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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Silvana Santiago Dom Ago 02, 2015 10:39 am

“... Un atardecer, mientras estaba limpiando algodón, se le apareció el Jádir y le dijo:

—Deja este trabajo, ve a la ciudad de Mosul y usa los ahorros para convertirte en un mercader de pieles— Moyut obedeció...”



Anónimo sufí. El hombre de vida inexplicable.


La pesca estuvo fatal.



Ya estaba al tocar el mediodía, pero las espesas nubes que cubrían el cielo español aún daban la sensación de madrugada. Quizás por eso hubo tan pocos resultados; la muchacha levantó la vista, algo compungida por la mala jornada, sabiendo que la ciudad, a pocos pasos del río, rezumaba de vida. Para ser un lugar tan alejado de la populosa Madrid, Noia era bastante activa y Silvana podía imaginar a toda la gente apostada en el mercado local, tratando de conseguir las mejores presas. Pese al frío de ese invierno temprano y a las bajas temperaturas, la gente no se perdía el mercado por nada del mundo y menos los días miércoles, que eran los elegidos para la venta de pescados y mariscos.


La joven se frotó las manos enrojecidas por el frío y bebió otro trago de su latón; el café era asqueroso, pero al menos la mantenía caliente. Hizo la última recolección de su red y dio por concluida la pesca por esa jornada, que, para su desgracia, nunca fue tan abundante y ese día todavía estuvo por debajo del promedio.



Con habilidad experta cogió el cable de su barcaza y lo arrojó al pilar de la pequeña caleta artesanal en donde los “hombres libres” guardaban sus embarcaciones. En comparación con el moderno puerto del Conde de Alba, aquella construcción era una bagatela de unos cuantos maderos sin pulir y mal cruzados que siempre parecía a punto de hundirse, pero que para Silvana y sus compañeros tenía el indecible valor de la independencia. Todos ellos –y eso incluía a la Santiago– preferían su caleta miserable y la dignidad de ser libres que “esclavizarse” bajo el yugo del déspota aristócrata.



Sin embargo, los otros pescadores no consideraban a Silvana Santiago parte de ellos; tenía la desgracia de haber nacido mujer, de tener un cuerpo atractivo, una piel perfecta y unos ojos que parecían haber atrapado el color del cielo en sus pupilas. La mayoría de ellos pensaba que su lugar estaba en el cuidado de un marido que nunca llegó, no porque no hubiese propuestas, sino porque ella siempre las rechazó todas. Así las cosas, la joven pescadora era un paria entre los parias y, en tales condiciones, siempre había estado al final de la escala social. Amaba pescar y amaba aún más no tener señor a quien servir..., pero era todo cuanto tenía, un vestigio de orgullo aún intacto y la certeza de ser libre y nada más. Así las cosas, cuando ella llegó a pedir un lugar para su humilde bote, los otros pescadores le habían dejado la zona más aislada y yerma del río y la peor posición dentro de la caleta; los comerciantes no compraban su mercancía ni le permitían un puesto en el mercado del pueblo, ante lo cual, ella debía dividir su día entre la pesca y la venta de su trabajo en el límite de la zona comercial. 

Pese a todo ello, no le iba mal.



Suspiró, con cierta alegría y terminó de atracar su barca, guardó sus implementos de trabajo y recogió el balde en donde un poco más de un kilo de truchas aún se azotaba vivamente; levantó la vista al cielo evaluando el grosor de las nubes; si tenía suerte, vendería todo antes de que se largara la lluvia. Apuró el paso y se ubicó en el puestecillo que compartía con una anciana que vendía hierbas y que, apenada de ella, le había ofrecido compartir el pequeño espacio. Silvana se ordenó el sedoso cabello en una trenza y lo cubrió con una pañoleta, luego protegió su ropa con un delantal y acomodó la mesita de trabajo en donde dispuso su pesca; recogió sus vestidos hasta poco más arriba de la rodilla y se sentó a faenar su caza. 

Para la media tarde, había vendido todo y había recibido al menos 4 ofertas indecorosas que rechazó con la misma indiferencia con que había respondido, por enésima vez, al mayordomo del Conde de Alba que no volvería a trabajar para él. Había sido un buen día, pese a todo; contenta de su buen trabajo, recogió la trucha que guardó para sí y compró una hogaza de pan y medio litro de leche; muy cerca de las cinco de la tarde, ya caminaba de vuelta a su casa, en la zona más humilde del lugar.



Noia era, ante todo, una ciudad–puerto, pensada casi como un pequeño feudo. La zona comercial estaba toda cerca del río. Las pesqueras del Conde, la caleta de pescadores y las tiendas de calzado y cueros estaban todas en la avenida que bordeaba el río. Hacia el norte, la zona más exclusiva acogía las mansiones de acaudalados aristócratas y mercaderes, siendo la construcción más llamativa el castillo del Noble favorito del Rey. Hacia el este, siguiendo la rivera fluvial, se decantaban las casas de menor valía hasta concluir en unas veinte casuchas dispersas en el campo gallego, cuyos dueños arrancaban a la tierra agreste alguna que otra hortaliza, pues los terrenos más ricos estaban, como era la costumbre, en manos de la aristocracia española.



Silvana tenía la dudosa suerte de poseer una de estas parcelas, con lo cual contaba con un pequeño terreno en donde cosechaba a punta de testarudez y rabia, algunas lechugas, rábanos y hierbas medicinales para su consumo personal. La casa más cercana a la suya estaba al menos a un kilómetro de distancia y, aunque era un lugar agreste y hostil, la Santiago agradecía la soledad. 

Por eso le sorprendió descubrir huellas de caballo entrando en su propiedad. Un escalofrío de alerta le recorrió el espinazo, y asió con más fuerza la botella de leche; si bien, no tenía armas para defenderse, un botellazo no era nada despreciable... y ella sabía muy bien dónde dar el golpe. Sin embargo y después de media hora de un susto feroz, comprobó que, efectivamente, nadie la estaba esperando, pero sí la habían visitado.



El elegante sobre en el suelo era la señal inequívoca de que alguien había estado allí. La mujer dejó las cosas sobre la mesa y encendió un tosco candelabro en donde una vela de magra calidad pretendía darle una mejor visión; sin la menor queja, leyó atentamente el pulcro papel y no supo qué decir ni qué hacer. Por unos momentos, creyó que se burlaban de ella, pero no conocía a nadie que tuviera el suficiente dinero para comprar un papel tan caro y gastarlo en una broma tan inútil, así que no le quedó más remedio que creer en lo que la carta decía. Sin embargo, no se lo contó a nadie e ignoró el contenido explícito de la misiva, la que guardó entre los pliegues de su ropa, para mayor seguridad. Durante los siguientes días, no acudió ni a su trabajo como pescadora ni a su puesto en el mercado, sino que se quedó en casa, esperando a ver si alguien volvía a por ella, pero nada extraordinario sucedió, por lo cual decidió pedir consejo a la anciana que compartía el puesto con ella. La buena mujer la escuchó con atención y reparó en un detalle que la Santiago ni siquiera había visto: el sobre tenía un emblema idéntico al medallón que Silvana alguna vez le hubiera enseñado, como voto de confianza.

Frente a ello, en palabras de la anciana, sólo quedaba una cosa por hacer. Y Silvana la hizo.



Cogió la fuerte suma de dinero que acompañaba a la extraña carta, vendió su barcaza y dejó la casita en manos de la viejecita del mercado, quien le prometió cuidarla hasta su regreso. Con parte del dinero reunido, consiguió un puesto en uno de los carromatos que una caravana de gitanos le ofreció, a cambio de un "módico precio" y sus servicios como cocinera. Silvana, que había aprendido el arte de la negociación cuando vivió en Casa del Conde de Alba, se guardó muy bien de no revelar jamás la verdadera suma que cargaba. Después de una fuerte discusión, lograron llegar a acuerdo y, dos días después, la joven partía lejos de su tierra natal, sin imaginar siquiera cuánto estaba a punto de cambiar su vida... para siempre.

***


Última edición por Silvana Santiago el Dom Sep 06, 2015 10:50 am, editado 1 vez


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Mensaje por Seth Malory Miér Ago 05, 2015 3:02 pm

- ¡Aaaaah! Allí están esos malparidos. Desde aquí se les oye berrear y apalear los instrumentos – Exclamó Morgan con entusiasmo, como quien describe a una tribu primitiva. A lo lejos, en mitad de la espesura de la campiña francesa, un campamento se alzaba rodeado de carromatos y tiendas de coloridas telas. En el centro, varias finas columnas de humo ascienden, llevando consigo el olor de las piezas cazadas. A pesar de la distancia, podía distinguir claramente  el ir y venir de varias siluetas enfundadas en ropas llamativas. Ni siquiera aquella fina e irregular llovizna conseguía apagar el espíritu festivo de aquellas gentes.

- ¿Tiene que llamarlos así? Llevo horas aguantando todas esas historias en las que blasfemas y cargas contra todo el mundo, y la verdad es que me cansa. He conocido a muchos perros ladradores como tú…– Masculló de mala gana su acompañante. El joven Pier Dupont había sido contratado en calidad de guía y acompañante del cazador inglés. El chico, beato y demasiado joven para tolerar el cinismo de Morgan, no aguantó la enésima puya que lanzaba este. Debía contar con poco más de veinte años, lo cual no inspiraba ninguna confianza en Morgan sobre sus cualidades. Pero conocía el terreno y, al fin y al cabo, era lo que necesitaba.

- Cada vez tengo más claro el motivo de que yo vaya armado y tú conduzcas, mi sensible y delicado amigo – Arguyó el cazador, infravalorando por enésima vez las capacidades de su acompañante – Pero mejor así que darte una pistola y hacerme creer que, en algún momento, serías capaz de darle uso si necesitase ayuda. Es importante saber de qué cosas dispones y de cuáles no – Espetó con un chasquido de lengua, dando por el tema zanjado de forma tajante. La extraña pareja había partido hacía seis días de la capital francesa. Allí, habían sido dos meros desconocidos hasta que aquel tipo estirado, de buenos modales y mejor clase les presentó. Todo entorno a aquella figura sin nombre resultaba desconcertante. Aunque, haciendo honor a la verdad, nada referente a aquella empresa podía calificarse como “común”.

Morgan había estado los últimos meses en París, haciendo todo y nada. Desde hacía años, su vida y la de los suyos habían dado un vuelco. Su rutina había cambiado…La caza era una constante, igual que los negocios de distinta índole que requiriesen de sus dotes. Por lo demás, todo era una marea de alcohol, libros viejos e historias de hombres todavía más viejos. Era fácil decir que estaba tirando su vida por la borda…Su familia lo decía, sus antiguos compañeros lo decían y los desconocidos lo decían. Todo el mundo parecía dispuesto a dar una opinión sobre aquel hombre gastado. En los buenos tiempos, Morgan había sido considerado como una bestia similar a las que cazaba en cuanto a fuerza y eficacia implacable. Pero ni esa fama le seguía precediendo ni se le conocía en aquellas tierras.

Y un buen día encontró aquella silueta formal y de aire distinguido en el umbral de su puerta. Hubo pocas palabras entre ambos, pero las explicaciones estaban todas en el sobre que acompañaba al pago por el trabajo. De un puño y letra distintos a los del elegante siervo, el escrito reveló todos los detalles…al menos, todos los que él necesitaba saber. Recoger y entregar a Silvana Santiago, a quien incluso sabía dónde y cuándo localizar. Morgan no necesitó imaginar la finalidad de sus servicios, escolta en este caso. No habría sido nada reseñable de no ser por las últimas palabras impresas…”Cumpla su tarea y seguramente encuentre lo que busca y no encuentra”. Crípticas y vagas palabras, evaluó el cazador, no obstante…la mera posibilidad de que detrás de ellas se escondiese algo de información sobre aquellos “demonios” que le atormentaban, esa tenue esperanza le hizo levantarse del jergón de paja que tenía por lecho y recoger sus cosas.

Y ahora estaba allí, cerca de la frontera montañosa con España, observando desde lo alto de una loma el final de su camino. La estampa era la de la pura calma…ni siquiera el viento se levantaba más que para acariciar el eterno manto verde que cubría la tierra. De hecho, salvo las pocas fincas y plantaciones, no había encontrado nada que no fuese naturaleza en aquellos parajes. Aunque algo en el ambiente le hacía mantenerse alerta, un pálpito si lo prefieren. Podría pensarse que gente como Morgan debían pasarse la vida con esa sensación encima, y no estaría demasiado lejos de la realidad, pero…A veces podían paladearlo. Sentirlo entrando en sus pulmones con cada bocanada de agua. Divisarlo en cualquier recodo del paisaje o escucharlo entre el crujido de las hojas otoñales o el tintineo del agua sobre los charcos. El peligro estaba presente, como una entidad más allá de lo corpóreo que se dedica a sembrar desgracia a su paso.

Morgan se sonrió mientras acababa de contemplar el campamento, sumido en aquellas cavilaciones. Miró por encima del hombro a Pier, sentado en la carreta y aguardándole para emprender la marcha – Está bien, chofer, llévenos con esa distinguida plaga – Contestó con sorna, viendo como el joven maldecía por lo bajo – Tranquilo, iré soltando toooodas mis flemas en lo que llegamos. Aunque cruza los dedos por si acaso…Como no haya suerte, puede que tengamos que salir corriendo. Y yo corro más que tú – Desde luego, el inglés no se tomaba en serio a su compañero ni tampoco a los de la señorita Santiago. Y no es que Morgan tuviese nada contra los gitanos. Mejor dicho, no tenía nada contra ellos que ellos mismos no se hubiesen granjeado. La realidad, para él, es que no eran de fiar. Embaucadores, tramposos, ladrones y canallas, todo eso y más era lo que sentía siempre que estaba delante de una de esas personas. Por más historias, bailes y copas que pudiese compartir con ellos, jamás dejaría de vigilar sus bolsillos o esperar al momento en que quisieran timarle.

La carreta avanzó durante unos minutos más, recorriendo la distancia que los separaba del campamento. En la parte trasera, el cazador yacía tumbado sobre los bultos, limitándose a escuchar las melodías cada vez más claras que hacían sonar con guitarras y violines. “Pero no se escucha nada más que a ellos y la lluvia” pensó Morgan para sus adentros. Era de esperar que, con aquella perpetua algarabía que llevaban consigo, los animales no se dejasen ver por los alrededores. Pero él se había percatado que conforme se aproximaban hasta aquel punto, menos aves surcaban los cielos y la mayoría de rastros animales que encontraban se alejaban del camino que seguían.

- Eh, vamos, levanta – Pier dio una palmada contra la parte trasera de la carreta, temiendo que el silencioso inglés ubiese podido quedarse adormilado. Esa había sido su estampa hasta ahora, esa y la de dar tragos constantes al whiskey. Y le estaba dando olor a tan espirituosa bebida - Ya estamos llegando…Es mejor que no te vean salir de ahí de golpe. No les demos sorpresas – El joven fue deteniendo la carreta conforme esta se acercaba al campamento, del mismo modo que levantaba las manos a modo de señal de paz. Todos los ojos fueron posándose en ellos y la música cesó para dar paso a una serie de murmullos poco discretos.

- ¿Antes ponías el grito en el cielo y ahora tenemos que movernos lentamente para que no se nos tiren al cuello? Posiciónate de una vez, Pier, la gente tibia no dura mucho a mi lado – Morgan se puso en pie y se desperezó un poco antes de bajar de un salto de la parte trasera. Mientras caminaba con paso decidido hacia una pequeña comitiva de bienvenida, formada por tres hombres visiblemente armados, se adecuaba la larga gabardina negra. Desde luego la imagen de Morgan, en contraste con los gitanos, era como la parca…todo de negro, ropas viejas pero que en otro tiempo fueron muestra de boato – Caballeros, guarden las armas, de nada servirán. Mi compañero y yo solo venimos con fines lucrativos – Con tono relajado y un toque de esa picardía y labia de los gitanos, se aproximó a ellos mientras se despojaba del sombrero en señal de respeto – Hágannos un favor a todos y vayan a buscar a quien…dirija esta alegre comitiva – Sin dejarse amedrentar por la superioridad numérica o las armas, el recién llegado Morgan tornó su discurso sosegado en lo que acabó siendo una orden directa, que denotaba seguridad por cada poro de su piel.
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Mensaje por Silvana Santiago Sáb Oct 10, 2015 9:54 am

“... El rey Schahzaman contestó: ‘Escucho y obedezco’. Dispuso los preparativos de la partida, mandando sacar sus tiendas, sus camellos y sus mulos, y que saliesen sus servidores y sus auxiliares. Nombró a su Visir gobernador del reino y salió en demanda de las comarcas de su hermano... ”

Anónimo. Las mil y una noches:
Historia del Rey Schahriar y de su hermano el Rey Schahzaman
.


Tenía que admitir que el viaje la había sorprendido gratamente. Más allá de las pendencias propias de los gitanos (de cuyas mañas aprendió muy bien, todo ha de decirse) y de lo incómodo de dormir en un carromato que jamás se detiene, lo cierto era que Silvana había nacido para ser libre y se convencía más con cada paso que se alejaba de su natal Noia.

Poco a poco se adecuó a la curiosa rutina de la caravana. Desayuno a las 7 de la mañana; cantos y juegos hasta el mediodía (a menos que cruzasen un pueblo; entonces, todo era fiesta, baile y cantos… y, por supuesto, mucho dinero para todos). Almuerzo a la 1 de la tarde (entonces, en la larga sobremesa, los más viejos contaban historias de antaño, sobre criaturas míticas, amos de la noche, que se alimentaban de la sangre y la voluntad humana). Había tiempo para practicar tiro de cuchillos, pequeños trucos de prestidigitación, lavar, coser o arreglar lo que fuera o, simplemente, conversar sobre el futuro de la “familia”. Venía la cena, entonces, y los más jóvenes se iban de parranda hasta que, al día siguiente, todo volvía a comenzar.

Así las cosas, la Santiago escuchaba todo con suma atención y no se perdía detalle alguno, incluso de aquellas historias fantasiosas de los más viejos procuraba extraer información útil. No era que creyera en semejantes fruslerías, más bien era dada a pensar que representaban alguna metáfora sobre la conducta humana de la que más valía cuidarse. Si alguien le hubiera preguntado qué esperaba encontrar allí, ni ella misma lo hubiera sabido; lo más simple sería acotar que era su forma de mantener su cabeza ocupada. A veces, cuando se quedaba a solas en el carromato, o ya era muy entrada la noche, sacaba la carta y la volvía a leer:


“Estimada señorita Santiago:

Quien envía esta carta, desea encontrarse con vos de manera urgente en la ciudad de Barcelona, para dentro de seis semanas a partir del momento en que recibís esta misiva. Muy cerca de la plaza mayor de la ciudad encontraréis una sencilla posada: "La Gruta del Rey”, en donde debéis pedir alojamiento (usad para ello el dinero que se adjunta en este sobre).

Cuando os hayáis puesto cómoda, se os ruega escribir una breve nota, en el papel en blanco adjunto (procurad que sea en él y no en otro o no seréis reconocida como la persona por quien se envía) en donde diga que habéis llegado sin novedades; la entregaréis al posadero, quien ya sabrá cómo actuar con ella.

Después, simplemente esperad a ser contactada, entonces, sabréis qué pasos continuar. Lo único que se os solicita encarecidamente es que sigáis las instrucciones al pie de la letra.

A vuestro servicio,


V.”


Y eso era todo.

Había leído la carta de todas las formas posibles, buscando alguna especie de mensaje criptado, pero nada. ¿Quién era V? ¿Cómo una simple V tenía que darle seguridad? Una V no hace a un remitente, se repetía hasta el cansancio, guardaba la carta y seguía como si nada.

Así, hasta el día en que cruzaron hacia Francia porque la ruta más larga era (obviamente) la más segura. Justo cuando la línea de frontera se desdibujaba en el horizonte, una lluvia torrencial les obligó a detenerse más de la cuenta. Silvana entonces sintió la primera punzada de angustia de las muchas que iba a experimentar en ese curioso viaje. ¿Y si no la esperaban? ¿Y si quedaba abandonada en medio de la nada? ¿Y si…? Se guardó sus aprensiones con la misma habilidad con que había logrado ocultar el dinero de sus compañeros de viaje. Era, después de todo, una sobreviviente.

Dos días después, la inclemente naturaleza les daba tregua y la jornada se acompañaba de una irregular llovizna.

Si todo sale bien, mañana retomamos el viaje hacia Barcelona — le comunicó un chico de unos doce años, bastante pillo y simpático.

Te lo agradezco, Thomas. Pronto iré con ustedes a cantar. — le sonrió la Santiago. El chico era realmente muy agradable.

Habían pasado apenas unos minutos desde que ella se uniera a las mujeres que danzaban cuando una carreta avisó su impertinente silueta en lontananza. Dos hombres se acercaban en ella al solitario campamento, razón por la cual todos los gitanos dejaron de cantar y bailar para tomar posición de defensa. Por supuesto, no era una posición agresiva; para quienes no les conocieran, parecían despreocupados e indiferentes, pero para Silvana eran verdaderos gatos engrifados que saltarían a la menor provocación. El más joven, un muchacho desgarbado y bien parecido, alzó sus manos en la famosa señal de paz. Los gitanos murmuraron en su lengua, de tal modo que la joven no pudo enterarse de los planes de la caravana, pero el ambiente, era obvio ahora, estaba totalmente tenso, tanto, que sólo el repiqueteo de la llovizna era todo lo que se podía oír cuando los murmullos cesaron.

El otro sujeto, Silvana se sonrojó al mirarlo con tanto descaro, era un hombre hecho y derecho, que destilaba audacia y poder. Parecía que estaba por encima de todos, parecía que nada le importaba… Y, sin embargo, estaba allí. Él, comprendió la española, era el verdadero peligro. Lo que dijese traería paz o tormenta. Y, por mera precaución, ella también cogió el mango del puñal que llevaba al cinto. El tipo se arregló el gabán que ocultaba su larga figura y se movió con elegancia artera, como si quisiera demostrar que allí no había motivos para la violencia, aunque él mismo pareciera una tormenta a punto de reventar; mas, les saludó con respeto y simpatía. Hasta entonces, parecía que todo marchaba bien.

Hágannos un favor a todos y vayan a buscar a quien… dirija esta alegre comitiva.

Un anciano, el “Jefe” como lo conocía Silvana, apuró sus cansinos pasos al centro del improvisado ruedo que, de pronto, tenía encerrado al extranjero. Francés, en toda regla, según la apreciación de la gallega. El viejo alzó una mano y los demás abrieron el ruedo para darles paso, como si el asunto fuera una cuestión privada que sólo el “Jefe” podía tratar con el invasor. Se alejaron lo suficiente como para que el resto no pudiera oírles, pero para que todos pudieran acudir en ayuda de su líder si éste llegaba a requerirla. Parlamentaron entonces, en aparentes buenos términos hasta que de pronto el “Jefe” volteó su vista hacia ella, seguido por el peculiar francés. El anciano hizo un gesto evidente con la mano, que la conminaba a acercarse a ellos. La muchacha se congeló durante unos segundos; ¿y si era una trampa?, ¿y si el gitano la estaba vendiendo? Había oído cosas terribles de ellos. Sacudió la cabeza, sintiéndose tonta y malagradecida, y se dirigió en pos de los dos hombres, pensando mentalmente en el dinero que siempre podría salvarle la vida.

Querida, no debes temer — la tranquilizó el anciano, que aparentaba ser un abuelo amable y protector. ¿Cuánto de todo ello era verdad? ¿Cuánto era actuación? Xavier le había enseñado a ser desconfiada; quizás demasiado — Su nombre es Seth Malory. Dice que busca a una joven con tus características y que debían encontrarse en Barcelona, pero que recibió indicaciones de encontrarte más pronto… justo aquí… con nosotros, en medio de la nada — la voz del anciano sonó sarcástica, pero también tranquilizado; Silvana supo al instante que, si ella lo requería, el “Jefe” daría la orden de protegerla, a costa de lo que fuere. Y eso lo agradeció sinceramente.

Gracias, “Jefe”. — le estrechó la mano, al mismo tiempo que el anciano le palmeaba el hombro; era un gesto claro que muy ciertamente no se le escaparía a Seth; y ella deseaba que lo tuviera muy, pero muy en cuenta antes de decidir lo que fuera que pensara hacer con ella — Curioso, señor Malory, que me encontréis con tanta facilidad en estos lares. Parecéis tener la ventaja de la información, según veo. Decís que debíais encontrar a alguien en Barcelona. Por eso, yo debo preguntaros, ¿por qué tendría que confiar en que sois la persona que va a protegerme? Bien esto podría ser un embuste y vos un mercenario que viene a deshacerse de mí. Entenderéis que no os seguiré a ninguna parte sin antes tener la certeza de que no pensáis matarme. — replicó de manera directa, en un francés casi perfecto. Mentalmente agradeció a la Condesa la consideración de educarla con tanto esmero; nunca hasta entonces había sido consciente de la importancia del conocimiento. Sonrió con dulzura e hizo una suave reverencia — Perdonad mi descortesía. Soy Silvana Santiago, un… placer — agregó con fría cortesía, al tiempo que extendía la mano hacia Seth.

Quería creerle. Quería sentir que había tomado la decisión acertada y que sí estaba yendo hacia alguna parte. Pero estaba terriblemente asustada y no podía ocultarlo.

Nunca antes el mundo le pareció tan enorme y desolador.


***


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