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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Aidara Dupont Sáb Feb 07, 2015 7:08 pm

La voz de la sangre se puede oír en el silencio de los ángeles.
José Narosky


¿Por qué tan lento parecía pasar el tiempo, mientras que en brazos de quien había sido su único amante  y príncipe, corría el tiempo tan rápido? ¿Cuánto tiempo habría pasado? ¿Horas, días… incluso meses?  Aidara  había perdido la cuenta del tiempo que permanecía perdida. Quien antes resultó ser una joven de alta clase, de dulzura e inocencia a partes iguales que de belleza virginal, ahora se escondía en lo más recóndito y mugroso de la humanidad. Donde nadie jamás la buscaría, ni su anhelado príncipe. Aquellas ruinas abandonadas, aquellos hogares desmantelados en lo más bajo de Paris eran ahora su hogar. La princesa se revolcaba en su miseria, en su obsesión hasta olvidar cualquier otra cosa. Hasta perder el sendero de la cordura. ¿Y quién podría culparle? Su único error había sido amar en demasía y salir prontamente a buscar el amor caído en batalla.

Habían sido noches difíciles, pero lo más doloroso para la neófita descuidada habían resultado las heridas del sol. Las graves quemaduras que le había ocasionado el solo hecho de encontrarse separada del cálido astro por una pared de piedra, la despertaron de su ensueño aquella misma mañana. Entonces, poco había podido hacer más que esconderse más profundamente entre los harapos con que cubría su figura y su polvoriento vestido, arrinconándose lo más que le era permitido contra la pared. En su mente había gritado aterrada y de dolor al sentir los aguijonazos del sol penetrar lentamente en ella. De nuevo quizás solo fue una de sus visiones, recordando como su amado había desaparecido ante sus ojos sin poder remediarlo de ninguna forma. Pero esta vez, al despertar en la noche su piel blanquecina se sintió extrañamente sensible, y para la neófita que hacía tiempo había dejado de sentir como humana aquello resultó la peor de las alarmas. Poco se acordaba de las instrucciones que había recibido al adherirse la inmortalidad bajo su piel, sin embargo, si algo era capaz de memorizar precisamente se trataba de aquella norma. Una de las más vitales e importantes: No te acerques jamás al sol. Huye de él, escóndete entre las sombras y no salgas. Duerme y espera que a la noche te encuentre de nuevo.

Esas palabras habían sido las palabras de Violante al hablarle de que si algún día se perdía y no lo encontraba, se escondiese mientras él iba en su búsqueda. Según las palabras de su amado, ellos siempre se reencontrarían. Excepto ahora en que todo parecía perdido y él demasiado lejos de ella y de su inmortal existencia.

Tras un suspiro y con miedo de perecer y perder así la última brizna de esperanza que guardaba en su inerte corazón, se decidió a abandonar aquel refugio inestable, buscando otro lugar al que poder descansar esas horas en que no deseaba encontrar su propia muerte. El harapiento vestido que arrastraba por las calles parisienses bajo sus pasos, actualmente, parecía más bien un par de telas sucias cosidas para ocultar su cuerpo, que el resultado de una jornada entera cosiendo y punteando la costosa tela. Los filos se encontraban embarrados a causa de las largas caminatas diarias en busca de su príncipe y víctimas, aquellos jóvenes que por unos segundos inmortalizaban a su amor al abrazarse a la muerte. También, se encontraba rasgado en distintas partes, dejando que cierta piel de la neófita se dejara adivinar entre aquella desunión de telas. Y por último, las manchas de sangre reseca evidenciaban un completo abandono por parte de la joven de su propia higiene e inclusive de su propia seguridad. ¿Por qué cómo iba a pensar en su higiene cuando se vivía de aquel modo? ¿Cómo tendría el cuidado necesario para no ensuciarse al beber de los cuellos mortales, si perdía todo el razonamiento lógico y solo actuaba como bestia hambrienta lanzándose sobre ellos? No tenía intención de ir a mendigar. Lo poco que quedaba de su corta humanidad le impedía acudir a buscar auxilio y aunque ya no fuera la princesa de antaño, seguía teniendo su porte y en ocasiones su clase. Y una princesa jamás se postraba ante nadie, solo ante sus reyes. Además, la última vez que había ido en busca de un auxilio había terminado peor. La culpa la había matado y aunque se aseguraba a si misma que se escondía en las zonas despobladas y más polvorientas de la ciudad por aquel vampiro que la había hecho sentir como la peor de las escorias, no se podía negar a si misma el pensamiento de que también se escondía de sí misma y de aquella dolorosa verdad que no quería escuchar; Sin maestro, poco podría durar su eterna existencia.

Los ecos de sus pasos solitarios la acompañaban y aprovechando la lluvia de aquella noche tormentosa se decidió a buscar aquel otro lugar, llegando a pasearse por la zona poblada, dejando atrás los bosques y lagunas donde nada más que cazadores le estarían esperando.

Su azules orbes medían todo a su alrededor, cayendo en cada pequeña sombra y leve movimiento de las armas de los árboles que dejaba atrás. Rápidamente las calles alumbradas tenuemente aparecieron ante ella y sin vacilar más que por el hambre repentina que atacó su sistema se decidió primero a cazar. No fue realmente difícil encontrar un joven apto para sus gustos. Al verle la forma del rostro parecido al de Violante, sin dudar aquel se volvió su nuevo manjar. Lo que no tenía presente fue que el conejo escapara del león frente sus narices al entrar a un teatro.

Misron the Sultan of India —Leyó en la entrada principal tras seguir los pasos mortales llegando a la puerta del teatro victoriano. Parecía un estreno importante y de éxito, que el teatro permanecía lleno y aún en la entrada había gente comprando sus entradas. Aidara por inercia se acercó hacia los mortales y aquel teatro que antes tantas veces había acudido con su familia. Al momento de aparecer siendo alumbrada por las luces del teatro, todas las miradas se volvieron hacia ella y sabiendo que con aquella ropa jamás sería aceptada en aquel lugar, volvió a confundirse entre las sombras buscando cualquier otra entrada. Porque lo que más deseaba era la sangre de aquel joven. Y no iba a ceder en su empeño hasta tenerlo.

El edificio imponente y gótico, ocupaba gran parte de la calle. Lo rodeó, buscando alguna entrada y tras descubrir lo que parecía una puerta trasera seguramente de los camerinos, sin más se abalanzó rompiendo la cadena que impedía que nadie entrara. La cadena cedió ante su fuerza y al ingresar con cuidado volvió a cerrar la puerta vigilando de no hacer ruido. Una vez la cerró se volvió para encontrarse con lo que parecía un sótano y pasillos oscuros con pequeñas habitaciones. El aire yacía impregnado del aroma de los cientos de mortales que horas antes debían de haber estado exaltados con el estreno de la obra. Yendo de arriba para abajo apresurados, pero aun así, actualmente no parecía haber ninguno. Todos debían estar en el escenario. Todos, excepto uno, pensó con cautela al llegarle el aroma a sangre fresca desde algún lado de aquel sótano. La princesa cerró los ojos y guiándose por aquel aroma a linfa caminó por el pasillo ansiosa y hambrienta hasta llegar a una puerta entreabierta, que con mucha lentitud abrió.

El aroma provenía de aquella oscura habitación, estaba segura.

¿Hola…? —Su voz titubeó al entrar. ¿Y si fuera algún vampiro antiguo? ¿Y si no fuera bienvenida? — ¿Hay alguien aquí?


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Mensaje por H. Victoria Kettleburn Sáb Feb 07, 2015 9:18 pm

Intentó resistir. Dios sabía que había hecho uso de toda su fuerza de voluntad, de la nueva y la anterior, pero no fue suficiente para refrenarla. No, nada podía contra esa fiera implacable destructora de moral  y humanidad, asesina de hombres y creadora de bestias: la sed. Ni guarecida en lo más desprolijo del sótano del teatro podía ignorar en lo que se había convertido. Las primeras horas en que se propuso no beber y dominar sus ansias supo que sería difícil por el cosquilleo constante que sentía en la garganta. Cuando se cumplió el día, una terribles ansias le infundían la manía de arrastrar su cuero cabelludo con las manos una y otra vez. Aun así, pensó que era cosa de tiempo antes de que se apagara el fuego, al igual que los humanos cuando se sentían hambre por más tiempo de lo usual. Tendría que llegar la segunda noche para llegar a la terrible verdad: los demonios no la dejarían en paz. ¿Por qué? Porque ya había uno dentro de ella. Y que no intentara adivinar nada más, porque ni en mil años de sí lo podría apartar.

Cuando llegó a la nefasta conclusión, la ansiedad, lejos de disminuir, se triplicó. Necesitaba sangre, ya, ya. No pensaba en nada más. Se coló por su mente una luz de cordura cuando se dijo «No. No podría asesinar a nadie» pero murió tan pronto como se contestó «Sí. Vaya que podrías» Era tan fácil como tomar a un distraído actor y arrastrarlo hasta su pequeño e inservible refugio. Después de todo, eran civiles del bajo mundo, sin nombre ni dinero, y en la mayoría de los casos con pésima reputación. No preguntarían por ellos; simplemente asumirían que terminaron muertos bajo una mesa del bar después de beber hasta el hígado reventar.

Así que lo hizo. No lo pensó y lo hizo. Alguien —ni siquiera examinó a la persona, pero ahí estuvo— ingresó a la bodega a depositar los restos de sillas malogradas con el uso. Sólo unas baratijas que dejar allí antes de volver a casa. Mas pasó tan cerca del escondite de Victoria, dentro del estuche de chelo, que ésta no pudo hacer sino darle su abrazo mortal. Colmillos helados atacaron la ferviente piel y estallaron los rojos y los líquidos.

Bebió y no se cansó. ¿Su víctima la habría sentido? Exprimió más, traidora, dulce y tortuosamente. El latir de un corazón se apagaba en sus labios, por la cruel y deliciosa daga de un mal sin nombre. ¿Por qué se estaba rindiendo a la vampiresa dentro de sí? ¿Era ella rosa de una especie oscura que comía llagas y bebía el llanto? Se apartó de su víctima con esas dudas en la cabeza; estaba muerto. Y como si viniera la Parca a llevarse los despojos de su alma, Victoria oyó una voz tan metálica como la suya.

No… no, nadie hay aquí. «Alguien» no se encuentra más. Pero si busca «esto», entre con la confianza de que será todo lo que hallará.

Levantó la penosa vista sólo para hallarse con una especie de reflejo. Era como ella, lo sentía. Pero lejos de aliviar su tormento, lo empeoró. Helena comenzó a sollozas sin lágrimas amargamente. Pobre muchacha, también le habían robado el calor de sus mejillas.

—¿Por qué? ¿Por qué me hicieron esto los suyos a mí? Yo no quería. Quería volver a casa. Ahora no puedo regresar a ningún lugar. En una eternidad de esto, ¿qué virtud alguien podría hallar? —empezó a compartir con ella dudas íntimas porque no había nadie más cerca que no peligrara en bajo su inestabilidad— ¿No tiene miedo de mí? Porque yo sí lo tengo.

Fue entonces que apartó el cuerpo sin vida de su víctima de su propia anatomía y la acostó en el suelo, como si fuera a arroparla. Estaba exhibiendo su pecado a una desconocida.

Mire. Mírelo, porque yo no lo hice cuando lo maté. Tenía sed, demasiada como tolerarla, y de repente apareció en mis manos. Dígame cómo es, si viejo o joven, sano o enfermo, delgado o robusto. Salve la honra de a quien humillantemente sequé con estos castigos.


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Mensaje por Aidara Dupont Dom Feb 08, 2015 6:41 am

El demonio expectante mora siempre en la voluntad de sus diablos.
Thimeo Rossin


La sed es lo más real que sienten los vampiros en toda su existencia. Algunos podrán escudarse en el amor, en la ilusión del ser queridos, en la obsesión el lazo eterno del maestro con su retoño. Sin embargo, es y siempre será la sed de sangre lo que despierta sus sentidos, devolviendo sus cuerpos a la vida. Y Aidara conociendo la sensación tan familiar de la sequedad en su garganta y sus colmillos dolientes en las encías provocados por pasar días sin alimentar su demonio interior, fácilmente se dejó llevar aquella noche por el olor a sangre fresca. Por el perfume de linfa que ya podía probar en su paladar contra su lengua, llevandola directamente hacía donde otro igual a ella moraba. Tras llegar ante la puerta, lentamente la abrió temiendo por unos segundos haberse equivocado con irrumpir en aquel lugar. Bien podría ser que un humano yaciera herido y moribundo y ella simplemente tuviera que ahorrarle sufrimiento. Se le daba bien actuar como ángel redentor de tanto en tanto. No obstante, también había la posibilidad de qué por el contrario, aquellas cuatro paredes fueran el escondite de algún vampiro y el humano; su banquete.

Titubeando entró observando la sala oscura, hasta que descubrió la figura escondida, junto con el mortal, o lo que quedaba de él. Jamás antes había tenido mucha relación con otros vampiros y con los que había coincidido a parte de su príncipe, no habían terminado haciendo buenas migas. ¿En qué clase de ser se había convertido? Al pensar en vivir eternamente junto a Violante nada de ello llegó a pensar y ni siquiera se le pasó por su cabeza imaginar que a cada paso que daría se alejaría irremediablemente de su humanidad hasta quedar destrozada por el diablo enfermo que ahora tomaba posesión de su cuerpo. La eternidad había cambiado su alma noble y apenas aún ni había rozado la inmensidad del tiempo entre sus dedos. Y allí, viendo a la joven vampiresa, se vio a si misma reflejada. Como si fuese un cristal y ambas la misma alma vulnerable y perdida. Dos ángeles atrapados por el mismo averno. Sin posibilidad de redencíon, sin huida posible a sus pecados.

Sois como yo. — Susurró con admiración en su voz. Aquella joven era la primera neófita con la que se encontraba y por unos instantes pensó en que quizá no estaba tan sola como pensaba.

Entonces tras sus palabras, la neófita lloró sin lágrimas en silencio, tomando por sorpresa a la princesa que no supo cómo reaccionar al principio, hasta que lentamente decidió acercarse un poco más hacia ella. Jamás, ni como humana había podido pasar por alto la tristeza ajena y el ver a quien podría denominar una hermana suya de la eternidad de aquel modo, de tener su corazón todavia latente, seguro se le habría roto de pena.

No lloréis por favor os lo ruego. Tranquilizaros… todo irá bien. No estáis sola. —Intentó reconfortarla.

Aquella joven neófita había sido obligada a convertirse, justamente lo contrario a su conversión en vampira qué había sido bajo su consentimiento. ¿Cómo podía haber vampiros así? Se preguntó dolida por el mal ajeno. Se la veía tan asustada que de nuevo se vio a si misma reflejada. Así había estado las primeras semanas en que la desesperación y el miedo la consumían junto con el dolor de ver en su mente el fin de su amado, y así seguía estando por más que intentara negarlo. Solo era una avecilla extraviada. Un ángel que había caído del cielo y no encontraba refugio en las llamas de este infierno.

No logro saber cómo podría mi persona contestaros. Yo me entregue a estos fuegos eternos sabiendo que debía dejar morir el sonrojo de mi piel. Algunos de los nuestros son malvados y ruines. Se creen que pueden hacer lo que les plazca y arrebatar vidas inocentes es para ellos un agradable pasatiempo. Quizás os vieron como un virtuoso ángel y decidieron romperos las alas encadenándoos a una eterna existencia de sombras y pesares. Pero no os preocupéis, tras un tiempo todo el pesar que sentís desaparecerá. Yo también lo siento… y me consume. —explicó exponiendo de igual modo sus dudas e intentó reconfortarla, esbozando en sus labios una suave sonrisa desde la que sus finos colmillos asomaron al oír su pregunta. ¿Temer de ella? De ella no sentía que debía de temer nada. Temía más de lo que haría ella cuando toda esperanza en su mente de encontrar a su maestro desapareciera y la locura la poseyese, hasta hacerla enloquecer para siempre. ¿Qué sería de ella, de su maldita existencia entonces? — Tengo más miedo de mi. —Confesó sintiendo la quemazón en su garganta y sus colmillos preparados para cuando se decidiera a probar sangre o a terminar lo que la joven neófita frente a ella, no había concluido. Aún podía quedar un trago de sangre aprovechable del humano moribundo, antes de que la parca se lo llevase definitivamente entre sus brazos lejos de su alcance.

No os torturéis así. Nosotros no somos tan diferentes a ellos. Ellos deben matar animales para subsistir. ¿Por qué no se mide de igual valor la efímera vida de un conejo, que la de un humano? La sed siempre acechara nuestra garganta. Siempre está allí. Lo único que debemos hacer es dejarla salir. Como más reneguemos de ella, nos encontraremos mil veces peor hasta llegar a enloquecer. —  A medida que iba hablando, se acercó a la joven, tomando asiento al otro lado del moribundo al llegar junto a ellos. Acarició con suavidad uno de los brazos frío del humano y fijando sus ojos azules —ligeramente ensombrecidos por la sed que bullía en su interior por la cercanía del dulzor de la sangre— en los ajenos, le sonrío tristemente. Haciéndose eco de su desvelo y dolor, que también era el propio.

Vuestro mal también me persigue y los remordimientos queman mis entrañas. Aún somos tan humanas, tan efímeras… ¿Cuánto hace que sois así? ¿Cuánto desde que el sol dejó de alumbrar vuestra piel?


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Mensaje por H. Victoria Kettleburn Mar Abr 07, 2015 11:17 pm

¿Por qué mentía? Victoria no lo entendía. Ya sabía que no tenía escapatoria, que las noches se volverían cada vez más negras y la sangre cada vez más roja. Y lo peor de todo no era el sabor amargo, canalla, que le exigía más y más sin hallar la saciedad. No. Lo peor era que comenzaba a deshumanizarse no solamente su cuerpo, sino su concepción acerca de la vida y de sus usuarios.

Por eso, en lugar de consolarle la confesión de la vampiresa que había acudido a su quebranto, le volvía aún más metálico el sabor de su víctima. ¿Cómo podía haber renunciado a la vida? ¿Cómo había siquiera pensando en entregar su don mortal? ¿Y todo para qué? ¿Para sentirse tan miserable como en ese momento? No valía la pena el sacrificio. Nada valía la pena para atravesar ese umbral espinoso. Y Victoria sollozó con desconsuelo por ello, no sabiendo si sentir lástima por su destino fatal o por el de la eterna súcubo frente a ella.

Pobre, pobre señorita. ¿Qué le hicieron a su calor? ¿Qué le hicieron a su bondad? Ya no abraza a hermanos ni a hermanas, padres o madres. Lo ha reemplazado por estrechar a una presa. Convertir a un ser humano en un despojo como este. —golpeó el suelo con su puño derecho intencionalmente fuerte. Si hubiera podido abrir la tierra, habrían caído ambas— ¡¿Cómo puede permanecer tranquila?! Mire… mire mi rostro. Pálido, detenido en el tiempo, pero no en la vida, sino en la muerte. Un cadáver que no se pudre. Véase a usted misma; ¡no ha expresado ni un atisbo de compasión hacia a la persona que maté! Sólo lo toca y ya. Ni una lágrima ni palabra en su honor. Ahí tiene la prueba. Si eso es ser aún humana , está más que claro que esta maldición está acabando con usted, y lo hará conmigo en su momento. Ya lo está haciendo, ahora que repelo mi coraje. ¡No es justo! Yo no quería; me forzaron. ¡No es justo!

Y se aferró a los brazos de Aidara sin permiso. Tenía los ojos como perlas oscuras inyectados en los de ella, tal vez buscando su propio reflejo para encontrar en él las respuestas que la permanente adrenalina no le permitía apreciar. Pero en realidad al hacer esto sentía un consuelo de bobos. Al menos no era la única que atravesada un castigo por su condición.

No sé cuándo fui convertida. No lo recuerdo. Decidí bloquearlo. Pero por lo visto soy más nueva que usted, porque aún lloro la muerte de mis víctimas, aunque ya no salgan más lágrimas de estos ojos. La energía que mueve al vampiro es mezquina; no suelta lágrimas porque éstas son compasión. «Misericordia» es un término que se nos hará extraño dentro de poco tiempo, como lo va siendo en su caso. —sentía miedo y lástima de la vampiresa. No era consciente de lo bajo que había caído, síntoma de que todavía le quedaba mucho por caer.— Dígame, usted, ¿cuándo dejó de llorar?

En esos ojos fijos, la pena impactaba contra una barrera. Golpeaba, pero no entraba. Esa era la huella que dejaba la inmortalidad en los hombres.


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