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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Lagash Lun Feb 23, 2015 3:55 am



Despertar de un letargo es como despertar de un coma. O al menos esa sensación le daba a Lagash. Una eterna noche en coma, despertándose tras décadas y décadas, rodeado de incertidumbre ante un mundo nuevo y desconocido. El año en el que decidió dormir la sociedad era bien diferente a como se alza en la actualidad, en este siglo XVIII -en verdad, lo que son los humanos en sí, poco han cambiado... lo que les mueve permanece inalterable desde los tiempos de Sumeria, poder, dinero, amor, odio. Un largo etcétera-. Su despertar tuvo lugar en la Iglesia de la Santísima Trinidad, en Stratford, Reino Unido. ¿Lugar exacto? El cementerio de este templo. Y no fue una elección al azar, qué va... Descansó al lado de un viejo amigo -¿para no sentirse tan solo, tal vez?-. Un mes, un mes resucitado y el París que aparecía ante sus ojos le sorprendía sin parar. Las vestimentas coloridas -en las cuáles se enfundó rápidamente, encantado de la vida al poder pavonearse por las callejuelas de la capital francesa con unos atuendos tan excéntricos- de la sociedad parisiense, los carruajes rococó, el exceso impregnado en cada rostro... Y lo mejor, la revolución. No había tardado en encontrar a pequeños grupos de personas hartos de la monarquía actual, quienes deseaban derrocar a los monarcas absolutistas. Revueltas, pequeños enfrentamientos en medio de la ciudad. ¿De qué le sonaba eso? Sus tiempos como humano, cuando él mismo pertenecía a pequeños grupos revolucionarios... Todo había cambiado, pero seguía igual. ¿Sería tan complicado adaptarse? En ese mencionado mes no solo se dedicó a impregnarse de la nueva humanidad. Había más cosas que hacer, al menos para sobrevivir en aquel nuevo tiempo -vivir es fácil, pero vivir cómodamente no tanto-. Quién le viera... Mil veces se había enriquecido en todos sus años vividos, y también mil veces se había arruinado. A día de hoy se encuentra dentro de estos últimos, uno arruinado más. Tras el letargo ya nada le quedaba, y las tierras que poseía -las mansiones, los teatros, los barcos, los sirvientes...- habían desaparecido. Por completo. Ya nada tenía, y mendigar podía ser agotador -si hablamos de mendigar en medio de las calles-. Robar era una opción sencilla, y eso había hecho para obtener aquellos finos ropajes propios de un burgués pudiente -se había cargado a un hombre cualquiera, apuesto, de su constitución. Muerte veloz, rápida y sin dolor. Zas, un abrir y cerrar de ojos, y la muerte ya se lo había llevado plácidamente-. No obstante, robar a grandes escalas era más complicado y dedicaba cierta preparación. ¿Qué hacer, pues? Sencillo: llorarle a un viejo amigo -otro más, pero este vivo. Bueno, si se considera que un vampiro está vivo-. Este antiguo amigo también ha poseído varios nombres a lo largo de su eternidad, mas Lagash es conocedor de la verdad. Sabe su nombre, es capaz de adentrarse en su mente para conocer cada pensamiento, por muy fugaz que sea. Al fin y al cabo, es su primera y única creación. Christopher Marlowe. Le había seguido, espiado -no era la primera vez que lo hacía, acosar al escritor-. Sabía donde escribía, los dos teatros -incluido el de los vampiros. Le hacía gracia, sinceramente. ¿Un teatro exclusivo para chupasangres? ¿En serio? ¿Tan especiales se creían? Ah, la juventud... aunque esta juventud fuera de cuatro siglos-. En fin, que Marlowe vivía en un cuchitril -muy propio en él. Un romántico empedernido, buscando la inspiración en la pobreza y la decadencia. Qué triste era, y cómo le gustaba por estos detalles tan patéticos-. No tenía ni siquiera criados a su disposición -y a pesar de todo vivía en una limpieza aceptable. Si por Lagash fuera, jamás cogería una escoba. No sería la primera vez que viviera rodeado de mierda, literalmente-. En esta noche que acontecía, su querido Marlowe andaba ocupado en sus amadas tabernas -inspiración, inspiración.... Las musas en lo hondo de una botella de vino, o en el cuello de cualquier apuesto chavalín-. Gracias a ello, pudo escalar hasta la ventana de su residencia y entrar como si nada -el muy tonto del inglés había dejado ésta abierta, como si París fuera una ciudad segura. Qué ingenuo. Qué adorable-.

Ah, qué recuerdos le vinieron de golpe... Marlowe era un hombre raro, extraño. Podría tener -y seguramente lo tenía- una buena fortuna para vivir como un noble de largo linaje, y él se decantaba por aquella pequeña habitación. Madera putrefacta, humedades en el techo y una austeridad propia de los monjes jesuitas. Una cama, un escritorio lleno de papeles, plumas y botellas de vino. Una chimenea para el frío invierno, y un armario casi en ruinas, del que colgaban sus pocas ropas -por Dios, es el siglo XVIII. Se puede vestir de colores estrambóticos sin que te miren por la calle como si de un paria te trataras... ¿y Chris opta por los tonos oscuros, tétricos? Qué deprimente-. Una vez dentro del piso, se acercó hasta estos atuendos, sonriendo al notar el inconfundible aroma de su apreciado amigo -amistad no recíproca. Y normal, teniendo en cuenta las circunstancias de sus últimos encuentros. ¿Le habría perdonado, tras tantos años? ¿O era una maldita niña rencorosa?-. No obstante, lo que más le llamó la atención fue, sin duda alguna, sus escritos. Había decidido convertirlo precisamente por su arte -entre otras cosas que ahora no vienen al caso-, prometiéndose a sí mismo que le transformaría en el más famoso dramaturgo de todos los tiempos -promesa incumplida-. Esas palabras escritas de su puño y letra, esa característica verborrea suya... Inconfundible, deliciosa. Le había conquistado gracias a ello.


-Veamos... -murmuró para sí mismo, dando unas largas zancadas hasta el escritorio. Tomó un par de los escritos, y comenzó a leer con una enorme sonrisa pincelada en sus labios...

... sonrisa que rápidamente desapareció al darse cuenta de que nada de aquello se parecía a lo que él había leído en tiempos pasados, cuando Marlowe llenaba teatros -ni una butaca libre-. Lo que tenía entre sus manos era basura. Basura repugnante y pestilente. ¿Dónde había quedado su ingenio, el tratar temas antes intocables? ¿Dónde había quedado aquel Marlowe, al cual había adorado? Gruñó por lo bajo, y lo que hizo a continuación fue a causa de un arrebato, habiendo entrado en cólera en apenas unos segundos. El fuego purifica. En numerosas religiones se ha considerado propio de los dioses -Prometo robándolo a los dioses, los cristianos quemando a los infieles en las piras incandescentes...-. Y no había sido menos en las religiones más primitivas. Ya en Sumeria era considerado un medio por el cual los dioses se comunicaban, algo peligroso y sagrado. Y él, Lagash, pensaba en todo esto -sacudida de recuerdos, de pensamientos que creía ya olvidados-, mientras observaba las llamas revolverse y danzar entre ellas, a la vez que devoraban las decepcionantes palabras de Marlowe. Una hoja tras hoja, todas arrojadas hacia la encendida chimenea mientras el propio Lagash bailaba de un lado a otro, tarareando canciones perdidas en la historia.


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Mensaje por Christopher Marlowe Lun Feb 23, 2015 6:07 am


Hacía días que el dramaturgo notaba algo extraño en el ambiente. Era un ser sobrenatural y poseía ciertas capacidades poco corrientes, por lo que lógicamente era más perceptivo que muchas otras criaturas, más aún que las inocentes criaturitas humanas. Pero ciertamente los humanos eran de las especies más decadentes que éste conocía. No comprendía todavía su superioridad. Y la verdad, ¿quién mejor para opinar así que alguien que hubo vivido tantos años acompañado de humanos y habiendo sido durante unos miserables momentos, parte de ellos? En resumidas cuentas, el vampiro medía sus pasos aquellos días. Sus palabras, sus visitas, miraba a todos y todo con una ceja alzada y no lograba realmente atisbar el porqué. Simplemente, su instinto le advertía que no diera la espalda a nadie, menos aún confiara.

Una vez hubo llegado a la entrada del edificio donde se encontraba la habitación que no pocas veces solía frecuentar a la hora de escribir –prácticamente vivía allí y su casera, al conocer la riqueza del hombre, le cobraba rentas desorbitadas. Había pensado en deshacerse de ella y tomar el resto del lugar. Sin embargo, que perezoso era. Siempre lo dejaba para otro día y la maldita vieja no dejaba de chuparle la sangre al chupasangre. Cuan triste era Marlowe.-, sin él buscarlo, el olor del fuego, del humo, papeles y hasta la tinta que solía comprar, fueron captados por su olfato, su increíble olfato. Veloz, recorrió las escaleras del lugar ignorando a la mujer que reclamaba la renta de aquel mes para abrir de un fuerte golpe la puerta de su propio refugio –no había problema. Tenía dinero de sobra para repararla y comprar cien más-.

- ¡Oh, no! ¡No, no, no, no!

Su primer impulso fue salvar aquellos escritos que tanta sangre –ajena en ocasiones-, sudor –ajeno en ocasiones también- y lágrimas –éstas sí, todas suyas. Como buen escritor atormentado aceptaba rápido su papel miserable en relaciones con terceros- había derramado para poder escribir, agachándose para recoger los papeles que no habían sido consumidos por las llamas, mirando dolido a éstos últimos y siquiera sin fijarse en el hombre que había provocado todo aquello.  Fue entonces cuando la ira comenzó a brotar en él y se reflejó como el fuego en sus ojos. Ojos que ahora posaba sobre aquel que osaba jugar con sus escritos tan a la ligera. Sin embargo… no. Éstos debían confundirse. El hombre habría bebido demasiado, se habría excedido fumando opio o quizás los días que llevaba sin dormir o durmiendo a duras penas le estaban afectando ya demasiado, lo suficiente para ver visiones. Visiones que no quería ver por nada del mundo. Como un idiota, se quedó paralizado. Fijo en aquella sombra del pasado que retornaba ahora sin tener en cuenta lo acontecido años atrás. Oh, todo aquello sí que encolerizaba al vampiro. Sus dientes se apretaron unos contra otros y su mandíbula se volvió tan dura como lo hacía su puño. Negó varias veces con la cabeza, asustado, al tiempo que se alejaba, sin querer creer que la visita de Lagash –Lagash, cuanto hacía que no tenía que pensar en ese nombre- era real.

- No, no, no, no… ¡NO! ¿¡Qué haces aquí!? ¡Largo! ¡Lárgate de mi casa!
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Mensaje por Lagash Lun Feb 23, 2015 7:41 am



El fuego se reflejaba en sus ojos. Una mirada de locura, de excitación sin medida. Había pasado siglos durmiendo, y ni siquiera una mera resaca había hecho acto de presencia -y mejor así. O peor, ¿quién sabe?-. Nunca se le había dado bien cantar, de modo que escucharle tararear aquellas antiquísimas canciones era un espectáculo cuanto menos ridículo. Sin contar con su patético baile; pasos sin control, pasos sin coordinación. Y mientras, las hojas volando por toda la habitación, siendo consumidas por las llamas del infierno -que se jodiera. Que aprendiera a escribir. ¿Para esto le había dado el don? ¿Para malgastarlo en historias creadas como un mero entretenimiento hacia hombres gordos embotellados en trajes de satén, pintarrajeados como si de putas se trataran y sus calvas ocultas bajo pelucas que llevaban años sin ser lavadas? Pelucas con vida propia. No como sus mujeres, damas de dudosa reputación, quiénes reían escandalosamente en las butacas del teatro, cuando en verdad no entendían nada de lo que presenciaban. Ah, echaba de menos a Marlowe, lo reconocía... pero más echaba de menos las nuevas obras, el fascinarse por las palabras del que iba a ser el mayor dramaturgo de la Historia-. Se acercó hasta el escritorio de su queridísimo artista, sentándose en su butaca, y posando sus pies sobre la susodicha mesa. Se reclinó, cogiendo algunos de los pocos escritos que quedaban y haciendo una bola con éstos, lanzándolos posteriormente hacia la chimenea -algunos caían de lleno en ésta, consumiéndose poco a poco. Otros, por el contrario, acababan tendidos en el suelo, habiendo burlado la ejecución-. Alcanzó una de las botellas de vino, agitándola con vehemencia y gruñendo por lo bajo al percatarse de que estaba vacía. Completamente vacía. En su interior, ni una sola gota. Enfadado, arrojó ésta contra la pared que tenía delante, provocando que se fragmentara en miles de cristales, todos ellos diferentes entre sí -sus cambios de humor, su estupidez y su demencia senil-. Marlowe, el borracho orgulloso de serlo. Los artistas y esa estúpida manía de ser masoquistas con su propia vida, labrándose un camino hacia la perdición -donde ellos aseguran encontrar la inspiración, donde según ellos viven las musas que buscan con desesperación-. Le gustaba el arte, pero pocas veces sentía un gusto especial por los artistas -había excepciones. Como el inglés, por supuesto. Toda esa extrañeza suya, y el hecho de que se parecían más de lo que estaban dispuestos a admitir... le arrebataba esa escasa razón que le quedaba-.

Y su presencia en la calle. Podía verle, aún sin observarle. El sonido de sus pasos, su aliento acelerado al temerse lo peor -ese aliento que tantas veces había sentido sobre su propia nuca-. Su miedo y su incertidumbre -un alimento mejor que la sangre; a Lagash le daba la vida, su aburrimiento desaparecía. Ese aburrimiento, el peor enemigo de un inmortal como él-. Y, de pronto, la puerta abriéndose con un ensordecedor ruido. Christopher Marlowe, haciendo acto de presencia. Y la peor de las sonrisas -malévola, ladina, y ante todo, divertida-. Le gustaba verle en aquella postura, agachado, a cuatro patas en el suelo. Rió entre dientes, dejando que en esa ocasión su mirada fuera hacia donde más deseara, deleitándose con las vistas tan maravillosas que se alzaban ante su persona. Una vez Marlowe se levantó y comenzó a gritarle, él no pudo por menos soltar una buena carcajada. Ah, Marlowe, Marlowe... después de todo sí que seguía siendo la niña malcriada que tanto recordaba. Una niña consentida, gritona y en ocasiones insoportable. Dio unos golpecitos sobre el escritorio con la yema de sus dedos, incorporándose de la butaca para acabar situado justo delante del escritor.


-Te dije que volvería. Y los letargos a veces se pueden hacer eternos... deberías probar uno, ¿hm? -susurró, dejando que los centímetros entre ambos fueran escasos. El aliento de uno muriendo en el del otro. ¿Lo bueno de la eternidad? Que el joven británico seguía poseyendo aquella magnífica belleza, y sus verdes ojos continuaban tan despiertos, pero a la vez tan deprimentes-. O podríamos dormir los dos juntos, qué diablos... ¿no me has echado de menos?

No, claro que no. Sabía la respuesta antes de plantear la pregunta. Era evidente, si tenemos en cuenta cómo fue su último encuentro -la pelea, los gritos, el odio procesado por el artista y la desesperación haciéndose dueña de su mecenas-. Mas, el tiempo... el tiempo lo cura todo, ¿cierto? Para Lagash era fácil olvidar y pasar página -si no fuera así no habría sobrevivido durante cincuenta siglos-. No obstante, sabía que para otros -otros como Marlowe- el hecho de perdonar, de seguir hacia delante, dejando atrás el pasado era demasiado complicado. Malditas sean las almas en pena.

-Al nacer lloramos porque entramos en este vasto manicomio -estas palabras, el recitar los versos de El rey Lear de Shakespeare, eran la peor de las provocaciones. Sobre todo si le añadimos la siguiente acción de Lagash. Mientras hablaba, mientras pronunciaba aquella frase escrita por el que fue el mayor amor de Marlowe, se dedicaba a juguetear con el lazo anudado en el cuello de éste; a la vez que su mirada se posaba sobre la ajena. Sutil, con delicadeza. Y sin previo aviso; ¿para qué avisar, verdad?; se acercó peligrosamente a sus labios. Atrapó los ajenos entre los suyos propios, como si el escritor fuera su presa, sin ningún tipo de escapatoria. Las manos que antes habían estado sobre el susodicho lazo, revolotearon hasta sus mejillas, sosteniendo su rostro para que así no pudiera huir. Fue rápido, veloz, para así cumplir su propósito sin ningún tipo de inconveniente. Milésimas de segundos que nada tenían que envidiar al interminable letargo del sumerio; una bella durmiente. Se dejaba llevar por sus propios deseos sin preocuparse por los demás, en este caso Christopher; refugiándose en esa supuesta locura. Cuerpo contra cuerpo, y la respiración del eterno tan alterada como antes lo había estado la del escritor, aunque los motivos habían sido bien diferentes. Sus labios moviéndose sin ton ni son, empujando los ajenos en una rabia incontrolable, recreando lo que tantas veces enterrado bajo tierra había representado en su mente. Una bienvenida, un nuevo empezar como Dios, o Enlil, su deidad en tiempos de Mesopotamia, manda. Quiso abrirse paso con su lengua entre aquella sellada boca, pero creyó que sería apostar demasiado, y desde luego sabía cuando retirarse, cuando las cartas en su mano no parecían ser tan buenas como las de su contrincante. Y, ahora, el otro jugador era el amargado de Marlowe. Sus manos desaparecieron de ambos lados de su rostro, dejándole libre no sin antes recrearse por última vez en aquellos labios, esta vez sí, paseando tranquilamente su lengua por ellos. Ya, al fin, se apartó. Esperando lo que se merecía-. Necesitaba una bienvenida agradable, pichón -la burla, su esencia. Combatiendo la soporífera existencia.
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Mensaje por Christopher Marlowe Miér Feb 25, 2015 6:07 pm


Al contrario que el vampiro que se había presentado en su domicilio, a Marlowe no le gustaban los letargos. Los consideraba una forma de huir, propia de un cobarde esperando por tiempos mejores. El escritor, por el contrario, sacaba provecho tanto de la desgracia como de la alegría. No el mismo, desde luego. Sin embargo, poco sería de él si se hubiera dedicado a letarguear como había hecho su compañero. Muchos de sus escritos hubieran quedado atrapados entre los resquicios de su memoria y tarde o temprano, año arriba o año abajo en un letargo constante, se habrían perdido.

Compañero. No existía realmente palabra acorde para describir a Lagash. El regusto del vampiro se volvió tan agrío como los recuerdos que tenía del otro. Aunque…. no. Agridulces, más bien. Pues antes de surgir el odio, era otro el sentimiento que llenaba ambos corazones. De formas muy distintas, eso sí. El dramaturgo sentía un afecto curioso y especial hacia el sumerio, pues éste le hubo dado años atrás más de lo que él nunca hubiera esperado. El desconocido de Marlowe. Ese era él antes de conocer a Lagash. Desde luego que no era desconocido del todo, sólo es una forma de hablar. Tras el reconocido William Shakespeare, su sombra, Christopher Marlowe, siempre estaba presente. O bueno, eso quería pensar él. No sólo sus escritos habían quedado apartados a un lado una vez el escritor más joven se alzara en la batalla de los versos, sino que nadie parecía acordarse ya de él. Ni siquiera el propio Shakespeare. Antaño fiel seguidor de Marlowe, sus escritos y el aroma que desprendían sus sábanas. Lagash, maldito Lagash. Llegó cuando más lo necesitaba. Patrocinó al dramaturgo y lo siguió en todo, besando cada uno de sus escritos como lo besaba a él. Malditos besos, maldito Lagash.

- Esos tiempos ya pasaron. Olvídate de ellos, nunca más –era reacio a pronunciar su nombre. Detestaba el paseo que emprendía su lengua. Desde ese paladeo principal hasta el siseo final que le recordaba al de una serpiente. La serpiente más tentadora de todas, en su caso-. Sal de aquí.

Pocas veces Marlowe se enfrentaba a situaciones tan tensas. O al menos eso pensaba él. Sin embargo, los acontecimientos decían todo lo contrario. Desde que llegara a París había tenido que vérselas con ¿qué? Mujeres lobo que lo miraban con tanto odio como diversión había en los ojos del chupasangre, siervos de Dios empeñados en contradecir sus propias opiniones sobre las representaciones de sus propios escritos –la inocencia del ignorante-, viejas sombras del pasado que parecían sacadas de la más dolorosa de sus obras… y ahora esto. Lagash. Lagash recitando a Shakespeare, Lagash desanudando el lazo en el cuello del escritor, Lagash provocando al hombre –pues no hay sinónimo más acertado cuando el sumerio tienta al inglés. Le hace retrotraerse. Regresar hacia sus instintos más primarios-, y finalmente Lagash besando la tentación misma, haciendo que el odio tienda la mano a la lujuria con tanta facilidad que... ¡Maldito Lagash! pensaba aquel pobre pichón atrapado entre las fauces del lobo malo. Santo Dios, y tan malo… robando de los labios del dramaturgo todo lo que no había obtenido leyendo los versos que ahora el fuego consumía como se consumía el escritor. Que facilidad tenía para hacer lo que quisiera sin atender a nadie ni a nada y aun así… aun así salirse con la suya. Que tonto era Marlowe. No obstante, en aquella ocasión, el hombre se plantó. Decidió no ceder ante los viejos trucos de su viejo amigo –otra palabra que no encaja en su descripción- y optó por propinarle aquello que más se merecía. No, no era un beso, sino un puñetazo. Y no se quedó ahí la cosa. A Lagash parecía hacerle tanta gracia que el vampiro le pegara… se reía en su cara, parecía gozar realmente con ello, y en el fondo así era. Una burla tan provocadora que instó a su contrario a seguir atizándole una y otra vez. Hasta que, casi sin poder respirar, ahogado en un mar de dudas y sensaciones completamente contradictorias, cedió en sus golpes y quiso alejarse del hombre antes de hacer algo que no sabía si podría perdonarse. ¿Matarlo o volver a caer en la turbulenta pasión que parecía amarrarles una época y la siguiente?

Aunque todos sabemos que querer no implica poder. Fue así que Marlowe sujetó por la camisa a aquel hombre al cual despreciaba con todo su ser y lo alzó violentamente del suelo hasta que quedara a su altura, con la pared a sus espaldas. Se recreó en lo que estaba viendo, todavía alterado. De los labios del sumerio se desprendía un hilo de sangre que parecía pronto dejaría de ser hilo para convertirse en río. Sin darse siquiera cuenta, la boca de Marlowe tomó vida propia. Su lengua entró en contacto con la sangre antes mencionada y fueron sus labios los que dieron con el inicio del caudal. Al principio sólo había sido un mero impulso. Sangre delante de él y él hambriento. Después... su hambre contemplaba otros apetitosos manjares que pasaban por saborear los labios del que había sido su creador. Excusas, excusas. Ojalá se hubiese parado un momento para poder realmente deleitarse con los labios ajenos, pero su cabeza ya no era dueña de aquella situación. Sus manos ya no tenían dueño tampoco, habían traicionado al propio Marlowe y ahora propiciaban con más ardor todavía el encuentro entre ambos, no dejando escapar al otro. Hasta su cuerpo se había adelantado, buscando el contacto más cercano posible con el de aquel hombre que tentaba a la suerte tanto como a él. ¿Que ocurrió después? Sólo el escritor lo sabe. Quizás fuera un destello. Un relámpago de lucidez que volvió a dar luz tras aquel cortocircuito. Marlowe sujetó con aspereza el cabello de Lagash, haciendo la fuerza necesaria para que el vampiro alzara el rostro. Ambos separaron entonces sus labios y contuvieron sus alientos. El odio con que el dramaturgo miraba al sumerio por haberle obligado a hacer aquello... el odio que sentía cada vez que tenía que verle, cada vez que volvía a sentirse preso de sus instintos, lo que su propio cuerpo quería hacer con el ajeno, y lo que él en verdad, haciendo acto de cordura debería haber hecho todas esas veces: echar al vampiro...¡Maldito seas, Lugalzagesi!
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Mensaje por Lagash Jue Feb 26, 2015 9:04 am



Marlowe y Lagash eran dos seres muy diferentes. Extraño es que, entre los dos, surgiera una relación de lo más variopinta. Marlowe parecía ser un alma en pena, torturándose por la muerte del que tiempo atrás fue su amante -¿cuánto había pasado ya?-, por el contrario, el sumerio había sido siempre un sobreviviente, y en pocas ocasiones se había dejado arrastrar por la tristeza o la autocompasión -un enemigo más terrible que la propia eternidad-. Si no fuera así, habría decidido perecer bajo los rayos del astro rey hacía mucho tiempo. Los letargos, en su conciencia, no eran más que merecidos descansos. El aburrimiento podía ser mortal -literalmente- para un vampiro como él. Y, en cincuenta siglos, este aburrimiento era más que recurrente. Se asomaba poco a poco, hasta volverse insoportable. Debía reconocer que algunas épocas eran mucho más entretenidas y fascinantes que otras, y la última en la que había vivido -siglo XVI, concretamente en Inglaterra- había perdido todo el encanto que en un primer momento le conquistó. Lo mismo había sucedido con el dramaturgo, aquella fascinación inicial desapareció. Y sin él, sin una motivación lo suficientemente fuerte, ya nada le quedaba en los años isabelinos. Enterrarse era la opción más sensata, y así lo hizo.

Aquel encuentro no era más que una copia. Una más, de todas aquellas veces en las cuáles -tanto Lagash como Marlowe- habían terminado en una situación semejante -bajo las sábanas, ahogados en gemidos sin aparente fin-. La relación entre ellos jamás había sido sincera -sobre todo por parte del sumerio-, y aunque habían gozado de la compañía mutua cuando los dos lo habían perdido absolutamente todo -Lagash en siglos pasados, y el dramaturgo en apenas unos años tras su conversión; mas los dos compartían algo que les atormentaba, cada uno de una forma diferente: el desconocimiento por parte de la sociedad. Dos inmortales que habían sido grandes hombres cuando el sol todavía no les era amenazante, relegados al olvido contra el que tanto habían luchado-, las mentiras terminaron por revelarse, y las consecuencias de éstas también. A Lagash le gustaba Marlowe por la sencilla razón de que era un buen escritor. Por la sencilla razón de que consiguió hacerle más llevadera una época en la que se encontraba perdido. Una amistad, tal vez; pues el sumerio era incapaz de amar tras la pérdida de lo único que verdaderamente llegó a querer alguna vez -aquella mujer, aquellos niños-. Su desaparición terminó con la serenidad del que fue emperador, y su conversión -por mucho que el inglés se lamentara de la suya propia- fue tan terrible que le llevó hasta el inicio de su locura, acentuándose en los años venideros, a la sombra de un impostor, a la sombra de los dioses en los cuales confió.

El rostro de Lagash se antojaba burlón, desafiante. Marlowe le contestó no solo con palabras, sino con unos merecidos golpes. El sumerio no emitió sonido alguno, y simplemente dejó que el inglés se desahogara. Sabía que era necesario, y que debía soportar cada uno de los puñetazos por mucho que deseara devolvérselos. Sus labio partido, y las gotas de sangre amenazando con precipitarse de éste. La gota que colmaba el vaso, ya a punto de desbordarse por los más que evidentes anhelos. Le provocaba incluso sin hacer nada. Impasible, soportó lo que se había ganado a pulso. Y reía, una carcajada tras otra -no se reía del escritor, aunque éste así lo creyera. Eran carcajadas de alegría y sorpresa, al percatarse de que el tiempo no había obrado mal en su querido dramaturgo. No solo su físico se mantenía inalterable-.

La calma, por fin, había llegado. Los oscuros ojos de Lagash se clavaban en la mirada de odio que desprendía Marlowe -y Lagash torció el gesto. Esa maldita mirada, ese desprecio y ese rencor le destrozaban por dentro más que cualquier golpe, aunque no se diera cuenta en aquel preciso instante. Marlowe era lo poco que le había quedado en una vida tan larga como insípida, visto lo visto.  Miles de décadas y volvía a estar como al comienzo, solo y vacío. Con el aliciente, eso sí, de tener a un antiguo amigo odiándole sin aparente perdón-.

Allí, tirado en el suelo, con la sangre todavía caliente paseándose por su barbilla, por su cuello. La sonrisa perpetua al saber en qué pensaba el otro -no le hacía falta hablar para que Lagash fuera capaz de conocer todos sus pensamientos-. No le extrañó que el otro le tomara de la camisa y le pusiera contra la pared para terminar besándole como el sumerio había hecho anteriormente. Los segundos antes del definitivo encuentro, cuando el inglés parecía estar deleitándose ante una obra bien hecha -como si observara uno de aquellos terribles escritos que Lagash había arrojado al fuego-, fueron suficientes para que el más antiguo permitiera que su propia mirada hiciera un viaje desde los ojos ajenos, hasta los labios de éste. ¿Acaso Marlowe creía que él era quien controlaba la situación? Pobre iluso dejándose engatusar. Mientras tanto, el dramaturgo saboreaba las pocas gotas de sangre que todavía permanecían sobre la piel del antiguo. Y, cuando la sangre hacía acto de presencia, la serenidad de Lagash desaparecía por el último de los resquicios -y los recuerdos volvían volátiles, fugaces. Meras ilusiones, tan vagas y borrosas que eran incapaces de ser interpretadas. Sangre y vísceras abriéndose paso entre la mente del sumerio, y la excitación apoderándose de él a una velocidad pasmosa, sin llegar a comprender del todo el motivo, sin hallar respuesta alguna-. Se entregó a cada atención del británico, rodeando el cuello de éste para que así no osara separarse más de lo debido. Su otra mano irrumpía entre los ropajes del escritor -sutil, como si la sutileza fuera necesaria en aquel momento-, recorriendo todo lo que estuviera a su alcance, consintiendo que sus dedos danzaran sobre la piel del poeta, queriendo adentrarse más allá, y que por supuesto el otro hiciera lo propio con el cuerpo del más anciano, abriéndose paso entre sus entrañas. ¿Y aquello que sonaba roncamente en la garganta del sumerio eran ásperos gemidos? No era difícil, después de todo, hacerle gemir con tan solo unos pocos tocamientos y una boca que parecía querer engullirlo para así acabar con cualquiera futura tentación -tan ridículo era, tan sencillo complacerle-. El cuerpo de Lagash ya no soportaba más la espera, y mientras su lengua se hundía en la boca ajena y se perdía recorriendo la cavidad de ésta; una de sus piernas se adentraba entre las del otro, logrando que la separación entre ambos hombres se desvaneciera. No obstante, en medio de aquel cúmulo de estímulos, el otro decidió detenerse. Un tirón de cabello y un nuevo jadeo. Su rostro alzado y volviendo a la realidad -si es que aquello era la realidad realmente, ya no sabía ni dónde diablos estaba, ni qué había ido a hacer allí-. Las miradas otra vez se encontraron, y el odio que desprendían los verdosos ojos del inglés molestaron sobremanera al otro vampiro.


-¿Me odias, cierto? -susurró sobre sus labios. Una pregunta retórica, ya que solo con indagar en su mente era conocedor de la respuesta-. Supongo que eso es mejor que la indiferencia -y dicho esto, la mano que anteriormente había estado rodeando su cuello, se precipitó hacia el pecho del británico, recorriendo éste de arriba abajo; todavía sobre sus ropajes; apeteciéndole arañar todo lo que posteriormente quedara descubierto, hasta que llegó al límite que quizá no debía sobrepasar. Mas era Lagash, y a Lagash siempre le gustaba arriesgarse. Sonrió complacido cuando se percató, gracias a su suave tacto, de lo mucho que el otro parecía estar disfrutando con el encuentro de ambos. Una caricia tras otra. Y no tardó en hacerse notar él mismo, al rejuntar los ardientes cuerpos, perdiendo la frialdad tan propia en su especie. Dame lo que deseo, como si fuera una orden que debía ser consumada sino quería enfrentarse a las consecuencias de una retirada. Él, egoísta y avaro, tomó entre sus dedos lo que más codiciaba, ya sin ningún tipo de tela entremedias. Irrumpiendo de lleno en la fogosidad ajena, comenzando con los movimientos que les llevarían hacia el éxtasis. Un restriego tras otro, y su lengua deseando acercarse a su cuello. Unos colmillos coqueteando sobre la piel del dramaturgo, acompañados de suspiros desacompasados; siendo capaz de oler la sangre borboteando en el interior de aquellas venas que clamaban por ser reventadas.

Teniendo en cuenta en lo que parecía haberse basado los vínculos del pasado, no era extraño que terminaran así. Intentando devorarse el uno al otro, infestados de furia y cólera; dejando que éstas se apoderan de sus cuerpos y razón, dando rienda suelta a aquellos instintos tan básicos -sin ni siquiera intentar combatirlos-.  
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Mensaje por Christopher Marlowe Vie Mar 06, 2015 8:51 pm


¿Me odias, cierto? ¿Odiarle? Claro que le odiaba. Convertía al vampiro en el mayor hipócrita de todos siempre que se veían. Convencido éste de los terribles sentimientos que sentía hacia el otro -dado el pasado que compartían- y traicionándose a sí mismo dejando que su cuerpo y su ansia animal actuaran por él. Marlowe era capaz de persuadir a cualquier persona. Iba implícito en su forma de ser –parte también de su condición de condenado-. No concebía como su poder flaqueaba frente a Lagash. Estaba seguro de que su subconsciente era el causante de tal manipulación, impidiendo que éste se deshiciera del otro, simplemente por la necesidad latente de poseerle o ser poseído por él. Aquello le hacía sentirse encadenado, encadenado a alguien a quien despreciaba, un mentiroso, un bastardo traidor que hubo convencido al escritor de sus buenas intenciones cuando aún no se conocían y que acabó seduciendo a éste y complicando su existencia por amarga diversión.

Le odiaba, claro que le odiaba. Había mantenido oculta la naturaleza de su primer encuentro, cuando el sumerio mordiera a Marlowe y condenara su vida. Una vida inmortal, ¿qué mayor castigo? Ver morir a su amado Will y tener que vivir con un recuerdo que ya nunca regresaría. Lagash no fue más que el instigador de la locura del dramaturgo, instando éste al bardo para que prolongara su existencia y así poder compartirla con Marlowe. Si Lagash no le hubiera convertido en aquello, él nunca hubiera tenido que rogar por la conversión del otro y la discusión que finalizó –una vez más- su relación, no se hubiera cobrado la vida de Shakespeare en un bar de mala muerte. ¡Claro que le odiaba! William Shakespeare, su mayor amor, un amor cuyo eco le perseguiría a lo largo de los años… había muerto por su culpa. ¿Cómo no podía odiarle? Y más se odiaba a si mismo por sentir tal cantidad de sentimientos encontrados. Le despreciaba tanto como le deseaba. Su lengua bailaba ansiosa dentro de su boca cada vez que tenía que paladear la siguiente sílaba de la próxima palabra con la que tacharía a Lagash, una tras otra, y como bailaba también ésta dentro de la boca ajena… De igual forma, sus puños avanzaban en pos de su cara como hiciera en más de una ocasión éste dentro del sumerio, en este caso, en busca del éxtasis de ambos. Aquello era ya un callejón sin salida y ¿para qué engañarnos? Cuando Marlowe se molestaba en buscar un hueco por donde escapar, Lagash siempre le mostraba otro que tentaba sobremanera a éste.

El aliento del vampiro arremetía violentamente sobre el rostro de su contrario. Su puño derecho, aquel que se cerraba en derredor del cabello ajeno comenzó, guiado por la furia, a endurecerse, de igual forma que el propio Marlowe cuando Lagash irrumpió en territorio enemigo cogiendo lo que -por derecho- le pertenecía. El dramaturgo cerró los ojos durante un segundo, se relamió  y a continuación no pudo evitar morderse el labio inferior, cayendo poco a poco en aquella espiral lujuriosa que el sumerio le prometía. Apretaba los dientes, pero los gemidos escapaban de su boca mientras la mano de Lagash se regodeaba en lo que hacía. Una, otra y otra vez. Tomando aquel trabajo con el ansia propia del momento.
La situación superaba a Marlowe. Abrió los ojos, pero su mirada ya se encontraba perdida, diciéndole a Lagash sin mover la boca lo bien que estaba haciendo su trabajo, la profesionalidad de su mano, diestra en esta clase de quehaceres como bien recordaba el dramaturgo. Bajó la mirada. Aquello era digno de espectáculo, ¿qué menos que mirar? Lo superlativo que se había vuelto su miembro viril en contacto con aquel demonio con cara de idiota y actitud de niño mal criado que tomaba lo que quería y a quien quería. En este caso a Christopher Marlowe. Éste se sentía como otro de sus juegos, pues cuántos a lo largo de la historia habrían caído en sus manos, cuántos habrían sucumbido a sus provocaciones, cuántos habrían perdido el norte en la sonrisa pícara del rey sin corona Lugalzagesi. ¡Oh, ese nombre! Lo había pronunciado en más de una ocasión -casi siempre a gritos-: mordiendo la sábana, mordiendo la espalda de su contrario, o incluso atusando la cabeza de éste en busca de un último momento de placer dentro de su boca. ¿Qué hacer ahora? ¿Parar o seguir? ¿Y cómo podía seguir dadas las circunstancias?
Posó su otra mano sobre la ajena, aquella que no tiraba del pelo del sumerio, guiando los movimientos de éste de una forma más suave, mirándolo –esta vez si- a los ojos y señalando como debía hacerlo si quería tentar más al escritor. Al poco se acercó, rodeó los labios ajenos con los suyos y éstos quedaron presos del fuego que más adelante consumiría a ambos. Aquella era la línea y Marlowe ya la había atravesado. Abandone toda esperanza quien entre aquí amenazaba Dante a las puertas del Infierno y, desde luego, llegados a este punto, Marlowe ya había perdido toda esperanza de imponerse frente al destino inevitable de aquella noche. Después de aquello, el escritor sólo buscaba una resolución similar a las que se habían dado anteriormente con Lagash.
Sus besos le daban las gracias por la mano prestada y los suspiros que cortaban éstos denunciaban que pronto debería para si no quería que aquello llegara a su fin antes de lo debido. Es así que Marlowe paró en seco al vampiro durante unos momentos, pero cuando comenzó a besar su cuello, los movimientos volvieron. Las manos del escritor recorrieron el cuerpo ajeno como un poeta recorría cada verso. Lo hizo después con su lengua, lentamente y disfrutando de cada sílaba, de cada rincón. Su mano comenzó a desabrochar el pantalón del otro, palpando la aceptación de Lagash ante aquello que acontecería. Aquel viejo amigo que había tenido frente a él tantas veces, al que había saboreado y con el que había jugueteado. Aquel amigo volvía a estar entre sus manos.

Un largo tiempo se sucedió mientras aquellos amigos se saludaron el uno al otro -Marlowe a Lagash. Lagash a Marlowe-, haciendo su curioso apretón interminable, pues realmente se complacían mucho de volver a verse y querían regodearse en ello.
El dramaturgo buscaba alargar aquello y al mismo tiempo guiar a Lagash hacia su camastro,  sentir su palpitante entusiasmo en la boca, oír rogando al rey destronado que por favor le hiciera suyo… un sinfín de cosas atacaban sin tregua la imaginación del más joven de los dos. Ay, los gemidos del sumerio…. como ensordecían muchas veces a Marlowe, potenciando su éxtasis de aquella forma inesperada y éste bien los echaba de menos. Sólo podía pensar en las experiencias pasadas y en cuanto deseaba volver a repetirlas una y otra vez. Encima, debajo, hincándose de rodillas… incluso a distancia, dándose cada uno a sus quehaceres corporales mientras observaban al otro hacer lo mismo. La perversión de ambos no conocía fin, así como su atracción por el otro.

Separó sus labios de los de Lagash y le miró. Su mirada decía: Haz lo que quieras conmigo, pero házmelo ya.
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