AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Bonjour mon adversaire ( Jürgen Dietrich)
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Bonjour mon adversaire ( Jürgen Dietrich)
Sus ojos claros seguían fijos en la entrada de la pequeña iglesia anexa al convento de las monjas que se encargaban de su correspondencia. Nunca había sentido esa fría ira que le recorría las venas, lentamente, calentándole los ánimos de forma sutil, como si solo estuviese cociéndose a fuego lento hasta que estuviera listo para servir todo aquel veneno que deseaba soltar en dos frases. Odiaba sentirse así, vulnerable y en manos de otra persona. Ni siquiera cuando vendía su cuerpo y compañía durante todos sus años de servicio, le habían ocasionado ése cambio de humor drástico por el que había roto la punta de su mejor pluma. Por dios, ¿qué era, un niño adolescente de nuevo?.
Había acudido como casi todas las semanas, asegurándose de que su correspondencia no se perdiera, tenía que atender las solicitudes de todas aquellas mujeres u hombres que se ponían de acuerdo en solicitar su presencia. Como siempre, tenía un acompañante rico, de buena posición y apellido. Sería suyo hasta que su benefactora se aburriese o desease volver a casarse, sólo entonces pasaría a otras manos, igual o más ricas, con un carísimo regalo de despedida. Lo mejor para salvar las malditas deudas que le ahogaban gracias a su padre. Y lo peor era, que justo cuando le quedaba una cantidad lo suficiente escasa como para que no le preocupase demasiado que se supiera de su situación económica, aparecía un nuevo personaje dispuesto a arruinarle su juvilación.
Gruñó de forma poco decorosa antes de cruzar los brazos delante del pecho, repitiéndose que no debía ceder a la irritación, mucho menos al enfado. Él no era así, había sido instruido por su tío, aquel hombre había sido su primer benefactor y realmente le había salvado del hambre y el deshonor. Le debía todo, incluso mucho de sus gestos perfectamente ensayados, hasta el punto de repetirlos ahora como si fuera de lo más natural ser siempre elegante y calmado. Sé un hombre elegante, Auguste, no cedas al impulso de meterle una bala en la cabeza a tu nuevo amigo.
Matar a quien quiera que se había atrevido a darle una amenaza de extorsión, por medio de una carta, no merecía aquel ceño fruncido que lucía, ni mucho menos el fruncimiento de labios que arruinaba su hermoso rostro. Las palabras que le había dedicado, habían sido lo suficiente directas como para que comprendiera que no era un hombre fácil de tratar, mucho menos alguien que pudiera olvidarse del asunto con una cantidad de dinero con la que no contaba. Por eso estaba allí, esperando a alguien que lo había citado y que, según su reloj de pulsera, llegaba con cinco minutos de retraso.
Suspiró y relajó la tensión de sus hombros, como si fuera una olla liberando el aire con un silbido. Borró el ceño fruncido y suavizó la curva de sus labios, manteniendo esa fachada amable e indolente. Pronto saciaría su curiosidad y descubriría qué era lo que quería. Sólo debía de pensar, cómo iba a torturar a quién quiera que se había ido de la lengua. Todos sabían que el pacto incluía una cláusula de silencio respecto a su identidad, así que ya podía despedirse de su posición en la sociedad. Tenía los suficientes ex amantes, como para castrar al infame y que nadie supiera porqué tenía una voz tan aguda.
Sonrió con ése último pensamiento, sería realmente divertido descubrir si era cierto lo que se decía sobre los castrati. Rió con suavidad, recordando que estaba en un convento y se apoyó en el altar de la capilla. Sólo esperaba no perder su tiempo y descubrir que no iba a recibir la tan esperada visita. Ya tenía varias cosas que le quitaban el sueño.
Había acudido como casi todas las semanas, asegurándose de que su correspondencia no se perdiera, tenía que atender las solicitudes de todas aquellas mujeres u hombres que se ponían de acuerdo en solicitar su presencia. Como siempre, tenía un acompañante rico, de buena posición y apellido. Sería suyo hasta que su benefactora se aburriese o desease volver a casarse, sólo entonces pasaría a otras manos, igual o más ricas, con un carísimo regalo de despedida. Lo mejor para salvar las malditas deudas que le ahogaban gracias a su padre. Y lo peor era, que justo cuando le quedaba una cantidad lo suficiente escasa como para que no le preocupase demasiado que se supiera de su situación económica, aparecía un nuevo personaje dispuesto a arruinarle su juvilación.
Gruñó de forma poco decorosa antes de cruzar los brazos delante del pecho, repitiéndose que no debía ceder a la irritación, mucho menos al enfado. Él no era así, había sido instruido por su tío, aquel hombre había sido su primer benefactor y realmente le había salvado del hambre y el deshonor. Le debía todo, incluso mucho de sus gestos perfectamente ensayados, hasta el punto de repetirlos ahora como si fuera de lo más natural ser siempre elegante y calmado. Sé un hombre elegante, Auguste, no cedas al impulso de meterle una bala en la cabeza a tu nuevo amigo.
Matar a quien quiera que se había atrevido a darle una amenaza de extorsión, por medio de una carta, no merecía aquel ceño fruncido que lucía, ni mucho menos el fruncimiento de labios que arruinaba su hermoso rostro. Las palabras que le había dedicado, habían sido lo suficiente directas como para que comprendiera que no era un hombre fácil de tratar, mucho menos alguien que pudiera olvidarse del asunto con una cantidad de dinero con la que no contaba. Por eso estaba allí, esperando a alguien que lo había citado y que, según su reloj de pulsera, llegaba con cinco minutos de retraso.
Suspiró y relajó la tensión de sus hombros, como si fuera una olla liberando el aire con un silbido. Borró el ceño fruncido y suavizó la curva de sus labios, manteniendo esa fachada amable e indolente. Pronto saciaría su curiosidad y descubriría qué era lo que quería. Sólo debía de pensar, cómo iba a torturar a quién quiera que se había ido de la lengua. Todos sabían que el pacto incluía una cláusula de silencio respecto a su identidad, así que ya podía despedirse de su posición en la sociedad. Tenía los suficientes ex amantes, como para castrar al infame y que nadie supiera porqué tenía una voz tan aguda.
Sonrió con ése último pensamiento, sería realmente divertido descubrir si era cierto lo que se decía sobre los castrati. Rió con suavidad, recordando que estaba en un convento y se apoyó en el altar de la capilla. Sólo esperaba no perder su tiempo y descubrir que no iba a recibir la tan esperada visita. Ya tenía varias cosas que le quitaban el sueño.
Auguste October De Rais- Humano Clase Alta
- Mensajes : 58
Fecha de inscripción : 30/07/2014
Re: Bonjour mon adversaire ( Jürgen Dietrich)
Era curiosidad más que otra cosa. Me tomé el atrevimiento de citarle en el recinto sagrado, donde la gente iba mostrar sus falsas caretas, a comportarse de manera hipócrita, y a darse baños de pureza. En el mismo templo sagrado de la ciudad de París, se sustentaban historias inverosímiles, que hacían muy difícil su credibilidad. Por eso precisamente, había tomado la decisión de hacer aquella estupidez, y todo por el maldito orgullo. El orgullo que me levantaba cuando más derrotado me sentía, o cuando más curioso me encontraba.
Aún no podía creer, que en aquellos tiempos, y en la catedral principal, se dieran citas hombres y mujeres de manera clandestina. La última mujer que me llevé a la cama, se fue de la boca debido al alcohol que habíamos ingerido durante la noche, y fue así como me develó uno de sus más grandes secretos. Al principio creí que estaba loca, pero fue tanta su insistencia y su historia tan verás, que me quedé atónito y un deje de escepticismo me embargó.
"Es un magnífico amante. Una auténtica bestia en la cama. Y es tan guapo..."
Inclusive, hubieron un par de damiselas que se atrevieron a comprarlo conmigo. Y fue donde la ira comenzó a crecer poco a poco. ¡Ya deseaba triturarlo entre mis manos sin haberle conocido siquiera! Nunca me habían gustado las comparaciones, mucho menos en el ámbito sexual. Yo tenía mis armas bien puestas y sabía moverlas a la perfección, y donde poner la bala al primer intento.
Sumado estaba el hecho del hermetismo, ¿Por qué no simplemente se largaban a follar a un hotel de paso para hacer sus perversidades? ¿Por qué tanto secretísimo? ¿Qué secreto guardaba? ¿La mismísima iglesia estaba involucrada? No me habría resultado demasiado sorprendente; la institución estaba muy contaminada. Repleta de mierda desde sus cimientos, hasta la cúpula más alta.
----
Llegué media hora antes a la cita acordada, para fumarme un cigarrillo desde donde el organista se dedicaba a hacer más llevaderas las misas sabatinas y dominicales. La construcción parecía estar semivacía, tal vez nadie repararía en mí. Con un poco de suerte sería un escondite perfecto. Entonces escuché las pisadas que se acercaban hasta el atrio. Me esforcé en no hacer ruido y asomar un poco la nariz por encima del barandal de madera:
Se trataba de un hombre muy joven de cabellera rubia. Dolía reconocer que tenía buen porte y Galanura. Un punto a favor a todas aquellas gatas de arraval que se arrastraban ante él. Ya me encargaría de hacer mis propias averiguaciones, le observaría un rato más y finalmente me revelaría ante él.
Aún no podía creer, que en aquellos tiempos, y en la catedral principal, se dieran citas hombres y mujeres de manera clandestina. La última mujer que me llevé a la cama, se fue de la boca debido al alcohol que habíamos ingerido durante la noche, y fue así como me develó uno de sus más grandes secretos. Al principio creí que estaba loca, pero fue tanta su insistencia y su historia tan verás, que me quedé atónito y un deje de escepticismo me embargó.
"Es un magnífico amante. Una auténtica bestia en la cama. Y es tan guapo..."
Inclusive, hubieron un par de damiselas que se atrevieron a comprarlo conmigo. Y fue donde la ira comenzó a crecer poco a poco. ¡Ya deseaba triturarlo entre mis manos sin haberle conocido siquiera! Nunca me habían gustado las comparaciones, mucho menos en el ámbito sexual. Yo tenía mis armas bien puestas y sabía moverlas a la perfección, y donde poner la bala al primer intento.
Sumado estaba el hecho del hermetismo, ¿Por qué no simplemente se largaban a follar a un hotel de paso para hacer sus perversidades? ¿Por qué tanto secretísimo? ¿Qué secreto guardaba? ¿La mismísima iglesia estaba involucrada? No me habría resultado demasiado sorprendente; la institución estaba muy contaminada. Repleta de mierda desde sus cimientos, hasta la cúpula más alta.
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Llegué media hora antes a la cita acordada, para fumarme un cigarrillo desde donde el organista se dedicaba a hacer más llevaderas las misas sabatinas y dominicales. La construcción parecía estar semivacía, tal vez nadie repararía en mí. Con un poco de suerte sería un escondite perfecto. Entonces escuché las pisadas que se acercaban hasta el atrio. Me esforcé en no hacer ruido y asomar un poco la nariz por encima del barandal de madera:
Se trataba de un hombre muy joven de cabellera rubia. Dolía reconocer que tenía buen porte y Galanura. Un punto a favor a todas aquellas gatas de arraval que se arrastraban ante él. Ya me encargaría de hacer mis propias averiguaciones, le observaría un rato más y finalmente me revelaría ante él.
Jürgen Dietrich- Humano Clase Baja
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 23/02/2016
Re: Bonjour mon adversaire ( Jürgen Dietrich)
Su paciencia se fue extinguiendo lentamente, de la misma forma en que parecían hacerlo las velas que mantenían la sala aún iluminadas a pesar de las altas horas de la noche, permitiendo así que pudiera seguir esperando a su "cita", sin que sintiera la inquietud que sacudía su pecho cuando todo a su alrededor quedaba en penumbra. Aunque, viendo todos aquellos cuadros sacados de las narraciones de la biblia, podría llegar a apreciar su miedo a sentirse débil en la oscuridad.
Los rostros de los protagonistas, para siempre inmortalizados en medio de una acción, parecían balancearse entre la angustia, el miedo o, más comprensible para él, el clímax del dolor. Nunca había entendido porqué las Iglesias parecían preferir ilustrar a un Dios martir, antes que la imagen del redentor ofreciendo su amor. Quizás incluso allí, en la denominada "casa del Señor" también había miedo sobre lo común que era el ofrecer el cuerpo a aquellos que ansiaban amar.
Debería sentirse quizás incómodo, no en vano usaba aquel lugar para encontrarse con sus citas o dejar que llegaran allí su correspondencia más "íntima". Pero lo cierto era que estaba tranquilo, siempre le habían agradado aquellos espacios silenciosos llenos de secretos y confesiones. Las personas siempren tendían a abrir su caja de los horrores con él, ya fuera por medio de confesiones post-coitales o en una representación oscura y perversa de lo que siempre habían querido hacer y a las que la sociedad les impedía llevar a cabo sin la consiguiente degradación social.
Era como María Magdalena, al menos si se obviaba su sexo y que estuviera vendiendo hasta su propia alma a cambio de los francos suficientes como para vivir un día más aquella falsa existencia. Sonrisas vacías, palabras mudas y suspiros que no significaban nada.
- Esto es absurdo...- Murmuró antes de separarse del altar, para caminar por la capilla con aire ausente. Fue hasta su lugar favorito; el área en el que descansaba la gran pila bautismal, siempre llena de agua bendita, como si nunca cesasen de meter a bebés dentro a los que hungir con la belleza del sacrificio. O de los valores cristianos, lo cual, si se analizaba detenidamente, no constituía en otra cosa que poner la otra mejilla siempre y cuando fueras una criatura carente de poder.
Pero lo que le gustaba no era la pila, sino la madona que se destacaba, entre vivos colores, con su hijo en brazos. Aquel mosaico de aspecto antiguo, era casi un bálsamo para los fragmentos desperdigados de su orgullo. Nada le importaba, mientras la tumba de su madre estuviese bien cuidada. No permitiría que nadie le quitase la posibilidad de redimirse hacia la mujer que le había dado la vida. Y ello incluía al bastardo que aún no había tomado acto de presencia.
Los rostros de los protagonistas, para siempre inmortalizados en medio de una acción, parecían balancearse entre la angustia, el miedo o, más comprensible para él, el clímax del dolor. Nunca había entendido porqué las Iglesias parecían preferir ilustrar a un Dios martir, antes que la imagen del redentor ofreciendo su amor. Quizás incluso allí, en la denominada "casa del Señor" también había miedo sobre lo común que era el ofrecer el cuerpo a aquellos que ansiaban amar.
Debería sentirse quizás incómodo, no en vano usaba aquel lugar para encontrarse con sus citas o dejar que llegaran allí su correspondencia más "íntima". Pero lo cierto era que estaba tranquilo, siempre le habían agradado aquellos espacios silenciosos llenos de secretos y confesiones. Las personas siempren tendían a abrir su caja de los horrores con él, ya fuera por medio de confesiones post-coitales o en una representación oscura y perversa de lo que siempre habían querido hacer y a las que la sociedad les impedía llevar a cabo sin la consiguiente degradación social.
Era como María Magdalena, al menos si se obviaba su sexo y que estuviera vendiendo hasta su propia alma a cambio de los francos suficientes como para vivir un día más aquella falsa existencia. Sonrisas vacías, palabras mudas y suspiros que no significaban nada.
- Esto es absurdo...- Murmuró antes de separarse del altar, para caminar por la capilla con aire ausente. Fue hasta su lugar favorito; el área en el que descansaba la gran pila bautismal, siempre llena de agua bendita, como si nunca cesasen de meter a bebés dentro a los que hungir con la belleza del sacrificio. O de los valores cristianos, lo cual, si se analizaba detenidamente, no constituía en otra cosa que poner la otra mejilla siempre y cuando fueras una criatura carente de poder.
Pero lo que le gustaba no era la pila, sino la madona que se destacaba, entre vivos colores, con su hijo en brazos. Aquel mosaico de aspecto antiguo, era casi un bálsamo para los fragmentos desperdigados de su orgullo. Nada le importaba, mientras la tumba de su madre estuviese bien cuidada. No permitiría que nadie le quitase la posibilidad de redimirse hacia la mujer que le había dado la vida. Y ello incluía al bastardo que aún no había tomado acto de presencia.
Auguste October De Rais- Humano Clase Alta
- Mensajes : 58
Fecha de inscripción : 30/07/2014
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