AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Innata insolencia {Viktor A. Yusupov & Shira von Krüst}
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Innata insolencia {Viktor A. Yusupov & Shira von Krüst}
- Entonces, ¿la baronesa von Krüst ha venido a París? – la voz se alzó sobre una considerable cantidad de fuentes repletas de comida, al tiempo que la mano de su propietario hacía el ademán de alcanzar el último bollo dispuesto en una de ellas. Pensándose mejor su acción, viró su extremidad para alcanzar el tenedor y hacerse con la pieza con esta herramienta.
- En efecto. Nuestra querida baronesa se encuentra en la ciudad – le contestó su compañero, que seguía todos sus movimientos mientras, de vez en cuando, dirigía sus dedos hacia su mostacho, como si pretendiera volver a colocar unos vellos que en ningún momento se habían desviado de la posición que debían mantener -. Llegó hará un par de días. Asuntos de negocios, he escuchado – añadió, adelantándose a responder una pregunta que se quedó atascada en los labios del joven rubio frente a él -. Iré a hacerle una visita hoy. Ahora, si me disculpa, debo retirarme para prepararme.
Viktor Yusupov, el hombre que se levantaba en esos momentos, no terminaba de soportar a su primo. Aún no tenía claro por qué había aceptado que le acompañara en aquel viaje al casi otro extremo de Europa. Las opciones de que fuera a causa del miedo a la soledad o a tener un recuerdo de su tierra natal pasaban por su mente, pero rápidamente eran descartadas a razón de lo ridículas que resultaban. Por lo tanto, la incógnita seguía rondando por su mente al tiempo que subía con tranquilidad las escaleras que llevaban a las habitaciones.
Aquella era una calurosa mañana estival y la temperatura se notaba en cada rincón de la ciudad. Y el palacio que ocupaba aquel varón no era una excepción. Tanto era así que, según se hallaba desvistiendo para procurarse un atuendo más presentable, tuvo la tentación de volver a hacer llenar con agua fría la bañera que ya había utilizado horas antes. Pero se resistió, no tenía tiempo para complacer su capricho. Tras abrocharse el chaleco y el abrigo y olvidarse casualmente el asfixiante pañuelo que debía dar incontables vueltas al cuello, se dirigió directo al patio delantero de la residencia, donde, como era de esperar, el cochero ya se encontraba aguardándole.
- Por Saint-Honore, hasta la altura de la Place Vendôme - ordenó en un francés tan perfecto que nadie hubiera podido adivinar que, tan sólo media hora antes, se encontraba demostrando su soltura con el ruso. Esto era debido no sólo al origen galo de su madre, sino también a que entre la nobleza de Rusia tendía a usarse más este idioma latino que el propio del país. No hicieron falta más palabras, pues, según el señor entró en la caja lacada en negro, el chasquido del látigo precedió al traqueteo de las ruedas.
Durante el camino no prestó mucha atención a lo que sucedía al otro lado de las cortinas. Ya sabía bien la miseria que iba a encontrarse y el rechazar a mendigos y huérfanos una y otra vez había acabado por hastiarle. Mejor era dedicarse a recorrer el bordado en seda del interior del carruaje mientras sus pensamientos se perdían por cualquier derrotero que se les antojase. Sin embargo, este trayecto no fue excesivamente largo, no llegando la manilla larga a superar un cuarto del reloj, y pronto volvió a verse libre en aquella gran cale de París, que seguía el recorrido del Sena algo tierra adentro y pasaba cerca de los palacios reales de la ciudad.
Frunciendo los labios para mover el bigote, observó alrededor, tanto en busca del local que le habían recomendado, como de la ya mencionada baronesa. No vio indicios de la segunda, pero, respecto a su primer objetivo, no había pérdida alguna: hacía esquina con la corta calle que se adentraba hacia esa plaza presidida por la estatua de Luis XIV. Sin mayor preámbulo, se dirigió hacia el local. Una aguda campanilla tintineó alertando al recepcionista de que un nuevo cliente acababa de atravesar la puerta, como si no fuera visible a simple vista, y rápidamente apareció un muchacho de buen ver, con unos agrisados ojos y la sonrisa más amable que pudiera ofrecer.
- Buenas tardes, señor, ¿en qué le puedo servir? - preguntó en un cordial tono.
- Hace unas semanas hicieron una reserva. Una mesa para dos, a nombre del duque de Elbeuf.
- Por supuesto, Monsieur le Duc. Acompáñeme – el joven ni siquiera se había molestado en revisar que la información fuese veraz, pero, desde luego, Viktor no iba a hacer comentario alguno.
El lugar que le habían asignado era justo al lado de uno de los ventanales, por lo que la iluminación era apropiada y natural, al contrario que otras mesas que debían subsistir con las lámparas generosamente repartidas por la estancia. Sin embargo, un toldo les protegía de ser expuestos directamente a los rayos del sol, por lo que estaba claro que era uno de los mejores asientos del local. Tras acomodarse en la silla acolchada, Viktor se dirigió al camarero.
- Esperaré a que llegue mi acompañante. Puede retirarse - se deshizo de la incómoda presencia con un ligero movimiento de mano antes de sacar su reloj de bolsillo. Acababa de pasar un minuto de la hora acordada, lo cual le hizo sonreír. ”Tan impuntual como siempre. Nunca cambiará.” Pensó con satisfacción, ya que la verdad era que no deseaba que alguna vez llegara a cambiar.
- En efecto. Nuestra querida baronesa se encuentra en la ciudad – le contestó su compañero, que seguía todos sus movimientos mientras, de vez en cuando, dirigía sus dedos hacia su mostacho, como si pretendiera volver a colocar unos vellos que en ningún momento se habían desviado de la posición que debían mantener -. Llegó hará un par de días. Asuntos de negocios, he escuchado – añadió, adelantándose a responder una pregunta que se quedó atascada en los labios del joven rubio frente a él -. Iré a hacerle una visita hoy. Ahora, si me disculpa, debo retirarme para prepararme.
Viktor Yusupov, el hombre que se levantaba en esos momentos, no terminaba de soportar a su primo. Aún no tenía claro por qué había aceptado que le acompañara en aquel viaje al casi otro extremo de Europa. Las opciones de que fuera a causa del miedo a la soledad o a tener un recuerdo de su tierra natal pasaban por su mente, pero rápidamente eran descartadas a razón de lo ridículas que resultaban. Por lo tanto, la incógnita seguía rondando por su mente al tiempo que subía con tranquilidad las escaleras que llevaban a las habitaciones.
Aquella era una calurosa mañana estival y la temperatura se notaba en cada rincón de la ciudad. Y el palacio que ocupaba aquel varón no era una excepción. Tanto era así que, según se hallaba desvistiendo para procurarse un atuendo más presentable, tuvo la tentación de volver a hacer llenar con agua fría la bañera que ya había utilizado horas antes. Pero se resistió, no tenía tiempo para complacer su capricho. Tras abrocharse el chaleco y el abrigo y olvidarse casualmente el asfixiante pañuelo que debía dar incontables vueltas al cuello, se dirigió directo al patio delantero de la residencia, donde, como era de esperar, el cochero ya se encontraba aguardándole.
- Por Saint-Honore, hasta la altura de la Place Vendôme - ordenó en un francés tan perfecto que nadie hubiera podido adivinar que, tan sólo media hora antes, se encontraba demostrando su soltura con el ruso. Esto era debido no sólo al origen galo de su madre, sino también a que entre la nobleza de Rusia tendía a usarse más este idioma latino que el propio del país. No hicieron falta más palabras, pues, según el señor entró en la caja lacada en negro, el chasquido del látigo precedió al traqueteo de las ruedas.
Durante el camino no prestó mucha atención a lo que sucedía al otro lado de las cortinas. Ya sabía bien la miseria que iba a encontrarse y el rechazar a mendigos y huérfanos una y otra vez había acabado por hastiarle. Mejor era dedicarse a recorrer el bordado en seda del interior del carruaje mientras sus pensamientos se perdían por cualquier derrotero que se les antojase. Sin embargo, este trayecto no fue excesivamente largo, no llegando la manilla larga a superar un cuarto del reloj, y pronto volvió a verse libre en aquella gran cale de París, que seguía el recorrido del Sena algo tierra adentro y pasaba cerca de los palacios reales de la ciudad.
Frunciendo los labios para mover el bigote, observó alrededor, tanto en busca del local que le habían recomendado, como de la ya mencionada baronesa. No vio indicios de la segunda, pero, respecto a su primer objetivo, no había pérdida alguna: hacía esquina con la corta calle que se adentraba hacia esa plaza presidida por la estatua de Luis XIV. Sin mayor preámbulo, se dirigió hacia el local. Una aguda campanilla tintineó alertando al recepcionista de que un nuevo cliente acababa de atravesar la puerta, como si no fuera visible a simple vista, y rápidamente apareció un muchacho de buen ver, con unos agrisados ojos y la sonrisa más amable que pudiera ofrecer.
- Buenas tardes, señor, ¿en qué le puedo servir? - preguntó en un cordial tono.
- Hace unas semanas hicieron una reserva. Una mesa para dos, a nombre del duque de Elbeuf.
- Por supuesto, Monsieur le Duc. Acompáñeme – el joven ni siquiera se había molestado en revisar que la información fuese veraz, pero, desde luego, Viktor no iba a hacer comentario alguno.
El lugar que le habían asignado era justo al lado de uno de los ventanales, por lo que la iluminación era apropiada y natural, al contrario que otras mesas que debían subsistir con las lámparas generosamente repartidas por la estancia. Sin embargo, un toldo les protegía de ser expuestos directamente a los rayos del sol, por lo que estaba claro que era uno de los mejores asientos del local. Tras acomodarse en la silla acolchada, Viktor se dirigió al camarero.
- Esperaré a que llegue mi acompañante. Puede retirarse - se deshizo de la incómoda presencia con un ligero movimiento de mano antes de sacar su reloj de bolsillo. Acababa de pasar un minuto de la hora acordada, lo cual le hizo sonreír. ”Tan impuntual como siempre. Nunca cambiará.” Pensó con satisfacción, ya que la verdad era que no deseaba que alguna vez llegara a cambiar.
Última edición por Viktor A. Yusupov el Dom Jul 12, 2015 2:43 pm, editado 5 veces
Viktor A. Yusupov- Hechicero/Realeza
- Mensajes : 9
Fecha de inscripción : 23/06/2015
Re: Innata insolencia {Viktor A. Yusupov & Shira von Krüst}
No pienso ceder ni un franco con esos hijos de…-miro alrededor de aquella mesa en la que estaban reunidos varios empleados al mando de diferentes secciones de su negocio, y cortó sus palabras al ver a un par de mujeres entrar para servir o más vino, o más café o lo que se les antojasen a esos chupaculos que solo miraban por ellos mismos.-Señoritas… buenos días.-Recompuso su figura sentándose de nuevo en su silla, ya que el golpe en la mesa la había hecho levantarse, intentando imponerse a esos hombres.
Cerró un segundo los ojos mientras se desataba un par de botones de aquella camisa blanca y quitándose aquel chaleco negro que ese día había decidido ponerse. No es que le gustase ir siempre formal pero había acordado una cita con el Duque de Elbeuf, Vikctor… un compatriota suyo que anidaba en Francia desde hacía tiempo y que habían acordado una cita en un renombrado café parisino.
Bien caballeros, esto está empezando a tocarme las pelotas que yo no tengo y que ustedes no paran de rascarse-Shira no tenía ningún tipo de problema en ser mal hablada en cuestiones así, parecía que tenía al mando unos cuantos burros y solo la harían caso si les mostraba una zanahoria… pues esto es lo mismo, cuanto más dura… mejor se trabaja, los hombres deberían estar de acuerdo con ello.-Si mi querido padre os ha ordenado que me lo pongáis difícil, ya podéis ir poniendo el culo en el barrio rojo porque ahora mismo os despediré a todos.-Cruzó sus dedos y apoyó sus antebrazos en aquella madera donde varios papeles estaban desperdigados.-He conseguido que esta empresa saliera adelante, y no voy a consentir que alguien lo arruine, y por ese alguien me refiero a mi padre.-Cogió aire y sonrió ampliamente.- por lo que vais a hacer lo que yo os pida sin rechistar…-Miró a su derecha donde su abogado estaba apuntando todo siendo testigo de cada palabra.- Tengo una cita y ya llego tarde, si no se portan bien… meales en la cara o dales con un látigo, pero que no vendan sin mi permiso.-Después de aquel comentario se levantó colocándose de nuevo el chaleco y la camisa agarrando de un perchero la americana la cual se ató.-Señores… tenemos buenos materiales, tenemos buenas reservas… y sobre todo, tenemos personas en las canteras que dependen de como vendamos su esfuerzo… hagamos nuestro trabajo y vendamos como buenos rusos.-Abrió aquella puerta de madera y salió sin decir más.
Shira…-siguió la voz que la nombraba y se encontró con una de esas muchachas que había entrado antes a servir. En público no dejaba que la llamasen por su nombre pero en privado las había metido en la cabeza que no l tratasen diferente- Llegas tarde… de nuevo-La chica castaña agacho levemente la cabeza algo avergonzada pero a Shira aquello solo la hizo gracia.-Lo se Sofía… y seguro que el duque también lo sabe.-Levantó su mentón y la guiño un ojo antes de salir corriendo de aquel lugar.
Perdón, disculpe…-Tenía que llegar hasta su calesa pero parecía que se habían puesto de acuerdo medio parís para salir todo a esa hora.- ¡TENGO LEPRA POR EL AMOR DE DIOS DEJEN PASO!-Hizo magia ya que con decir eso, abrió las aguas como Moises y pudo llegar a su destino, diciendo la dirección mientras no podía parar de reír.
Cuando miró por la ventana y se dio cuenta que ya estaba cerca de su destino, de nuevo se colocó la ropa y su propio pelo corto. Dando las gracias salió de aquel cubículo para dirigirse, a paso ligero, al local donde se habían citado.
Shira Von Krüst, tengo una mesa con el Duque de Elbeuf.-después del típico saludo y la correspondiente señal de que le siguiera, Shira se plantó frente aquel hombre el cual atusaba su gran bigote.-Siento el retraso… a veces los hombres sois demasiado cabezotas. -Sonríe ampliamente y estira su mano para estrechar su mano.- Pero mejor tarde que nunca… ¿no cree?
Cerró un segundo los ojos mientras se desataba un par de botones de aquella camisa blanca y quitándose aquel chaleco negro que ese día había decidido ponerse. No es que le gustase ir siempre formal pero había acordado una cita con el Duque de Elbeuf, Vikctor… un compatriota suyo que anidaba en Francia desde hacía tiempo y que habían acordado una cita en un renombrado café parisino.
Bien caballeros, esto está empezando a tocarme las pelotas que yo no tengo y que ustedes no paran de rascarse-Shira no tenía ningún tipo de problema en ser mal hablada en cuestiones así, parecía que tenía al mando unos cuantos burros y solo la harían caso si les mostraba una zanahoria… pues esto es lo mismo, cuanto más dura… mejor se trabaja, los hombres deberían estar de acuerdo con ello.-Si mi querido padre os ha ordenado que me lo pongáis difícil, ya podéis ir poniendo el culo en el barrio rojo porque ahora mismo os despediré a todos.-Cruzó sus dedos y apoyó sus antebrazos en aquella madera donde varios papeles estaban desperdigados.-He conseguido que esta empresa saliera adelante, y no voy a consentir que alguien lo arruine, y por ese alguien me refiero a mi padre.-Cogió aire y sonrió ampliamente.- por lo que vais a hacer lo que yo os pida sin rechistar…-Miró a su derecha donde su abogado estaba apuntando todo siendo testigo de cada palabra.- Tengo una cita y ya llego tarde, si no se portan bien… meales en la cara o dales con un látigo, pero que no vendan sin mi permiso.-Después de aquel comentario se levantó colocándose de nuevo el chaleco y la camisa agarrando de un perchero la americana la cual se ató.-Señores… tenemos buenos materiales, tenemos buenas reservas… y sobre todo, tenemos personas en las canteras que dependen de como vendamos su esfuerzo… hagamos nuestro trabajo y vendamos como buenos rusos.-Abrió aquella puerta de madera y salió sin decir más.
Shira…-siguió la voz que la nombraba y se encontró con una de esas muchachas que había entrado antes a servir. En público no dejaba que la llamasen por su nombre pero en privado las había metido en la cabeza que no l tratasen diferente- Llegas tarde… de nuevo-La chica castaña agacho levemente la cabeza algo avergonzada pero a Shira aquello solo la hizo gracia.-Lo se Sofía… y seguro que el duque también lo sabe.-Levantó su mentón y la guiño un ojo antes de salir corriendo de aquel lugar.
Perdón, disculpe…-Tenía que llegar hasta su calesa pero parecía que se habían puesto de acuerdo medio parís para salir todo a esa hora.- ¡TENGO LEPRA POR EL AMOR DE DIOS DEJEN PASO!-Hizo magia ya que con decir eso, abrió las aguas como Moises y pudo llegar a su destino, diciendo la dirección mientras no podía parar de reír.
Cuando miró por la ventana y se dio cuenta que ya estaba cerca de su destino, de nuevo se colocó la ropa y su propio pelo corto. Dando las gracias salió de aquel cubículo para dirigirse, a paso ligero, al local donde se habían citado.
Shira Von Krüst, tengo una mesa con el Duque de Elbeuf.-después del típico saludo y la correspondiente señal de que le siguiera, Shira se plantó frente aquel hombre el cual atusaba su gran bigote.-Siento el retraso… a veces los hombres sois demasiado cabezotas. -Sonríe ampliamente y estira su mano para estrechar su mano.- Pero mejor tarde que nunca… ¿no cree?
Shira Von Krust- Realeza Rusa
- Mensajes : 19
Fecha de inscripción : 22/06/2015
Edad : 33
Localización : París
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: Innata insolencia {Viktor A. Yusupov & Shira von Krüst}
En lo que venía y no llegaba la señorita von Krüst, el duque bien se afanaba en buscar rastro de suciedad en sus impolutas uñas, bien se entretenía observando el ir y venir de los viendantes. Reconocía a alguno de ellos, quizás al viejo marqués de ”vayaustedasaber” codeándose con inexpertos pipiolos o quizás a la vizcondesa de otro de aquella larga lista de títulos sin importancia acompañando a su sobrina, posiblemente a probar alguno de aquellos caros y exóticos perfumes, los cuales acabaría rechazando, claramente no por ser de su agrado y desde luego no porque no se pudiera permitir el elevado coste. En definitiva, a una larga sucesión de personajes, de los cuales ninguno era la persona a la que se hallaba esperando.
A pesar de presentar un temple paciente, especialmente al aguardar resultados, lo cual era fruto de una crianza basada en la diplomacia, la verdad era que no le agradaba que cualquiera se retrasase en un encuentro con él, llegando a considerar el retraso como una ofensa. No sucedía así con aquella. Aunque en alguna ocasión se pudiera haber tomado a mal su impuntualidad, había llegado a comprender que tan sólo era una consecuencia más de su desenfadada tal que fuerte personalidad. Por tanto, lo aceptaba como un mal menor.
Pero al fin apareció. Y, como no podía ser de otra manera, su presencia dio lugar a una serie de cuchicheos generalizados por la estancia. Quizás ella no se percatara de ello, ya acostumbrada, y por eso a él le haría tanta gracia cómo se paseaba sin vergüenza o recato por entre aquellos afectados que se alarmaban al ver a una mujer vestida como hombre. Un apuesto hombre. Y por ello, a Viktor le divertía que aquellos aristócratas en el fondo temiesen que sus aparentemente castas y no siempre tan recatadas hijas se enamoraran de otra mujer. “Imbéciles” era todo lo que podía responderles en su mente mientras mostraba una sonrisa.
- ¡Mire usted! ¡La señora baronesa! Ya comenzaba a creer que mi humilde figura no era digna de ser objeto de su atención – dramatizó en exceso mientras él, que sí acostumbraba a guardar un mínimo de formas, se ponía en pie para recibirla -. Por favor, tome asiento – alargó su mano para indicar la silla frente a él antes de regresar inmediatamente a adoptar la misma postura que había adoptado primeramente. No fue a mover el asiento para facilitarle la para una mujer extenuante labor de arrastrarlo por el entarimado, como hubiera resultado cortés, por saber perfectamente que ella lo habría considerado como una ofensa - ¿Usted cree que somos cabezotas? ¿No será acaso que debemos mostrar tenacidad y resistencia ante los atolondrados desvaríos de las mujeres? – bromeó él para a continuación hacer señas al mismo mozo que le había atendido al llegar. Le escogió a él con fin de disfrutar un poco más aquella servicial mirada – Un café, solo y con un chorrito de whiskey. No demasiado – especificó clavando sus ojos directamente en los bonitos contrarios, pero con una expresión más agresiva o soberbia que seductora. Aguardó entonces a que su acompañase pidiera y, en cuando les dejaron de nuevo solos, volvió a hablar -. Pero cuénteme cómo le ha ido el viaje y qué asuntos le traen al otro lado de Europa. Estoy seguro de que no es una historia de amor lo que le ha arrastrado hasta aquí, ¿o es que el hombre cabezota al que se refería antes era un galán por el que ha perdido la cabeza? – le inquirió, consciente de antemano cuál iba a ser la respuesta. Era un secreto a voces, o al menos un rumor demasiado extendido, el referente a las preferencias sexuales de la baronesa. Y, por lo que conocía de ella, él no podía sino dar por cierta hasta la última palabra de aquellos chismorreos. O, bueno, de casi todos.
A pesar de presentar un temple paciente, especialmente al aguardar resultados, lo cual era fruto de una crianza basada en la diplomacia, la verdad era que no le agradaba que cualquiera se retrasase en un encuentro con él, llegando a considerar el retraso como una ofensa. No sucedía así con aquella. Aunque en alguna ocasión se pudiera haber tomado a mal su impuntualidad, había llegado a comprender que tan sólo era una consecuencia más de su desenfadada tal que fuerte personalidad. Por tanto, lo aceptaba como un mal menor.
Pero al fin apareció. Y, como no podía ser de otra manera, su presencia dio lugar a una serie de cuchicheos generalizados por la estancia. Quizás ella no se percatara de ello, ya acostumbrada, y por eso a él le haría tanta gracia cómo se paseaba sin vergüenza o recato por entre aquellos afectados que se alarmaban al ver a una mujer vestida como hombre. Un apuesto hombre. Y por ello, a Viktor le divertía que aquellos aristócratas en el fondo temiesen que sus aparentemente castas y no siempre tan recatadas hijas se enamoraran de otra mujer. “Imbéciles” era todo lo que podía responderles en su mente mientras mostraba una sonrisa.
- ¡Mire usted! ¡La señora baronesa! Ya comenzaba a creer que mi humilde figura no era digna de ser objeto de su atención – dramatizó en exceso mientras él, que sí acostumbraba a guardar un mínimo de formas, se ponía en pie para recibirla -. Por favor, tome asiento – alargó su mano para indicar la silla frente a él antes de regresar inmediatamente a adoptar la misma postura que había adoptado primeramente. No fue a mover el asiento para facilitarle la para una mujer extenuante labor de arrastrarlo por el entarimado, como hubiera resultado cortés, por saber perfectamente que ella lo habría considerado como una ofensa - ¿Usted cree que somos cabezotas? ¿No será acaso que debemos mostrar tenacidad y resistencia ante los atolondrados desvaríos de las mujeres? – bromeó él para a continuación hacer señas al mismo mozo que le había atendido al llegar. Le escogió a él con fin de disfrutar un poco más aquella servicial mirada – Un café, solo y con un chorrito de whiskey. No demasiado – especificó clavando sus ojos directamente en los bonitos contrarios, pero con una expresión más agresiva o soberbia que seductora. Aguardó entonces a que su acompañase pidiera y, en cuando les dejaron de nuevo solos, volvió a hablar -. Pero cuénteme cómo le ha ido el viaje y qué asuntos le traen al otro lado de Europa. Estoy seguro de que no es una historia de amor lo que le ha arrastrado hasta aquí, ¿o es que el hombre cabezota al que se refería antes era un galán por el que ha perdido la cabeza? – le inquirió, consciente de antemano cuál iba a ser la respuesta. Era un secreto a voces, o al menos un rumor demasiado extendido, el referente a las preferencias sexuales de la baronesa. Y, por lo que conocía de ella, él no podía sino dar por cierta hasta la última palabra de aquellos chismorreos. O, bueno, de casi todos.
Viktor A. Yusupov- Hechicero/Realeza
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