AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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The Knife Man
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The Knife Man
My life is at the mercy of the scoundrel who chooses to put me in a passion
J.H
J.H
El hombre que yacía en la mesa de autopsias de John cuando Lucy llamo a la puerta no tenía mucho tiempo de haber muerto, y aquello, contrario a lo que se pensaría, significaba una oportunidad sin igual para el vampiro. Usualmente John no tenía acceso a este tipo de muestras, la mayoría de las veces cuando el cuerpo llegaba hasta él ya habían pasado varias horas desde la muerte, además de que en tiempos recientes el director del hospital había tenido prácticamente que pelear por los cuerpos con otros hospitales y escuelas. De alguna forma parecía que no sólo él sino todos y cada uno de los cirujanos del mundo querían descubrir el próximo nuevo procedimiento o la más nueva enfermedad. Incluso con su ventaja fisiológica, John no podía desperdiciar una oportunidad con la que se le presentaba.
— No hay tiempo para hablar de lo que crees que vamos a hablar. Él es el Señor Gentile, Gallinger lo ha traído hace tan sólo unos minutos. Necesito que me asistas, voy a operar.
John tenía dos facetas. Una de ellas era la que le mostraba a casi todo el mundo, era la máscara que usaba todo el tiempo y la misma que había usado casi toda su vida: la de médico. La otra era la que mostraba cuando se deshacía de esta mascara. En ese entonces sólo su adición lograba que mostrase esa otro rostro, su rostro. En este momento John había encarnado su máscara como pocas veces lo había hecho pues la posibilidad de ganarle una batalla a Dios, dentro de su autoproclamada guerra con él, lo ameritaba.
— Cierre la puerta con llave Lucy. No confió en nadie. Es probable que la sabandija de Gallinger ya le haya informado a medio hospital que tengo un cuerpo aquí. Ese maldito mataría a su propia madre tan sólo por la oportunidad de robar uno de mis descubrimientos.
Horas antes, John había estado recorriendo los pasillos del hospital, esto era por supuesto mucho más que algo inusual pues John nunca recorría los pasillos del hospital, no como lo haría un médico regular como parte de su rutina diaria, siempre corriendo o evadiendo el contacto común, el ver a John no sólo hacer lo mismo que un médico regular sino que además exceder el entusiasmo de un estudiante en su primer día de clínica era por demás un acontecimiento para recordar. Cuando la enfermera en turno lo vio entrar al pabellón de hombres no supo al principio de quién se trataba, pensó que debía ser un doctor nuevo o un estudiante confundido e incluso pensó en las historias de hombres disfrazados con bata blanca que entraban a los hospitales para acosar a indefensas enfermeras o para terminar con lo que había quedado inconcluso como las que a veces leía cuando no tenía nada que hacer en el trabajo.
— Enfermera, ¿quién está a cargo de este paciente? — Le dijo John para librarla de su ensimismamiento. — Disculpe, doctor. No lo había visto… — De nuevo se había quedado muda al acercarse y verlo al rostro. — La… la enfermera Helkins, señor. Lu… Lucy Helkins — Respondió al final mientras abrazaba su tabla de escribir con fuerza. De alguna forma sentía que había traicionado a su una de sus pocas amigas en el hospital — ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que se le dreno la herida a este hombre? — le preguntó, aun si mirarle pero con toda la firmeza de voz posible — Parece que fue hace un par de horas, señor — le contestó la enfermera con toda la pesadez del mundo — Hágame un favor, enfermera… — observó la etiqueta de su uniforme. — Pell… Cámbiele los vendajes a este hombre y drene sus heridas cada media hora durante el resto de la noche — le dijo dirigiéndose a ella directamente por primera vez, cuestión que la había intimidado mucho más de lo que estaba — Por supuesto, señor. ¿Alguna otra indicación? — respondió tratando de reponer la compostura — No. Es todo — le respondió John mientras salía de la habitación para el alivio de la enfermera Pell, quien estaba segura que lo que seguía era una especie de reprimenda o advertencia para su amiga Lucy aunque aquella satisfacción no le duro mucho pues John antes de salir por la puerta se detuvo y le hablo de espaldas — La última vez que pregunté, enfermera Pell, seguíamos siendo un hospital que intentaba salvas vidas. Haga que la enfermera Helkins vaya a mi oficina, así podrá ella explicarme porqué su negligencia ha estado a punto de deshacer el trabajo que ha realizado un cirujano por salvar a ese hombre.
— No hay tiempo para hablar de lo que crees que vamos a hablar. Él es el Señor Gentile, Gallinger lo ha traído hace tan sólo unos minutos. Necesito que me asistas, voy a operar.
John tenía dos facetas. Una de ellas era la que le mostraba a casi todo el mundo, era la máscara que usaba todo el tiempo y la misma que había usado casi toda su vida: la de médico. La otra era la que mostraba cuando se deshacía de esta mascara. En ese entonces sólo su adición lograba que mostrase esa otro rostro, su rostro. En este momento John había encarnado su máscara como pocas veces lo había hecho pues la posibilidad de ganarle una batalla a Dios, dentro de su autoproclamada guerra con él, lo ameritaba.
— Cierre la puerta con llave Lucy. No confió en nadie. Es probable que la sabandija de Gallinger ya le haya informado a medio hospital que tengo un cuerpo aquí. Ese maldito mataría a su propia madre tan sólo por la oportunidad de robar uno de mis descubrimientos.
Horas antes, John había estado recorriendo los pasillos del hospital, esto era por supuesto mucho más que algo inusual pues John nunca recorría los pasillos del hospital, no como lo haría un médico regular como parte de su rutina diaria, siempre corriendo o evadiendo el contacto común, el ver a John no sólo hacer lo mismo que un médico regular sino que además exceder el entusiasmo de un estudiante en su primer día de clínica era por demás un acontecimiento para recordar. Cuando la enfermera en turno lo vio entrar al pabellón de hombres no supo al principio de quién se trataba, pensó que debía ser un doctor nuevo o un estudiante confundido e incluso pensó en las historias de hombres disfrazados con bata blanca que entraban a los hospitales para acosar a indefensas enfermeras o para terminar con lo que había quedado inconcluso como las que a veces leía cuando no tenía nada que hacer en el trabajo.
— Enfermera, ¿quién está a cargo de este paciente? — Le dijo John para librarla de su ensimismamiento. — Disculpe, doctor. No lo había visto… — De nuevo se había quedado muda al acercarse y verlo al rostro. — La… la enfermera Helkins, señor. Lu… Lucy Helkins — Respondió al final mientras abrazaba su tabla de escribir con fuerza. De alguna forma sentía que había traicionado a su una de sus pocas amigas en el hospital — ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que se le dreno la herida a este hombre? — le preguntó, aun si mirarle pero con toda la firmeza de voz posible — Parece que fue hace un par de horas, señor — le contestó la enfermera con toda la pesadez del mundo — Hágame un favor, enfermera… — observó la etiqueta de su uniforme. — Pell… Cámbiele los vendajes a este hombre y drene sus heridas cada media hora durante el resto de la noche — le dijo dirigiéndose a ella directamente por primera vez, cuestión que la había intimidado mucho más de lo que estaba — Por supuesto, señor. ¿Alguna otra indicación? — respondió tratando de reponer la compostura — No. Es todo — le respondió John mientras salía de la habitación para el alivio de la enfermera Pell, quien estaba segura que lo que seguía era una especie de reprimenda o advertencia para su amiga Lucy aunque aquella satisfacción no le duro mucho pues John antes de salir por la puerta se detuvo y le hablo de espaldas — La última vez que pregunté, enfermera Pell, seguíamos siendo un hospital que intentaba salvas vidas. Haga que la enfermera Helkins vaya a mi oficina, así podrá ella explicarme porqué su negligencia ha estado a punto de deshacer el trabajo que ha realizado un cirujano por salvar a ese hombre.
John W. Halsted- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 48
Fecha de inscripción : 27/06/2015
Re: The Knife Man
"Who speaks to the instincts speaks to the deepest in mankind and finds the readiest response."
Amos Bronson Alcott
Amos Bronson Alcott
Lucy no entendía por qué la esperaban en el despacho. Ella había realizado sus labores de la forma que le habían indicado y sin errores, de eso estaba segura. Una de las enfermeras, con la que había entablado una relación cordial, la buscó empalidecida y con las manos temblando. Le explicó que el Dr. Halsted la buscaba, ya que, un paciente que estaba bajo sus cuidados, había empeorado por sus malos tratos. Si algo no toleraba, era que se la injuriase cuando realizaba sus labores de la forma correcta. Aunque, por supuesto, ese médico en particular era temido por varios de los trabajadores del hospital, aunque ella nunca había tenido la oportunidad de cruzárselo. Generalmente, trabajaban en turnos diferentes, además de que el tiempo que hacía que ella estaba allí, no era demasiado. Solitaria como era, había optado por relacionarse lo justo y necesario, sin entablar relaciones demasiado profundas con sus colegas. No tendría sentido, ya que, en cuanto recuperase a su hijo, se iría lejos de allí. Era lo único que deseaba: encontrar a su pequeño y desaparecer. Irse lejos, muy lejos, donde pudiera ser feliz junto a él.
Tras darle dos golpes secos a la puerta y que le permitieran el ingreso, Lucy sentía que su corazón saldría por su boca. ¿Realmente estaba pasándole eso? Jamás había sido puesta en tela de juicio su aptitud, ni cuando era todavía una niña que ayudaba a su padre en el consultorio. Que le pasase algo semejante, a esa altura de su vida, con tanta experiencia, le dolía en ese orgullo malherido que poseía. Sí, claro que podría equivocarse, pero estaba segura que no esa noche. El paciente al que ella había cuidado, tras la última curación, se encontraba en perfectas condiciones. No permitiría que mancillasen, ni su nombre ni su reputación, de una manera tan desleal. En el trayecto hacia el despacho, había percibido el peso de las miradas cerniéndose sobre ella, podía sentir los dedos señalándola como una pecadora. Lucy era un alma sensible, y los ojos se le habían llenado de lágrimas, al verse tan injustamente acusada.
Se encontró con un lugar sobrio, carente de lujos, como todo el hospital. Sin embargo, carecía de los olores propios del nosocomio; se respiraba un suave aroma a lavandas, las cuales descubrió en un jarroncito que se encontraba sobre uno de los estantes, acompañando las tapas relucientes de libros de medicina. Cerró la puerta tras de sí, acompañando el giro de la llave con una larga exhalación. Estaba aterrada. La luz tenue de la habitación le impedía tener una visión total del recinto, pero lo que más le llamó la atención, fue la energía que emanaba el Doctor Halsted. Era inglés, como ella, y la gravedad de su voz la estremeció por completo. Los deseos de llorar no habían desaparecido del todo. Estaba intimidada, pero mantenía la cabeza en alto. Estaba dispuesta a defender su trabajo a capa y espada. Sabía que no debía vacilar; especialmente, porque el profesional era de renombre y estaba completamente capacitado para refutar todas y cada una de sus expresiones. Pero Lucy estaba tranquila, había realizado sus labores de la manera correcta.
—Buenas noches, Doctor —comenzó saludándolo. Le habló en inglés, hacía mucho que no lo hacía. Practicaba el francés todos los días, se dirigía con el mismo, pero añoraba entablar un diálogo en su idioma natal. —Se me ha informado sobre una negligencia de mi parte… —se detuvo al notar el cuerpo que yacía en una camilla. El mismo hombre al que ella había estado cuidando, tan sólo una hora atrás. —Ya mismo lo ayudo —Lucy estaba confundida. ¿Quería reprenderla o ponerla a prueba? Con rapidez, se puso la cofia y se colocó el barbijo. —Dígame qué necesita, Doctor —conocía las internas que había entre los médicos del hospital, pero esas eran cuestiones en las que ella no se metía, tampoco le importaban. En ese momento, uno de sus superiores, necesitaba de sus servicios, y ella cumpliría con su deber.
Tras darle dos golpes secos a la puerta y que le permitieran el ingreso, Lucy sentía que su corazón saldría por su boca. ¿Realmente estaba pasándole eso? Jamás había sido puesta en tela de juicio su aptitud, ni cuando era todavía una niña que ayudaba a su padre en el consultorio. Que le pasase algo semejante, a esa altura de su vida, con tanta experiencia, le dolía en ese orgullo malherido que poseía. Sí, claro que podría equivocarse, pero estaba segura que no esa noche. El paciente al que ella había cuidado, tras la última curación, se encontraba en perfectas condiciones. No permitiría que mancillasen, ni su nombre ni su reputación, de una manera tan desleal. En el trayecto hacia el despacho, había percibido el peso de las miradas cerniéndose sobre ella, podía sentir los dedos señalándola como una pecadora. Lucy era un alma sensible, y los ojos se le habían llenado de lágrimas, al verse tan injustamente acusada.
Se encontró con un lugar sobrio, carente de lujos, como todo el hospital. Sin embargo, carecía de los olores propios del nosocomio; se respiraba un suave aroma a lavandas, las cuales descubrió en un jarroncito que se encontraba sobre uno de los estantes, acompañando las tapas relucientes de libros de medicina. Cerró la puerta tras de sí, acompañando el giro de la llave con una larga exhalación. Estaba aterrada. La luz tenue de la habitación le impedía tener una visión total del recinto, pero lo que más le llamó la atención, fue la energía que emanaba el Doctor Halsted. Era inglés, como ella, y la gravedad de su voz la estremeció por completo. Los deseos de llorar no habían desaparecido del todo. Estaba intimidada, pero mantenía la cabeza en alto. Estaba dispuesta a defender su trabajo a capa y espada. Sabía que no debía vacilar; especialmente, porque el profesional era de renombre y estaba completamente capacitado para refutar todas y cada una de sus expresiones. Pero Lucy estaba tranquila, había realizado sus labores de la manera correcta.
—Buenas noches, Doctor —comenzó saludándolo. Le habló en inglés, hacía mucho que no lo hacía. Practicaba el francés todos los días, se dirigía con el mismo, pero añoraba entablar un diálogo en su idioma natal. —Se me ha informado sobre una negligencia de mi parte… —se detuvo al notar el cuerpo que yacía en una camilla. El mismo hombre al que ella había estado cuidando, tan sólo una hora atrás. —Ya mismo lo ayudo —Lucy estaba confundida. ¿Quería reprenderla o ponerla a prueba? Con rapidez, se puso la cofia y se colocó el barbijo. —Dígame qué necesita, Doctor —conocía las internas que había entre los médicos del hospital, pero esas eran cuestiones en las que ella no se metía, tampoco le importaban. En ese momento, uno de sus superiores, necesitaba de sus servicios, y ella cumpliría con su deber.
Lucy Helkins- Humano Clase Media
- Mensajes : 15
Fecha de inscripción : 12/10/2015
Re: The Knife Man
—Pero quite esa cara, Lucy. Este hombre no es el mismo que usted cuidaba. No ha matado a nadie… aún —pocas cosas podían haber detenido a John en ese momento, la oportunidad de hacer sentir cómoda a Lucy había sido una de esas pocas. Además, sus pensamientos comenzaban a abrumarle. Para él no era ningún secreto que desde aquella noche Lucy se había convertido en una especie de talón de Aquiles para él. Desde el mismo momento en el que había entrado a su oficina, por un segundo, ninguna otra cosa había llenado sus pensamientos — Ocúpese de la succión Lucy, voy a abrir —aunque casi de la misma forma como había ocurrido, de inmediato su mente había regresado. La máscara estaba sobre su rostro de nuevo.
El aparato que John le señalaba a la enfermera Helkins era una invención de su autoría y no era más que una bomba de aire accionada manualmente con una manija. Todo el aparato hacía las veces de esponja cada que removía le exceso de sangre. Aunque funcionaba bien, John no había compartido su invento con nadie.
El procedimiento que John estaba a punto de realizar era también una invención suya. Una especie de riña entre Gallinger y otro de los cirujanos le habían costado la vida al señor Turcotte pero le había abierto una posibilidad a John de probar uno de sus más recientes procedimientos. Entre tanto sus intenciones al traer a Lucy no le eran claras aún. Si bien sabía que su principal objetivo era averiguar cuánto recordaba ella de su último encuentro después de que él había intentado borrar su memoria incluso en el estado en el que se encontraba, la duda que le aquejaba era el porqué había orquestado todo ese teatrillo del paciente mal atendido y el porqué de repente Lucy era la única persona en la que parecía confiar.
— Use la manguera para succionar la sangre mientras mueve la manivela, ello hará todo mucho más fácil para ambos —y así sin previo aviso comenzó a cortar.
El señor Turcotte había sido cochero toda su vida y como muchos otros con la misma profesión o alguna similar que involucrara a caballos había contraído un aneurisma en la arteria poplítea. Un diagnostico de aneurisma podía ocurrirle a cualquiera y en cualquier parte del cuerpo, pero para misfortuna del señor Turcotte la artería poplítea usualmente se veía comprometida cada vez que cómo él se pasaba mucho tiempo sentado o que gracias al uso de botas altas en sus casi 30 años de cochero habían debilitado la arteria. En conclusión no había habido mucha esperanza para el señor Turcotte, incluso después de haber sido admitido en el hospital de París después de haber convencido a los conejeros del rey de que él merecía algo de su piedad.
El aparato que John le señalaba a la enfermera Helkins era una invención de su autoría y no era más que una bomba de aire accionada manualmente con una manija. Todo el aparato hacía las veces de esponja cada que removía le exceso de sangre. Aunque funcionaba bien, John no había compartido su invento con nadie.
El procedimiento que John estaba a punto de realizar era también una invención suya. Una especie de riña entre Gallinger y otro de los cirujanos le habían costado la vida al señor Turcotte pero le había abierto una posibilidad a John de probar uno de sus más recientes procedimientos. Entre tanto sus intenciones al traer a Lucy no le eran claras aún. Si bien sabía que su principal objetivo era averiguar cuánto recordaba ella de su último encuentro después de que él había intentado borrar su memoria incluso en el estado en el que se encontraba, la duda que le aquejaba era el porqué había orquestado todo ese teatrillo del paciente mal atendido y el porqué de repente Lucy era la única persona en la que parecía confiar.
— Use la manguera para succionar la sangre mientras mueve la manivela, ello hará todo mucho más fácil para ambos —y así sin previo aviso comenzó a cortar.
El señor Turcotte había sido cochero toda su vida y como muchos otros con la misma profesión o alguna similar que involucrara a caballos había contraído un aneurisma en la arteria poplítea. Un diagnostico de aneurisma podía ocurrirle a cualquiera y en cualquier parte del cuerpo, pero para misfortuna del señor Turcotte la artería poplítea usualmente se veía comprometida cada vez que cómo él se pasaba mucho tiempo sentado o que gracias al uso de botas altas en sus casi 30 años de cochero habían debilitado la arteria. En conclusión no había habido mucha esperanza para el señor Turcotte, incluso después de haber sido admitido en el hospital de París después de haber convencido a los conejeros del rey de que él merecía algo de su piedad.
John W. Halsted- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 48
Fecha de inscripción : 27/06/2015
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