Viktor A. Yusupov

♠ Nombre: Viktor Aleksandr Nikolaievich Yusupov

♠ Edad: 27

♠ Especie: Humano-Hechicero

♠ Tipo, Clase Social o Cargo: Nobleza

♠ Orientación Sexual: Bisexual

♠ Lugar de Origen: San Petersburgo, Imperio ruso

♠ Habilidades: Premonición, Alteración de la apariencia, [Poder a descubrir]*¹

Viktor es alguien que, aunque sea en cierta medida correcto, muchos podrían achacar una falta de saber comportarse en sociedad. No es que falte directamente el respeto a nadie o que de sus labios salgan palabras soeces, pero tampoco es alguien que guste de complacer a los demás, a menos que saque provecho de ello. Su forma de ser podría ser interpretada en cierta medida hostil, aunque disfrazada por unos buenos modales, y, pese a que esto podría sugerir una antipatía por el resto de sus congéneres, lo cierto es que no es así. Disfruta de la compañía, aunque tienda a mantener ciertos aires de superioridad.

Sin embargo, esa media frivolidad e hipocresía se mantiene debido al escape que le proporciona uno de sus dones. De joven descubrió su habilidad para, temporalmente, trastocar su apariencia y, sacando provecho de ello, comenzó a recorrer San Petersburgo anónimamente para liberar aquellos instintos a los que, como él, como noble, no podía dar rienda suelta. Tal práctica terminó por convertirse en un hábito.

No cree en Dios, como bien le enseñara su abuela, aunque, por supuesto, acude a los oficios religiosamente por guardar las apariencias y, si alguien le preguntara, se trata de un devoto. Por lo demás, su moral se basa en sí mismo, ya que su fondo es egoísta, disfrutando de manipular a los demás para su propio beneficio.

Aquel día en San Petersburgo, el sol brillaba de radiante manera para iluminar el camino de sus ciudadanos. Los viandantes sonreían bajo el rejuvenecedor roce de sus haces, al tiempo que las doncellas tarareaban al unísono alguna de esas viejas canciones que tan sólo los rusos conocen. La ciudad rezumaba de un esplendor igualado no más que durante las famosas noches blancas de la capital, siendo así que el Neva contestaba con el mismo resplandor bajo tan afable cielo, al igual que hacían las cúpulas doradas de los templos ortodoxos. Todo parecía augurar que aquel sería un buen día. Todo lo parecía hasta que, de pronto, en el horizonte las nubes comenzaron a congregarse, iniciando una marcha de conquista para acabar con las esperanzas de la urbe.

Ese instante coincidió casualmente -para quien crea en las casualidades- con una pequeña alteración en un palacio a las orillas del río que le daba nombre, el Moika. En una de sus habitaciones, una respiración desacompasada acompañaba al agitado movimiento que sufría el quejumbroso hombre que ocupaba aquel lecho. Si alguien hubiera inmiscuido sus narices en la recámara -algo que, por descontado, nadie hizo- hubiera sido capaz de escuchar una retahíla de fonemas que se escapaba entre quejido y quejido, pero no hubiera podido, por más lenguas que supiera, distinguir sentido alguno en sus incognoscibles palabras. Y si alguien hubiera podido adentrarse en ese durmiente intelecto, se habría encontrado con otra serie, en esta ocasión de imágenes, con quizás algo más de coherencia, pero igualmente carentes de significado. Pero no fue más que una la secuencia que llamó su atención: un caballo relinchando mientras se precipitaba al suelo y un dolor tan firme y contundente como ineludible. En medio del alboroto provocado, el equino adquiría un estriado y argento cuerno, y, encajado en él, una corona de cardos marcada con el emblema de un león rampante. Luego, una gama de plateados y áureos empañaba la visión mientras el unicornio se elevaba. Sin embargo la ilusión terminaba al romperse el cuerno de golpe y la corona cayendo al suelo. Después, aparecían otras invenciones de su mente, pero todas ellas eran eclipsadas por el recuerdo de la ya descrita.

Así pasó al menos una hora, revolviéndose entre las sábanas hasta que, de pronto, se despertase, incorporándose y tomando aire de golpe, como si acabase de regresar de la muerte y ansiase beber de la vida. Luego, la respiración, terriblemente profunda en un comienzo, se fue calmando, así como las sacudidas que sufría su cuerpo al compás de ella se iban controlando. Un último suspiro terminó marcando la recuperación del control sobre sí mismo. Con calma, como si tuviera los músculos agarrotados, levantó un brazo para  limpiarse el sudor de la frente y se relamió los secos labios para humedecerlos. Por último, llevó sus dedos a ambos extremos del bigote para corregir cualquier desviación de su correcta forma. Esta acción generalmente le servía para ayudarse a concentrarse, y era esto lo que quería para poder rememorar y retener esos instantes que acababan de asaltarle. Tras unos instantes cavilando, soltó un sordo gruñido y se levantó para ponerse ropa antes de bajar a desayunar.

Aquel hombre se llamaba Viktor Aleksandr Nikolaievich, segundo hijo de Nikolai Borisovich Yusupov, Príncipe*² del mismo apellido y que en aquel momento se hallaba ausente, atendiendo diversos asuntos en la vieja Moscú. Viktor sólo había visitado una vez Moscú, pero la había encontrado tan sumamente frío, religioso y carente de la vitalidad que caracterizaba su ciudad natal, que se había negado a regresar. Ambos descendían –válgase la obviedad, ya que uno era el padre y el otro el hijo- de antiguos monarcas de Nogái que, tras convertirse al credo ortodoxo, habían sido acogidos dentro de la nobleza rusa con aquel nombre. En los dos siglos precedentes a aquel año de mil ochocientos en el que comienza el presente relato, se había hecho un hueco entre aquella sociedad hasta el punto de convertirse en una de las familias más pudientes e influyentes de la Rusia imperial. Pero aquel ascenso no fue fruto de la casualidad, sino que venía de la mano de un secreto que guardaban celosamente incluso a ojos de los parientes que no compartían la misma característica. Y una muestra de aquello era lo que Viktor acababa de vivir. Muchos de sus miembros sufrían de visiones que, de una u otra forma, adivinaban el porvenir y era esa y no otra la base sobre la que sustentaba su buen hado. Esa y el saber mantener un papel secundario por detrás de la dinastía reinante, conscientes del peligro que suponía convertirse en la cúspide de una jerarquía.

Nuestro protagonista había manifestado ya en su infancia esta anomalía, junto con otras relacionadas con los conocimientos ocultos que muchos denominan magia. Y fue su abuela paterna la que primero se percató de ellas y, por lo tanto, la que lo acogió bajo su tutela, deseosa de ocupar el puesto que su hijo había dejado que, aunque brillante en muchos campos, no poseía el talento que había encumbrado a los Yusupov. Fue ella y no otra su gran mentora hasta que la muerte vino a llamar a su puerta. Desde entonces había experimentado un buen número de visiones, provechosas en algunas ocasiones, de errada interpretación en otras y que le habían llevado a resultados no esperados, pero ninguna le había transmitido una sensación de trascendencia como aquella.

Tras enfundarse en un chaleco borgoña y una levita de un sólido negro, y tras llenar el estómago con un café y un par de huevos fritos en compañía de una de sus hermanas y su madre –la cual, para no variar, había vuelto a recordarle lo conveniente de un buen casamiento-, Viktor había decidido salir a la calle. Hizo llamar al cochero y le ordenó que comenzase a transitar en lo que él decidía el destino. Aquella práctica se había vuelto habitual y, el hombre encargado de los caballos tan sólo asintió e hizo chasquear el látigo, lanzándose a las entonces blancas calles de San Petersburgo.


*¹ Tercer poder a escoger más adelante de entre los disponibles para los hechiceros. Se pedirá reapertura de la ficha para ello, para que la administración pueda aprobarlo.

*² Князь, knyaz, es un título eslavo traducido generalmente como príncipe o duque, que no tiene nada que ver con el título en otros países occidentales,  es decir, no se reserva para los hijos de los reyes.

Viktor es el actual duque de Elbeuf, en Francia, título heredado gracias a las artimañas de su abuela, que buscaba un futuro cómodo y prometedor para él. Su padre se casó con la hija de Charles Eugène de Lorena, cabeza de familia de la familia de Guisa  y la cual presentaba dificultades económicas. Tras varios años y una serie de abdicaciones, el Ducado pasó a recaer en el hijo de la pareja.