AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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The Knife of Nectar [Amanda Smith] |Flashback|
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The Knife of Nectar [Amanda Smith] |Flashback|
Creo que algunos me conocían incluso antes que yo misma, o más que antes, después, porque yo no podía (ni puedo) verme mientras salía de casa o caminaba o iba al muro de piedra de la posada de la señora Bonfamille a hacerme un chichón más grande que el de la semana anterior, pero algunos sí podían: los lectores de mis ocurrentes escritos, a quienes yo desconocía por completo y que seguramente ellos también a mí, pero que vivían justo en mi andrajoso barrio, casi a mi lado, y que sin saber qué manitas habían movido la pluma o el lápiz para vomitar aquellas palabras que tanto veneraban, me conocían. Sí, claro, si no eran muy zopencos, conseguirían atisbar algo de mí misma que se colaba por mis soliloquios fatalistas y el intelectualismo de la muerte; 'leer entre líneas' había sido la descripción más acertada hasta el momento presente que me había vuelto invisible a la existencia de la que tanto había escrito. Pero no, me refería más bien a 'conocerme' en un sentido físico. Eh, creo. A decir verdad y por esa regla de tres, entonces también me conocía todo el mundo. Todo el mundo que tuviera ojos y los posara en mí, por supuesto, o sea que de repente nada de esto tenía sentido. Bueno, qué más daba, ¡yo quería destacarles a ellos! Establecer un paralelismo entre mi trabajo de escritora y la gracia de fijarse en mis locuaces andadas como personita civil. Conocerme o no conocerme, that’s the questión!
¿Me conocería ese señor calvo de la esquina? ¿Habrían ido a parar a los ojos de la panadera mis locuras traficadas con tinta y pergamino? ¿El estudiante de derecho que vivía con cuatro francos al mes tendría tiempo para colar entre sus libros una copia de mi último panfletillo? De tanto en tanto, estaba tentada de propinarle un fuerte codazo al primer viandante con el que me cruzara y darle dos besos en la mejilla mientras le preguntaba su opinión acerca de las distintas formas de suicidarse con un pañuelo. ¡Hay que ver qué timidez, la suya! ¡Qué anonimato más exquisito, el mío! ¿Quién sería tan aburrido como para venir a sacarme de mi particular cascarilla? O mejor dicho: ¿Quién estaría dispuesto a superar ese entretenimiento? Era bastante discreta en mis visitas a la imprenta, a veces incluso pagaba a los niños que pedían en la iglesia para que fueran en mi lugar (y en algunas ocasiones, cuando eran niñas, antes que mis mendrugos de pan, querían como trueque los sombreros que tanto había disfrutado personalizando con tijeretazos o manchas de barro, ¡malditas bolas de bebés sifilíticos!). Sólo el editor con el que había tratado las primeras veces y que por aquel entonces me continuaba manteniendo, sabía identificar mi cara, pero mis escritos seguían costando una miseria ante su ambiguo éxito y dado que su deambular era tan pobre como mi economía, dudaba que nadie quisiera investigar acerca de su origen y quién los creaba. Por eso, la visita que recibí aquel día fue todavía más asombrosa. Y, efectivamente, más entretenida que mi anonimato.
Yo tendría veintidós o veintitrés años, hacía unos cinco que ya era algo parecido a una escritora, y aquella tarde de cielo prácticamente ennegrecido, regresaba tranquilamente a mi piso con una cantidad de alcohol en las venas que me tendría caminando con la cabeza en lugar de con los pies, si no hubiera pasado mi infancia con una madre que me hacía beberlo casi como única alternativa contra el frío. En la taberna más próxima, un par de hombretones (padre e hijo seguramente, me habría quedado otro rato a averiguar más sobre sus viciosas patologías de no ser porque se veía que querían cobrar mi curiosidad en carnes) me habían estado invitando a absenta, y medio inspirada por las burbujas y el sonido de las copas de cristal haciéndose añicos, ahora tan sólo me embargaba un agradable mareo que se iba disipando conforme me acercaba a mi último hogar. Al llegar, subí las escaleras entre pequeñas risitas y mira que no había forma de que estuviera borracha, pero el ridículo tan espontáneo de la embriaguez era tan común y tan ajeno a mi organismo que, a veces, necesitaba emularlo por envidia. Aunque cuando por fin llegué hasta la puerta y me encontré con que había alguien junto a ella, mis risitas enmudecieron lentamente para, con irónica seriedad, curvarse en una sonrisa, entre suspicaz y descarada.
La mujer que, si en vez de por el fallido alcohol, me dejaba embriagar por la lógica que en esos momentos apuntaba a mi favor, estaba esperándome, era de tal hermosura que habría podido hacerme dudar de mi sobriedad. La contemplé con la tranquilidad y la reflexión que ofrecían el enjuto espacio de las escaleras y el corto pasillo que nos recogía, y la continué contemplando como si una vertiginosa estela de tiempo girara en torno a su cuerpo y, de pronto, yo la hubiera interrumpido para detenerla en el momento presente, sólo para mí. Ésa era la flamígera sensación que me invadía frente a su presencia, y ladeé la cabeza por unos segundos mientras me dejaba atrapar por sus ojos y la seguía memorizando con los míos, de repente con un extraño antojo de aprender latín sobre sus caderas y beberlo de entre sus muslos. ¿No podían intentar emborracharme con absenta mujeres como aquélla?
Dicen que por la noche todos los gatos son pardos, pero no mencionaron nada acerca de ti. Sin duda, lo habría agradecido más –hablé finalmente, sosteniendo su mirada felina por unos instantes más, antes de terminar de subir los peldaños que llegaban a mi puerta y quedar más próxima a su silueta-. También serás el gato mejor vestido que habrá pisado estas casuchas, ¿qué es lo que te trae por aquí? Si alguien como yo puede ayudarte en algo, es que tienes serios problemas.
¿Me conocería ese señor calvo de la esquina? ¿Habrían ido a parar a los ojos de la panadera mis locuras traficadas con tinta y pergamino? ¿El estudiante de derecho que vivía con cuatro francos al mes tendría tiempo para colar entre sus libros una copia de mi último panfletillo? De tanto en tanto, estaba tentada de propinarle un fuerte codazo al primer viandante con el que me cruzara y darle dos besos en la mejilla mientras le preguntaba su opinión acerca de las distintas formas de suicidarse con un pañuelo. ¡Hay que ver qué timidez, la suya! ¡Qué anonimato más exquisito, el mío! ¿Quién sería tan aburrido como para venir a sacarme de mi particular cascarilla? O mejor dicho: ¿Quién estaría dispuesto a superar ese entretenimiento? Era bastante discreta en mis visitas a la imprenta, a veces incluso pagaba a los niños que pedían en la iglesia para que fueran en mi lugar (y en algunas ocasiones, cuando eran niñas, antes que mis mendrugos de pan, querían como trueque los sombreros que tanto había disfrutado personalizando con tijeretazos o manchas de barro, ¡malditas bolas de bebés sifilíticos!). Sólo el editor con el que había tratado las primeras veces y que por aquel entonces me continuaba manteniendo, sabía identificar mi cara, pero mis escritos seguían costando una miseria ante su ambiguo éxito y dado que su deambular era tan pobre como mi economía, dudaba que nadie quisiera investigar acerca de su origen y quién los creaba. Por eso, la visita que recibí aquel día fue todavía más asombrosa. Y, efectivamente, más entretenida que mi anonimato.
Yo tendría veintidós o veintitrés años, hacía unos cinco que ya era algo parecido a una escritora, y aquella tarde de cielo prácticamente ennegrecido, regresaba tranquilamente a mi piso con una cantidad de alcohol en las venas que me tendría caminando con la cabeza en lugar de con los pies, si no hubiera pasado mi infancia con una madre que me hacía beberlo casi como única alternativa contra el frío. En la taberna más próxima, un par de hombretones (padre e hijo seguramente, me habría quedado otro rato a averiguar más sobre sus viciosas patologías de no ser porque se veía que querían cobrar mi curiosidad en carnes) me habían estado invitando a absenta, y medio inspirada por las burbujas y el sonido de las copas de cristal haciéndose añicos, ahora tan sólo me embargaba un agradable mareo que se iba disipando conforme me acercaba a mi último hogar. Al llegar, subí las escaleras entre pequeñas risitas y mira que no había forma de que estuviera borracha, pero el ridículo tan espontáneo de la embriaguez era tan común y tan ajeno a mi organismo que, a veces, necesitaba emularlo por envidia. Aunque cuando por fin llegué hasta la puerta y me encontré con que había alguien junto a ella, mis risitas enmudecieron lentamente para, con irónica seriedad, curvarse en una sonrisa, entre suspicaz y descarada.
La mujer que, si en vez de por el fallido alcohol, me dejaba embriagar por la lógica que en esos momentos apuntaba a mi favor, estaba esperándome, era de tal hermosura que habría podido hacerme dudar de mi sobriedad. La contemplé con la tranquilidad y la reflexión que ofrecían el enjuto espacio de las escaleras y el corto pasillo que nos recogía, y la continué contemplando como si una vertiginosa estela de tiempo girara en torno a su cuerpo y, de pronto, yo la hubiera interrumpido para detenerla en el momento presente, sólo para mí. Ésa era la flamígera sensación que me invadía frente a su presencia, y ladeé la cabeza por unos segundos mientras me dejaba atrapar por sus ojos y la seguía memorizando con los míos, de repente con un extraño antojo de aprender latín sobre sus caderas y beberlo de entre sus muslos. ¿No podían intentar emborracharme con absenta mujeres como aquélla?
Dicen que por la noche todos los gatos son pardos, pero no mencionaron nada acerca de ti. Sin duda, lo habría agradecido más –hablé finalmente, sosteniendo su mirada felina por unos instantes más, antes de terminar de subir los peldaños que llegaban a mi puerta y quedar más próxima a su silueta-. También serás el gato mejor vestido que habrá pisado estas casuchas, ¿qué es lo que te trae por aquí? Si alguien como yo puede ayudarte en algo, es que tienes serios problemas.
Arsénico- Fantasma
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Fecha de inscripción : 30/03/2013
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Re: The Knife of Nectar [Amanda Smith] |Flashback|
Como el veneno al que hacía referencia su misterioso nombre, que no dejaba traslucir ni siquiera un leve atisbo de su auténtica personalidad o incluso de su identidad, las palabras que impregnaban los papeles de mala calidad en los que se repartían sus misteriosas sentencias emponzoñaban la mente y lograban hacer intuir mundos diferentes, complicados en su ejecución, dolorosamente contradictorios y peligrosamente adictivos que podían hacer desear que, literalmente, el veneno fuera aquello que se bebiera. Cuando la primera vez que llegó a mis manos un panfleto firmado por “Arsénico” lo hojeé, por curiosidad, no pude imaginar el efecto que tiempo después sus palabras ejercerían sobre mi dañada mente, por el tiempo y las adversas circunstancias de la traición de Dragos, maldito fuera cien veces por intentar atentar contra mi vida. La apariencia que mantenía entonces, una vez había fingido la muerte de aquella que siempre había sido en París y que había dado paso, como un fénix, a una dama de la parte holandesa de Flandes, con los cabellos flamígeros como el gótico de la zona y un destacado interés por el arte de todo tipo, había nacido de la herida abierta que existía en mi pecho, allá donde quedaba la cicatriz de las acciones de Dragos, y mi mente no se había mostrado indiferente hacia el trauma. La ira que no había dejado de sentir desde que vi las primeras lenguas de fuego en mi mansión, como una peligrosa alegoría del color de mis cabellos y que podría ser el causante de mi destrucción, permanecía teñida entonces de desengaño, que le daba un sabor amargo y molesto para cuyo remedio me centré en mi adorado arte, incluso en aquellas artes decorativas y literarias que siempre me habían pasado más desapercibidas. Precisamente por esa decisión conseguí hacerme con el panfleto venenoso que había despertado mi obsesión, y fue exactamente esa nueva obsesión lo que le había dado, paradójicamente, capacidades curativas en mis recuerdos a las palabras del misterioso escritor.
Cuán irónico resultaba que alguien que respondiera al nombre de un bebedizo dañino pudiera haberse convertido en un remedio para las heridas de mi pasado, y cuán molesto resultaba a un tiempo ignorar la identidad de aquel que, caprichosamente, se escondía de los ojos de quienes admirábamos sus palabras y devorábamos sus escritos. Como si fuera aquellos de clases más bajas que, sin captar lo mismo que yo, sí sabían percibir la belleza mortífera que se escondía en aquellas palabras escritas en papeles baratos distribuidos de manera arbitraria para que no se identificara a su creador, sorprendentemente pronto me encontré entre sus más acérrimos admiradores, aquellos que deseaban fervientemente conocer la identidad de aquel o aquella de cuyo puño habían salido aquellas letras que centraban mis pensamientos en uno solo: su identidad. No obstante, poseía muchos más medios que ellos; incluso desposeída de mi antigua mansión, el palacete en el que había terminado por instalarme había atraído una pequeña nube de funcionarios sedientos de poder en quienes, por una módica suma de dinero de la que seguía disponiendo, podía confiar para llevar a cabo mis mandatos. Uno de ellos, el relacionado con averiguar la misteriosa identidad del no menos lleno de secretos autor de los panfletillos, llevó algo más tiempo que los demás, pero el resultado no fue por ello menos satisfactorio, puesto que sus averiguaciones me condujeron hasta un editor muerto de hambre que, por una suma de dinero nada desdeñable, aceptó decirme, aunque en su defensa cabe decir que me costó un tiempo sonsacárselo, de quién se trataba su protegido... ¿o debería decir protegida? Porque aquel que respondía al nombre de Arsénico, que era el único que le había dado para referirse a ella, era en realidad aquella, una mujer, una a quien yo ansiaba conocer con más intensidad que si fuera un hombre por haber sido capaz de salir adelante en un mundo dominado por ellos y en quien pronto centré mis esfuerzos para lograr concertar una cita.
Su residencia se encontraba en una de las zonas menos pujantes en términos monetarios de la ciudad de París, pero eso no suponía ningún impedimento para una determinación tan férrea como lo era la mía, centrada en la obsesiva idea de encontrarla para conocerla y proponerle mi mecenazgo. Su editor me había dado la idea de presentarme vestida como si fuera una habitantes más de aquellas copias modernas de las insulae romanas, pero había rechazado su sugerencia con elegancia y desdén porque parte de mí se negaba a ocultar más de mí, dado que ya estaba mintiendo hasta en lo referente a mi auténtica identidad. Por ello, dejé que el cabello rojo se dispersara en ondas suaves sobre mis hombros, e incluso sombreé mis ojos con kohl negro importado desde Egipto que, por algún motivo que desconocía, intensificaba sus tonos verdes más que los habituales azules de los que solían hacer gala. El engalanamiento casual de mi rostro lo acompañó también mi vestido, uno muy sencillo con sedas y rasos en diversos tonos de verde y cubiertos por un sobretodo en tonos más oscuros, negros y oliváceos, que ayudaba a disimular mi porte. De aquella guisa me conduje hasta su piso, y de aquella guisa también la encontré más como una aparición entre la miseria reinante que como una escritora cualquiera que hubiera sido afortunada en tal medida que había sabido aprovechar su talento para vivir del mismo. ¡Qué visión, qué hermosura! Sus cabellos dorados no desviaban la atención de sus intensísimas gemas azules, que me miraban con un arrebato parecido al mío hacia ella, pero fui capaz de disimular más rápidamente mi reacción al inclinar la cabeza en un saludo cortés, pendiente de cada uno de sus movimientos.
– Alguien como tú ya me ha ayudado, y lo que busco es recibir el regalo de un poco más de esa ayuda de la que tú me has hablado. Eres Arsénico, ¿no? Tu editor me dijo que podía encontrarte aquí. – repliqué, asimilando el trato de tú que ella había utilizado conmigo y dejando que fuera ella quien decidiera si me dejaba entrar o si, por el contrario, me negaba el paso a la intimidad de su hogar.
Cuán irónico resultaba que alguien que respondiera al nombre de un bebedizo dañino pudiera haberse convertido en un remedio para las heridas de mi pasado, y cuán molesto resultaba a un tiempo ignorar la identidad de aquel que, caprichosamente, se escondía de los ojos de quienes admirábamos sus palabras y devorábamos sus escritos. Como si fuera aquellos de clases más bajas que, sin captar lo mismo que yo, sí sabían percibir la belleza mortífera que se escondía en aquellas palabras escritas en papeles baratos distribuidos de manera arbitraria para que no se identificara a su creador, sorprendentemente pronto me encontré entre sus más acérrimos admiradores, aquellos que deseaban fervientemente conocer la identidad de aquel o aquella de cuyo puño habían salido aquellas letras que centraban mis pensamientos en uno solo: su identidad. No obstante, poseía muchos más medios que ellos; incluso desposeída de mi antigua mansión, el palacete en el que había terminado por instalarme había atraído una pequeña nube de funcionarios sedientos de poder en quienes, por una módica suma de dinero de la que seguía disponiendo, podía confiar para llevar a cabo mis mandatos. Uno de ellos, el relacionado con averiguar la misteriosa identidad del no menos lleno de secretos autor de los panfletillos, llevó algo más tiempo que los demás, pero el resultado no fue por ello menos satisfactorio, puesto que sus averiguaciones me condujeron hasta un editor muerto de hambre que, por una suma de dinero nada desdeñable, aceptó decirme, aunque en su defensa cabe decir que me costó un tiempo sonsacárselo, de quién se trataba su protegido... ¿o debería decir protegida? Porque aquel que respondía al nombre de Arsénico, que era el único que le había dado para referirse a ella, era en realidad aquella, una mujer, una a quien yo ansiaba conocer con más intensidad que si fuera un hombre por haber sido capaz de salir adelante en un mundo dominado por ellos y en quien pronto centré mis esfuerzos para lograr concertar una cita.
Su residencia se encontraba en una de las zonas menos pujantes en términos monetarios de la ciudad de París, pero eso no suponía ningún impedimento para una determinación tan férrea como lo era la mía, centrada en la obsesiva idea de encontrarla para conocerla y proponerle mi mecenazgo. Su editor me había dado la idea de presentarme vestida como si fuera una habitantes más de aquellas copias modernas de las insulae romanas, pero había rechazado su sugerencia con elegancia y desdén porque parte de mí se negaba a ocultar más de mí, dado que ya estaba mintiendo hasta en lo referente a mi auténtica identidad. Por ello, dejé que el cabello rojo se dispersara en ondas suaves sobre mis hombros, e incluso sombreé mis ojos con kohl negro importado desde Egipto que, por algún motivo que desconocía, intensificaba sus tonos verdes más que los habituales azules de los que solían hacer gala. El engalanamiento casual de mi rostro lo acompañó también mi vestido, uno muy sencillo con sedas y rasos en diversos tonos de verde y cubiertos por un sobretodo en tonos más oscuros, negros y oliváceos, que ayudaba a disimular mi porte. De aquella guisa me conduje hasta su piso, y de aquella guisa también la encontré más como una aparición entre la miseria reinante que como una escritora cualquiera que hubiera sido afortunada en tal medida que había sabido aprovechar su talento para vivir del mismo. ¡Qué visión, qué hermosura! Sus cabellos dorados no desviaban la atención de sus intensísimas gemas azules, que me miraban con un arrebato parecido al mío hacia ella, pero fui capaz de disimular más rápidamente mi reacción al inclinar la cabeza en un saludo cortés, pendiente de cada uno de sus movimientos.
– Alguien como tú ya me ha ayudado, y lo que busco es recibir el regalo de un poco más de esa ayuda de la que tú me has hablado. Eres Arsénico, ¿no? Tu editor me dijo que podía encontrarte aquí. – repliqué, asimilando el trato de tú que ella había utilizado conmigo y dejando que fuera ella quien decidiera si me dejaba entrar o si, por el contrario, me negaba el paso a la intimidad de su hogar.
Invitado- Invitado
Re: The Knife of Nectar [Amanda Smith] |Flashback|
Nada más escuchar sus cuidadas palabras de contestación, encontré mi propio embeleso en el de sus ojos verdes cuando los abordé en el acto, tan rápida y alarmante como un gamo a plena luz del sol. Claro que también podía ser sólo un fiel reflejo de la manera en la que yo no había dejado de contemplarla, porque su mirada seguía sin pertenecer a ese momento ni a ese lugar, fugaz y duradera, testigo de todo lo que yo ansiaba y ansío. Había una fuerza vetusta y casi omnisciente en ella, algo que me atraía con la misma facilidad que una herida abierta o que un suicidio a medio acabar, y que no se encontraba en nadie que hubiera conocido hasta ese instante. ¡Que me descosieran todos los sombreros allí mismo, de estar yo equivocada, y mira que era capaz de decir muchas tonterías, pero no cuando se trataba de mujeres!
¿Me conocía ella también? ¿Ella, ilustre diosa de ébano y cualquier material que se le antojara, antes que verduleros y estudiantes de clase media? ¿Podría ser tal la ocurrencia de mis escritos, que habían corrido una mayor suerte que la mía al ir a parar a sus manos? ¡Psché, menuda sarta de conflictos había conseguido formarme en un momento, e incitar a alguien como yo a retarse a sí misma tenía muchísimo coraje, incluso si lo había hecho sin saberlo ni quererlo! Aunque claro, ¿quién se iba a imaginar que yo iba a tener que enfrentarme a mis propios escritos para descifrar a esa misteriosa mujer? ¡Ahora ellos sabían más que yo y no me daba la gana! ¡No, señor! ¡Guerra a los pergaminos agujereados y a los callos de mis dedos!
Me acerqué más todavía cuando presentó sus intenciones del modo poético que este mundo tenía reservado para las personas menos conformistas, y yo ante eso no debía permanecer al margen. ¡Me encanta todo lo que vaya en contra de quedarse quieto y recibir las últimas sobras de la mesa! ¡Me había criado en los ambientes más pobres, pardiez, no me inculcaron precisamente la filosofía de desaprovechar algo que aunque escaso, sabía que era plato de buen gusto! Y mira que mi pobre y granujilla madre me había intentado meter con calzador y sin éxito otras muchas cosas, pero fíjate tú, ésa me debió de parecer entretenida o algo. ¡Cuánto menos derrochara, más descubriría! ¿O no funciona todo así, realmente?
De todas maneras, no era como si necesitara muchas excusas, por muy floridas y originalmente autodestructivas que fueran, para que mi cuerpo deseara la cercanía con aquella mujer, y mucho menos si me había cazado en pleno antojo de emular lo más parecido a la embriaguez del alcohol que nunca me tumbaría (su veneno no tenía nada que hacer contra el de mi nombre). Así que sin tambalearme, pero moviéndome como si fuera una pluma liviana que canturrea al viento, me coloqué finalmente a su lado con el pecho a pocos centímetros de su abrigo y apoyado sobre la puerta. Mi mejilla izquierda también estaba aplastada contra la madera para no dejar de mirar fijamente a mi nueva acompañante, mientras mi mano hacía girar la llave y se sostenía al pomo en el último instante antes de apartarme del todo y dar paso a mi querida leonera.
Mi ayuda siempre está esperando a que la desempolven. No todo el mundo tiene el valor suficiente para llamarla por su nombre, ni para buscarla conscientemente –aclaré (¿aclaré?) y me introduje directamente sin ni siquiera esperarla, algo realmente gracioso pues con ese mismo gesto le estaba confirmando que era bienvenida a la poca vergüenza de mi morada-. Aunque en mi opinión, ambas cosas van muy ligadas. Alguien tan entregado como para saber que necesita a una blasfema de la existencia seguramente también lo sea para ir tras ella. El hecho de estar vivos ya es suficiente represión, ¿no te parece? Quien se reprime más está pecando de redundante.
Continué caminando por la estancia a la vez que me guardaba distraídamente las llaves en mi escote y llegué a lo que habría sido bautizado como 'salón', de no ser por la falta de paredes y de muebles. Mi pisito carecía de ellos y parecía más bien una habitación grande, pero única, lejos de la grandilocuencia a la que mi invitada debía de estar acostumbrada. O no, si teníamos en cuenta a quién había ido a leer y a buscar. O si teníamos en cuenta el garbo con el que se desplazaba detrás de mí, tan digno de ensalzar que habría podido estar entre mis paredes desde el principio y no resultar chocante. O si teníamos en cuenta que a su presencia la respaldaba una fuerza mayor y que yo no era nadie para cuestionar una sensación tan embelesadora y retorcida. Y mejor frenarme entonces, o seguramente estaría toda la noche pensando en más formas para describirla y la idea no tenía nada de disparatado para mí, pero sí para las normas de cortesía. Eso, y que entonces era mucho mayor mi curiosidad por que siguiera contándome más.
En el centro, próximos a la ventana más espaciosa que había dejado abierta, tenía colocados cuatro amplios cojines, obsequio del último pelele que decía admirar mi belleza (dudaba que la de mis escritos), y ahuequé solazadamente mis muslos sobre dos de ellos. Desde ahí, volví a contemplarla con la misma comodidad en mi descaro y agarré una de las botellas de vino que había en el suelo todavía sin apartar la mirada de la mujer ni de la gracia ambigua de lo que decían mis gestos: que tenía plena libertad para moverse y ocupar los cojines a mi lado, pero yo no iba a mover mis ojos de los suyos. Y no sólo me iba a limitar a una zona, por supuesto. Con ella, nunca.
Podríamos brindar por nuestro encuentro, pero no sé dónde guardé los vasos. Quizá estén por la parte de tus cojines, compruébalo a ver –poco a poco, desenrosqué el tapón de la botella y ni siquiera con ésas mi vista dejó de estar fija en su rostro, tan esbelto y elegante en comparación a mis palabras y a mis acciones... Y eso me gustaba, me excitaba más-. Así que mi editor te ha contado dónde vivo, ¿eh? El pobre, con lo que gana conmigo no tiene ni para pagarse un orinal. ¿A qué te dedicas tú? Aparte de a los problemas de admirar a alguien que te ha hecho sentarte en unos cojines sobre el suelo y tiene los vasos escondidos en el mismo sitio –le hice un guiño y por fin blandí el tapón entre mis garras-. No ganarás mucha popularidad conmigo, ni siquiera cuando consiga suicidarme.
¿Me conocía ella también? ¿Ella, ilustre diosa de ébano y cualquier material que se le antojara, antes que verduleros y estudiantes de clase media? ¿Podría ser tal la ocurrencia de mis escritos, que habían corrido una mayor suerte que la mía al ir a parar a sus manos? ¡Psché, menuda sarta de conflictos había conseguido formarme en un momento, e incitar a alguien como yo a retarse a sí misma tenía muchísimo coraje, incluso si lo había hecho sin saberlo ni quererlo! Aunque claro, ¿quién se iba a imaginar que yo iba a tener que enfrentarme a mis propios escritos para descifrar a esa misteriosa mujer? ¡Ahora ellos sabían más que yo y no me daba la gana! ¡No, señor! ¡Guerra a los pergaminos agujereados y a los callos de mis dedos!
Me acerqué más todavía cuando presentó sus intenciones del modo poético que este mundo tenía reservado para las personas menos conformistas, y yo ante eso no debía permanecer al margen. ¡Me encanta todo lo que vaya en contra de quedarse quieto y recibir las últimas sobras de la mesa! ¡Me había criado en los ambientes más pobres, pardiez, no me inculcaron precisamente la filosofía de desaprovechar algo que aunque escaso, sabía que era plato de buen gusto! Y mira que mi pobre y granujilla madre me había intentado meter con calzador y sin éxito otras muchas cosas, pero fíjate tú, ésa me debió de parecer entretenida o algo. ¡Cuánto menos derrochara, más descubriría! ¿O no funciona todo así, realmente?
De todas maneras, no era como si necesitara muchas excusas, por muy floridas y originalmente autodestructivas que fueran, para que mi cuerpo deseara la cercanía con aquella mujer, y mucho menos si me había cazado en pleno antojo de emular lo más parecido a la embriaguez del alcohol que nunca me tumbaría (su veneno no tenía nada que hacer contra el de mi nombre). Así que sin tambalearme, pero moviéndome como si fuera una pluma liviana que canturrea al viento, me coloqué finalmente a su lado con el pecho a pocos centímetros de su abrigo y apoyado sobre la puerta. Mi mejilla izquierda también estaba aplastada contra la madera para no dejar de mirar fijamente a mi nueva acompañante, mientras mi mano hacía girar la llave y se sostenía al pomo en el último instante antes de apartarme del todo y dar paso a mi querida leonera.
Mi ayuda siempre está esperando a que la desempolven. No todo el mundo tiene el valor suficiente para llamarla por su nombre, ni para buscarla conscientemente –aclaré (¿aclaré?) y me introduje directamente sin ni siquiera esperarla, algo realmente gracioso pues con ese mismo gesto le estaba confirmando que era bienvenida a la poca vergüenza de mi morada-. Aunque en mi opinión, ambas cosas van muy ligadas. Alguien tan entregado como para saber que necesita a una blasfema de la existencia seguramente también lo sea para ir tras ella. El hecho de estar vivos ya es suficiente represión, ¿no te parece? Quien se reprime más está pecando de redundante.
Continué caminando por la estancia a la vez que me guardaba distraídamente las llaves en mi escote y llegué a lo que habría sido bautizado como 'salón', de no ser por la falta de paredes y de muebles. Mi pisito carecía de ellos y parecía más bien una habitación grande, pero única, lejos de la grandilocuencia a la que mi invitada debía de estar acostumbrada. O no, si teníamos en cuenta a quién había ido a leer y a buscar. O si teníamos en cuenta el garbo con el que se desplazaba detrás de mí, tan digno de ensalzar que habría podido estar entre mis paredes desde el principio y no resultar chocante. O si teníamos en cuenta que a su presencia la respaldaba una fuerza mayor y que yo no era nadie para cuestionar una sensación tan embelesadora y retorcida. Y mejor frenarme entonces, o seguramente estaría toda la noche pensando en más formas para describirla y la idea no tenía nada de disparatado para mí, pero sí para las normas de cortesía. Eso, y que entonces era mucho mayor mi curiosidad por que siguiera contándome más.
En el centro, próximos a la ventana más espaciosa que había dejado abierta, tenía colocados cuatro amplios cojines, obsequio del último pelele que decía admirar mi belleza (dudaba que la de mis escritos), y ahuequé solazadamente mis muslos sobre dos de ellos. Desde ahí, volví a contemplarla con la misma comodidad en mi descaro y agarré una de las botellas de vino que había en el suelo todavía sin apartar la mirada de la mujer ni de la gracia ambigua de lo que decían mis gestos: que tenía plena libertad para moverse y ocupar los cojines a mi lado, pero yo no iba a mover mis ojos de los suyos. Y no sólo me iba a limitar a una zona, por supuesto. Con ella, nunca.
Podríamos brindar por nuestro encuentro, pero no sé dónde guardé los vasos. Quizá estén por la parte de tus cojines, compruébalo a ver –poco a poco, desenrosqué el tapón de la botella y ni siquiera con ésas mi vista dejó de estar fija en su rostro, tan esbelto y elegante en comparación a mis palabras y a mis acciones... Y eso me gustaba, me excitaba más-. Así que mi editor te ha contado dónde vivo, ¿eh? El pobre, con lo que gana conmigo no tiene ni para pagarse un orinal. ¿A qué te dedicas tú? Aparte de a los problemas de admirar a alguien que te ha hecho sentarte en unos cojines sobre el suelo y tiene los vasos escondidos en el mismo sitio –le hice un guiño y por fin blandí el tapón entre mis garras-. No ganarás mucha popularidad conmigo, ni siquiera cuando consiga suicidarme.
Arsénico- Fantasma
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Re: The Knife of Nectar [Amanda Smith] |Flashback|
La estela de sus movimientos resultaba tan embriagadora como la esencia de su nombre, el aroma que se desprendía de las palabras escritas en papel barato y tinta mala con una calidad que sobrepasaba los escasos medios de los que se valía para hacer llegar su obra: esa era Arsénico, la leyenda; la que se encontraba frente a mí era Arsénico, la mujer, ¡y qué mujer! Su actitud absolutamente carente de todo refinamiento y llena de tal desparpajo que incluso a mí me dejaba boquiabierta, o lo haría de no haber asimilado quizá un poco demasiado los modales de una época tan recatada y mojigata como la que vivíamos a la hora de expresar mis emociones, era tan magnética que ni siquiera me planteé por un instante postergar el momento de penetrar en su intimidad, en la de su hogar por lo pronto. En cualquier caso, otra parte de mí me recordaba que no había lugar para una reunión de negocios en un pasillo sucio que no fuera infinitamente inferior al que se encontrara en una habitación de una casa, aunque ésta careciera del refinamiento del pan de oro, los grutescos y las pinturas al fresco a los que yo acostumbraba. ¡Cuán vacía me parecía ahora la exuberante y rococó decoración de Versalles! El estilo del rey sol deslumbraba con apariencias normalmente vacías, que no hacían sino tratar de imitar el esplendor del auténtico barroco de la Península Itálica, y que enfrentadas con la simpleza casi minimalista de una hermosa mujer quedaban en agua de borrajas, un intento patético de impresionar a lo grande para compensar la falta de argumentos a la hora de hacerlo por las buenas. Aquella era una actitud tan masculina que la de Arsénico, tan directa como ella, se me antojó fresca como el agua del estanque del que trata de beber Latona, sin que hubiera sin embargo más campesinos enfurecidos que intentaran prohibirme acceder a ella que sus palabras acerca del suicidio.
– La única petite mort que ansío es la que ocurre tras un encuentro carnal particularmente intenso, no aquella que signifique decir adiós para siempre a la vida. Por favor, permitidme. – opiné, aunque resultara absolutamente irónico que alguien a quien habitualmente se considera un no muerto fuera de una opinión tal respecto a la vida, y alargué la mano para que ella fuera quien me ayudara a sentarme sobre los cojines. Por supuesto, el gesto no era necesario ni siquiera remotamente, aunque ella fuera más joven que yo (curioso pensamiento, que Arsénico me hubiera hecho retrotraerme a mi auténtica edad y no a la eterna veintena que aparentaba poseer) mi fuerza y agilidad eran superiores por mi condición, pero ansiaba su contacto aunque sólo fuera de refilón, y el roce de su piel cálida contra la mía, gélida, bastó para satisfacer todos los anhelos que antes de verla ni siquiera sabía que tenía. Con el vestido extendido por completo a mi alrededor, me apoyé con suavidad en los cojines, insuficiente para escuchar el sonido del cristal resquebrajándose como habría sucedido de haber querido romper los vasos de los que ella me había hablado, hacía unos instantes. ¿Cómo sería el vino? O, mejor, ¿cómo sabría el vino bebido directamente de sus labios cálidos y ardientes, sedientos de mí más que de la bebida que ella estaba manipulando? De pronto esa respuesta se me antojó muchísimo más interesante que la de cualquier otra pregunta que pudiera hacerle, incluso aunque dichas preguntas nacieran de la curiosidad más genuina posible, como lo había sido seguramente la suya al preguntarme a qué me dedicaba. Una sonrisa desviada se me grabó en los labios al contemplar, por un momento, decirle la verdad absoluta, que al ser una vampiresa había acumulado millones de riquezas y no necesitaba trabajar, pero estaba segura de que eso no bastaría, pues ni siquiera para mí resultaba una respuesta mínimamente satisfactoria o que pudiera satisfacer su evidente curiosidad sobre mí.
– Me dedico a una gran variedad de negocios, aquí y allí. Poseo latifundios, ricas tierras en zonas agrícolas que me ayudan a sostenerme hasta que encuentre un marido que lo pueda hacer más respetable ante los ojos de la sociedad. Mi gran pasión no obstante es el mecenazgo, estoy sumamente interesada en el mundo del arte y aprecio cada una de sus manifestaciones, incluso las literarias. De hecho, es precisamente por las literarias que me he tomado tanto interés en buscaros. – expuse, clara y sucintamente, y para cuando ella ya hubo bebido de la botella ante mi escaso o más bien nulo interés por buscar un vaso, la cogí yo de entre sus dedos y la llevé a mis labios para que el líquido me bajara por la garganta como un sustitutivo malo y barato de la sangre. Entonces, sin ser invitado, un pensamiento rebelde se me coló una vez más en la vorágine de imágenes y sensaciones que ya existía en mi cerebro, algo que me obligaba a preguntarme cómo sabría su sangre y si sería tan deliciosa como me lo parecía ella y como, estaba segura, Arsénico sabría ante los labios de aquellos afortunados que pudieran probarla, como yo deseaba. Con tal idea escapando del control férreo que hasta aquel momento había puesto a mi mundo interior, tuve un instante de descontrol que me provocó que una lágrima del vino cayera de mis labios por mi barbilla, luego por mi cuello y finalmente hasta mi escote, que ya estaba a la vista por haberme deshecho de mi sobretodo en algún momento indeterminado desde mi entrada hasta mi acomodación. Sin dar tiempo a ideas que solamente después podrían y deberían tener lugar, uno de mis dedos recorrió el camino de la gota y después la devolvió a mis labios, que en cuanto la absorbieron se curvaron en una nueva sonrisa, esta vez dirigida, como todas aquella noche, a ella en exclusiva.
– No deseo la popularidad, solamente satisfacer mis carencias emocionales, intelectuales y artísticas, especialmente las que tú con tus palabras logras mitigar. Deseo más de tus escritos, Arsénico. ¿Hay alguna manera de que podamos llegar a un acuerdo? – propuse, con tono suave como el terciopelo y sin segundas intenciones.
– La única petite mort que ansío es la que ocurre tras un encuentro carnal particularmente intenso, no aquella que signifique decir adiós para siempre a la vida. Por favor, permitidme. – opiné, aunque resultara absolutamente irónico que alguien a quien habitualmente se considera un no muerto fuera de una opinión tal respecto a la vida, y alargué la mano para que ella fuera quien me ayudara a sentarme sobre los cojines. Por supuesto, el gesto no era necesario ni siquiera remotamente, aunque ella fuera más joven que yo (curioso pensamiento, que Arsénico me hubiera hecho retrotraerme a mi auténtica edad y no a la eterna veintena que aparentaba poseer) mi fuerza y agilidad eran superiores por mi condición, pero ansiaba su contacto aunque sólo fuera de refilón, y el roce de su piel cálida contra la mía, gélida, bastó para satisfacer todos los anhelos que antes de verla ni siquiera sabía que tenía. Con el vestido extendido por completo a mi alrededor, me apoyé con suavidad en los cojines, insuficiente para escuchar el sonido del cristal resquebrajándose como habría sucedido de haber querido romper los vasos de los que ella me había hablado, hacía unos instantes. ¿Cómo sería el vino? O, mejor, ¿cómo sabría el vino bebido directamente de sus labios cálidos y ardientes, sedientos de mí más que de la bebida que ella estaba manipulando? De pronto esa respuesta se me antojó muchísimo más interesante que la de cualquier otra pregunta que pudiera hacerle, incluso aunque dichas preguntas nacieran de la curiosidad más genuina posible, como lo había sido seguramente la suya al preguntarme a qué me dedicaba. Una sonrisa desviada se me grabó en los labios al contemplar, por un momento, decirle la verdad absoluta, que al ser una vampiresa había acumulado millones de riquezas y no necesitaba trabajar, pero estaba segura de que eso no bastaría, pues ni siquiera para mí resultaba una respuesta mínimamente satisfactoria o que pudiera satisfacer su evidente curiosidad sobre mí.
– Me dedico a una gran variedad de negocios, aquí y allí. Poseo latifundios, ricas tierras en zonas agrícolas que me ayudan a sostenerme hasta que encuentre un marido que lo pueda hacer más respetable ante los ojos de la sociedad. Mi gran pasión no obstante es el mecenazgo, estoy sumamente interesada en el mundo del arte y aprecio cada una de sus manifestaciones, incluso las literarias. De hecho, es precisamente por las literarias que me he tomado tanto interés en buscaros. – expuse, clara y sucintamente, y para cuando ella ya hubo bebido de la botella ante mi escaso o más bien nulo interés por buscar un vaso, la cogí yo de entre sus dedos y la llevé a mis labios para que el líquido me bajara por la garganta como un sustitutivo malo y barato de la sangre. Entonces, sin ser invitado, un pensamiento rebelde se me coló una vez más en la vorágine de imágenes y sensaciones que ya existía en mi cerebro, algo que me obligaba a preguntarme cómo sabría su sangre y si sería tan deliciosa como me lo parecía ella y como, estaba segura, Arsénico sabría ante los labios de aquellos afortunados que pudieran probarla, como yo deseaba. Con tal idea escapando del control férreo que hasta aquel momento había puesto a mi mundo interior, tuve un instante de descontrol que me provocó que una lágrima del vino cayera de mis labios por mi barbilla, luego por mi cuello y finalmente hasta mi escote, que ya estaba a la vista por haberme deshecho de mi sobretodo en algún momento indeterminado desde mi entrada hasta mi acomodación. Sin dar tiempo a ideas que solamente después podrían y deberían tener lugar, uno de mis dedos recorrió el camino de la gota y después la devolvió a mis labios, que en cuanto la absorbieron se curvaron en una nueva sonrisa, esta vez dirigida, como todas aquella noche, a ella en exclusiva.
– No deseo la popularidad, solamente satisfacer mis carencias emocionales, intelectuales y artísticas, especialmente las que tú con tus palabras logras mitigar. Deseo más de tus escritos, Arsénico. ¿Hay alguna manera de que podamos llegar a un acuerdo? – propuse, con tono suave como el terciopelo y sin segundas intenciones.
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Re: The Knife of Nectar [Amanda Smith] |Flashback|
Como toda verdad que resbala por el filo de una mentira, al igual que las mentiras guardan su reputación al ocultar las verdades más embusteras y tímidas, esa mujer se había introducido en mi vida cual obra de arte falsificada que sólo es descubierta porque supera con creces a la original. Deseaba conocer su nombre y a mí los nombres habían dejado de importarme hacía mucho tiempo, cuando la razón y sus artefactos dejaron de colmarme y se acercaron a mí sólo por pura cortesía, por puros convencionalismos necesarios para la vida moderna. Por eso hacía también mucho tiempo que había dejado de vivir como vivían todos, como se suponía que había que vivir. Por eso, porque me di cuenta de todo antes incluso de educarme en las costumbres del mundo, esa petite mort que había sido mencionada se parecía mucho más a mí de lo que sería capaz de encontrar con oxígeno en el cerebro. Sin embargo, aquella mujer, su aparición, su imagen, su idea, acababan de conseguir despertar mi curiosidad humana en mitad de las monstruosidades más inhumanas de mi insolencia. ¿Qué podía ser eso, sino una perfecta demostración de que aún no era el momento definitivo para cortarme las venas o meter la cabeza en el horno? Más adelante, aquel embeleso femenino me haría descubrir ironías tan deliciosas acerca de su 'auténtica' identidad, que me llevaría esa certeza de triunfo al mismísimo limbo. ¡Oh, qué vicio por las dicotomías podía llegar a albergar mi desfachatez!
Ah, 'decir adiós para siempre a la vida'. Suena demasiado dramático, hasta para lo que alguien como yo ansía. No obstante, me gusta cómo suena. ¿Ves con qué cruz tengo que cargar? No puedo estar de acuerdo conmigo misma, ni siquiera para garantizarme aunque sólo sea una aliada, como si me faltaran detractores en esta existencia de buenas formas y razones… –comenté, mientras para ayudarla a sentarse el peso de sus dedos se fundía momentáneamente con los míos y hacía aparecer toda clase de fantasías con las que ahora también podría saciarse el sentido del tacto- No, lo cierto es que ni pensando tan a menudo en el salto definitivo al vacío me gustaría despedirme del todo de esto. ¿Crees que sea mucho pedir? Ya sé que yo siempre pido mucho, pero si conoces algo de lo que he escrito, bueno, sabrás también que no puedo evitarlo.
Tampoco podía ni quería parar de mirarla, y el contemplarla con los ojos de un descaro tan desconsiderado como necesario se convirtió en un complemento más de mi sola imagen, al servicio absoluto de las libertades y el provecho de que hubiera acabado allí, por y para mí. Que no es que me lo estuviera inventando, a pesar de que inventar me gustara casi tanto como su cuerpo, pues ella misma se encargaba a cada momento de completarme la munición y todo mi desparpajo quedaba al descubierto sólo porque deseaba dedicárselo única y exclusivamente a esa esbelta fémina de clase alta. Altas estarían otras cosas, si yo hubiera nacido varón… Qué divertido y convencional hubiera sido a la vez, oh la la.
Vaya por Dios -me lamenté, con esa entonación de commedia dell'arte que tan extrañamente sincera sonaba cuando salía de mí, y di también un sorbo al vaso de vino sin perderme por ello uno solo de los movimientos de su rostro o de su perfecta silueta sentada sobre la hermosa decadencia de mis cojines, que tan poco honor debían de hacerle a ojos de una mente juiciosa y sana-. No me digas eso, un triste y aburrido 'marido'. Tienes que ser realmente ambiciosa para permitir que algo así acceda a tu beldad, y no me refiero sólo a la física, no soy tan sencilla. Aunque espera, eso también debes de saberlo… -apunté y chasqué la lengua para profundizar en el sabor del vino- ¡Qué faena, sabes mucho más de mí que yo de ti, no es algo que me pase todos los días! Nadie me conoce, ¿sabes? Es curioso pensar que alguien de tu envergadura pueda aproximarse a ello...
El vacío de mi casa y la vastedad de su belleza formaban una espiral de paralelismos en la que llevaba mucho tiempo perdida, y todo se volvió todavía más del revés cuando la gota de mi vino se transformó en mi primera compinche de la noche al escaparse de su boca y me brindó la excusa más limpia para que mi vista recorriera la zona de sus pechos. Claro que a decir verdad, dicha compinche llegaba ligeramente con retraso y mi mirada fue incluso más veloz que el descenso de la gota carmesí. ¿Qué culpa tenía, si era más lenta que el caballo del malo después de un festín de heno? ¡Chs, menuda compinche! ¡Compinche sólo era aquella invitada imprevista a la que tampoco le hacían verdadera falta los formalismos! Y así de claro lo dejó cuando su dedo y su lengua pusieron fin a la ilusa vulgaridad del vino rociado en su piel… Más cosas mías que terminaban en sus manos y continuaban alimentando mi indirecta frustración. ¡Ay, ay, ay!
Yo también deseo más de mis escritos, y muy poco de popularidad. Con eso en común, un acuerdo debe de ser algo soporíferamente fácil para nosotras –argumenté (¿lo hice?) y me permití llenar de nuevo su vaso al verlo apunto de acabarse, en tanto mi otra mano seguía sosteniendo el mío-. ¿Cuáles son tus intenciones? Sin formalismos, sin tapujos. Habrás acudido aquí con una idea preconcebida de cómo era la persona que se escondía tras el nombre de Arsénico y me gustaría saber qué aspecto, qué cara tenía: ¿Qué es lo que sueles prepararte para hacer en estos casos, querida mecenas? Así podremos ver en qué se adecúa a lo que yo soy y si me interesa por eso mismo, o por todo lo contrario –concluí casi de un tirón, y acto seguido, agaché la cabeza, pues tenía ambas manos ocupadas, y bebí del vaso que acababa de servirle, lo que permitió que mis labios sintieran también qué tal era la proximidad de sus dedos.
Ah, 'decir adiós para siempre a la vida'. Suena demasiado dramático, hasta para lo que alguien como yo ansía. No obstante, me gusta cómo suena. ¿Ves con qué cruz tengo que cargar? No puedo estar de acuerdo conmigo misma, ni siquiera para garantizarme aunque sólo sea una aliada, como si me faltaran detractores en esta existencia de buenas formas y razones… –comenté, mientras para ayudarla a sentarse el peso de sus dedos se fundía momentáneamente con los míos y hacía aparecer toda clase de fantasías con las que ahora también podría saciarse el sentido del tacto- No, lo cierto es que ni pensando tan a menudo en el salto definitivo al vacío me gustaría despedirme del todo de esto. ¿Crees que sea mucho pedir? Ya sé que yo siempre pido mucho, pero si conoces algo de lo que he escrito, bueno, sabrás también que no puedo evitarlo.
Tampoco podía ni quería parar de mirarla, y el contemplarla con los ojos de un descaro tan desconsiderado como necesario se convirtió en un complemento más de mi sola imagen, al servicio absoluto de las libertades y el provecho de que hubiera acabado allí, por y para mí. Que no es que me lo estuviera inventando, a pesar de que inventar me gustara casi tanto como su cuerpo, pues ella misma se encargaba a cada momento de completarme la munición y todo mi desparpajo quedaba al descubierto sólo porque deseaba dedicárselo única y exclusivamente a esa esbelta fémina de clase alta. Altas estarían otras cosas, si yo hubiera nacido varón… Qué divertido y convencional hubiera sido a la vez, oh la la.
Vaya por Dios -me lamenté, con esa entonación de commedia dell'arte que tan extrañamente sincera sonaba cuando salía de mí, y di también un sorbo al vaso de vino sin perderme por ello uno solo de los movimientos de su rostro o de su perfecta silueta sentada sobre la hermosa decadencia de mis cojines, que tan poco honor debían de hacerle a ojos de una mente juiciosa y sana-. No me digas eso, un triste y aburrido 'marido'. Tienes que ser realmente ambiciosa para permitir que algo así acceda a tu beldad, y no me refiero sólo a la física, no soy tan sencilla. Aunque espera, eso también debes de saberlo… -apunté y chasqué la lengua para profundizar en el sabor del vino- ¡Qué faena, sabes mucho más de mí que yo de ti, no es algo que me pase todos los días! Nadie me conoce, ¿sabes? Es curioso pensar que alguien de tu envergadura pueda aproximarse a ello...
El vacío de mi casa y la vastedad de su belleza formaban una espiral de paralelismos en la que llevaba mucho tiempo perdida, y todo se volvió todavía más del revés cuando la gota de mi vino se transformó en mi primera compinche de la noche al escaparse de su boca y me brindó la excusa más limpia para que mi vista recorriera la zona de sus pechos. Claro que a decir verdad, dicha compinche llegaba ligeramente con retraso y mi mirada fue incluso más veloz que el descenso de la gota carmesí. ¿Qué culpa tenía, si era más lenta que el caballo del malo después de un festín de heno? ¡Chs, menuda compinche! ¡Compinche sólo era aquella invitada imprevista a la que tampoco le hacían verdadera falta los formalismos! Y así de claro lo dejó cuando su dedo y su lengua pusieron fin a la ilusa vulgaridad del vino rociado en su piel… Más cosas mías que terminaban en sus manos y continuaban alimentando mi indirecta frustración. ¡Ay, ay, ay!
Yo también deseo más de mis escritos, y muy poco de popularidad. Con eso en común, un acuerdo debe de ser algo soporíferamente fácil para nosotras –argumenté (¿lo hice?) y me permití llenar de nuevo su vaso al verlo apunto de acabarse, en tanto mi otra mano seguía sosteniendo el mío-. ¿Cuáles son tus intenciones? Sin formalismos, sin tapujos. Habrás acudido aquí con una idea preconcebida de cómo era la persona que se escondía tras el nombre de Arsénico y me gustaría saber qué aspecto, qué cara tenía: ¿Qué es lo que sueles prepararte para hacer en estos casos, querida mecenas? Así podremos ver en qué se adecúa a lo que yo soy y si me interesa por eso mismo, o por todo lo contrario –concluí casi de un tirón, y acto seguido, agaché la cabeza, pues tenía ambas manos ocupadas, y bebí del vaso que acababa de servirle, lo que permitió que mis labios sintieran también qué tal era la proximidad de sus dedos.
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Re: The Knife of Nectar [Amanda Smith] |Flashback|
Un extraño sentimiento de dulce posesión se extendió por mis venas, impulsado por cada uno de los lánguidos latidos de mi supuestamente muerto corazón, cuando ella afirmó que no deseaba tanto la fama como sí deseaba seguir escribiendo aquellas palabras que combinaba con maestría. Mi mente había hecho una extraña asociación de ideas ante su afirmación, como me sucedía cada vez que leía algún manuscrito que llevara su firma aunque ésta no fuera su nombre sino su estilo, y mi primer pensamiento al respecto había sido alegrarme porque, así, mi protegida podría seguir siendo para mí. Curioso cómo funciona la mente de una, ¿no es cierto? En mi larga existencia había encontrado numerosas reglas generales por las que parecía regirse el comportamiento de los seres humanos con los que convivía, pero en ocasiones seguía sorprendiéndome, tanto por las extrañas contradicciones que existían en los demás como por las que se daban en mi seno. Por eso la comprendía a la perfección cuando afirmaba que no podía ponerse de acuerdo consigo misma, ya que ese era un rasgo de la cultura francesa (o de la raza humana en general, aún no lo había decidido) del que yo participaba tan intensamente como los demás. ¿Realmente me encontraba tan lejos de ella como en un primer vistazo podía parecerlo? Yo, llegada a aquella coyuntura, empezaba a dudarlo, por mucho que efectivamente siquiera siendo una vampiresa y ella una humana, mas no una simple humana, porque Arsénico de simple tenía lo que los vampiros de criaturas diurnas: nada en absoluto. Si nos arrancábamos las diferencias superficiales que desde luego existían, en el fondo solamente éramos dos mujeres perdidas que buscaban la manera de encontrarse a sí mismas de distintas maneras: ella mediante la escritura; yo mediante el mecenazgo, que en ocasiones también me conducía hasta la escritura. Con tales preámbulos, parecía evidente que el trato que íbamos a encontrar vendría hasta nosotras de manera natural, y el hecho de que ella misma lo hubiera intuido con tanta facilidad no hacía sino aumentar su valía ante mis ojos, que ya se encontraban particularmente encantados por todo lo que estaban percibiendo.
– Mi posición suele asemejarse a la de un general, siempre que me embarco en la misión de ofrecer mecenazgo a alguien cuyos talentos me han interesado. Habitualmente consigo la mayor información posible de la persona en cuestión para poder saber qué puedo ofrecer a cambio de obtener lo que deseo. Así me aseguro de que el trato pueda ser beneficioso para ambas partes, y por tanto lo más justo posible. En caso de que mis informaciones iniciales no hagan justicia a la persona con quien deseo tratar... bueno. Intento guardarme algún as en la manga, pero normalmente prefiero confiar en lo que me transmita la persona en cuestión. – respondí, dando vueltas al vino en la copa sin fijarme demasiado bien en las lágrimas que se iban adhiriendo al cristal. Conocía el fenómeno a la perfección, lo suficiente para no necesitar fijarme en él, y por ese motivo podía centrar mi atención a la perfección en ella, en aquella diosa pagana de cabellos de oro que tan bien parecía haber conectado conmigo. ¿Se trataría de aquellas similitudes que había percibido que compartíamos o simplemente era cuestión de un capricho del destino, a quien se le había antojado que nos lleváramos a las mil maravillas? Lo ignoraba, pero la respuesta a aquel dilema no me apremiaba particularmente, puesto que prefería en vez de perder tiempo discurriendo al respecto beber de su compañía, mucho más dulce y gratificante que cualquier elixir, ambrosía incluida. ¿Qué tenía, para resultar tan absolutamente abrumadora? Era algo en su mirada, probablemente, en aquel cristal azul que mostraba un interior tan complejo como subyugante; era algo en su actitud curiosa, abierta y absolutamente cordial hacia mí, aunque probablemente no fuera así con todo aquel que se le acercaba, fueran cuales fuesen sus intenciones. Me sentía incapaz de poner el dedo exactamente sobre el factor en el que se basaba su atractivo, no enteramente relacionado con su belleza física pero sí intrínsecamente relacionado con éste, y aun así lo respetaba y lo apreciaba porque era el motivo de mi cambio de actitud respecto a cualquier otra situación de mecenazgo en la que me hubiera encontrado hasta entonces.
– En tu caso, querida Arsénico, las cosas son totalmente diferentes. Tu arte me ha subyugado de una manera que habitualmente no consigue ninguno de mis nuevos protegidos, y por ese motivo estoy dispuesta a llegar a más extremos de lo normal para asegurarme de que continúas escribiendo. Pide lo que desees. En la medida de mi posibilidades te será concedido. – expuse, dejando la copa frente a mí, en el suelo, y mirándola con mi total atención centrada en cualquier posible reacción que pudiera tener respecto a mi ofrecimiento. Probablemente no fuera consciente del calado real de mis palabras, del hecho de que cuando decía “lo que desees” me refería a absolutamente cualquier cosa que entrara en el reino de lo posible, pero si aceptaba mi ofrecimiento (y nada me decía que no fuera a hacerlo) se daría cuenta de la seriedad de lo que había ofertado. ¿Estaría dispuesta a llegar a cualquier extremo, como lo estaba yo, por conseguir lo que deseaba? Ella insistía en que no me conocía como yo a ella, pero había averiguado desde un primer momento mi ambición, que era uno de los rasgos más evidentes de mi personalidad desde que había tenido la posibilidad de desarrollarla a mi manera, no determinada por otros. Si su intuición le había valido para obtener una impresión tan certera, ¿qué habría de mí que ella no supiera ya, o al menos que se imaginara? Me gustaba considerarme un misterio a resolver, pues esa actitud siempre me permitía tener cierta ventaja sobre mi rival, pero que ella con toda la facilidad del mundo me estuviera desentrañando me era... extraño. Desde luego, no desagradable; ella podía permitirse algunas licencias que no estaban al alcance de cualquiera, como estaba empezando a darme cuenta, y yo no se lo negaría. ¿Por qué, una vez más, esa humana tenía un efecto tan intenso en mí? Quizá, al final, empezaría a interesarme la respuesta...
– Mi posición suele asemejarse a la de un general, siempre que me embarco en la misión de ofrecer mecenazgo a alguien cuyos talentos me han interesado. Habitualmente consigo la mayor información posible de la persona en cuestión para poder saber qué puedo ofrecer a cambio de obtener lo que deseo. Así me aseguro de que el trato pueda ser beneficioso para ambas partes, y por tanto lo más justo posible. En caso de que mis informaciones iniciales no hagan justicia a la persona con quien deseo tratar... bueno. Intento guardarme algún as en la manga, pero normalmente prefiero confiar en lo que me transmita la persona en cuestión. – respondí, dando vueltas al vino en la copa sin fijarme demasiado bien en las lágrimas que se iban adhiriendo al cristal. Conocía el fenómeno a la perfección, lo suficiente para no necesitar fijarme en él, y por ese motivo podía centrar mi atención a la perfección en ella, en aquella diosa pagana de cabellos de oro que tan bien parecía haber conectado conmigo. ¿Se trataría de aquellas similitudes que había percibido que compartíamos o simplemente era cuestión de un capricho del destino, a quien se le había antojado que nos lleváramos a las mil maravillas? Lo ignoraba, pero la respuesta a aquel dilema no me apremiaba particularmente, puesto que prefería en vez de perder tiempo discurriendo al respecto beber de su compañía, mucho más dulce y gratificante que cualquier elixir, ambrosía incluida. ¿Qué tenía, para resultar tan absolutamente abrumadora? Era algo en su mirada, probablemente, en aquel cristal azul que mostraba un interior tan complejo como subyugante; era algo en su actitud curiosa, abierta y absolutamente cordial hacia mí, aunque probablemente no fuera así con todo aquel que se le acercaba, fueran cuales fuesen sus intenciones. Me sentía incapaz de poner el dedo exactamente sobre el factor en el que se basaba su atractivo, no enteramente relacionado con su belleza física pero sí intrínsecamente relacionado con éste, y aun así lo respetaba y lo apreciaba porque era el motivo de mi cambio de actitud respecto a cualquier otra situación de mecenazgo en la que me hubiera encontrado hasta entonces.
– En tu caso, querida Arsénico, las cosas son totalmente diferentes. Tu arte me ha subyugado de una manera que habitualmente no consigue ninguno de mis nuevos protegidos, y por ese motivo estoy dispuesta a llegar a más extremos de lo normal para asegurarme de que continúas escribiendo. Pide lo que desees. En la medida de mi posibilidades te será concedido. – expuse, dejando la copa frente a mí, en el suelo, y mirándola con mi total atención centrada en cualquier posible reacción que pudiera tener respecto a mi ofrecimiento. Probablemente no fuera consciente del calado real de mis palabras, del hecho de que cuando decía “lo que desees” me refería a absolutamente cualquier cosa que entrara en el reino de lo posible, pero si aceptaba mi ofrecimiento (y nada me decía que no fuera a hacerlo) se daría cuenta de la seriedad de lo que había ofertado. ¿Estaría dispuesta a llegar a cualquier extremo, como lo estaba yo, por conseguir lo que deseaba? Ella insistía en que no me conocía como yo a ella, pero había averiguado desde un primer momento mi ambición, que era uno de los rasgos más evidentes de mi personalidad desde que había tenido la posibilidad de desarrollarla a mi manera, no determinada por otros. Si su intuición le había valido para obtener una impresión tan certera, ¿qué habría de mí que ella no supiera ya, o al menos que se imaginara? Me gustaba considerarme un misterio a resolver, pues esa actitud siempre me permitía tener cierta ventaja sobre mi rival, pero que ella con toda la facilidad del mundo me estuviera desentrañando me era... extraño. Desde luego, no desagradable; ella podía permitirse algunas licencias que no estaban al alcance de cualquiera, como estaba empezando a darme cuenta, y yo no se lo negaría. ¿Por qué, una vez más, esa humana tenía un efecto tan intenso en mí? Quizá, al final, empezaría a interesarme la respuesta...
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Re: The Knife of Nectar [Amanda Smith] |Flashback|
Las personas a las que quiero, no tienen suerte. ¿No tienen suerte porque las quiero, o las quiero porque no tienen suerte? Seguramente ya las quiera sólo porque me hacen llegar a esa clase de preguntas tan enrevesadas y, por encima de todo, problemáticas. ¿Para ellos o para mí? ¿Veis a lo que me refiero? (y no, no, esta última no es una de ésas, tranquilos) Aquella mujer que acababa de entrar en mi casa y en mi vida pudo corroborarlo, mucho antes de tratar directamente con los efectos del veneno de mi nombre, y seguramente también pueda seguir haciéndolo en el momento presente, igual de eterna que la petite mort de la que había hablado, con el aliento de la expiración en sus labios nada pálidos, nada quietos, nada silenciados...
¿Cómo no iba a sucumbir a sus encantos, si por fin tenía ante mí a la primera prueba palpable de que para mi locura había una respuesta, de que mis obsesiones acabarían por encontrar refugio en algo que aunque distinto, sería tan real y atroz como su existencia no-muerta? Oh, sí, existía un estado para esas obsesiones, existe y se encargó de que lo supiera, incluso si ella no sabía que lo había hecho, o lo que yo haría en un futuro…
Siempre cerca de tus pasos, bella gladiadora, que sin verme puedes alcanzarlo todo, aunque ya sólo sea a la distancia prudencial que hay entre el par de limbos en que vivimos (pues podemos decir que 'vivimos' desde algún punto de vista, recóndito y retorcido, ¿verdad?). Y que por encima de cualquier cosa, hasta de ti, sólo yo decido. Ni siquiera podría decir que, por una vez, me duele. Tú ya supiste de mi implacable toxina y mis principios nunca fueron desprovistos de ella, incluso si ahora me instan a no volver a tocarte para cruzar así, la línea entre espíritu y carne. No sólo valoro mis recuerdos porque adore todo cuanto fuerza a la mente, sino porque me permiten volver a probar el sabor del tacto, el olor de la vista; los sentidos vivos que a ti aún te son permitidos. Nunca te lo pregunté y en mi observadora invisibilidad todavía pienso en hacerlo: ¿No son más ambiguos que cuando te movías bajo el sol y, por tanto, más placenteros? Hicieron un grato honor a mi actual naturaleza, ojalá algún día llegues a saberlo. Eres de los pocos seres que me echan de menos… que pueden hacerlo.
Muy bien, mi general, entonces debo deciros que habéis empezado con buen pie, mas también habéis esquivado con gran maestría el contarme lo que pensabais encontraros de mí antes de llegar a estas bravuconas puertas. Algo digno de un estratega militar, cierto. A fin de cuentas, no podíais resultar menos engañosa –respondí, mientras usaba por primera vez la forma del respeto, curioso que fuera para bromear con esa comparativa que la misteriosa mecenas había utilizado, no porque no se mereciera precisamente mi respeto (que bueno, si tenemos en cuenta cómo soy de comprometida, realmente no debería merecérselo nadie, pobres diablillos), sino porque mi descarada inoportunidad seguía haciendo de las suyas-. Me gusta imaginarte leyendo mis escritos y llegando a la conclusión de que deben tener una cara y un puesto bajo tu protección… ¿Vas a protegerme hasta de atacarte? Porque al final será lo que acabaremos por necesitar, si no andamos con cuidado. Aunque, ¡vaya! No sé cuál de las dos debería tenerlo más en cuenta…
Sobre mis cojines y bajo mis goteras había aparecido una víctima de esas cosas que tanto me fascinaban del mundo, de eso que pocas mentes habían llegado a comprender que pudiera guiar mis gustos y mis aficiones. Claro que cualquier mequetrefe sería capaz de entender por qué me fascinaba una mujer de las características de aquélla que bebía de mi copa (¡otra extensión de mí más suertuda que yo aquella noche, diantre!), pero dudaba que supieran descifrar el origen de todo, en mis aventuras y desventuras desde que fui una cría muy mal hecha. Y no sólo eso, aquella víctima (pues todos somos siempre víctimas de los actos que nos acompañan antes y después) me ofrecía lo que no muchos otros bandidos, como yo, o amebas inocentes, como los que no eran yo y demás gente, debían de tener a su disposición. Aquella preciosa víctima carmesí me decía que pidiera lo que deseara… A mí, a quien menos derechos debería tener, a quien menos libertades deberían dar. A mí, que lo quería todo y lo quería ya.
(Lo sé, sálvense quien pueda)
¿Puedo cobrármelo a plazos? –fue mi primera contestación, que debió de haberla dejado un poco confusa, al menos, durante una fracción de segundo en la que no dejé de corresponderle la mirada en ningún momento (¿y cómo podría, de todas maneras?)- Es decir, ahora mismo necesitaría ayuda, ya que lo mencionas. Seguro que una dama como tú sabe de estas cosas y la verdad es que tengo muy pocas, sino ninguna, ocasiones de contar con la presencia de una dama. ¿Llevas corsé? Oh, no es una grosería de las que a mí me gustan, tranquila. ¿Me disculpas un segundito? –pedí, antes de depositar mi copa cerca de mi cojín, a un milímetro de acabar en el suelo, y ponerme en pie. Me introduje rápidamente por la única puerta que podía verse desde ahí y no tardé demasiado en reaparecer con dicha prenda, y volví a mi lugar original, sólo que esa vez, de espaldas a mi invitada, al tiempo que empezaba a quitarme la camisa sin callarme ni un momento- Aquí está. Me lo regaló un marchante tartamudo hace algún tiempo y nunca he tenido muy claro cómo se coloca, al final lo hago como mejor me sale y por consiguiente, lo que mejor se me sale son las tetas, ya te puedes imaginar. Me gustaría aprender a ponérmelo, porque he intentado crearme alguna otra cosa con la tela, pero tampoco se me ocurre nada. ¿Y a ti? ¿Estaré perdiendo facultades? ¿Aún quieres llegar a un acuerdo conmigo? –hablé con mi habitual torbellino de información, y acabé justo cuando apoyaba mi torso contra el corsé y le ofrecía a ella toda mi espalda desnuda… Ah, y también que agarrara los hilos, si es que accedía a proseguir con los desvaríos de una loca la mar de sutil. ¡Bueno, ni que hubiera mentido!- Por cierto, ¿algún problema de circulación en la sangre? Tienes unos dedos de hielo, querida, incluso con guantes –observé, ya que estaba a punto de volver a tocarme con ellas-. Me encanta el frío en las manos –añadí, antes de llevarme las mías al pelo y recogérmelo hacia arriba, como si intentara facilitarle la tarea cuando estaba claro que lo tenía lo bastante corto como para no molestarla…
Sin remedio, no señor. Cuánto me perdía la informalidad, si se trataba de tensión en todos los sentidos. Ahá, también ése que estáis pensando, sí, en el fondo nunca había sido tan original.
¿Cómo no iba a sucumbir a sus encantos, si por fin tenía ante mí a la primera prueba palpable de que para mi locura había una respuesta, de que mis obsesiones acabarían por encontrar refugio en algo que aunque distinto, sería tan real y atroz como su existencia no-muerta? Oh, sí, existía un estado para esas obsesiones, existe y se encargó de que lo supiera, incluso si ella no sabía que lo había hecho, o lo que yo haría en un futuro…
Siempre cerca de tus pasos, bella gladiadora, que sin verme puedes alcanzarlo todo, aunque ya sólo sea a la distancia prudencial que hay entre el par de limbos en que vivimos (pues podemos decir que 'vivimos' desde algún punto de vista, recóndito y retorcido, ¿verdad?). Y que por encima de cualquier cosa, hasta de ti, sólo yo decido. Ni siquiera podría decir que, por una vez, me duele. Tú ya supiste de mi implacable toxina y mis principios nunca fueron desprovistos de ella, incluso si ahora me instan a no volver a tocarte para cruzar así, la línea entre espíritu y carne. No sólo valoro mis recuerdos porque adore todo cuanto fuerza a la mente, sino porque me permiten volver a probar el sabor del tacto, el olor de la vista; los sentidos vivos que a ti aún te son permitidos. Nunca te lo pregunté y en mi observadora invisibilidad todavía pienso en hacerlo: ¿No son más ambiguos que cuando te movías bajo el sol y, por tanto, más placenteros? Hicieron un grato honor a mi actual naturaleza, ojalá algún día llegues a saberlo. Eres de los pocos seres que me echan de menos… que pueden hacerlo.
Muy bien, mi general, entonces debo deciros que habéis empezado con buen pie, mas también habéis esquivado con gran maestría el contarme lo que pensabais encontraros de mí antes de llegar a estas bravuconas puertas. Algo digno de un estratega militar, cierto. A fin de cuentas, no podíais resultar menos engañosa –respondí, mientras usaba por primera vez la forma del respeto, curioso que fuera para bromear con esa comparativa que la misteriosa mecenas había utilizado, no porque no se mereciera precisamente mi respeto (que bueno, si tenemos en cuenta cómo soy de comprometida, realmente no debería merecérselo nadie, pobres diablillos), sino porque mi descarada inoportunidad seguía haciendo de las suyas-. Me gusta imaginarte leyendo mis escritos y llegando a la conclusión de que deben tener una cara y un puesto bajo tu protección… ¿Vas a protegerme hasta de atacarte? Porque al final será lo que acabaremos por necesitar, si no andamos con cuidado. Aunque, ¡vaya! No sé cuál de las dos debería tenerlo más en cuenta…
Sobre mis cojines y bajo mis goteras había aparecido una víctima de esas cosas que tanto me fascinaban del mundo, de eso que pocas mentes habían llegado a comprender que pudiera guiar mis gustos y mis aficiones. Claro que cualquier mequetrefe sería capaz de entender por qué me fascinaba una mujer de las características de aquélla que bebía de mi copa (¡otra extensión de mí más suertuda que yo aquella noche, diantre!), pero dudaba que supieran descifrar el origen de todo, en mis aventuras y desventuras desde que fui una cría muy mal hecha. Y no sólo eso, aquella víctima (pues todos somos siempre víctimas de los actos que nos acompañan antes y después) me ofrecía lo que no muchos otros bandidos, como yo, o amebas inocentes, como los que no eran yo y demás gente, debían de tener a su disposición. Aquella preciosa víctima carmesí me decía que pidiera lo que deseara… A mí, a quien menos derechos debería tener, a quien menos libertades deberían dar. A mí, que lo quería todo y lo quería ya.
(Lo sé, sálvense quien pueda)
¿Puedo cobrármelo a plazos? –fue mi primera contestación, que debió de haberla dejado un poco confusa, al menos, durante una fracción de segundo en la que no dejé de corresponderle la mirada en ningún momento (¿y cómo podría, de todas maneras?)- Es decir, ahora mismo necesitaría ayuda, ya que lo mencionas. Seguro que una dama como tú sabe de estas cosas y la verdad es que tengo muy pocas, sino ninguna, ocasiones de contar con la presencia de una dama. ¿Llevas corsé? Oh, no es una grosería de las que a mí me gustan, tranquila. ¿Me disculpas un segundito? –pedí, antes de depositar mi copa cerca de mi cojín, a un milímetro de acabar en el suelo, y ponerme en pie. Me introduje rápidamente por la única puerta que podía verse desde ahí y no tardé demasiado en reaparecer con dicha prenda, y volví a mi lugar original, sólo que esa vez, de espaldas a mi invitada, al tiempo que empezaba a quitarme la camisa sin callarme ni un momento- Aquí está. Me lo regaló un marchante tartamudo hace algún tiempo y nunca he tenido muy claro cómo se coloca, al final lo hago como mejor me sale y por consiguiente, lo que mejor se me sale son las tetas, ya te puedes imaginar. Me gustaría aprender a ponérmelo, porque he intentado crearme alguna otra cosa con la tela, pero tampoco se me ocurre nada. ¿Y a ti? ¿Estaré perdiendo facultades? ¿Aún quieres llegar a un acuerdo conmigo? –hablé con mi habitual torbellino de información, y acabé justo cuando apoyaba mi torso contra el corsé y le ofrecía a ella toda mi espalda desnuda… Ah, y también que agarrara los hilos, si es que accedía a proseguir con los desvaríos de una loca la mar de sutil. ¡Bueno, ni que hubiera mentido!- Por cierto, ¿algún problema de circulación en la sangre? Tienes unos dedos de hielo, querida, incluso con guantes –observé, ya que estaba a punto de volver a tocarme con ellas-. Me encanta el frío en las manos –añadí, antes de llevarme las mías al pelo y recogérmelo hacia arriba, como si intentara facilitarle la tarea cuando estaba claro que lo tenía lo bastante corto como para no molestarla…
Sin remedio, no señor. Cuánto me perdía la informalidad, si se trataba de tensión en todos los sentidos. Ahá, también ése que estáis pensando, sí, en el fondo nunca había sido tan original.
Arsénico- Fantasma
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Re: The Knife of Nectar [Amanda Smith] |Flashback|
Salvajemente habladora, sin conocer límite alguno en las palabras que utilizaba y que pensaba para referirse a lo que quería saber y obtener de mí, aquella mujer resultaba más refrescante que un baño en una laguna a medianoche, incluso aunque aquella pequeña superficie acuática se encontrara en las islas británicas y el chapuzón fuera invernal. Sin apenas darme cuenta de ello, mi atención había sido absoluta y completamente seducida por una extraña a la que, aun así, tenía la sensación de conocer gracias al hecho de que, lo quisiera o no, se volcaba más de lo que deseaba en sus escritos. La pregunta que parecía subyacer bajo todas las impresiones complicadas que me producía, aunque todas ellas fueran favorables, era en realidad muy sencilla: ¿era realmente consciente del efecto que producía en las personas, de que era como un huracán que no dejaba a nadie indemne a su paso? Sin embargo, a diferencia de los fenómenos naturales tan destructivos como eran las tormentas tropicales, ella sólo traía consigo un rastro de curiosidad, de calor incluso en mi frío y dolorido corazón, de una sonrisa que nacía tan fácilmente como una flor en aquel suelo donde hay abundancia de sol y agua. ¿Sería, aquella diosa pagana y mortal de cabellos de oro, dueña de las impresiones que provocaba o simplemente la sorprenderían un instante y al siguiente pasarían a formar parte de la gran masa de pensamientos que se debían de agolpar en el interior de su cráneo, justo detrás de las esmeraldas de sus ojos? Porque tal impresión me parecía evidente a juzgar por la vitalidad que desprendía, por esa fuerza arrolladora que incluso a mí me había unido a la danza que ella estaba dictaminando sin que, por un momento, pudiera importarme menos no ser yo quien marcara el ritmo. Que se encargara ella de dirigir la orquesta, yo estaba completamente satisfecha dejándome llevar por el sonido de la música o por la tersura de su piel.
– Ah, por suerte la moda ha cambiado y el corte actual no obliga a portar un corsé. Hace unos años, no obstante... – suspiré, haciendo un vago gesto con la mano que ella no llegó a contemplar porque estaba de espaldas a mí, claro, para que le ofreciera la ayuda que estaba deseando proporcionarle. Así, rocé su espalda con los dedos, blanco contra blanco, y sonreí cuando su piel se erizó, tanto por el frío como por la muestra física de que le gustaba la temperatura más baja de mis dedos contra su piel. Había esquivado aquella pregunta porque no creía conveniente continuar, tan a bocajarro, confesándole mi naturaleza; prefería esperar a que el encuentro siguiera su curso natural, aunque ese curso transcurriera por el valle nevado que formaba su columna vertebral bajo la capa de piel que yo estaba acariciando y a través de la cual continué moviéndome, adentrándome bajo el corsé que ella me ofrecía.
– Disculpa mi trato, querida, y que te tutee también, pero llegadas a este punto creo que mantener el voseo es imponer una distancia que hace un buen rato que ha dejado de existir. – bromeé, sonriendo con la voz además de con los labios, y como si fuera una escultura hecha del más puro mármol de Carrara, con ese cuidado continué ascendiendo por su torso, acariciando sus costillas en el recorrido salvaje que estaba dulcificando y domesticando de una manera que ni siquiera yo comprendía. – Bien, el corsé seguramente fue un invento masculino, aunque de eso lamento no estar muy segura, que tiene un único objetivo: volver el cuerpo de la mujer de la misma forma que un reloj de arena, o lo que es lo mismo, reducir la cintura hasta que sea de un tamaño similar al de una avispa. – ilustré, con indiferencia casi, pues mi atención estaba centrada enteramente en ella y no precisamente en la historia de una prenda de vestir femenina como aquella, que ni siquiera estaba ya de moda frente al corte imperial, mucho más cómodo y casto.
El modelo que a ella le habían ofrecido de corsé era de los cortos, de aquellos que se colocan bajo los senos y que continúan descendiendo hasta que mueren bajo el ombligo. De aquellos, e incluso también de los que cubrían los pechos, había portado yo en numerosas ocasiones, y sabía perfectamente que era embarcarse en una Odisea similar a la de Ulises tratar de maniobrar con una de aquellas prendas en solitario. Por eso, ella había tenido una adecuada certeza al pedirme ayuda, y dada mi magna experiencia a la hora de vestirme como una dama de sociedad, había incluso acertado al elegirme a mí por encima de cualquier otra persona que pudiera prestarle tal servicio. Confiada, por tanto, en mis capacidades, rodeé sus senos con los dedos, intentando desesperadamente resistir las ganas que se me habían abalanzado sin darme un segundo de aliento de acariciárselos con lascivia, y se los alcé un instante, fácil, suavemente.
– Coloca el corsé por debajo, justo donde mueren, de tal manera que queden elevados. – ordené, con voz algo ronca, por lo que más que a orden sonó a sensual propuesta, que ella obedeció sin dudarlo. Una vez sentí bajo mis muñecas la tela áspera de la prenda, volví a dirigir mis manos hacia su espalda, sólo que ya no tanto para sentir su piel como para acariciar el burdo corsé, que, aun sin serlo, me parecía hasta áspero si lo comparaba con ella. – Bien, es posible que pierdas la respiración un instante, cuando el metal del interior se te clave y te comprima, mas trataré de no apretar demasiado. – continué, esta vez más cordial, y rápidamente anudé el corsé para que los dos lazos que quedaron como resultado fueran largos y me permitieran realizar el apretón definitivo, mucho menos marcado que lo que me habían llegado a hacer a mí. Mi cintura, no obstante, no era fruto de artificios como aquel; había sido así, mucho más reducida que mis caderas con una natural forma de reloj de arena, desde que tenía memoria y había sangrado por primera vez. Ella, cuyo cuerpo naturalmente compartía el mismo sinuoso camino, no necesitaba tampoco demasiada ayuda, por lo que el apretón fue suave y el resultado, cuando lo concluí, tan impresionante como su belleza sin ningún artificio para magnificarla.
– Magnífica.
– Ah, por suerte la moda ha cambiado y el corte actual no obliga a portar un corsé. Hace unos años, no obstante... – suspiré, haciendo un vago gesto con la mano que ella no llegó a contemplar porque estaba de espaldas a mí, claro, para que le ofreciera la ayuda que estaba deseando proporcionarle. Así, rocé su espalda con los dedos, blanco contra blanco, y sonreí cuando su piel se erizó, tanto por el frío como por la muestra física de que le gustaba la temperatura más baja de mis dedos contra su piel. Había esquivado aquella pregunta porque no creía conveniente continuar, tan a bocajarro, confesándole mi naturaleza; prefería esperar a que el encuentro siguiera su curso natural, aunque ese curso transcurriera por el valle nevado que formaba su columna vertebral bajo la capa de piel que yo estaba acariciando y a través de la cual continué moviéndome, adentrándome bajo el corsé que ella me ofrecía.
– Disculpa mi trato, querida, y que te tutee también, pero llegadas a este punto creo que mantener el voseo es imponer una distancia que hace un buen rato que ha dejado de existir. – bromeé, sonriendo con la voz además de con los labios, y como si fuera una escultura hecha del más puro mármol de Carrara, con ese cuidado continué ascendiendo por su torso, acariciando sus costillas en el recorrido salvaje que estaba dulcificando y domesticando de una manera que ni siquiera yo comprendía. – Bien, el corsé seguramente fue un invento masculino, aunque de eso lamento no estar muy segura, que tiene un único objetivo: volver el cuerpo de la mujer de la misma forma que un reloj de arena, o lo que es lo mismo, reducir la cintura hasta que sea de un tamaño similar al de una avispa. – ilustré, con indiferencia casi, pues mi atención estaba centrada enteramente en ella y no precisamente en la historia de una prenda de vestir femenina como aquella, que ni siquiera estaba ya de moda frente al corte imperial, mucho más cómodo y casto.
El modelo que a ella le habían ofrecido de corsé era de los cortos, de aquellos que se colocan bajo los senos y que continúan descendiendo hasta que mueren bajo el ombligo. De aquellos, e incluso también de los que cubrían los pechos, había portado yo en numerosas ocasiones, y sabía perfectamente que era embarcarse en una Odisea similar a la de Ulises tratar de maniobrar con una de aquellas prendas en solitario. Por eso, ella había tenido una adecuada certeza al pedirme ayuda, y dada mi magna experiencia a la hora de vestirme como una dama de sociedad, había incluso acertado al elegirme a mí por encima de cualquier otra persona que pudiera prestarle tal servicio. Confiada, por tanto, en mis capacidades, rodeé sus senos con los dedos, intentando desesperadamente resistir las ganas que se me habían abalanzado sin darme un segundo de aliento de acariciárselos con lascivia, y se los alcé un instante, fácil, suavemente.
– Coloca el corsé por debajo, justo donde mueren, de tal manera que queden elevados. – ordené, con voz algo ronca, por lo que más que a orden sonó a sensual propuesta, que ella obedeció sin dudarlo. Una vez sentí bajo mis muñecas la tela áspera de la prenda, volví a dirigir mis manos hacia su espalda, sólo que ya no tanto para sentir su piel como para acariciar el burdo corsé, que, aun sin serlo, me parecía hasta áspero si lo comparaba con ella. – Bien, es posible que pierdas la respiración un instante, cuando el metal del interior se te clave y te comprima, mas trataré de no apretar demasiado. – continué, esta vez más cordial, y rápidamente anudé el corsé para que los dos lazos que quedaron como resultado fueran largos y me permitieran realizar el apretón definitivo, mucho menos marcado que lo que me habían llegado a hacer a mí. Mi cintura, no obstante, no era fruto de artificios como aquel; había sido así, mucho más reducida que mis caderas con una natural forma de reloj de arena, desde que tenía memoria y había sangrado por primera vez. Ella, cuyo cuerpo naturalmente compartía el mismo sinuoso camino, no necesitaba tampoco demasiada ayuda, por lo que el apretón fue suave y el resultado, cuando lo concluí, tan impresionante como su belleza sin ningún artificio para magnificarla.
– Magnífica.
Invitado- Invitado
Re: The Knife of Nectar [Amanda Smith] |Flashback|
¡Mi elocuencia y mi aflicción más grata por un reino a manos de aquella dama, fogoso Belenus, no se te olvidase ampararme en aquella cruzada! ¿No se cansaría la noche de enviarme señales desastrosas que retorcieran mi tormento? ¡Y luego había y habrían calumniosos ignorantes que afirmaran que las mujeres no tenemos las mismas necesidades sexuales que los hombres! ¡Ah, encantada los volvería del tamaño de una pulga para que se dieran un paseíto por mis labios vaginales, a ver qué tan poco peligrosos encontraban unos genitales a punto de estallar en el fango de la excitación más desesperada! ¡Que se ahogaran allí mismo por exceso de líquido o falta de oxígeno, que incluso así estarían mucho menos necesitados que el ardor que nos invade a cada una en pleno deseo! ¡Y en aquel caso, unas a otras, ni siquiera había intervención masculina que valiese! Por mi parte, ni entonces, ni nunca. Pensar que el mundo lo dominaban ellos… Soberana paciencia, envidiable supervivencia. ¿Todavía os cuesta de entender por qué no dejaba ni dejo de acumular motivos para que sólo el sexo femenino sea capaz de llevarme al séptimo cielo?
¡Vaya! ¿Qué me dices? No soy muy entendida en moda, todo lo saco de lo que me cuentan los demás y de lo que yo misma sé hacer con una capa y un alfiler –respondí, curiosamente atenta a su explicación. Interesante y bien formada, cuanto más abría la boca, más desarrollaba la cruenta imagen de perfección que ella había plantado ante mis morros, y más alimentaba mis impulsos de lanzarme a besarla y absorber dicha imagen de un modo tan literal como sentía mi fuero interno.
¿Por qué siempre he sido tan masoquista? Con lo fácil que resultaba aplicar mi falta de ortodoxia en momentos así, pero qué voy a decir; tan sólo sigo siendo resultado inevitable de mi propia improvisación, me dejo llevar como los panfletos al viento y no hay más belleza en eso que la que una chalada como yo se molesta en encontrarle. No era de abalanzarme sobre las mujeres que me conquistaban tras el primer vistazo, ni de honrar al flechazo de Cupido como si me bastara lo que se había escrito sobre sus efectos (porque yo les daba la vuelta a todos y los intoxicaba hasta que unos versos acerca del asesinato en primer grado hablarían mejor de mis sentimientos). Tampoco me cerraba a clasificar mi impredecible mente, ni existía un patrón fijo para mí. De hecho, lo único que conseguía otorgarme un mínimo de estabilidad eran los escritos que de mi pluma salían y que ya no volvían a moverse, imperecederos sobre el papel y los ojos de mis pobres lectores. Pero ay, por aquella fémina que me vestía (y me desvestía) entonces, por su implacable capacidad para marcar un encuentro en la vida de semejante botarata que soy, ¡habría sido todas esas opciones y más, pardiez!
Ah, la distancia del voseo, ¿pero es que ha existido alguna vez? ¡Porque a mí ni se me acerca, hermosa!- comenté, tan paradójica. No se me pasó por alto el vago apunte que había hecho sobre que hacía 'unos años' de la obligación del corsé en el que ahora me atrapaba con su gracia y que hizo con ella en su día. ¿Cómo? ¿Es que cuántos años tenía, acaso? ¿O era yo solita, que me gustaba divagar en los detalles más tontos? Venía de una alcurnia tan alta que ni la torre de Rapunzel, allí tenía entendido que un poco más y hasta los bebés nenas habrían probado de la asfixia de aquella prenda, así que no tenía por qué ser algo raro. ¿Se trataría, pues, de un disparate por mi parte que todo aquello me llevara a divagaciones fantasiosas sobre el origen de mi interlocutora? ¡Porque entonces, con más razón acudiría a ella una y otra vez, por mucho que la lógica y los avatares menos informados de la realidad me señalaran con su dedo grasiento! (¿cuándo no lo hacían? pues ya no concebía otra forma de salir desnuda a la calle que bajo el escándalo)
Obedecí en todo momento, hasta que mi silueta por fin se pareció a lo que había visto en revistas, ilustraciones y burdeles. Me volví de nuevo hacia mi invitada para que también pudiera apreciarme mejor, así como yo misma no dejé de intentar mirarme para estudiar el resultado que se había andado con tanto misterio hasta su llegada. Magnífica, sí, señora, pero más magnífico aún era comprobarlo de sus ojos verdes, como si llenaran de musgo mi propia imagen y le hubieran dado tiempo a convertirse en parte de la naturaleza original del mundo. Qué estampa tan dantesca. ¿Cómo no iba a encontrar un lugar entre mis gustos?
Verás, querida, normalmente no suelo preguntar esto conociendo de tan poco a la otra persona, pero… -comencé, en esa especie de tensión truncada de cuando intentas ser formal con alguien al que inevitablemente le tienes una confianza desmedida- ¿Cómo te llamas? –concluí, tras una sonrisa pizpireta. Qué cuadro debía de formar, tras haber dicho aquello desnuda de cintura para arriba con un corsé que ni siquiera se precisaba para la moda de la época. ¡Que me prenda la Inquisición, a mí la guardia de los estrechos sin humor, la risa es pérfida y dañina!- ¿Volverás mañana? ¿Y pasado? Has elegido unas horas... –dije, como si a esas alturas se me diera bien fingir un tono de reprimenda (y conmigo, quien dice 'a esas alturas', dice un eterno '¿cuándo ha sido de otro modo?'). Hacer esas preguntas tan juntas sólo podía ocurrírsele a una mamarracha con veneno como yo.
¡Vaya! ¿Qué me dices? No soy muy entendida en moda, todo lo saco de lo que me cuentan los demás y de lo que yo misma sé hacer con una capa y un alfiler –respondí, curiosamente atenta a su explicación. Interesante y bien formada, cuanto más abría la boca, más desarrollaba la cruenta imagen de perfección que ella había plantado ante mis morros, y más alimentaba mis impulsos de lanzarme a besarla y absorber dicha imagen de un modo tan literal como sentía mi fuero interno.
¿Por qué siempre he sido tan masoquista? Con lo fácil que resultaba aplicar mi falta de ortodoxia en momentos así, pero qué voy a decir; tan sólo sigo siendo resultado inevitable de mi propia improvisación, me dejo llevar como los panfletos al viento y no hay más belleza en eso que la que una chalada como yo se molesta en encontrarle. No era de abalanzarme sobre las mujeres que me conquistaban tras el primer vistazo, ni de honrar al flechazo de Cupido como si me bastara lo que se había escrito sobre sus efectos (porque yo les daba la vuelta a todos y los intoxicaba hasta que unos versos acerca del asesinato en primer grado hablarían mejor de mis sentimientos). Tampoco me cerraba a clasificar mi impredecible mente, ni existía un patrón fijo para mí. De hecho, lo único que conseguía otorgarme un mínimo de estabilidad eran los escritos que de mi pluma salían y que ya no volvían a moverse, imperecederos sobre el papel y los ojos de mis pobres lectores. Pero ay, por aquella fémina que me vestía (y me desvestía) entonces, por su implacable capacidad para marcar un encuentro en la vida de semejante botarata que soy, ¡habría sido todas esas opciones y más, pardiez!
Ah, la distancia del voseo, ¿pero es que ha existido alguna vez? ¡Porque a mí ni se me acerca, hermosa!- comenté, tan paradójica. No se me pasó por alto el vago apunte que había hecho sobre que hacía 'unos años' de la obligación del corsé en el que ahora me atrapaba con su gracia y que hizo con ella en su día. ¿Cómo? ¿Es que cuántos años tenía, acaso? ¿O era yo solita, que me gustaba divagar en los detalles más tontos? Venía de una alcurnia tan alta que ni la torre de Rapunzel, allí tenía entendido que un poco más y hasta los bebés nenas habrían probado de la asfixia de aquella prenda, así que no tenía por qué ser algo raro. ¿Se trataría, pues, de un disparate por mi parte que todo aquello me llevara a divagaciones fantasiosas sobre el origen de mi interlocutora? ¡Porque entonces, con más razón acudiría a ella una y otra vez, por mucho que la lógica y los avatares menos informados de la realidad me señalaran con su dedo grasiento! (¿cuándo no lo hacían? pues ya no concebía otra forma de salir desnuda a la calle que bajo el escándalo)
Obedecí en todo momento, hasta que mi silueta por fin se pareció a lo que había visto en revistas, ilustraciones y burdeles. Me volví de nuevo hacia mi invitada para que también pudiera apreciarme mejor, así como yo misma no dejé de intentar mirarme para estudiar el resultado que se había andado con tanto misterio hasta su llegada. Magnífica, sí, señora, pero más magnífico aún era comprobarlo de sus ojos verdes, como si llenaran de musgo mi propia imagen y le hubieran dado tiempo a convertirse en parte de la naturaleza original del mundo. Qué estampa tan dantesca. ¿Cómo no iba a encontrar un lugar entre mis gustos?
Verás, querida, normalmente no suelo preguntar esto conociendo de tan poco a la otra persona, pero… -comencé, en esa especie de tensión truncada de cuando intentas ser formal con alguien al que inevitablemente le tienes una confianza desmedida- ¿Cómo te llamas? –concluí, tras una sonrisa pizpireta. Qué cuadro debía de formar, tras haber dicho aquello desnuda de cintura para arriba con un corsé que ni siquiera se precisaba para la moda de la época. ¡Que me prenda la Inquisición, a mí la guardia de los estrechos sin humor, la risa es pérfida y dañina!- ¿Volverás mañana? ¿Y pasado? Has elegido unas horas... –dije, como si a esas alturas se me diera bien fingir un tono de reprimenda (y conmigo, quien dice 'a esas alturas', dice un eterno '¿cuándo ha sido de otro modo?'). Hacer esas preguntas tan juntas sólo podía ocurrírsele a una mamarracha con veneno como yo.
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Re: The Knife of Nectar [Amanda Smith] |Flashback|
Cualquiera de los maestros de protocolo de los que me había rodeado en mi vida como inmortal, en un intento loco y apropiado de conseguir pasar desapercibida en las esferas más altas de la sociedad, coincidiría en la impresión de que mi distancia respecto a ella era absolutamente incorrecta, casi hasta impúdica. Más aún, mi comportamiento al acariciar sus senos bajo el siempre útil pretexto de ayudarla a encorsetar su cuerpo pálido, similar al mío salvo por el ínfimo detalle de que ella ardía y yo congelaba, era algo tan reprochable que la Santa Sede me condenaría sin dudarlo por haber cometido un pecado nefando que, gustosa de mí, repetiría siempre que me fuera posible. Especialmente reincidente se tornaba mi comportamiento, además, por la cercanía que me empeñaba en mantener con aquella mujer que parecía haber sido esculpida por capricho de los mismísimos dioses, fueran éstos del panteón que se prefiriera, ya que no importaba. Se asemejaba a una imagen de perfección que era visible a los ojos de cualquiera, y ¡ay de mí que también había caído bajo su embrujo! Quizá no tanto imbuida por su aspecto físico sino por la magnífica mente que se ocultaba bajo las ondas del color del oro y que había atisbado primero en sus escritos y después en aquel encuentro tan poco ortodoxo, mas hechizada estaba, de eso no cabía duda alguna. Tal vez por esa certeza me negaba a apartarme, incluso aunque notara que el frío que desprendía mi piel en oleadas estaba erizando la suya por la cercanía que compartíamos; tal vez mi deseo se había vuelto tan intenso que ni el sentido común del que solía hacer gala, especialmente desde que un bárbaro había tratado de asarme junto al palacete en el que solía vivir hasta aquel instante. Por hembras como ella era capaz de llegar a extremos que ningún hombre jamás me había sugerido, ni siquiera por asomo. Pero ¿qué decía por mujeres como ella? Únicamente el veneno en el que estaba deslizándome me había provocado semejante impresión en mi larguísima vida.
– Qué irrespetuoso por mi parte presentarme aquí, ante alguien cuyo nombre yo ya conocía de antemano, sin atreverme siquiera a murmurar el mío... Puedes llamarme Amanda, querida Arsénico. Y, aunque lo sepas ya, es un auténtico honor conocerte oficialmente. – afirmé, inclinando levemente la cabeza para completar la presentación y como una suerte de movimiento que podría generar la moción necesaria, una suerte de inercia, para apartar el resto de mi cuerpo del suyo. Resultaba curioso cómo, pese a considerarme habitualmente ligera en cuanto a mi peso, me pareciera en aquellas circunstancias que estaba hecha del metal más pesado que hubieran descubierto los científicos: tal era mi rechazo, hasta sin pensar en ello directamente, por apartarme. No obstante conseguí hacerlo, apenas un par de pasos que se me antojaron la distancia entre el corazón del Imperio Ruso y la ciudad de Cádiz, pero que resultaron suficientes para dotarme de la claridad de pensamientos que me era necesaria si quería despedirme de ella tal y como resultaba menester hacerlo. Al margen de cualquier otra circunstancia, en mi espalda estaba empezando a trepar el habitual escalofrío que sentía hacia el final de cada noche, cuando el sol estaba cerca y se me terminaba el tiempo que se me permitía caminar por los adoquines erosionados de la ciudad de París. Aún faltaba un rato considerable hasta el amanecer, y si lo deseaba y me sentía particularmente temeraria podía tentar a la suerte y robar segundos a nuestro encuentro un poco más, pero las experiencias cercanas me pesaban demasiado, y ni siquiera el efecto del veneno que me moría por catar era capaz de hacerme olvidar el fuego del que sería pasto si permitía que el sol me rozara la piel, siquiera un instante. La cicatriz que la traición de Dragos me había causado, comprobé, no estaba ni siquiera cerca de sanar, pero si eso me volvía prudente y me salvaba la vida... que así fuera. Siempre estaba abierta la posibilidad de volver a encontrarnos.
– Volveré cuando desees que lo haga. ¿Tienes algún evento que te impida encontrarte conmigo? Me gustaría repetir nuestros encuentros, si lo deseas, ¿tal vez una vez cada semana? ¿O quizá estoy siendo demasiado atrevida? Contigo, me temo, me es difícil decirlo. – repuse, sonriendo de manera tentadora y a un tiempo comprobando el terreno de su reacción para descubrir cuáles eran sus verdaderos deseos respecto a mí. ¡Qué sencillo habría sido poner un poco de atención y atravesar la barrera de su mente para leer sus verdaderos pensamientos! Y, a un tiempo, qué sucio se habría sentido de haberlo hecho, motivo por el cual me abstuve y opté por dejar que ella fuera quien gozara de libre albedrío en nuestro encuentro, incluso aunque lo ignorara. Tal deferencia no la hacía a menudo, y mucho menos ante seres que ignoraban hasta qué punto resultaba llamativo que yo cediera la elección de mantener la intimidad a un interlocutor que me resultaba fascinante, pero por el momento prefería que pensara en mí como mujer antes que en mí como el ser de pesadilla en el que me habían convertido hacía milenios. Ya habría tiempo, o quizá no, de ver si lo descubría; hasta entonces, que fuera el libre albedrío quien decidiera el destino de nuestros encuentros y nuestra relación... Obviamente empujado por ambas, ya que por mi parte no pensaba dejar que fuera la casualidad quien imperara si yo tenía algo que decir. ¿Algo contradictorio? Quizá, mas eso me daba la oportunidad de actuar en la medida que mis deseos me especificaran, y mi deseo en aquel instante fue coger su barbilla para depositar un beso en sus labios finos y bien cincelados, tal vez una despedida, pero tal vez la promesa de un reencuentro mucho más fructífero que tan leve contacto.
– Qué irrespetuoso por mi parte presentarme aquí, ante alguien cuyo nombre yo ya conocía de antemano, sin atreverme siquiera a murmurar el mío... Puedes llamarme Amanda, querida Arsénico. Y, aunque lo sepas ya, es un auténtico honor conocerte oficialmente. – afirmé, inclinando levemente la cabeza para completar la presentación y como una suerte de movimiento que podría generar la moción necesaria, una suerte de inercia, para apartar el resto de mi cuerpo del suyo. Resultaba curioso cómo, pese a considerarme habitualmente ligera en cuanto a mi peso, me pareciera en aquellas circunstancias que estaba hecha del metal más pesado que hubieran descubierto los científicos: tal era mi rechazo, hasta sin pensar en ello directamente, por apartarme. No obstante conseguí hacerlo, apenas un par de pasos que se me antojaron la distancia entre el corazón del Imperio Ruso y la ciudad de Cádiz, pero que resultaron suficientes para dotarme de la claridad de pensamientos que me era necesaria si quería despedirme de ella tal y como resultaba menester hacerlo. Al margen de cualquier otra circunstancia, en mi espalda estaba empezando a trepar el habitual escalofrío que sentía hacia el final de cada noche, cuando el sol estaba cerca y se me terminaba el tiempo que se me permitía caminar por los adoquines erosionados de la ciudad de París. Aún faltaba un rato considerable hasta el amanecer, y si lo deseaba y me sentía particularmente temeraria podía tentar a la suerte y robar segundos a nuestro encuentro un poco más, pero las experiencias cercanas me pesaban demasiado, y ni siquiera el efecto del veneno que me moría por catar era capaz de hacerme olvidar el fuego del que sería pasto si permitía que el sol me rozara la piel, siquiera un instante. La cicatriz que la traición de Dragos me había causado, comprobé, no estaba ni siquiera cerca de sanar, pero si eso me volvía prudente y me salvaba la vida... que así fuera. Siempre estaba abierta la posibilidad de volver a encontrarnos.
– Volveré cuando desees que lo haga. ¿Tienes algún evento que te impida encontrarte conmigo? Me gustaría repetir nuestros encuentros, si lo deseas, ¿tal vez una vez cada semana? ¿O quizá estoy siendo demasiado atrevida? Contigo, me temo, me es difícil decirlo. – repuse, sonriendo de manera tentadora y a un tiempo comprobando el terreno de su reacción para descubrir cuáles eran sus verdaderos deseos respecto a mí. ¡Qué sencillo habría sido poner un poco de atención y atravesar la barrera de su mente para leer sus verdaderos pensamientos! Y, a un tiempo, qué sucio se habría sentido de haberlo hecho, motivo por el cual me abstuve y opté por dejar que ella fuera quien gozara de libre albedrío en nuestro encuentro, incluso aunque lo ignorara. Tal deferencia no la hacía a menudo, y mucho menos ante seres que ignoraban hasta qué punto resultaba llamativo que yo cediera la elección de mantener la intimidad a un interlocutor que me resultaba fascinante, pero por el momento prefería que pensara en mí como mujer antes que en mí como el ser de pesadilla en el que me habían convertido hacía milenios. Ya habría tiempo, o quizá no, de ver si lo descubría; hasta entonces, que fuera el libre albedrío quien decidiera el destino de nuestros encuentros y nuestra relación... Obviamente empujado por ambas, ya que por mi parte no pensaba dejar que fuera la casualidad quien imperara si yo tenía algo que decir. ¿Algo contradictorio? Quizá, mas eso me daba la oportunidad de actuar en la medida que mis deseos me especificaran, y mi deseo en aquel instante fue coger su barbilla para depositar un beso en sus labios finos y bien cincelados, tal vez una despedida, pero tal vez la promesa de un reencuentro mucho más fructífero que tan leve contacto.
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