AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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I like the way you die |Baldric Purcell|
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I like the way you die |Baldric Purcell|
Siempre había sabido que echar de menos está sobrevalorado, pero desde los confines de una vida fantasmal, al final, se acaba por apreciar verdades que ni siquiera cuando son tan vulgares que las aprende casi todo el mundo, resultan menos valiosas. Así lo he aprendido yo y así lo aprendía entonces, cuando en mis incansables vagares por las callejuelas de la, todavía más incansable, capital de Francia llegaba a mí el olor (¿los muertos podían oler o sólo era cosa de mi locura, que lo mantenía intacto hasta en los confines del limbo?) de las tabernas, de los clubs y de las bohemias pláticas que en su día me hicieron viajar sin disponer aún de los poderes que me había dejado la muerte. Echarlas de menos se volvía, de repente, una lucha más en mi extraño masoquismo por disfrutar con el dolor de la pérdida. La pérdida de una vida que había rechazado para hacer honor a cuanto defendí a capa y espada entre aquella gente. ¡Ay, qué gente! ¡Siempre dispuesta a decir y a escuchar lo que la sociedad no quería saber! Seguían sin querer después de treinta años, y siguen sin querer en esta difusa actualidad desde la cual lo explico todo. ¿Queréis que os cuente un cuento?
Siempre hubo mucho jaleo del que apenas podías sacar nada en claro, o nada de nada directamente, que era mucho peor que algo incomprensible pero que, al menos, tiene un contenido que perdurar en el tiempo hasta desembarcar en alguna mente trastornada que, por fin, lo descifre, o que sencillamente sea feliz al recitarlo. Entenderlo está de más, si has estremecido la razón de alguna criatura. No obstante, aquellos lugares también eran perfectos para la charlatanería y la pretensión, cualidades que yo nunca he despreciado siempre que lleven a un escándalo o entretenimiento inusual, como cada cosa que se atreva a llegar a mis oídos. Pero, adivinad, mis queridos inocentes: lo que está vacío y hueco ni escandaliza ni entretiene. ¿Qué saco yo de la indiferencia, si no es aburrimiento? Por ese motivo, jamás permanecía mucho rato en un mismo sitio cada vez que lo que escuchaba no me revolvía el estómago o no hacía que cada poro de mi piel se convirtiera en un pequeño clítoris. Tampoco había dejado de obrar de esa manera como espíritu, y por eso mismo no me alejé del lado de Bartholomäus Ernst. Ni al toparme con él en los páramos intelectuales de la ciudad mientras aún no me había apeado de la vida, ni al hacerlo frente a uno de esos museos cuyo nombre no me había aprendido ni muerta, esa vez literalmente.
Identifiqué su rostro y estuve tentada de gritar, era lo que habría hecho de ser humana y poder espantar a todos los transeúntes que paseaban tranquilamente esa noche. De hecho, ahora podría haber causado un terror mucho mayor, pero me contuve. ¡Ésa no era forma de saludar a un viejo amigo de aquel pasado que echaba de menos (a pesar de que me gustara echarlo de menos)! Nos habíamos conocido muchos, muchos años atrás, y de su conversación aprendí tanto como pude y más, de ahí que si acabamos por distanciarnos, ni siquiera fue a tiempo de que mi innata capacidad de alejarme de los demás hiciera el trabajo sucio, sino por la influencia que causara en él cierta tercera persona. Una mujer, por supuesto, yo conozco muy bien esa cruel potestad que tienen, no en vano son las únicas que logran excitarme y, para colmo, también soy una de ellas. Mas no os confundáis, pues no me oiréis hacer como esas personitas que dicen que el demonio las puso en la tierra (que de ser cierto, j’ai dit bravo!) y que, en definitivas cuentas, las acusan de todo lo malo para después, vivir en un mundo donde los hombres han escrito la historia a base de pisotearlas. Adoro a la mujer, y adoro cuando sabe hacer daño precisamente porque se lo han puesto difícil. Pero bueno, que ahora hablábamos del destino de uno de mis escasos compañeros que habían aguantado a una mala hierba como yo lo bastante como para ganarse ese puesto. Y que, de golpe y porrazo, como a mí me gustaba, reaparecía frente a mis ojos, que ya compartían la misma inmortalidad que los suyos.
El bueno de Bart se ganó mi atención desde el principio. Un hombre demasiado sosegado para lo que desprendía su melancolía, que a su vez era demasiado sabia para su supuesta edad. Tenía las manos frías como el hielo, algo a lo que mi corazón estaba de sobras acostumbrado, mas no el resto de mi cuerpo, de ahí que fuera uno de mis excéntricos placeres a los que justamente los vampiros no podían ser ajenos. Siempre me había gustado el frío en las manos, tanto como me gustó la confesión de su auténtica naturaleza, pues no sólo explicaba muchas cosas, sino que las volvía más atroces y, por tanto, más atractivas a mis desvergonzados ojos. ¡Cómo de enigmático era aquel sucedáneo de culpa que escondía bajo la amabilidad de su sonrisa! Y tras volver a admirar la falsa juventud de su belleza, comprendí que también añoraba nuestros pequeños momentos. Ahora, incluso el frío era ya sólo un recuerdo y durante el tiempo que mi colega empleó en visitar el condenado museo (qué poca me agradan, y que poca gracia me hace que pretendan encerrar en cuartitos algo que está etiquetado como arte porque un montón de papagayos se han puesto de acuerdo) y después volver hasta su casa, yo ya había decidido que quería acecharle para ponerme al día. Con o sin desvelar mi presencia.
Santa madre de las palomas. ¡Menuda casucha a la que había ido a parar! ¿Seguro que era su residencia y no le había seguido hasta otro museo? ¿Había sido siempre así de rico, o mi memoria había borrado de cabo a rabo su jornal por ser mucho menos interesante que su persona? Si hasta tenía sirvientes (bastante bien tratados, por cierto) que lo habían llamado… ¿Conde qué? El misterio se volvía descomunal por momentos y yo todavía enclaustrada en mi adorada invisibilidad (y era verdad que la adoraba, pero en aquellos instantes incuso me irritaba, ¡imaginaos cuán abrumada estaba por culpa de aquel reencuentro!). De todas maneras, gracias a las ventajas de mi errante eternidad, el tiempo transcurría a la misma velocidad que un suspiro y sólo necesité que mi Bart se aposentara finalmente en lo que parecía tratarse de su habitación, para comprender que en unas horas ya sería el momento equivalente a acostarse para un morador de la noche, así que si quería descubrirle, una vez más, mi descaro (y quería, sin comerlo ni beberlo, él me había estampado en la cara la certeza de mi nostalgia y yo ya no iba a quedarme de brazos cruzados) debía darme prisa.
Aproveché que mi amigo se encontraba de espaldas a su mullida cama, para tumbarme solazadamente en ella, y poco a poco, dejar que los efectos de la corporeidad, que sólo había usado en contadísimas ocasiones, reaccionaran contra las sábanas que pasaron a cubrir las falsas carnes de mi cuerpo y a hacer que me convirtiera en una maja desnuda bajo las mantas y recostada de lado, con los labios perfectamente ensanchados, como si esperara una satisfacción que, en mi caso, no podría obtener de su sexo. Uno que, de todas maneras, no me hacía falta apreciar en ese sentido para saber lo complaciente que era, pues así lo estaba comprobando ahora que lo tenía allí medio vestido. Si había escogido una ilusión de mi figura carente de ropajes, había sido sólo para estar en las mismas condiciones o, incluso, potenciarlas. Así de solidaria soy yo con los que me importan.
¡Bart! –le chisté en un susurro absurdo, como si acabara de colarme en una casa que no era la suya y le estuviera llamando desde la ventana para no despertar a los vecinos- ¡Rápido, ponte la ropa otra vez, que tenemos que ir a desnudar a las musas!
Siempre hubo mucho jaleo del que apenas podías sacar nada en claro, o nada de nada directamente, que era mucho peor que algo incomprensible pero que, al menos, tiene un contenido que perdurar en el tiempo hasta desembarcar en alguna mente trastornada que, por fin, lo descifre, o que sencillamente sea feliz al recitarlo. Entenderlo está de más, si has estremecido la razón de alguna criatura. No obstante, aquellos lugares también eran perfectos para la charlatanería y la pretensión, cualidades que yo nunca he despreciado siempre que lleven a un escándalo o entretenimiento inusual, como cada cosa que se atreva a llegar a mis oídos. Pero, adivinad, mis queridos inocentes: lo que está vacío y hueco ni escandaliza ni entretiene. ¿Qué saco yo de la indiferencia, si no es aburrimiento? Por ese motivo, jamás permanecía mucho rato en un mismo sitio cada vez que lo que escuchaba no me revolvía el estómago o no hacía que cada poro de mi piel se convirtiera en un pequeño clítoris. Tampoco había dejado de obrar de esa manera como espíritu, y por eso mismo no me alejé del lado de Bartholomäus Ernst. Ni al toparme con él en los páramos intelectuales de la ciudad mientras aún no me había apeado de la vida, ni al hacerlo frente a uno de esos museos cuyo nombre no me había aprendido ni muerta, esa vez literalmente.
Identifiqué su rostro y estuve tentada de gritar, era lo que habría hecho de ser humana y poder espantar a todos los transeúntes que paseaban tranquilamente esa noche. De hecho, ahora podría haber causado un terror mucho mayor, pero me contuve. ¡Ésa no era forma de saludar a un viejo amigo de aquel pasado que echaba de menos (a pesar de que me gustara echarlo de menos)! Nos habíamos conocido muchos, muchos años atrás, y de su conversación aprendí tanto como pude y más, de ahí que si acabamos por distanciarnos, ni siquiera fue a tiempo de que mi innata capacidad de alejarme de los demás hiciera el trabajo sucio, sino por la influencia que causara en él cierta tercera persona. Una mujer, por supuesto, yo conozco muy bien esa cruel potestad que tienen, no en vano son las únicas que logran excitarme y, para colmo, también soy una de ellas. Mas no os confundáis, pues no me oiréis hacer como esas personitas que dicen que el demonio las puso en la tierra (que de ser cierto, j’ai dit bravo!) y que, en definitivas cuentas, las acusan de todo lo malo para después, vivir en un mundo donde los hombres han escrito la historia a base de pisotearlas. Adoro a la mujer, y adoro cuando sabe hacer daño precisamente porque se lo han puesto difícil. Pero bueno, que ahora hablábamos del destino de uno de mis escasos compañeros que habían aguantado a una mala hierba como yo lo bastante como para ganarse ese puesto. Y que, de golpe y porrazo, como a mí me gustaba, reaparecía frente a mis ojos, que ya compartían la misma inmortalidad que los suyos.
El bueno de Bart se ganó mi atención desde el principio. Un hombre demasiado sosegado para lo que desprendía su melancolía, que a su vez era demasiado sabia para su supuesta edad. Tenía las manos frías como el hielo, algo a lo que mi corazón estaba de sobras acostumbrado, mas no el resto de mi cuerpo, de ahí que fuera uno de mis excéntricos placeres a los que justamente los vampiros no podían ser ajenos. Siempre me había gustado el frío en las manos, tanto como me gustó la confesión de su auténtica naturaleza, pues no sólo explicaba muchas cosas, sino que las volvía más atroces y, por tanto, más atractivas a mis desvergonzados ojos. ¡Cómo de enigmático era aquel sucedáneo de culpa que escondía bajo la amabilidad de su sonrisa! Y tras volver a admirar la falsa juventud de su belleza, comprendí que también añoraba nuestros pequeños momentos. Ahora, incluso el frío era ya sólo un recuerdo y durante el tiempo que mi colega empleó en visitar el condenado museo (qué poca me agradan, y que poca gracia me hace que pretendan encerrar en cuartitos algo que está etiquetado como arte porque un montón de papagayos se han puesto de acuerdo) y después volver hasta su casa, yo ya había decidido que quería acecharle para ponerme al día. Con o sin desvelar mi presencia.
Santa madre de las palomas. ¡Menuda casucha a la que había ido a parar! ¿Seguro que era su residencia y no le había seguido hasta otro museo? ¿Había sido siempre así de rico, o mi memoria había borrado de cabo a rabo su jornal por ser mucho menos interesante que su persona? Si hasta tenía sirvientes (bastante bien tratados, por cierto) que lo habían llamado… ¿Conde qué? El misterio se volvía descomunal por momentos y yo todavía enclaustrada en mi adorada invisibilidad (y era verdad que la adoraba, pero en aquellos instantes incuso me irritaba, ¡imaginaos cuán abrumada estaba por culpa de aquel reencuentro!). De todas maneras, gracias a las ventajas de mi errante eternidad, el tiempo transcurría a la misma velocidad que un suspiro y sólo necesité que mi Bart se aposentara finalmente en lo que parecía tratarse de su habitación, para comprender que en unas horas ya sería el momento equivalente a acostarse para un morador de la noche, así que si quería descubrirle, una vez más, mi descaro (y quería, sin comerlo ni beberlo, él me había estampado en la cara la certeza de mi nostalgia y yo ya no iba a quedarme de brazos cruzados) debía darme prisa.
Aproveché que mi amigo se encontraba de espaldas a su mullida cama, para tumbarme solazadamente en ella, y poco a poco, dejar que los efectos de la corporeidad, que sólo había usado en contadísimas ocasiones, reaccionaran contra las sábanas que pasaron a cubrir las falsas carnes de mi cuerpo y a hacer que me convirtiera en una maja desnuda bajo las mantas y recostada de lado, con los labios perfectamente ensanchados, como si esperara una satisfacción que, en mi caso, no podría obtener de su sexo. Uno que, de todas maneras, no me hacía falta apreciar en ese sentido para saber lo complaciente que era, pues así lo estaba comprobando ahora que lo tenía allí medio vestido. Si había escogido una ilusión de mi figura carente de ropajes, había sido sólo para estar en las mismas condiciones o, incluso, potenciarlas. Así de solidaria soy yo con los que me importan.
¡Bart! –le chisté en un susurro absurdo, como si acabara de colarme en una casa que no era la suya y le estuviera llamando desde la ventana para no despertar a los vecinos- ¡Rápido, ponte la ropa otra vez, que tenemos que ir a desnudar a las musas!
Arsénico- Fantasma
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Re: I like the way you die |Baldric Purcell|
Cuando lograba poner todos los asuntos del condado en orden, Baldric se daba un momento para hacer todas esas cosas que hacía y disfrutaba antes de ser el conde Purcell, que aún disfrutaba, por supuesto, pero que tenía que relegar en pos de sus nuevas ocupaciones. Extrañaba más de lo que le gustaría admitir esa época de esplendor propio en la que se pasaba la noche entera entre humo de cigarro y olor a ginebra; no es que el fumara o bebiera en exceso, pero ese perfume rancio que sólo los artistas —los perdedores por defecto— tenían le daba una sensación de pertenencia. Antes que sr cualquier cosa, y ponderado junto a su pasado como apóstol y traidor, era también escritor. Un artista y sólo entre los suyos se sentía comprendido.
Pero ahora era demasiado arriesgado pasarse por alguna taberna. No es que el pueblo llano pudiera reconocer a un conde así como así, mucho menos a uno extranjero, pero estaba demasiado consciente de las implicaciones que su título nobiliario llevaba consigo. Bien pudo dejar todo eso cuando el original conde Purcell falleció a manos de Nadine, su otrora pareja vampírica, pero decidió que si la oportunidad se le presentaba en senda bandeja de plata y sangre, iba a tomarla. Y no se arrepentía, sólo deseaba no estar atado a la maldición de la hora nocturna para poder hacer más.
Esa velada fue al museo. Debido a la hora, se trató de un paseo más bien solitario, pero agradeció el silencio que le permitió reflexionar frente a cada escena que se le presentó sobre la pasión de su maestro —el primero—. La culpa menguaba ante la realización de su papel en todo aquello, aunque no desaparecía. ¿Había valido la pena? A saber… Sintió un extraño escalofrío, uno que no atribuía a sus cavilaciones. Era raro, considerando su naturaleza, así que lo tomó como señal para retirarse, no sin antes echar un vistazo a una escultura romana cuyo rostro era demasiado familiar. Vinicius, su maestro —el segundo.
Regresó a casa y su flotilla de servidumbre lo recibió. A uno dio su abrigo de lana mientras otro lo ponía al corriente de lo que había pasado en su ausencia. Tampoco es que se hubiera ausentado tanto, pero era el protocolo. Cuando logró deshacerse de todos ellos, subió a la habitación que ocupaba desde que había decidido mudarse a la capital francesa.
Con parsimonia, comenzó a deshacerse de la ropa de calle para ponerse algo más cómodo. El mismo escalofrío desconocido que sintió en los vacíos salones de museo le golpeó la espalda desnuda. Se tensó un segundo, para luego escuchar una voz. Desde luego, se giró raudamente de un solo movimiento. Era complicado asustar a un vampiro, y ahí estaba él. Dio un súbito suspiro. «Bart» lo habían llamado y hacía años que no escuchaba ese nombre.
Pronto pudo darle rostro a aquella voz que no le pareció del todo extraña. Y ahí estaba. Ella, con esa belleza que ya no se encuentra en todos lados y la sinvergüenza de la que sólo una mujer así es capaz y le sienta bien, incluso. Trató de acomodar sus pensamientos, pero todo era jodidamente raro.
—¿C-cómo? ¿A-Arsénico? —Quien viera al conde Purcell tartamudear como un pobre chaval—. Eres tú en verdad —esta vez no era pregunta y no trastabilló en sus palabras, en cambio, sonó contento, porque saberla ahí, descontextualizado el hecho claro estaba, era una buena noticia. Quiso acercarse y entonces se dio cuenta de las fachas que traía. ¡Entonces se dio cuenta que ella no llevaba nada? Giró el rostro por instinto mientras regresaba los pantalones y la camisa que estaban en el suelo a su cuerpo.
—No entiendo nada —confesó mientras batallaba con los pantalones de vestir—. Debes comprenderme, todo esto es muy… sorpresivo. ¿Cómo llegaste aquí? ¿Estabas…? —¿estaba ahí cuando llegó y no la notó? No, esto era distinto. Volvió a dirigir la mirada color aceituna a la rubia. Esto era distinto. La miró fijamente, era su vieja amiga, pero había cambiado muy poco y él bien sabía del afecto que los años tenía en los mortales. ¿Qué había sucedido? Y entonces se preguntaba, mientras la veía fijamente: ¿sería correcto preguntar? ¡Pero era Arsénico! Su vieja amiga, y sin embargo, sentía que no estaba bien preguntar frontalmente.
Pero ahora era demasiado arriesgado pasarse por alguna taberna. No es que el pueblo llano pudiera reconocer a un conde así como así, mucho menos a uno extranjero, pero estaba demasiado consciente de las implicaciones que su título nobiliario llevaba consigo. Bien pudo dejar todo eso cuando el original conde Purcell falleció a manos de Nadine, su otrora pareja vampírica, pero decidió que si la oportunidad se le presentaba en senda bandeja de plata y sangre, iba a tomarla. Y no se arrepentía, sólo deseaba no estar atado a la maldición de la hora nocturna para poder hacer más.
Esa velada fue al museo. Debido a la hora, se trató de un paseo más bien solitario, pero agradeció el silencio que le permitió reflexionar frente a cada escena que se le presentó sobre la pasión de su maestro —el primero—. La culpa menguaba ante la realización de su papel en todo aquello, aunque no desaparecía. ¿Había valido la pena? A saber… Sintió un extraño escalofrío, uno que no atribuía a sus cavilaciones. Era raro, considerando su naturaleza, así que lo tomó como señal para retirarse, no sin antes echar un vistazo a una escultura romana cuyo rostro era demasiado familiar. Vinicius, su maestro —el segundo.
Regresó a casa y su flotilla de servidumbre lo recibió. A uno dio su abrigo de lana mientras otro lo ponía al corriente de lo que había pasado en su ausencia. Tampoco es que se hubiera ausentado tanto, pero era el protocolo. Cuando logró deshacerse de todos ellos, subió a la habitación que ocupaba desde que había decidido mudarse a la capital francesa.
Con parsimonia, comenzó a deshacerse de la ropa de calle para ponerse algo más cómodo. El mismo escalofrío desconocido que sintió en los vacíos salones de museo le golpeó la espalda desnuda. Se tensó un segundo, para luego escuchar una voz. Desde luego, se giró raudamente de un solo movimiento. Era complicado asustar a un vampiro, y ahí estaba él. Dio un súbito suspiro. «Bart» lo habían llamado y hacía años que no escuchaba ese nombre.
Pronto pudo darle rostro a aquella voz que no le pareció del todo extraña. Y ahí estaba. Ella, con esa belleza que ya no se encuentra en todos lados y la sinvergüenza de la que sólo una mujer así es capaz y le sienta bien, incluso. Trató de acomodar sus pensamientos, pero todo era jodidamente raro.
—¿C-cómo? ¿A-Arsénico? —Quien viera al conde Purcell tartamudear como un pobre chaval—. Eres tú en verdad —esta vez no era pregunta y no trastabilló en sus palabras, en cambio, sonó contento, porque saberla ahí, descontextualizado el hecho claro estaba, era una buena noticia. Quiso acercarse y entonces se dio cuenta de las fachas que traía. ¡Entonces se dio cuenta que ella no llevaba nada? Giró el rostro por instinto mientras regresaba los pantalones y la camisa que estaban en el suelo a su cuerpo.
—No entiendo nada —confesó mientras batallaba con los pantalones de vestir—. Debes comprenderme, todo esto es muy… sorpresivo. ¿Cómo llegaste aquí? ¿Estabas…? —¿estaba ahí cuando llegó y no la notó? No, esto era distinto. Volvió a dirigir la mirada color aceituna a la rubia. Esto era distinto. La miró fijamente, era su vieja amiga, pero había cambiado muy poco y él bien sabía del afecto que los años tenía en los mortales. ¿Qué había sucedido? Y entonces se preguntaba, mientras la veía fijamente: ¿sería correcto preguntar? ¡Pero era Arsénico! Su vieja amiga, y sin embargo, sentía que no estaba bien preguntar frontalmente.
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Re: I like the way you die |Baldric Purcell|
Mi querido Bart, ruborizado como si fuera una doncella a las puertas de su desfloración, ¡al final había valido la pena mi aparición, si con ella había conseguido semejante cuadro! Si ya me hube percatado de lo que añoraba su compañía desde mi anonimato eterno, ahora me acababan de arrojar un cubo de agua encima. ¡A mí, que ya no sentía como debería sentirse (¿y acaso es ésa la única forma correcta? ¡seguro que no!), pues menos mal que mi imagen se presentaba desnuda, me encantaba el frío en el cuerpo! El caso es que me moría por espachurrarle los mofletes, como si fuera un niño pequeño (él precisamente, que tan vetustos resultaban sus misterios) y yo, una prima molesta que no sabe que está siendo muy inoportuna. ¿Podía haber una escena más surrealista que aquélla? Seguramente sí, pero no os preocupéis, enseguida correré a superarla.
Soy yo, Bart, o lo que puede asociárseme a estas alturas –respondí, al tiempo que movía grácilmente uno de mis brazos y lo miraba con la misma devoción que horas atrás él había mostrado hacia las obras de su dichoso museo-. ¿Te sorprende a ti, justamente? ¡Siempre te ves tan lozano, cual vampiro ideal! Claro que mi juventud es distinta a la tuya. Todo falsedad, poética y provechosa falsedad… aunque lo de provechosa sea sólo cuestión de opiniones, sabes que las mías nunca han sido muy ortodoxas, que digamos –apunté, antes de flexionar mis dos rodillas cubiertas por las sábanas y abrazarlas, a la vez que aprovechaba mis movimientos para contemplarle reposadamente y con descaro-. Te veo distinto, no viejo precisamente. Sólo distinto. ¿Siempre has vivido aquí? Tus criados te llamaban 'conde'. O te traes un jueguecito raro con ellos, en cuyo caso me encantaría escandalizarme, o tienes mucho que contarle a la granuja de tu amiga.
¡Y lo decía yo tan tranquila, como si no fuera el fantasma de las navidades pasadas que se acababa de dar un paseíto por su vida (o no-vida, más bien) como si tal cosa! Mira que la caradura no me la quitarían ni en el puñetero limbo, oye. ¿Qué habría que hacer para contener a la fierecilla de ocurrencias que habita en mí? ¡Alabado fuera ese peldañito de la existencia que había querido que me reencontrara con un antiguo compañero de aventuras! ¡A veces, sólo así podía descubrir nuevos horizontes, nuevas miras! ¿Qué nos aguardaba ahora? ¿Por dónde podríamos empezar?
Por supuesto que te comprendo, cariño, o comprendo lo que sería lógico en estas circunstancias (lo cual no creas que alguna vez me ha hecho gracia). Te he pegado un buen susto, ¿no? –ensanché todavía más los labios y apoyé la cara entre mis rodillas, medio taponando una sonrisa divertida que igualmente podría atravesar sábanas y cuerpos, digna de un espíritu- Llegué aquí por el mismo sitio que tú, ¿no te diste cuenta? Pensaba que no era muy discreta ni manteniéndome al margen… visiblemente, claro está.
Ay, si iba a resultar que me gustaba hacerme la interesante, cuando en realidad siempre había sido así, dicharachera y descuidada. De tanto en tanto, me olvidaba de cómo debía ordenarse una conversación para que cada punto fuera debidamente abordado, pero es que no podía hacer nada contra mis ansias, o de lo contrario, ni siquiera tendría habilidades fantasmales con las que mostrarme a un amigo porque directamente no me habría suicidado… Suicidado, vaya, hacía mucho tiempo que no usaba esa palabra. Sería influencia de aquel reencuentro que de tan buen humor me había puesto.
Ven, tranquilo –le insté, entonces incorporándome y acercándome por encima del lecho hasta clavar una rodilla en el borde y alzar una mano hacia él para ofrecérsela cuando ni siquiera le había dado tiempo a cubrirse del todo, mientras que con la otra, mantenía agarrada la sábana por sobre la imagen impoluta de mis pechos desnudos, que desde ahí parecía que casi se transparentaran bajo la tela. Ya casi no recordaba lo que eran esas cosas, de tan poco que usaba la corporeidad-. Acércate otra vez a mí, hacía mucho tiempo y casi me acabo de dar cuenta… -comenté, a la espera de que aceptase mi mano y se sentara junto a mí, los dos semidesnudos y reencontrados- No tengas miedo de preguntar y menos ahora.
Ah, gallardo Bart, mucha timidez pero aquella noche no fuiste tú el único sorprendido.
Soy yo, Bart, o lo que puede asociárseme a estas alturas –respondí, al tiempo que movía grácilmente uno de mis brazos y lo miraba con la misma devoción que horas atrás él había mostrado hacia las obras de su dichoso museo-. ¿Te sorprende a ti, justamente? ¡Siempre te ves tan lozano, cual vampiro ideal! Claro que mi juventud es distinta a la tuya. Todo falsedad, poética y provechosa falsedad… aunque lo de provechosa sea sólo cuestión de opiniones, sabes que las mías nunca han sido muy ortodoxas, que digamos –apunté, antes de flexionar mis dos rodillas cubiertas por las sábanas y abrazarlas, a la vez que aprovechaba mis movimientos para contemplarle reposadamente y con descaro-. Te veo distinto, no viejo precisamente. Sólo distinto. ¿Siempre has vivido aquí? Tus criados te llamaban 'conde'. O te traes un jueguecito raro con ellos, en cuyo caso me encantaría escandalizarme, o tienes mucho que contarle a la granuja de tu amiga.
¡Y lo decía yo tan tranquila, como si no fuera el fantasma de las navidades pasadas que se acababa de dar un paseíto por su vida (o no-vida, más bien) como si tal cosa! Mira que la caradura no me la quitarían ni en el puñetero limbo, oye. ¿Qué habría que hacer para contener a la fierecilla de ocurrencias que habita en mí? ¡Alabado fuera ese peldañito de la existencia que había querido que me reencontrara con un antiguo compañero de aventuras! ¡A veces, sólo así podía descubrir nuevos horizontes, nuevas miras! ¿Qué nos aguardaba ahora? ¿Por dónde podríamos empezar?
Por supuesto que te comprendo, cariño, o comprendo lo que sería lógico en estas circunstancias (lo cual no creas que alguna vez me ha hecho gracia). Te he pegado un buen susto, ¿no? –ensanché todavía más los labios y apoyé la cara entre mis rodillas, medio taponando una sonrisa divertida que igualmente podría atravesar sábanas y cuerpos, digna de un espíritu- Llegué aquí por el mismo sitio que tú, ¿no te diste cuenta? Pensaba que no era muy discreta ni manteniéndome al margen… visiblemente, claro está.
Ay, si iba a resultar que me gustaba hacerme la interesante, cuando en realidad siempre había sido así, dicharachera y descuidada. De tanto en tanto, me olvidaba de cómo debía ordenarse una conversación para que cada punto fuera debidamente abordado, pero es que no podía hacer nada contra mis ansias, o de lo contrario, ni siquiera tendría habilidades fantasmales con las que mostrarme a un amigo porque directamente no me habría suicidado… Suicidado, vaya, hacía mucho tiempo que no usaba esa palabra. Sería influencia de aquel reencuentro que de tan buen humor me había puesto.
Ven, tranquilo –le insté, entonces incorporándome y acercándome por encima del lecho hasta clavar una rodilla en el borde y alzar una mano hacia él para ofrecérsela cuando ni siquiera le había dado tiempo a cubrirse del todo, mientras que con la otra, mantenía agarrada la sábana por sobre la imagen impoluta de mis pechos desnudos, que desde ahí parecía que casi se transparentaran bajo la tela. Ya casi no recordaba lo que eran esas cosas, de tan poco que usaba la corporeidad-. Acércate otra vez a mí, hacía mucho tiempo y casi me acabo de dar cuenta… -comenté, a la espera de que aceptase mi mano y se sentara junto a mí, los dos semidesnudos y reencontrados- No tengas miedo de preguntar y menos ahora.
Ah, gallardo Bart, mucha timidez pero aquella noche no fuiste tú el único sorprendido.
Última edición por Arsénico el Dom Jul 26, 2015 7:06 pm, editado 1 vez
Arsénico- Fantasma
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Re: I like the way you die |Baldric Purcell|
Al fin pudo ponerse los pantalones, pero se quedó con la blanca camisa en las manos. Su rostro argento, delineado por la mustia luz lunar que se colaba por las ventanas, abiertas sólo a esa hora después del crepúsculo, mantenía ese dejo de sorpresa. Boca ligeramente abierta, cejas un poco levantadas, ojos atentos y fijos. Caminó y sintió el frío nocturno que entraba danzando desde el exterior. Se quedó a medio camino y asintió, todavía tratando de comprender. Aunque conforme los minutos se sucedían, iba haciéndose a la idea, o dejaba de cuestionarse tanto.
No respondió de inmediato. En cambio, obedeció al llamado diáfano que ella profería, así como una trompeta lejana que anuncia la segunda venida de su maestro —el primero—. Se acercó y quiso agarrarla de la mano que le ofrecía, pero al final no se atrevió; no comprendió por qué en ese momento. Así como estaban, parecían viejos amantes. Y de cierto modo, lo eran.
Cuando al fin estuvo al pie de la cama —su cama, que ahora ella ocupaba— sonrió. Sonrió con genuina alegría e incluso alivio, quizá de que todo eso era real y no un mero juego de su mente. Era evidente que, a sus años, había visto y vivido muchas cosas, pero a pesar de la felicidad que el inesperado encuentro le provocó, también lo invadió una congoja. Una melancolía como en segundo plano, que le estrujó el corazón en un puño. Parpadeó luego y se inclinó. Primero quedó de rodillas en ese sitio, como si Arsénico, su vieja amiga, fuera una reina de algún imperio de oriente, extendida en su cama-trono, ciega y sabia. Poco a poco se sentó, sólo con pantalones y sin camisa. Recargó un brazo en el colchón y luego rostro sobre éste; como un niño que contempla las primeras flores de la primavera.
—Y tú te ves… sutil —al fin contestó. Parecía una palabra elegida al azar. Pero cuando de palabras se trataba, nada era al azar con Baldric. Después de la impresión inicial, ahora parecía empezar a comprender qué sucedía, aunque no quería adelantarse a conclusiones—. Eso es lo que me gusta tanto de ti, Arsénico. Lo poco convencional que resultas. Pero veo que dentro de tu poco ortodoxo modo de proceder, has elevado un poco la medida. ¿Qué fue exactamente lo que te pasó? —Tuvo que preguntarlo así. Sin embargo, a pesar de ello, sonó tranquilo. Después de todo, tenía la venia de su amiga.
—Ah, oh… eso —se rascó la sien y se acomodó en su lugar—. Larga historia. Pero no es un juego. Bueno, no técnicamente. La vida da muchas vueltas, como bien debes de saber, y ahora soy conde del Sacro Imperio —rio lacónico de la propia desventura y luego se encogió de hombros. Con cualquier otra persona, habría sido más reservado, más reticente, pero no con ella.
Con calma se puso de pie y se sentó más cómodamente al borde de la cama. Se hizo hacia el frente, e intentó tocarla, pero al final, no se atrevió. Hizo bola la camisa de algodón y la mantuvo así en su regazo. Al fin estuvo a su misma altura.
—Hacía mucho tiempo —repitió. Luego tragó grueso—. Han pasado muchas cosas. ¿Tendremos tiempo suficiente? —A pesar de lo extraña de la situación entera, esa era su verdadera, única preocupación.
Estiró la mano y la tocó. Y aunque estaba fría, como él, su frialdad era distinta, porque ambos navegaban en planos diferentes de existencia. Su carne era inmortal, y la de ella inexistente. Ambos muertos, comprendió, pero separados por la linde que marca el limbo. Primero tomó su mano, después, acarició su mejilla con suavidad y calma.
No respondió de inmediato. En cambio, obedeció al llamado diáfano que ella profería, así como una trompeta lejana que anuncia la segunda venida de su maestro —el primero—. Se acercó y quiso agarrarla de la mano que le ofrecía, pero al final no se atrevió; no comprendió por qué en ese momento. Así como estaban, parecían viejos amantes. Y de cierto modo, lo eran.
Cuando al fin estuvo al pie de la cama —su cama, que ahora ella ocupaba— sonrió. Sonrió con genuina alegría e incluso alivio, quizá de que todo eso era real y no un mero juego de su mente. Era evidente que, a sus años, había visto y vivido muchas cosas, pero a pesar de la felicidad que el inesperado encuentro le provocó, también lo invadió una congoja. Una melancolía como en segundo plano, que le estrujó el corazón en un puño. Parpadeó luego y se inclinó. Primero quedó de rodillas en ese sitio, como si Arsénico, su vieja amiga, fuera una reina de algún imperio de oriente, extendida en su cama-trono, ciega y sabia. Poco a poco se sentó, sólo con pantalones y sin camisa. Recargó un brazo en el colchón y luego rostro sobre éste; como un niño que contempla las primeras flores de la primavera.
—Y tú te ves… sutil —al fin contestó. Parecía una palabra elegida al azar. Pero cuando de palabras se trataba, nada era al azar con Baldric. Después de la impresión inicial, ahora parecía empezar a comprender qué sucedía, aunque no quería adelantarse a conclusiones—. Eso es lo que me gusta tanto de ti, Arsénico. Lo poco convencional que resultas. Pero veo que dentro de tu poco ortodoxo modo de proceder, has elevado un poco la medida. ¿Qué fue exactamente lo que te pasó? —Tuvo que preguntarlo así. Sin embargo, a pesar de ello, sonó tranquilo. Después de todo, tenía la venia de su amiga.
—Ah, oh… eso —se rascó la sien y se acomodó en su lugar—. Larga historia. Pero no es un juego. Bueno, no técnicamente. La vida da muchas vueltas, como bien debes de saber, y ahora soy conde del Sacro Imperio —rio lacónico de la propia desventura y luego se encogió de hombros. Con cualquier otra persona, habría sido más reservado, más reticente, pero no con ella.
Con calma se puso de pie y se sentó más cómodamente al borde de la cama. Se hizo hacia el frente, e intentó tocarla, pero al final, no se atrevió. Hizo bola la camisa de algodón y la mantuvo así en su regazo. Al fin estuvo a su misma altura.
—Hacía mucho tiempo —repitió. Luego tragó grueso—. Han pasado muchas cosas. ¿Tendremos tiempo suficiente? —A pesar de lo extraña de la situación entera, esa era su verdadera, única preocupación.
Estiró la mano y la tocó. Y aunque estaba fría, como él, su frialdad era distinta, porque ambos navegaban en planos diferentes de existencia. Su carne era inmortal, y la de ella inexistente. Ambos muertos, comprendió, pero separados por la linde que marca el limbo. Primero tomó su mano, después, acarició su mejilla con suavidad y calma.
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Fecha de inscripción : 29/09/2014
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Re: I like the way you die |Baldric Purcell|
Sentía, por primera vez en mucho tiempo. No hablo de mi corazón técnicamente inexistente ya, ni de los sentidos que tampoco puedo retratar fielmente en mi 'estado' (¿mental cuando ya no se tiene mente? ¿físico cuando ya no se tiene cuerpo? ¡y por favor, no me hagáis hablar de cómo usar los tiempos verbales! Pasado, presente, era, es, todo tan ambiguo…). Hablo de que después de tanto tiempo ahogada por mis propios deseos de muerte, en este limbo particular para el que había nacido y que ahora me sacude de arriba abajo y me pone a merced de cuanto he aprendido a pensar respecto a un universo impensable… la parte que se había criado inevitablemente en la tierra de los vivos renacía para ese momento. Ese tacto familiar que merecía probar del veneno que una vez llegó a conocer. A él nunca había podido matarle porque ya estaba muerto. ¿No es romántico?
¡Oh, sutil! ¡Estupendo, es lo que siempre me gustó ser! ¿Lo recuerdas? –repliqué, mientras alzaba mis cejas ilusorias, volátiles y expresivas en mi uso de aquel recurso desengañado llamado sarcasmo- Quizá porque siempre me ha interesado lo que nunca he tenido. Ya sabes, como a los niños pequeños. ¿Alguna vez me imaginaste como una niña pequeña? ¿O quizá es demasiado sutil que te lo pregunte en estos precisos instantes? –rematé, al tiempo que deslizaba más las sábanas blancas en torno a mis pechos y sonreía ante la expresión de mi eterno amigo- Y eso es lo que más me gusta a mí de ti, querido, tu fascinación por lo poco convencional cuando tú mismo eres una caja de sorpresas… Y si una chiflada como yo cree que eres una caja de sorpresas, chérie, espero que antes dudes de tus propios ojos que de semejante afirmación.
La timidez en las personas sabias… siempre la he considerado terriblemente atractiva. La única separación que existía entre nosotros dos sólo era mi propia sexualidad. Trágico y divertido al mismo tiempo. Claro que no sabría lo que opinaría él, allí descamisado en su lecho y reconociendo a una vieja compañera que se había adueñado de la corporeidad que nos reunió años atrás, sólo para sus ojos. ¿Tan cruel se supone que soy?
¿Qué fue exactamente lo que me pasó? –repetí. Pero lo hice sin mover los labios, entonces con el poder de la ilusión de nuevo en marcha, esa vez para responder a sus preguntas de la forma más teatral posible. No podía sorprenderle eso de mí a esas alturas. Aunque quizá sí lo hiciera el verme levitar unos instantes para colocarme encima de sus piernas, incorpórea durante unos breves instantes, y abrazarle antes de dejar mi boca a muy poca distancia de su oreja. Mientras tanto, pudo contemplarlo frente a sus preciosos ojos: la recreación del día de mi muerte. Cómo conseguí preparar el veneno de mi propio nombre y hacer del suicidio el arte que muchos retratan, pero nadie verifica. Nadie salvo los fantasmas de ese delirio, o de esa gran razón- Lo sé, verter mi propia sangre en una copa de vino, junto a lo que pude raspar del arsénico… Te estarás preguntando si soy una depravada o una egocéntrica, pero el misterio no es tan grande, porque sencillamente no conocía nada más tóxico que yo misma –terminé de susurrarle al oído, y me separé unos centímetros para que nos volviéramos a tener cara a cara.
Acaricié su mejilla, igual que él había hecho conmigo, y regresamos a su habitación, cuando en realidad ni siquiera nos habíamos movido de allí. Presioné su pecho con suavidad para invitarle a recostarse del todo en la alcoba, de cara al techo, y me tumbé sobre su abdomen, abrazada de nuevo a su piel. Caí entonces en la cuenta de que las sábanas habían dejado de cubrirme el cuerpo, ooops. De todas maneras, tal y como habíamos acabado ahora, mi buen Bartholomäus lo tendría difícil para mirarme. ¡Y tampoco lo necesitaba, en realidad, él había visto muchas más mujeres desnudas que yo, el muy suertudo (al menos, antes de convertirme en lo que soy, no me hagáis hablar de los abusivos beneficios de la invisibilidad)!
Ahora mismo tengo todo el tiempo para ti, Bart. ¡Como no podría ser de otra manera ante el mismísimo conde del Sacro Imperio! –murmuré, de modo que mi sonrisa podría incluso escucharse a través de mis palabras- Adelante, narra cada capítulo de tu historia a una vieja amiga incapaz de juzgarte.
¡Oh, sutil! ¡Estupendo, es lo que siempre me gustó ser! ¿Lo recuerdas? –repliqué, mientras alzaba mis cejas ilusorias, volátiles y expresivas en mi uso de aquel recurso desengañado llamado sarcasmo- Quizá porque siempre me ha interesado lo que nunca he tenido. Ya sabes, como a los niños pequeños. ¿Alguna vez me imaginaste como una niña pequeña? ¿O quizá es demasiado sutil que te lo pregunte en estos precisos instantes? –rematé, al tiempo que deslizaba más las sábanas blancas en torno a mis pechos y sonreía ante la expresión de mi eterno amigo- Y eso es lo que más me gusta a mí de ti, querido, tu fascinación por lo poco convencional cuando tú mismo eres una caja de sorpresas… Y si una chiflada como yo cree que eres una caja de sorpresas, chérie, espero que antes dudes de tus propios ojos que de semejante afirmación.
La timidez en las personas sabias… siempre la he considerado terriblemente atractiva. La única separación que existía entre nosotros dos sólo era mi propia sexualidad. Trágico y divertido al mismo tiempo. Claro que no sabría lo que opinaría él, allí descamisado en su lecho y reconociendo a una vieja compañera que se había adueñado de la corporeidad que nos reunió años atrás, sólo para sus ojos. ¿Tan cruel se supone que soy?
¿Qué fue exactamente lo que me pasó? –repetí. Pero lo hice sin mover los labios, entonces con el poder de la ilusión de nuevo en marcha, esa vez para responder a sus preguntas de la forma más teatral posible. No podía sorprenderle eso de mí a esas alturas. Aunque quizá sí lo hiciera el verme levitar unos instantes para colocarme encima de sus piernas, incorpórea durante unos breves instantes, y abrazarle antes de dejar mi boca a muy poca distancia de su oreja. Mientras tanto, pudo contemplarlo frente a sus preciosos ojos: la recreación del día de mi muerte. Cómo conseguí preparar el veneno de mi propio nombre y hacer del suicidio el arte que muchos retratan, pero nadie verifica. Nadie salvo los fantasmas de ese delirio, o de esa gran razón- Lo sé, verter mi propia sangre en una copa de vino, junto a lo que pude raspar del arsénico… Te estarás preguntando si soy una depravada o una egocéntrica, pero el misterio no es tan grande, porque sencillamente no conocía nada más tóxico que yo misma –terminé de susurrarle al oído, y me separé unos centímetros para que nos volviéramos a tener cara a cara.
Acaricié su mejilla, igual que él había hecho conmigo, y regresamos a su habitación, cuando en realidad ni siquiera nos habíamos movido de allí. Presioné su pecho con suavidad para invitarle a recostarse del todo en la alcoba, de cara al techo, y me tumbé sobre su abdomen, abrazada de nuevo a su piel. Caí entonces en la cuenta de que las sábanas habían dejado de cubrirme el cuerpo, ooops. De todas maneras, tal y como habíamos acabado ahora, mi buen Bartholomäus lo tendría difícil para mirarme. ¡Y tampoco lo necesitaba, en realidad, él había visto muchas más mujeres desnudas que yo, el muy suertudo (al menos, antes de convertirme en lo que soy, no me hagáis hablar de los abusivos beneficios de la invisibilidad)!
Ahora mismo tengo todo el tiempo para ti, Bart. ¡Como no podría ser de otra manera ante el mismísimo conde del Sacro Imperio! –murmuré, de modo que mi sonrisa podría incluso escucharse a través de mis palabras- Adelante, narra cada capítulo de tu historia a una vieja amiga incapaz de juzgarte.
Arsénico- Fantasma
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Fecha de inscripción : 30/03/2013
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