Ah, desde que sus tiempos como criada del señor Boussingaut que no le ocurría. Lástima que solamente hubiera alcanzado a enseñarle las vocales; de otra manera le hubiera escrito agradeciéndole sus enseñanzas para estar en ese momento dialogando con Baldric, no solamente siento una autómata de órdenes.
Si no era destino aquello entonces, ¿qué era?
—¿Destino? —dejó que esa palabra hiciera eco en su cabeza. Comenzaba a tomar sentido, uno muy espiritual— Discúlpeme por diferir en su propia mesa, pero como yo lo entiendo, sí creo. Soy cristiana, alto y poderoso señor. Algo tan grande como la vida no puede ser un accidente. Hay un destino para cada uno de nosotros, y estamos llamados a cumplirlos porque somos los únicos que podemos. Él me vio antes de que naciera y cada momento que he pasado fue diseñado antes de que un solo día pasara. No está sorprendido por nada, aunque le confieso que a veces me deja estupefacta. Mírenos, por ejemplo. —se permitió sonreír, aunque mesuró la expresión de inmediato al temer que su espontaneidad pudiera ser malinterpretada o tomada como falta de propiedad— Él hizo todo tan perfecto que nos conectó con ciertas dotes, sueños y pasiones únicas. Si tuviera que ser osada y aventurarme por una explicación, diría que debe ser por eso que el destino es único. Es nuestro destino. No el de nuestros padres ni el de nuestros hermanos, aunque con gusto tomaría la mano de mi madre para volver a la luz del Creador.
Recordó algo triste en ese instante que oscureció levemente su mirada. Pensó en su madre, en la dura vida que le había tocado antes de retomar el buen camino de Dios, y también en las otras niñas del campo que en determinado momento no las vio más en los sembradíos, sino en las esquina nocturna, ofreciéndose a los ricos y poderosos por un plato de comida. Incluso más jóvenes que ella y ya perdidas.
—Pero la parte dolorosa es que podemos perder el destino de Dios en nuestras vidas por nuestras propias elecciones. La gente lo hace todo el tiempo; no hace falta que lo anuncien en las calles para saberlo. Si elegimos los placeres inmediatos, la popularidad o el dinero en lugar de Dios, uno se puede perder. Verlo desde fuera es trágico, pero no darse cuenta del camino errado debe serlo aún más.
La confianza y las reflexiones hicieron que no se diera cuenta de que ya habían servido el postre. Estaba ensimismada en esos pensamientos y en los ojos de quien los hacía brotar con tanta facilidad que llegaba a asustarla. No se parecía a ese miedo de salir de noche. Era más profundo, porque este no podría evitarlo. No existía otra calle que tomar que no fuera aquella.
—¿Por qué me hace esa pregunta? —susurró la joven, intrigada— ¿En qué piensa usted, señor? L-Lo lamento; es que a pesar de que se ha abierto conmigo como la tierra a la lluvia, de alguna manera me está diciendo que tanto queda…
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Re: Iris de Dragón {Privé}
“I bathed in the Euphrates when dawns were young.
I built my hut near the Congo and it lulled me to sleep.
I looked upon the Nile and raised the pyramids above it.
I heard the singing of the Mississippi when Abe Lincoln went down to New Orleans,
and I’ve seen its muddy bosom turn all golden in the sunset.”
—Langston Hughes, The Negro Speaks of Rivers
I built my hut near the Congo and it lulled me to sleep.
I looked upon the Nile and raised the pyramids above it.
I heard the singing of the Mississippi when Abe Lincoln went down to New Orleans,
and I’ve seen its muddy bosom turn all golden in the sunset.”
—Langston Hughes, The Negro Speaks of Rivers
Tomó con delicadeza la cucharilla de plata, y estuvo a punto de hundirla en la crujiente cubierta del postre. Pero se detuvo al escucharla y descansó la cabeza del utensilio sobre el filo del plato de porcelana, dejando intacto el hojaldre. Entornó la mirada para escucharla. Entendió de dónde provenían sus palabras, pero le costaba trabajo entenderla, se negaba a hacerlo. Sin embargo, no la contradijo, no era su papel, no en ese instante, en esa inverosímil velada. Tratar de explicarle que él, con su presencia que parecía no corresponder a nada que ella hubiera conocido antes, trasgredía todo canon que la sociedad hubiera impuesto, era tarea imposible. Una palabra al respecto y podía tacharlo de loco.
Si volvían a verse una vez más, y muchas veces después de eso; que lo tachara de loco resultaba inevitable, pero ahora no era el momento adecuado. En cambio, dibujó una expresión comprensiva, algo tranquilizadora y se inclinó aún más hacia ella. Posó una fría mano sobre una de la chica, que era considerablemente más pequeña.
—Entonces será nuestro secreto —la noción de entrada no le gustaba. Jamás había ocultado su excéntrico comportamiento, pero si eso le traía tranquilidad a Tulipe, que así fuera. Sin embargo conocedor no sólo le las palabras, sino de la carga semántica de ellas, poco a poco fue adoptando cariño por la idea de un secreto conjunto. Los hacía cómplices, y los reducía —en el mejor sentido de la palabra— a un par de niños que juegan y emergen victoriosos en su inocencia. Hace mucho que no sentía algo remotamente parecido a la inocencia.
Antes de poder decir algo más, o finalmente probar el postre, ella respondió a su cuestión. Le gustó que no estuviera de acuerdo con él, so hablaba de una chiquilla con fortaleza, más de lo que ella misma estaba al tanto, incluso. También escuchó estupefacto pero contento, la elocuencia con la que ella se expresaba; era inteligente, ya lo había notado, pero antes sólo la veía como alguien que adquiere sabiduría entre viñedos y charlas de mujeres de alta sociedad que no son suyas, ahora se mostraba como arcilla dispuesta a ser moldeada. Le dio la impresión que lo único que necesitaba era un buen tutor y tal vez un buen modisto y podría pasar por una joven de clase un poco más alta.
Escucharla hablar con esa pasión de Dios, sin embargo, le causó conflicto por obvias razones. No dijo nada, sólo anotó; esa era su gran labor, guardar información, pequeños, insignificantes detalles o las grandes, épicas historias que forjan el futuro, para Baldric todo tenía el mismo valor y lo conservaba como oro en paño.
—Te pregunto para saber, ¿cómo más alguien va a conocer a otra persona sino preguntando? —Al fin respondió con una ligera sonrisa en el rostro—. Veo que lo tienes muy claro, y me gusta tu soltura. Y si lo crees así, entonces toma con ambas manos tu destino, Él lo creó así para ti y para nadie más, y el aquí y ahora es irrepetible, parte de Su gran plan, ¿no? Déjame ser el elemento sorpresa —se puso de pie y la invitó a hacer lo mismo—. Acompáñame, podemos regresar por el postre más tarde —la invitó.
—Lo que yo crea, a estas alturas, resulta irrelevante. Pero creo en lo que te dije. Es madera para tallar, el destino, o el mañana, o el futuro, o la vida, o como quieras llamarlo, es materia prima y nosotros los artesanos. Metal maleable, y hay orfebres más habilidosos que otros. Me niego a creer que todo está escrito, perdón que te contradiga, pero ¿qué gracia habría en eso? Uno puede darle vuelta a las cosas, créeme, lo he hecho —la miró a ojos con intensidad, los propios lucían como piedras preciosas que destellan en la noche. Eso era lo más que dejaría ver de su verdadera naturaleza, no sólo la de vampiro, sino la de discípulo de ese Dios en el que ella tenía tanto fervor.
Abrió otra de las puertas de la habitación del comedor; no la misma por la que ingresaron, sino una que daba a un rellano y a la diestra había otra puerta más grande, que salía a un jardín interior, donde las rosas crecían pegadas de los muros, como si fueran demasiado tímidas para aventurarse más allá.
—Aunque insistas en que eres sólo una doncella indigna de un conde, te aseguro que esta es la conversación más reveladora y enriquecedora que he tenido en mucho tiempo —aseguró dando la primera pisada sobre el césped del vergel.
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Re: Iris de Dragón {Privé}
Oh, no. Ahí iba otro escalofrío, pero este fue singularmente diferente. La palma cual glaciar de Baldric heló la mano de Tulipe, y sin embargo le siguió una tibia sensación.
Pero a Dios no podría ocultarle sus secretos. Porque Tulipe Enivrant sí tenía un secreto, uno que por doloroso no haría que saliera a la luz, y también por su propia supervivencia. No quería ni pensar en lo que harían sus patrones si se enteraban que tenían como sirvienta a una bastarda hija de una retirada flor nocturna. Sin embargo, lo que ella no sabía ni sospechaba siquiera, era que prontamente se sumaría otro secreto a su vida. Era joven todavía como para comprender que con cada año cumplido se volvería más discreta y callada, porque más ocultaría.
Baldric era una caja de sorpresas. Las sorpresas eran agradables, ¿verdad? No en su mundo. De donde venía casi siempre la noticia era “un compañero suyo arruinó la carreta de la mercancía; comerán una ración menos” Pero este hombre… ¿qué se suponía que debía pensar de él? Según él, se podía conocer a una persona preguntando. Tulipe, antes de pasarse por su mansión, hubiera estado de acuerdo, pero ahora lo negaba rotundamente, porque mientras más respuestas obtenía del Conde, más se intrigaba. Cada certeza generaba una duda sobre otra interrogante, y así en caída libre. Que le dijera él cómo se suponía que se podía conocer a alguien sin preguntar, porque usar ese método con él no hacía más que confundirla. Se portaba como un libro abierto, y sin embargo daba la sensación de que había tanto detrás de ello que no llegaba la calma. Alguien como él debía vivir en paz, pero entonces ¿por qué no lo parecía?
Como hipnotizada se levantó de la mesa siguiendo el rastro de esos ojos de dragón. Siguió el parpadeo, la luz mortal de una mirada milenaria que ella juraba de su mismo tiempo. No miró a su alrededor; solamente la fragancia de las rosas la alertó de que había cambiado de sitio. Se sentía extraña junto a esta presencia. De repente se le iba el apetito, pero el estado de alerta permanecía. La respiración se enlentecía, pero no así el palpitar de su corazón. Sentimientos contradictorios, paradojas de su anatomía.
Pero ni siquiera ese estado como en medio de una bruma podía hacer que sus oídos se ensordecieran ante lo dicho. Era insólito. Anacrónico, fuera de contexto. ¿Se daba cuenta el Conde de lo que estaba diciendo al ensalzar a una mujer sin linaje ni riquezas por sobre la intelectualidad del resto de las personas? Era un insulto a su sociedad, a las hijas de su clase.
—Usted haría bien en quedarse con la primera parte de su frase, mi señor.
Algo reventó dentro de la joven al volver a verlo completo. A esa distancia podía enfocarse en sus ropas y en el porte elegante que desprendía, el conjunto en su totalidad. Ahí se dio cuenta de lo evidente que era el contraste entre ellos. Y quiso desaparecer por sentirse fuera de lugar. ¿Por qué? Porque una memoria la asaltó de improviso. Esos tiempos en que vivía sus tiernos siete años y su madre la apartaba de los hijos de los patrones. De ellos y de las palabras que iba descubriendo con el tiempo.
—Mamá, ¿qué son los campesinos?
—Es a lo que nos dedicamos, hija.
—Ah —afirmó sin comprender lo que significaba. La duda persistió— ¿Por qué no puedo jugar con ellos? Estaba divertido.
—Cada oveja con su rebaño, Tulipe. Tenemos nuestro lugar. Nosotros, las marginales, los burgueses, la nobleza. Y vamos juntos, pero jamás revueltos.
—¿Por qué?
—Digamos que porque surgen problemas con las diferencias. No nos llevamos bien.
—Pero, ¿por qué?
«¿Por qué?» Esa pregunta revivía en su ahínco con fuerza. Y tenía que volver a hacerla si no quería que su sistema nervioso colapsara al igual que su frágil figura. De pronto se sentía expuesta, como ciervo en la pradera.
—¿Por qué, señor Purcell? —Preguntó suplicante— ¿Por qué esto de andar conversando con una mujer, con una criada? ¿Por qué esto de adularla? Véase a usted y véame a mí. Es imposible que no se haya dado cuenta. Vea los libros que recibió esta tarde. Vea mis ropas. Escúchenos. Es que no tiene ningún sentido. Que porque le entregué lo que es suyo por derecho me recompensa de esta manera, es desproporcionado. Dios bendito, ¿qué es lo que busca? No tengo nada. Yo… no lo entiendo. ¿Por qué me dice estas cosas? No encaja por ninguna parte. —temió lo peor, porque ella sí tenía algo que ofrecer, lo único que tenía una joven sin dote ni nombre. Pero ella voluntariamente jamás podría.— Señor yo… no soy una de ellas.
Quería que le dijera que estaba equivocada, que lo insultaba al pensar de esa manera. Que estaba enfadado por haberlo sugerido y que la dejaría en casa de sus amos para olvidarlo todo. Sería lo más fácil: él seguiría con su vida noble e intelectual y ella podría volver al trabajo sin seguir profundizando la intriga.
Callaron. Los dos supieron que se había producido un hielo. Y la conversación se enmudeció unos instantes. Era imposible precisar qué, ni cómo se detuvo. No las palabras, tal vez. Tal vez las palabras, puestas en un papel, no hubiesen revelado gran cosa. Fue algo sutil. Un brillo más tenue en los ojos de ambos, una opacidad vaguísima en la respiración.
Observó tímidamente la muchacha hacia delante. Ella sorprendió la mirada de él, y el silencio adquirió mayor hondura.
Pero a Dios no podría ocultarle sus secretos. Porque Tulipe Enivrant sí tenía un secreto, uno que por doloroso no haría que saliera a la luz, y también por su propia supervivencia. No quería ni pensar en lo que harían sus patrones si se enteraban que tenían como sirvienta a una bastarda hija de una retirada flor nocturna. Sin embargo, lo que ella no sabía ni sospechaba siquiera, era que prontamente se sumaría otro secreto a su vida. Era joven todavía como para comprender que con cada año cumplido se volvería más discreta y callada, porque más ocultaría.
Baldric era una caja de sorpresas. Las sorpresas eran agradables, ¿verdad? No en su mundo. De donde venía casi siempre la noticia era “un compañero suyo arruinó la carreta de la mercancía; comerán una ración menos” Pero este hombre… ¿qué se suponía que debía pensar de él? Según él, se podía conocer a una persona preguntando. Tulipe, antes de pasarse por su mansión, hubiera estado de acuerdo, pero ahora lo negaba rotundamente, porque mientras más respuestas obtenía del Conde, más se intrigaba. Cada certeza generaba una duda sobre otra interrogante, y así en caída libre. Que le dijera él cómo se suponía que se podía conocer a alguien sin preguntar, porque usar ese método con él no hacía más que confundirla. Se portaba como un libro abierto, y sin embargo daba la sensación de que había tanto detrás de ello que no llegaba la calma. Alguien como él debía vivir en paz, pero entonces ¿por qué no lo parecía?
Como hipnotizada se levantó de la mesa siguiendo el rastro de esos ojos de dragón. Siguió el parpadeo, la luz mortal de una mirada milenaria que ella juraba de su mismo tiempo. No miró a su alrededor; solamente la fragancia de las rosas la alertó de que había cambiado de sitio. Se sentía extraña junto a esta presencia. De repente se le iba el apetito, pero el estado de alerta permanecía. La respiración se enlentecía, pero no así el palpitar de su corazón. Sentimientos contradictorios, paradojas de su anatomía.
Pero ni siquiera ese estado como en medio de una bruma podía hacer que sus oídos se ensordecieran ante lo dicho. Era insólito. Anacrónico, fuera de contexto. ¿Se daba cuenta el Conde de lo que estaba diciendo al ensalzar a una mujer sin linaje ni riquezas por sobre la intelectualidad del resto de las personas? Era un insulto a su sociedad, a las hijas de su clase.
—Usted haría bien en quedarse con la primera parte de su frase, mi señor.
Algo reventó dentro de la joven al volver a verlo completo. A esa distancia podía enfocarse en sus ropas y en el porte elegante que desprendía, el conjunto en su totalidad. Ahí se dio cuenta de lo evidente que era el contraste entre ellos. Y quiso desaparecer por sentirse fuera de lugar. ¿Por qué? Porque una memoria la asaltó de improviso. Esos tiempos en que vivía sus tiernos siete años y su madre la apartaba de los hijos de los patrones. De ellos y de las palabras que iba descubriendo con el tiempo.
—Mamá, ¿qué son los campesinos?
—Es a lo que nos dedicamos, hija.
—Ah —afirmó sin comprender lo que significaba. La duda persistió— ¿Por qué no puedo jugar con ellos? Estaba divertido.
—Cada oveja con su rebaño, Tulipe. Tenemos nuestro lugar. Nosotros, las marginales, los burgueses, la nobleza. Y vamos juntos, pero jamás revueltos.
—¿Por qué?
—Digamos que porque surgen problemas con las diferencias. No nos llevamos bien.
—Pero, ¿por qué?
«¿Por qué?» Esa pregunta revivía en su ahínco con fuerza. Y tenía que volver a hacerla si no quería que su sistema nervioso colapsara al igual que su frágil figura. De pronto se sentía expuesta, como ciervo en la pradera.
—¿Por qué, señor Purcell? —Preguntó suplicante— ¿Por qué esto de andar conversando con una mujer, con una criada? ¿Por qué esto de adularla? Véase a usted y véame a mí. Es imposible que no se haya dado cuenta. Vea los libros que recibió esta tarde. Vea mis ropas. Escúchenos. Es que no tiene ningún sentido. Que porque le entregué lo que es suyo por derecho me recompensa de esta manera, es desproporcionado. Dios bendito, ¿qué es lo que busca? No tengo nada. Yo… no lo entiendo. ¿Por qué me dice estas cosas? No encaja por ninguna parte. —temió lo peor, porque ella sí tenía algo que ofrecer, lo único que tenía una joven sin dote ni nombre. Pero ella voluntariamente jamás podría.— Señor yo… no soy una de ellas.
Quería que le dijera que estaba equivocada, que lo insultaba al pensar de esa manera. Que estaba enfadado por haberlo sugerido y que la dejaría en casa de sus amos para olvidarlo todo. Sería lo más fácil: él seguiría con su vida noble e intelectual y ella podría volver al trabajo sin seguir profundizando la intriga.
Callaron. Los dos supieron que se había producido un hielo. Y la conversación se enmudeció unos instantes. Era imposible precisar qué, ni cómo se detuvo. No las palabras, tal vez. Tal vez las palabras, puestas en un papel, no hubiesen revelado gran cosa. Fue algo sutil. Un brillo más tenue en los ojos de ambos, una opacidad vaguísima en la respiración.
Observó tímidamente la muchacha hacia delante. Ella sorprendió la mirada de él, y el silencio adquirió mayor hondura.
Tulipe Enivrant- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 04/11/2012
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