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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Berenice Mar Mayo 17, 2016 4:47 pm


"Nació para estar sola
y continúa viviendo tras la muerte,
esperando a un ser que la acoja entre sus brazos."

—Victoria Francés.



Todavía permanecen en mí los recuerdos que me marcaron hace dos siglos; era mortal, bajo el yugo de una mujer maldita. Sufría en silencio por el penar de mi padre y sus constantes ahogos en el alcohol. ¡Oh! Era yo tan desdichada antes de conocerlo a él. ¡A él! A quien debo mi condena; a quien debo mi existencia mortecina. A quien debo la poca felicidad que he tenido desde que he vagado entre los laberintos de este mundo hipócrita.

***

Se abrazó entonces a la tibieza de un cuerpo femenino desvanecido; le arrullaba como si de un bebé se tratara, y acariciaba su rostro perfectamente tallado en la sorpresiva muerte que la arrastró al olvido. Berenice contemplaba en silencio lo que en vida fue, y lo que, en su sed de locura, arrebató. Besó la frente de la joven campesina y, tras acomodar su ropa y entrelazar sus manos sobre su pecho, la cubrió con especial cuidado con hojas secas; decenas de ellas decoraban el cadáver, bajo la mirada ausente de árboles oscuros y estrellas sin brillo que se paseaban por el firmamento. Se despidió de su muñeca de porcelana en silencio y siguió su camino más largo. Tan infinito, tan solitario... ¿Qué sería de él? ¿Será que aún la recordaba? Se halló tan desconsolada, que sintió pena de sí misma.

Una lágrima carmesí recorrió su mejilla y, sólo así, sintió el deseo de correr entre la arboleda funesta dirigiéndose hacia la urbe funeraria, rememorando en su divagar, la triste melodía de un violín herido; se abría ante ella la senda de lápidas derruidas, que ocultaban, tras olvidados epitafios, aquellos que son cenizas del abandono.

Fue a pedirle, entre sollozos, explicaciones a los querubines marmóreos, los vigilantes silenciosos de la muerte, quienes la observaban con indiferencia. Acarició sus rostros gélidos y las alas rotas por el pasar del tiempo. Los abrazó para querer sentirse viva nuevamente y sólo se encontró con la frialdad de un corazón abandonado, con ángeles inertes y la tempestad de recuerdos que azotaban su mente. Volvía a estar sola; se veía a sí misma, como la maldición que le arrebataba a todo lo que amaba en este mundo. Pobre Berenice, tan triste, tan abandonada... Susurraron los errantes, compadeciéndose de la inmortal, mientras la veían aferrada a los guardianes pétreos.

—Quizás, mi único pecado es haber amado fervorosamente a alguien. Y por ello, he sucumbido al abandono perpetuo, no hallando sosiego entre las débiles luces de los candiles de las ciudades por las que he vagado como un alma que no puede retornar a su hogar —dijo con la voz quebrada, alzando su vista al infinito, sintiendo como la llovizna humedecía su rostro—. Y es por ti, mi querido Egaeus, que no puedo mantener mi mente en paz. Acudo a la muerte cada noche, queriendo hallar las respuestas de tu partida sin despedida. De las veladas sin tu presencia... ¡Cuan maldito eres! Extinguiste la única flama de esperanza que había conservado en mi corazón.

Calla, Berenice. Él podría escucharte, entre cadáveres disecados; entre momias y espectros; él podría reconocer tu voz en la distancia abismal que parece acortarse más.
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Mensaje por Ignatius Ferneyhough Mar Jul 12, 2016 12:14 am


“This is brutally beautiful,
so are we.
This is endless,
so are we.”
— Buddy Wakefield, Human the Death Dance


Una noche antes, con minucia y dedicación, Egaeus había arrancado la vida de una familia entera de cuatro. Un padre en el apogeo de su fuerza, una madre hermosa como pintura flamenca, y un par de niños sanos. Había sido un acto del más profundo y arrebatador amor, y de la más corrosiva y vil de las envidias. Sin embargo, a pesar de sus motivaciones impetuosas, sus fines, como eran siempre, eran flemáticos. Los quería para sus muchos experimentos. No contaba con que sus víctimas habían hecho más ruido del esperado y pronto estuvo rodeado de ineptos policías. Aunque el poder y la corrupción guiaban sus pasos, era vehemente en su deseo de pasar desapercibido, así que desapareció.

Ahora visitaba el cementerio buscando las lápidas de sus víctimas antes de que los gusanos le ganaran la carrera. No sería la primera vez que profanaba una tumba y resultaba irónico que su negocio en el centro se llamara Anubis, pues el antiguo dios egipcio resguardaba las artes funerarias de manera ritual, y él se encargaba de transgredirlas todas.

Con pala en mano, se detuvo ante las cruces de madera. Las tradicionales antes de poner una definitiva lápida de piedra. Contempló la tierra removida y asió la herramienta. Cuando estuvo a punto de comenzar a cavar, escuchó algo. Pero no podía ser. La locura no era ajena a él, le susurraba todas las noches en siniestros lenguajes, la abrazó hace siglos, la hizo suya, una amante caprichosa, si se quería ver de ese modo, sin embargo, por vez primera, dudó y vio desdibujada la linde de la cordura y la desquiciante verdad.

Abandonó su tarea de momento, dejando la pala ahí tirada y con paso resuelto se dedicó a recorrer los caminos delineados por tumbas y por muerte. Mausoleos hermosos erigidos en honor a monarcas, tumbas sencillas sin nombre, hechas para soldados desconocidos. Era eso, el último sueño, el que igualaba a todos, sin embargo, él había burlado la última frontera al tomar la inmortalidad.

Allá, entre ángeles de granito y arcángeles de mármol, había una chica triste, llorando. Y esa joven acongojada le recordó a otra que conoció hace mucho y que dejó porque no tuvo otra opción. Que quizá estaba muerta, que quizá estaba lejos. Que quizá estaba frente a él. Al acercarse, entonces pudo escucharla y el corazón, si es que aún tenía uno, le dio un vuelco.

Tienes razón para maldecirme —dijo al tiempo que alzaba un brazo como queriendo alcanzarla, aunque varios metros los separaban—. Y yo a ti, te creía muerta.

Era ella. Su dulce y preciosa Berenice. Llamada por los ángeles, convertida en uno, el más terrible. Dos amantes que se creían perdidos. A quienes los años no les han sido bondadosos. Una y otra vez encontrándose porque no hay otro destino para ambos. Porque en el mundo de sombras ellos no son luz, sino umbría más oscura. Inevitablemente llamándose, siempre, por siempre, para siempre.


Última edición por Egaeus el Sáb Sep 17, 2016 8:39 pm, editado 1 vez


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Mensaje por Berenice Miér Ago 17, 2016 11:38 pm


"Todos los humanos odian a quienes son infelices.
¿Cuánto odio debo despertar yo que soy el más infeliz de los
seres vivientes?"

—Mary Shelley, Frankenstein.



Bajo un cielo tormentoso y en compañía de querubines de miradas inertes, se lamentaba Berenice de su triste penar. Había recorrido ciudades efímeras con el fin de hallar a un inmortal obsesionado con la muerte; aquel que la dejó abandonada en la desdichada fortaleza que alguna vez habitó. Su alma renació tras la muerte, convirtiéndose en la ninfa de los condenados a la soledad de la eternidad. Viviendo y muriendo entre lágrimas carmesí, ha estado cuán alma en pena por los rincones de las callejuelas adornadas de casas de triste fachada, bajo candiles de luz débil, quienes le ofrecen consuelo durante las madrugadas, en las que sólo encuentra paz en la sangre que emana de las gargantas de los infelices que atienden a su llamado. Luego los bendice con besos malditos y los abandona entre mantos de hojas marchitas, condenándolos a extinguirse junto con las aflicciones de la tierra.

¡Oh, Berenice! Exclaman las almas abatidas del camposanto, conmoviéndose de su miseria, ofreciéndole cantos apenados, mientras la ven quejarse de su destino incierto. Los ángeles de piedra le reprochan con sus miradas lánguidas bajo la llovizna de nubes cenicientas, sin comprender el malestar que su extinto corazón padece. Ella, a quien la muerte le arrebató a sus seres queridos, pero no la llevó consigo, maldice su propio tormento. Maldice a quien la condujo a la oscuridad, haciéndola tan feliz y desdichada al mismo tiempo, que no encuentra comprensión en la existencia de la no vida.

—¿Acaso este es el precio que deben pagar los malditos? Hubiera preferido vivir en la sombra de un féretro, simplemente acompañada por la paz de la tierra y el silencio eterno que sólo escuchan las almas abatidas por el abrazo de la muerte —susurró, tendida en el suelo, sosteniéndose de la figura de un querubín pétreo—. ¿Por qué me acusas? Tendrías que vivir mi condena y sólo así comprenderías este dolor.

Alzó la mirada, con las mejillas marcadas por la sangre que brotaba de sus ojos. Pero una voz conocida irrumpió en sus lamentos; Berenice se estremeció y algo en ella, algo desconocido, emergió entre las tinieblas de su ser. Inmóvil se quedó al reconocer la silueta que le hablaba. La lluvia fría y los cantos de los extintos se desvanecieron en el silencio de sus memorias.

—Libera me —murmuró—, Domine, de norte aeterna in die illa tremenda… —Continuó, pero su voz terminó quebrándose—. No te equivocas. Sigo muerta, desde la vez que me abriste las puertas de la inmortalidad y me condenaste a la soledad de este mundo corrupto.

Recobró de nuevo su carácter, poniéndose de pie, rasgando la distancia con pasos firmes y pausados, pero se detuvo antes de consumir todo espacio que los separaba. No había ninguna duda, era él; era su querido Egaeus.

—¿Cuánto más deberá pasar, Egaeus? ¿Otro siglo más? Casi doscientos años has estado ocultándote entre cadáveres de inusual belleza; casi doscientos años he vagado bajo el cielo nocturno buscándote… Pero el mundo es cada vez un lugar más chico para los condenados —habló con un tono de reproche que no supo disimular. Ella había querido encontrarlo, pero nunca pensó en cómo sería ese encuentro y cuál sería su reacción. Jamás se detuvo a meditarlo, porque su amargura no se lo permitió.
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Mensaje por Ignatius Ferneyhough Sáb Sep 17, 2016 9:31 pm


“Vuelves a mí,
porque el asesino
siempre vuelve
al lugar del crimen.”
— Óscar Hahn, Lugar Común


Una sonrisa oscura se dibujó en su rostro al escucharla. Recordó, al oír las palabras en latín, las noches que pasaron juntos, entre libros, lecciones y luego pasaron a los besos y a la cama. Su relación había estado manchada desde el primer momento, porque fue el propio Egaeus quien condujo a la dulce Berenice a su morada, con engaños y timos, y luego con dulces palabras. Esa relación estuvo condenada desde el principio.

No se movió de su lugar y aguardó. Cuando ella se irguió frente a él, hermosa, radiante, la más maldita, aguantó un suspiro. Si su amante más caprichosa era la muerte, Berenice resultaba ser ella, enlutada. Como Eris es la personificación de la discordia, y Nyx de la noche, su dulce niña lo era del último descanso. Igual de hermosa, igual de cruel.

Cuanto deba de pasar —entonces al fin respondió como si sentenciara a muerte; aunque tratándose de ellos, esa era una amenaza nimia. Salvó la distancia que ella misma había impuesto, como si la retara, «mírame, atravieso la barrera que me has obligado a respetar»—. Así es. Tan pequeño y reducido resulta el mundo que sus caminos nos vuelven a cruzar. Somos amantes destinados a regresar. El tiempo es un círculo plano —estiró la mano y por fin se atrevió a tocarla. Acarició su mejilla. Fría por la lluvia, por la noche, por las lágrimas, por la muerte.

No parecían, de pronto, dos amantes que se vuelven a ver después de siglos. ¿Dónde estaba el ansiado abrazo? ¿Dónde quedaban las ganas de besarse? Quizá era que existían demasiadas incógnitas entre ambos. Cabos sueltos. Historias inconclusas. Egaeus se tomó su tiempo en contemplarla, como si la reconociera, su perfecto rostro congelado en esa edad en la que él la conoció, pálido como la luna, esculpido como los ángeles a su alrededor.

Te creí muerta. Muerta para siempre, no esta media vida nuestra. ¿Puedes culparme? Cuando me fui, fue lo último que supe, que no habías soportado el despertar a la eternidad. Que te habían dado santo sepulcro. Y busqué tu tumba, pero nunca la encontré —explicó con calma y desdicha, la de un hombre que ni siquiera puede dejar flores en el nicho de su amor. Su voz sonó lejana, como si saliera de un sueño, un estupor extraño y sucinto.

Maldíceme. Hazlo. Si eso hace que tus lágrimas se detengan —ofreció. La lluvia escurría por su rostro, sin embargo el vampiro ni siquiera se inmutaba—. Pero también vuelve a mí, como el asesino que siempre regresa al lugar del crimen. Estamos unidos para siempre, Berenice… —declaró. Y esa era una verdad irrefutable en esa realidad que se maleaba para ambos. En la que sólo ellos dos habitaban, y el mundo entero era incapaz de alcanzarlos.

Egaeus, lejos se sentirse apabullado por encontrar de ese modo a su hermosa Berenice, se sintió profundamente conmovido, como le conmovían sus asesinatos y sus disecciones. Como le conmovía la sangre, y el óbito, y la tortura. Como belleza sublime que simplemente es imposible de explicar.


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Mensaje por Berenice Sáb Dic 03, 2016 9:55 pm


"En algún lugar de mis recuerdos,
caminaron las damas blancas en compañía de los desdichados,
entre la mísera nostalgia de lo añorado, entre cientos de
estatuas frías y demacradas..."

—Victoria Francés.



Bajo la llovizna, las miradas de ambos se cruzaron después de varias lunas. La inmortalidad parecía petrificar aún más sus figuras; eran como dos estatuas talladas en el más cano mármol. El artista que los creó no perdió detalle alguno de aquellas fisionomías mortecinas, ellos eran perfectos ante su creador. Eran perfectos ante la misma muerte que los rodeaba. Ni siquiera los cadáveres de los abandonados conservaban la belleza surrealista de los dos hijos de la noche. Incluso, los príncipes de piedra envidiaban semejante encanto. ¿Berenice los dejaría para siempre para seguir el camino trazado por el destino? ¿Sería ella capaz de regresar en brazos de su verdugo?

¡No puedes! ¡No lo hagas! Suplicaban abatidos en sus prisiones de granito. Pero los lamentos de aquellos no llegaron a oídos de Berenice; ella aún estaba bajo el hechizo traicionero de su monarca siniestro, recordando el pasado, e hiriéndose una vez más. Las memorias le eran todavía más letales que dagas de plata clavadas en su corazón. ¡Cuán triste es la eternidad de los malditos! Vagando solitarios entre callejuelas de piedra y fachadas sombrías, alimentándose de mortales desamparados en las grandes y hostiles ciudades. ¿Era acaso aquel encuentro una señal para no arrojar su fe a las aguas arcanas de un río vestido de ocre? Tal vez podía tratarse de la traición de una existencia pérfida; pero tampoco podía jurarlo a los vientos invernales, ni a las gotas pálidas que se desplomaban contra la hojarasca del camposanto y rebosaban sobre los rostros pétreos de los guardianes de los espectros.

¡Ah! Su voz... Aún guardaba la energía de antaño. No era una ilusión creada por la bruma; no eran sus deseos jugando a los espejismos. Era él; casi podía palpar su aura manchada de traición.

—El tiempo no existe para los condenados. Lo único que existe para ellos es su vida colmada de lacerantes recuerdos —dijo, casi susurrando a la nada, sin apartar la mirada de su amante maldito—. Fui sepultada bajo la falsa creencia de una muerte segura, pero no fue así. Fui arrancada del sueño por la noche, por la sed y los deseos de acabar con quien lastimó mis años mortales. —Y fue entonces cuando apoyó su mano sobre la del otro inmortal—. Cuando te busqué, ya no estabas... Continué vagando por varias ciudades, con la esperanza de poder hallarte. Pero ya me estaba desvaneciendo, como el fuego de una fogata bajo el rocío.

Su voz se quebró y dio paso al más incómodo silencio. Una respuesta había quedado guardada entre los recovecos de su mente, dudando, queriendo saber si podía avanzar un poco más o simplemente dejar que las sombras consumieran todo a su paso. ¿Qué decirle? ¿Cómo no saber si la dejaba a un lado una vez más? Quizás ya no era tan ingenua como antes. Quizás también se había convertido en un demonio como él.

—¿De verdad quieres que regrese a tu lado? —preguntó, mientras sus párpados se cerraban y las lágrimas carmesí dejaban de deslizarse por sus níveas mejillas—. Y si... —Hizo una pausa y volvió a mirar aquellos ojos oscuros, como una última súplica—. ¿Me abandonarás de nuevo cuando ya no sientas deseos de estar en compañía mía? Quiero estar al lado de mi único verdugo, de aquel que me condenó a la no vida... Deseo volver. Pero temo que sus delirios pretendan deshacerse de su conciencia y así querer a hacerme a un lado. —Esta vez estrechó sus manos como lo haría en un tiempo pasado—. ¿Es lo que deseas? ¿Quieres que regrese al único lugar al que siempre pertenecí?
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Mensaje por Ignatius Ferneyhough Lun Ene 23, 2017 8:27 pm


“The tragedy of this world is that everyone is alone. For a life in the past cannot be shared with the present.”
― Alan Lightman, Einstein's Dreams


Amantes trágicos, un drama griego, en el que su coro era el de tumbas silentes. Todo lo que concernía a ellos dos, y a esa historia suya plagada de sangre, locura y muerte, era así, enorme, brillante como oro al grado de dejarte ciego y oscuro como sus almas. Dantesco, en el sentido estricto de la palabras. Tan sólo su cercanía le hacía recordar ese pretérito casi olvidado, sepultado en catacumbas, cuando había sido hombre. Ella jamás lo conoció mortal, pero admitía, y sin temor a hacerlo, que ella había sacado ese recuerdo de su interior. Se lo había arrancado del pecho, como un corazón rojo y palpitante.

Te lloré, Berenice. Te lloré como el condenado que soy, pero no podía esperarte —el tacto, helado como el suyo, le provocó querer volver a tomarla, matarla y renacerla. Que esta vez todo saliera bien, no como antaño—. ¿Puedes entender eso? Debía seguir —Egaeus no se caracterizaba por poseer lazos muy fuertes con personas o lugares, por eso le era fácil marcharse. La muerte de su amada no tenía porque significar otra cosa, o eso se dijo en su momento, y eso lo motivó a continuar su travesía infinita.

Nos estuvimos buscando. Pero sabes, muy en el fondo sabes que este era el momento y lugar adecuados —declaró y se quedó atento a ella. Era tan hermosa como recordaba… no, lo era aún más ahora, ajada por los siglos y la locura, la sed y la crueldad. Eso hacía que todo se acentuara en ella, y si era posible, que Egaeus la amara más.

Tomó sus manos, esas que estaban sobre las suyas y las elevó, para besar los nudillos. La miró llorar y quiso limpiar sus lágrimas, pero al final, creyó que era mejor seguir tomándola de las manos de ese modo, como si soltarla significara que podían volver a enterrarla, sin opción al regreso. Tragó saliva y escuchó sus preguntas. De algún modo, creyó, eran las mismas que él tenía.

Iba a responderle con palabras, sin embargo, decidió de último momento que era mejor hacerlo con acciones. La haló de las manos y la besó en los labios. Un ósculo breve, casto incluso. Un roce suave y fugaz. Pudo sentir el sabor salado de sus lágrimas, y al mismo tiempo, el néctar dulce de su boca. Se separó luego, sin despegar los ojos de los ajenos, tan azules que daban escalofríos.

Te amo, Berenice. Y créeme que la muerte no es adversaria digna como para hacerme cambiar de idea. Juntos estamos destinados a gobernar un mundo de tinieblas, ¿ya lo olvidaste? —le sonrió con ternura, una que no demostraba con nadie más. Berenice era mucho más que una amante o una compañera, era un símbolo, un mensaje, y por ello Egaeus la apreciaba más.

Por supuesto que te deseo a mi lado, no hay rey sin una reina, y sin rey, tampoco hay reino —le peinó un mechón de cabello, llevándolo detrás de la oreja y la observó, orgulloso y paciente—. Sabes que no soy un hombre que pueda estar quieto, no sé que vaya a pasar mañana, Benerice, ¿acaso importa? —No pudo darle una respuesta concreta a sus inquietudes. Eso era lo que tenía y estaba en ella aceptarlo o no.


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Mensaje por Berenice Dom Mar 26, 2017 11:31 pm


"Y siempre tristes, hacia una triste corriente,
seguimos avanzando con los dedos entrelazados,
bajo las estrellas distantes, un camino imprevisto,
la visión de todas las cosas en la sombra de un sueño."

—Ernest Dowson.



Él había llegado por fin a su encuentro, pero lo había hecho muy tarde, o tal vez no. El tiempo era inexistente para los condenados, aun así, Berenice sintió el peso de dos siglos sobre sus hombros, abrumada, con la única compañía de sus desquiciados extintos, y las almas impasibles en sus refugios de ángeles protegidos en la eternidad de la piedra roñosa. Aquellos cielos oscuros la observaron con indiferencia, mientras vagaba entre los amantes traicioneros de las ciudades con luces artificiales. ¡Ah! Aún podía recordar y sentir la textura fría de las paredes del alcázar en donde estuvo durante sus últimos de mortalidad; ahí en donde halló la misericordia en las alas negras de un siniestro gobernante, aquel que creía ser el heredero marchito de la muerte, el mismo que la enfundó en la terrible no vida y la condenó a la soledad. ¿Debería perdonar su indiferencia? Tal vez podría ser la odiosa luz que atrae a las mariposas nocturnas sólo para destruirlas. ¡No! Jamás sería capaz de lastimar a quien se había aferrado con ingenuo fervor.

Pero su demacrado espíritu se acongojaba en la mísera duda. Después de tanto tiempo podía sentir lo que era el rencor por el abandono, también probar del elixir amargo del verdadero dolor. Una punzada venenosa atravesó su pecho, desangrándolo lentamente, buscando la manera dañina de acabar con las remembranzas de un amor arcano. Las palabras sólo podían ser más lacerantes, sin embargo, echó todo aquel malestar a un lado para contemplar a su príncipe siniestro con la misma ilusión de cuando partió a su búsqueda. Ignoró las quejas de los exiliados, aferrándose a la existencia en este mundo.

—Entonces... ¿por qué no me llevaste contigo? ¿Por qué fuiste tan egoísta, Egaeus? —le reprochó como nunca antes lo había hecho. Fueron gotas de la hiel más letal, pero tenía que arrancar las espinas que rodeaban el corazón que alguna vez palpitó en su interior—. Yo nunca había perdido la esperanza, pero, ¿tú lo hiciste? ¿Pensaste en mí mientras ibas de un lado a otro, vagando entre cadáveres? Por favor...

Fue una súplica silenciosa, un murmullo que quedó enredado en las etéreas redecillas de la brisa nocturna, hasta que se desvaneció bajo el casto roce de sus labios. Sólo un beso bastó para que el universo dictara su sentencia, para que Berenice se sintiera viva una vez más. Había extrañado la cercanía de sus cuerpos gélidos; retornaría con dicha a sus antiguas pasiones. Él le había proferido una alianza que ni la muerte sería capaz de devorar con sus alas manchadas de tinieblas.

En sus ojos claros sólo hubo un cándido anhelo; el mismo afán de la felicidad dentro de las hirientes tragedias del mundo contaminado por los vicios humanos, alimento de demonios astutos, de bestias sucias con trajes elegantes.

—Hacía mucho tiempo que me abrazaba a la idea de poder escuchar esas palabras, mi querido Egaeus. Ahora sé que mi amor es correspondido y no hay mayor deseo para mí que poder estar a tu lado, acompañarte en tu reinado de oscuridad —respondió con absoluta sinceridad, aún estrechando sus manos entre las suyas—. Y me atrevo a confesar también que nunca puedo permanecer atada a un mismo lugar, hasta en ese somos extrañamente parecidos. No me importa a dónde nos llevará el corrupto destino que nos ha unido, sólo con estar a tu lado me basta.

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Mensaje por Ignatius Ferneyhough Mar Abr 18, 2017 8:59 pm


“Come back. Even as a shadow, even as a dream.”
― Euripides, Herakles


La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre y de ese modo, poco a poco, Egaeus se había ido desmoronando extrañando a Berenice. Era verdad. No había amor más grande y más real que el suyo, en sombras y oscuridades oculto, corrupto de origen, sin embargo, enorme y sincero. Siempre había sido así.

Se hizo ligeramente hacia atrás para poder verla mejor, como si quisiera contemplar a un ángel de piedra que llora aunque no debería de hacerlo. Que vela el sueño de un niño que no fue bautizado, y por ende, condenado a la nada, al limbo. Suspiró y aunque su cuerpo estaba muerto, su aliento se dibujó como un hálito de vaho que se elevó al cielo nocturno y sonrió.

Siempre pensé en ti, Berenice —respondió a su pregunta—. Y aunque he aprendido que guardar ilusiones es fútil, tu nombre no dejó de hacer eco entre mis costillas y mi vacío pecho. Era lo único que me mantenía cuerdo. Tu recuerdo, tu sombra y tu fantasma. Aunque no volviera a verte, porque habías partido a un mundo al que yo no puedo ir, como Orfeo que bajó al inframundo por Eurídice… yo no podía. Sin embargo, venos aquí, ahora. Aquí y ahora es lo único que importa —salvó la distancia que había puesto entre ambos, soltó sus manos y la abrazó con fuerza.

Vámonos. A dónde sea, dejemos atrás este lugar y lo que perdimos en el fuego. Aquí y ahora es lo único que importa —repitió. Egaeus no era un hombre desesperado, o si quiera que pareciera del tipo que era capaz de amar y querer con esa intensidad. Y ahí estaba ahora, pidiéndole, casi rogándole que se marcharan e iniciaran de nuevo.

Uno podía ver al vampiro, creer que era de los que dejaban vástagos regados por el mundo como señales, como migajas para encontrar el camino a casa, pero no era así. Existía una imperante necesidad en su interior por los significados, otorgarlos, darlos o arrebatarlos, y en esa dinámica, no podía simplemente legar al mundo hijos, vampiros neófitos que no le significaran nada. Era ella, nada más, amor y perdición. Porque, qué más importante en la vida y la muerte, que eso mismo, que te devuelve la vida y te lleva a la muerte.

Esos eran ellos dos. Un poema y una canción. Un mensaje oculto y una declaratoria de batalla. Lo eran todo.

Ambos poseemos la incertidumbre de lo que va a pasar —se separó y la haló, para que lo siguiera, aunque no la hizo caminar—. Pero ambos, también, tenemos nuestra verdad, nos aferramos a ella, y ella sólo es importante en este momento. Berenice… —se giró para verla—. Berenice, tú eres compás, brújula, y laberinto también —la miró a los ojos. Ojos de hielo, ojos de acero azul. Sabía, muy en el fondo sabía, que ella estaba al tanto de lo que le estaba diciendo, aunque para el resto, no fueran más que acertijos.

Habían compartido tanto ya. Durante sus años juntos, Egaeus cayó en cuenta que en este mundo y en el otro, no existía otra persona. Era ella, sólo ella podía descifrarlo.


Última edición por Egaeus el Dom Jul 09, 2017 11:42 pm, editado 1 vez


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Mensaje por Berenice Sáb Jun 03, 2017 2:28 am

¿Cómo no perderse ante aquel encuentro hechizado por la mortandad, por deseo necio de los siglos? Berenice había vagado como condenada a través de diferentes ciudades, buscando, entre los recovecos de la miseria, a Egaeus, pero sólo terminaba sufriendo por los ideales egoístas de amantes caprichosos, quienes terminaban encontrando el camino infinito hacia la muerte escarlata. Sin embargo, nunca había perdido la esperanza; en sus madrugadas solitarias, mientras lágrimas carmesí se deslizaban por sus mellizas de mármol, se aferraba a la idea de que su verdugo no se encontraba en este mundo. O aún peor... que se habría olvidado de ella, luego de condenarla de la manera en que lo hizo.

Sus ilusiones infantiles se habían desvanecido cuando no lo encontró en su morada, luego de haber cometido su primer crimen, uno que le fue delicioso, como el mejor manjar que pudo haber probado en años anteriores. Pero ahora, durante aquella velada silenciosa, él había regresado, enfundado en las tinieblas que siempre lo acompañaron. Las Parcas habían sentenciado el encuentro, porque, incluso ellas, terminaron conmovidas ante esa escena, tan propia de algún relato oscuro sobre el más insensato amor.

—Debiste haber descubierto mi tumba, Egaeus, como lo haces con otros muertos. Debiste haber hallado la respuesta ahí, luego de que mi padre terminara colgándose por su traición —dijo, con la voz cargada de amargura acumulada por los siglos—. Yo siempre estuve para ti, porque sólo le pertenezco a alguien en esta condenada, y es a quien me creó, a quien me concedió el don de aferrarme a la sangre de los mortales; a quien me enseñó a ver las almas de los ángeles de piedra. —Pero se calló, porque aún no comprendía su abandono, aunque le repitiera que no había dejado de pensar en ella—. ¿Por qué no regresaste por mi tumba?

Detuvo sus palabras, porque supo que era inútil continuar ahondando en el mismo dolor y que sólo tocaba ahora regresar a donde siempre había pertenecido. Pertenecía a él, a sus brazos, a su espíritu; eran uno y lo seguirían siendo por toda la eternidad. Se aferró a su abrazo para no dejarlo partir nunca más.

—A dónde sea —susurró, aún con su mirada fija en la suya, sintiendo ese gesto como una invitación a algo que aún falta por descubrir. ¿Era todo aquello real?—. Nuestra verdad... nosotros. No puedo pensar que esto sea una fantasía de mi mente cruel jugando con mis sentimientos. Pero no lo es. —Avanzó hacia Egaeus, con la fuerte convicción de que ambos ahora permanecer juntos, danzando entre tinieblas, como tuvo que haber sido desde antes—. Yo te acompaño a donde sea, sin importar el final, porque será nuestro final.

¡Era tan real y maravilloso ante ella! Que fue su instinto la que hizo que se acercara a él nuevamente, para besar esos labios que tanto la consolaron durante las últimas noches de su humanidad. Ahora eran sólo ellos dos, sin que nada encontrara el arma para separarlos de su perdición.


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Mensaje por Ignatius Ferneyhough Lun Jul 10, 2017 9:32 pm


Durante su peregrinaje a través del mundo y los siglos, más de un cazador o inquisidor intentó acabar con él, y varios casi lo consiguieron, dejando marcas en su cuerpo, recuerdos de lo mucho que se acercaron para por fin aniquilarlo, sin éxito. Armas benditas forjadas en plata a las que no era tan inmune, no obstante, todos esos dolores palidecieron ante los reclamos de Berenice, porque sabía que eran ciertos, que yacieron ahí enterrados junto a ella y ahora recobraban vida para venir a atormentarlo. Una parvada de aves, las Furias que no dejan en paz a Orestes.

Tienes razón —Egaeus era un hombre que imponía, que daba miedo. Sumamente seguro de sí mismo, y de la crueldad que lo alimentaba; así que escucharlo decir aquello fue extraño. Una disrupción a la normalidad de la gélida noche. Un rayo que cruza el cielo, y luego retumba el trueno. No todos los días (o noches) se podía vera un vampiro como él admitir que se había equivocado.

Ah, pero el truco estaba junto a ella, o en ella. Como un corazón de bronce que palpita por pura inercia. Era Berenice, siempre Berenice, la máxima, única, asombrosa debilidad de Egaeus. Y para tratarse de alguien con tanto ahínco guarda sus intimidades del mundo, ésta la demostraba con sorprendente transparencia. Porque no había nada que ocultar de lo que existía entre ambos. Así era. Así siempre había sido.

Debí hacerlo, debí regresar —se detuvo, se giró, la tomó de ambas manos como si danzaran por encima de la neblina que bajaba desde las montañas hasta el camposanto—. No debí desistir tan pronto. Pero… Berenice, si retomamos eso que dejamos en aquel entonces, voy a demostrarte el suplicio que fue estar sin ti, lo doloroso que es amarte, lo grande que es este amor —pareció recitarle versos antiguos, casi borrados por el tiempo y el clima. Así medía él sus emociones: a través del sufrimiento. Ajeno, o propio en más raras ocasiones, como ahora. Sólo eso podía extraer la esencia más pura de quien fuera, sólo padecer era el catalizador que le funcionaba.

Sin importar el final —musitó bajito y si ella no lo hubiera hecho, él hubiera terminado por hacerlo. Besarla. Besarla era una condena que lo atormentaba; no poder hacerlo, estar lejos de esta boca trémula, o poder hacerlo, ser esclavo de esos labios párvulos. Y aún así, se entregaba anatema a la sentencia que ella, incluso con la distancia, el tiempo y la Muerte, era capaz de proferir sobre él.

Al separarse la miró a los ojos, como un par de cuchillos de hielo, y le sonrió. Un gesto sincero aunque no falto de oscuridad, como era siempre.

Qué es un Rey sin una Reina, Berenice. Peor aún, que es un Rey sin una Reina y sin un Reino. Tú te lo llevaste todo, y ahora vamos a recuperarlo. Dime, ángel… dónde quieres tu palacio de tinieblas, por ahí mismo voy a arrasar con todo para erigirlo en tu honor —podía sonar a exageraciones, a frases rimbombantes de un hombre inmortal que no ha dejado aquella época pasada que lo vio nacer; no obstante, no era así. Egaeus hablaba muy en serio, y era capaz. Siempre lamentó que su tiempo con Berenice hubiera sido tan corto, pues no alcanzó a ver todo lo que era capaz de hacer, por ella, por él, por ambos.

Ahora aquí tenía su oportunidad de enseñarle ese mundo de quimeras. Y por los Siete Infiernos que no la iba a desperdiciar.


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